Darling

Darling


Capítulo 23

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Suben por el camino, dando sacudidas por las roderas. Es tarde, pero la camioneta de Jim Macklemore y el escarabajo Volkswagen de Wallace McPherson siguen aparcados junto a la camioneta de Martin. Turtle aparca en la hierba, y Cayenne y ella se bajan. Turtle mete la mano en el vaso y saca el escorpión. Va hacia la casa con la escopeta al hombro, sosteniendo el alacrán por la cola. La niña la sigue, con su libro. Vuelven a tener luz, pero la casa está a oscuras. Los hombres están jugando a las cartas a la luz de una única lámpara.

Suben al porche y entran por la puerta de cristal corredera. Cayenne irrumpe en la casa y corre con los hombres, reunidos en torno a la mesa recién comprada.

—¡Martin! —cuenta Cayenne—. ¡Me he comido un escorpión!

Martin hace un gesto de burla sin mirarla.

Jim Macklemore se da la vuelta, gordo y rubio, con el pelo ralo peinado hacia atrás, la cara roja, la camisa hawaiana desabotonada, dejando a la vista el pecho grasiento y el abundante vello rubio con una crucecita de plata. Tiene dos pendientitos de zafiro. Wallace McPherson está sentado enfrente, con una camisa blanca de vestir, un chaleco de seda negro y gemelos con forma de cazas estelares Ala-X, un bombín junto a él en la mesa, los brazos repletos de tatuajes.

—Nos hemos comido un escorpión —insiste Cayenne.

Martin advierte:

—Ahora no, Cayenne. Vete al cuarto de ratoncito.

—Vaya, Julia, cuánto has crecido —observa Jim, sonriendo y ofreciéndole la mano.

Turtle pasa a su lado y deja caer el escorpión en la mesa de póquer, que aterriza en un montón de monedas de un cuarto de dólar, con la cola levantada, las tenazas moviéndose en el aire por acto reflejo.

—¡Hostia puta! —exclama Wallace—. ¡Hostia puta!

Martin se enciende un cigarro.

—Hay un alacrán en la mesa —apunta Wallace.

—Que es verdad —insiste Cayenne—. Me he comido un escorpión.

—Bah —responde Martin con paciencia, sacándose el cigarro de la boca para inclinarse hacia delante e inspeccionar la criatura.

—Es verdad —corrobora Turtle—, y te hemos traído este. Pensamos que quizá tuvieses hambre.

Con cara inexpresiva, Martin espera antes de echar el humo, que exhala de manera desigual.

—Pruébalo, Marty —lo anima Cayenne.

Wallace vacila:

—No te irás a comer eso en serio, ¿no?

Poniéndole la mano en el hombro, Jim Macklemore pregunta a Turtle:

—¿Qué estás estudiando ahora que estás en el instituto? A mí siempre me interesó la política.

Turtle se zafa de su mano y le pregunta a Martin:

—¿Te lo vas a comer?

Martin sostiene el cigarro encendido en alto. La brasa apenas resulta visible en la oscuridad; encima, la torre de ceniza. Lo hace girar despacio, mirándolo desde todos los ángulos. Contesta:

—¿Queréis que me coma este escorpión?

—¡Pruébalo! —exclama Cayenne.

Turtle ve que la niña quiere compartir ese gesto con él. Quiere que sea algo que han hecho todos juntos. Pero Turtle no quiere que lo haga. Quiere demostrarle a Cayenne algo importante, sobre su propia esencia y la de Martin, porque Martin, cree Turtle, tiene miedo.

—No os habéis comido un escorpión —cuestiona Martin.

—¿Por qué nos inventaríamos algo así? —pregunta Turtle.

Martin le da una calada al cigarro, mirándolas a través del humo con los ojos entornados.

—Estaba delicioso —asevera Turtle.

—No te vas a comer ese alacrán en serio —insiste Wallace—. Sería una locura. Comerse el escorpión. Eso no puede ser sano. ¿No están llenos de veneno?

—Bah —resta importancia Turtle—. Bah, no pasa nada.

—¡Vamos, Marty! —lo jalea Cayenne.

—Sí —corea Turtle—, vamos, Marty.

—Si yo puedo, tú puedes —razona Cayenne.

—Las niñas tienen razón —suelta Jim.

—No seas nenaza, Marty —lo pincha Turtle.

Martin se muerde el labio y al cabo dice:

—¿De verdad queréis ver cómo me como este escorpión? ¿Sí?

—Sí, Marty —replica Cayenne—. Julia se ha comido uno.

—Así que esto es algo que vamos a hacer todos, ¿no?

—¡Sí! —se entusiasma Cayenne.

—Muy bien —accede él. Se inclina hacia delante, se frota las manos como planteándoselo. El alacrán está agazapado en la pila de monedas, la cola levantada, las tenazas abiertas.

Martin abre el pulgar y el índice, estira la mano, la aparta. Se frota el índice con el pulgar, como si se preparase para la textura del animalejo.

—Así —aprueba Turtle—. Así. —Hace como si cogiera al escorpión por la cola—. Vamos —dice.

Martin estira la mano otra vez. Wallace se echa hacia delante, fumando un puro, para verlo mejor. Sigue con las cartas en la mano, sacudiendo la cabeza de asombro. Martin abre los dedos, vacila justo encima del alacrán, que alza la cola y abre las tenazas. Pequeñas expresiones, demasiado rápidas para poder interpretarlas, se suceden en su cara.

—No os habéis comido un escorpión —espeta.

Saca su cuchillo Daniel Winkler y ensarta al alacrán. La criatura se retuerce, arqueando la espalda de dolor, la cola atacando el lomo del cuchillo. Tiene las tenazas extendidas, abiertas con una urgencia visible y dolorosa. Martin levanta el cuchillo, con el escorpión clavado en la punta, baja la mano y apoya el cuchillo en el suelo; acto seguido, con el tacón, desprende el cuerpo retorcido y tenso del alacrán de la hoja y lo aplasta con la bota. Limpia la hoja en el borde de la mesa y tira el cuchillo entre las monedas, las cartas y las latas de cerveza.

Cayenne suelta un gritito de sorpresa, llevándose la mano a la boca. Turtle acerca una silla y se sienta. Martin la observa. Con su tono de voz de «ahora en serio», seco, ligeramente afectuoso e indulgente, porfía:

—Venga ya, no os habéis comido un escorpión.

Turtle lo mira con cara inexpresiva.

Desde sus respectivos sitios en la mesa, Jim y Wallace se miran.

—Sí nos lo hemos comido —replica Cayenne—. Ya te lo he dicho.

Martin se ríe, la risa volviéndose aguda, casi nerviosa, coge las cartas y empieza a barajar.

—Ah, ya —comenta, riendo de nuevo—. Era una mierda de esas de formar un puto vínculo y la he cagado. Vaya, vaya. Menudas dos cabronas. Dios santo. Siempre metiéndose en algún puto lío por alguna puta mierda. Nunca por algo bueno. —Habla con tono agraviado, cuadrando las cartas con fuerza contra el borde de la mesa, dividiéndolas, barajando a la americana, golpeando la baraja contra el borde de la mesa, dividiéndolas y barajando a la americana de nuevo. Los demás guardan silencio. Él añade—: Y una mierda, una mierda me voy a meter yo en un lío por no comerme un puto bicho. Y una mierda. ¿No es así siempre? Dios santo, menudas zorras estáis hechas. Siempre igual, con vuestro amargado cerebro de tías.

Martin reparte y la partida se reanuda, el precioso cuchillo Daniel Winkler hecho a mano en la mesa, la hoja aún con trocitos de caparazón y manchas de tripas. Después de esa mano, con las niñas sentadas a la mesa, la partida pierde fuelle. Cuando los hombres están recogiendo sus cosas, Turtle coge a Wallace del brazo y dice:

—Te acompaño afuera. —El hombre asiente, tapa su bote de yogur lleno de monedas y va hacia la puerta, Turtle a su lado. Cayenne se sienta en la encimera, sujetándose la mano herida y viendo cómo se van los jugadores de póquer.

Turtle acompaña a Wallace hasta su escarabajo. Sabe que es licenciado en filosofía por alguna universidad del norte, no sabe mucho más, pero sí que es distinto de los demás, diez años más joven, más cercano a Jacob en sus opiniones que a Martin. Wallace abre la puerta del coche y se queda parado. Turtle le revela:

—Wallace, no creo que Cayenne esté aquí por voluntad propia. No creo que deba estar aquí. No creo que esté segura aquí.

Wallace suelta una risa, sorprendido.

—¿Crees que la ha secuestrado? —Se ríe otra vez—. Julia, escúchame. Si la hubiera secuestrado, ¿no estaría gritando: «¡Ayúdame! ¡Ayúdame!»? Quiero decir, a ver. Es evidente que la niña está bien.

La mira entornando los ojos, luego mira a Martin, que se está riendo, ayudando a Jim a subirse a la camioneta, golpeando el techo de la cabina alegremente, diciendo:

—¡Menudas zorras! ¿O no? Joder, nunca se sabe.

Turtle se inclina hacia él y sugiere:

—Podrías decírselo a alguien, ¿no?

—Vamos, Julia. Esto no es asunto mío, la verdad. Probablemente Martin la esté cuidando porque sus padres son drogadictos o alguna mierda así. Es un buen tipo. Está un poco ido, sí, pero nada más. Además, cariño, no es asunto mío, ¿no? Y ¿a quién se lo diría? ¿Al Servicio de Protección del Menor? Venga ya. Está mejor aquí. Conozco a Martin. Es un tipo raro, pero nunca le haría daño a nadie. Tú has salido bien, ¿no? Mira la jovencita con carácter en que te has convertido.

—Cuéntaselo a alguien, a la policía, me da lo mismo, a quien más rabia te dé —insiste Turtle.

Wallace se ríe, alzando las manos.

—Sí —replica—. ¡Sí, claro!

—Por favor.

—Claro. ¡Llama a la policía! Y luego abro la puerta en plena noche y me lo veo ahí plantado con un M16, ¿no? —La sola idea hace que Wallace se ría otra vez.

Turtle lo mira fijamente. «No se lo cree —piensa—. No lo cree. No lo quiere creer».

—¿Y tal vez una botella de Jim Beam? No —repite, todavía entre risas—, no, Julia. Aquí no hay nadie prisionero.

Cierra la puerta del coche, la mira por la ventanilla, y Turtle apoya la mano en ella. Le entran ganas de gritarle. De soltar un alarido. Se queda en la hierba alta mientras Wallace se marcha, mete primera en su escarabajo y enfila el camino.

Turtle vuelve a la casa y sube a su cuarto. Se acerca a la ventana, la luz de la luna sesgada a su alrededor, y hace girar la caja rosa en las manos. Pone: «TEST DE EMBARAZO FIRST RESPONSE: La única prueba de embarazo que te dice si estás embarazada 6 DÍAS antes de la primera falta». De espaldas a la ventana, Turtle se sienta en el alféizar, mordiéndose el labio. Piensa: «¿es posible que el abuelo lo supiera y lo pasara por alto?, ¿cómo pudo hacer eso un hombre al que yo quería?». Piensa: «no, Turtle, te estás equivocando, las cosas no son así. Si alguna vez hizo la vista gorda fue porque sabía que tu papi te quería con toda el alma, que cualquier daño que pudiera haberte hecho era una gota en el océano de su amor. El abuelo lo sabía, así que deja de pensar eso, porque no significa nada, y lo que decidió hacer al final no era algo que hubiese estado aplazando, era algo que no debió hacer nunca, ni antes ni entonces».

Se queda aguzando el oído hasta que Martin vuelve a la casa. Lo oye hablar con Cayenne. Se escuchan murmullos y voces más altas. Después él se va a su habitación y se pone a dar vueltas. Turtle trata de oír a Cayenne, pero la niña está tumbada delante de la chimenea, leyendo su libro, sin hacer ningún ruido. Abre la caja y deja caer en su mano los tres paquetitos de plástico rosa. Los mueve hacia delante y hacia atrás. Piensa: «no es posible. No es posible que me pase a mí». Turtle podría echar las paredes abajo. Se siente ahogada, asfixiada, furiosa a más no poder. Piensa: «no puede ser».

Oye que se abre la puerta del dormitorio de Martin. Oye que va por el pasillo. Oye sus pasos en la escalera. «Cabrón de mierda —piensa—. No podemos seguir haciendo esto. Es demasiado peligroso. El juego ahora es completamente distinto». Se detiene al otro lado de la puerta. Ella abre la funda, saca a medias la Sig Sauer. Él abre la puerta, se queda en el umbral. Ella está quieta. Como si estuviese clavada en el sitio. El mundo gira a su alrededor. Le mira las botas. Le suben temblores por los muslos. Tiene la mano derecha en la Sig, en los riñones, agarrando con fuerza las cachas de polímero.

Él entra en la habitación. Le levanta la barbilla con el nudillo de una mano, y ella lo abraza y aspira su aroma: lana y tabaco y grasa de pistola. La Sig Sauer sigue en su mano. Él la coge en brazos y la lleva a su habitación, y ella siente una terrible necesidad de él. Es tan grande que estar en sus brazos le gusta, hace que se le ponga la piel de gallina, es como volver a casa, como volver a ser una niña. Martin la sostiene en un brazo para lidiar con el pomo de cristal tallado con la otra mano, abre la puerta de una patada y entra con ella en su habitación, con la ropa tirada por el suelo, una cama nueva con sábanas nuevas y una mesita de noche nueva. Las sombras de las hojas y los amentos de los alisos juguetean por las heridas de las paredes, allí donde Turtle arrancó los tornillos y echó abajo la estantería. Todavía está la familiar hendidura que se abre entre el tabique y el suelo, y esa línea oscura delimita el cuarto, una brecha infranqueable donde se unen los dos, una brecha que se abre a la oscuridad de los cimientos, de la que emerge un aroma mineral y femenino, y Turtle imagina las grandes vigas de los cimientos en la arenisca y la tierra que hay bajo la casa, bajo las tablas de madera, los oscuros sitios repletos de telarañas. Él la lleva a la cama y la lanza al aire, y Turtle se queda suspendida en la luz plateada y las sombras moteadas de la habitación y después cae en la cama, en el edredón de plumas, las sábanas arrebujadas con su sudor, que huele a tabaco, permanece allí donde ha caído, como si no se pudiera mover, como si fuese una marioneta y no una niña, la cabeza ladeada y los ojos abiertos, mirando al tabique, Martin quitándole los pantalones y tirándolos a un lado, quitándole las braguitas y lanzándolas también, las hojas enfocándose y desenfocándose en la pared. En cierto modo quiere saciar su soledad. Quiere quedarse ahí tendida y que la despojen de su personalidad. Él se arrodilla entre sus muslos y ella le pone una mano en el pelo y grita de dolor y de odio a sí misma y de placer suspendido y terrible. Cuando todo acaba, se queda tendida entre el ovillo de sábanas, relajada e inmóvil, mientras Martin se sienta en el borde de la cama, apoyándose en una rodilla, resoplando, sollozando casi… Turtle solo necesita esperar en silencio con el abanico de sus costillas abriéndose y cerrándose, haciendo un esfuerzo hasta que todo lo que le era sagrado en él desaparezca y después no sabe qué. Esperan en la oscuridad, en los largos momentos que siguen a lo que han hecho, y es diferente de como era antes, y Turtle no habla ni se mueve. Es como si pudiera mantenerse quieta, como si pudiera relajarse hasta librar a sus extremidades de todos los vestigios de sí misma. No pasará largas noches en contacto con su propia cabeza, no tendrá que levantarse de esa cama ni admitir cómo llegó a ella, no puede hacer nada ni ser nada y no habrá dolor. Pero lo siente, por toda la habitación, trepando por las paredes, en las sombras de las sábanas, emergiendo de la brecha oscura que se abre entre el suelo y el tabique, un dolor siniestro que se acumula, crece y la espera, el dolor de ser ella misma, cada instante largo, concreto y espantoso.

—Joder —exclama él desde el borde de la cama. Ella no lo mira—. Joder. Tus putas entrañas, Darling. —Turtle no dice nada—. Entrar en esas tripas llenas de odio, en esa suciedad resbaladiza y húmeda, y otra vez en el odio y en la suciedad y en la nada.

—Cállate —espeta Turtle.

—En el odio y en la suciedad y en la nada —repite Martin.

—Cierra el puto pico —suelta Turtle, incorporándose.

—Tus entrañas llenas de podredumbre, Darling —insiste él.

Turtle se levanta y él la observa. Se queda en el centro de la habitación y busca sus braguitas, pero no las encuentra, y va y viene mientras él está sentado encorvado, la espalda ancha, taciturno y moteado con las sombras de los alisos, enorme, silencioso e inclinado, escudriñándola mientras ella va cogiendo prendas oscuras y extendiéndolas para ver qué son, y por último los pantalones, y se pone los pantalones mientras él la observa, y ella lo mira con serenidad y con odio mientras se los pone, y piensa: «creí que al menos podrías darme esto, que al menos podrías hacer eso, pero la verdad es que no me das nada». Tira de los pantalones y se los sube por la cadera, enfunda la pistola mientras Martin ve cómo se viste, y ella piensa: «anda, mírame, capullo. No sé cómo irme, y no sé si podré irme, así que lo averiguaremos, supongo». «Anda, mírame —piensa—, porque algo me tiene que pasar para que me arriesgue así, para que te permita que me hagas esto». Él la observa, Turtle se abrocha los pantalones y se queda quieta, erguida, permitiendo que la admire, y sale de la habitación, enfila el pasillo y se detiene junto a la mesa de póquer. «Existe una regla —piensa— que te ha enseñado la vida, que te ha enseñado Martin, la regla de que todo coñito de muslos mojados como tú tiene lo que se merece». De las ventanas y del rescoldo del fuego llega una luz tenue. Cayenne está llorando en silencio, delante de la chimenea, y Turtle piensa: «joder».

No se le ha pasado por la cabeza que la niña pudiera oírlos, y no se lo puede explicar, así que se queda junto a la mesa de póquer, pensando en todo lo que Cayenne habrá oído y pensando: «joder, joder, joder». No soporta la idea de que Cayenne la haya oído entrar en esa habitación, no soporta la idea de que Cayenne la haya oído consentir en ello. Siempre ha sido algo privado. Turtle se queda escuchando a Cayenne llorar y llorar. Piensa: «me iré a mi cuarto y dejaré que esa perra llore lo que le dé la gana. ¿Crees que me importa una mierda? ¿Crees que me importa? Es una zorra como todas las demás, y su feminidad le carcome el cerebro, se lo agujerea. No siento nada por ella, no me puede tener, ni tengo nada que darle, y nadie esperaría que lo hiciese, nadie esperaría que esa niña me importe una mierda».

«Bueno —piensa—, Jacob esperaría que la ayudaras. Jacob ni siquiera dudaría de que la ayudarías. Pero Jacob es un mierda que se cree con derecho a todo y no entiende la profundidad que pueden tener las cosas a veces. Lo mal que pueden estar y hasta dónde puede llegar la podredumbre. Vete a tu cuarto, Turtle, porque esa niña no es nada para ti». Pero, pensando en Jacob, se acerca a la niña, se sienta a su lado y la abraza. No siente nada, y no sabe por qué lo hace, salvo por eso. Abraza a la pequeña y piensa: «ella no es nada para mí. Esta perra no es nada para mí. Podría matarla si Martin me lo pidiera. Podría hacerlo y me pesaría un poco, pero no acabaría conmigo». La reconforta, y Cayenne admite:

—Tengo miedo, Julia, quiero a mi mamá. Quiero a mi mamá de verdad, de verdad. —Lo dice una y otra vez, como si confiase en que Turtle le fuera a decir algo, pero lo único que puede hacer es abrazarla más fuerte.

Al cabo, Turtle dice:

—Eh, Cayenne.

—¿Sí?

—No me llames Julia.

—¿En serio?

—En serio —afirma Turtle.

—¿No te gusta?

—Me dan ganas de vomitar.

—¿Por qué?

—No sé. Así es como me llamaba mi madre.

—Entonces ¿cómo te llamo?

—Turtle.

—¿Turtle? —repite Cayenne.

—Sí.

Cayenne se sorbe la nariz, pero la situación también le hace algo de gracia. Se chupa y se mete detrás de las orejas el pelo manchado de mocos y resopla y mira a Turtle, en su frente apareciendo y desapareciendo arrugas de regocijo y enfado.

—Pero —aduce— eso es… No, eso es ridículo. No.

—¿No?

—No puedes ser Turtle.

—¿Por qué?

—Porque eres muy guapa.

Turtle se ríe.

—De verdad. Eres muy guapa.

—Cayenne —responde Turtle—, hay cosas que me importan. Pero ¿sabes lo que no me importa una mierda?

—¿Qué?

—La guapura.

—Ah.

—¿Qué?

Cayenne sacude la cabeza.

—¿Qué pasa?

La niña siente que la han regañado. Turtle la abraza y la mece hacia atrás y hacia delante, y siente algo fuerte, algo que no termina de entender. Algo muy parecido a la buena voluntad.

—No pasa nada. Solo te estoy tomando el pelo.

Cayenne asiente. Sigue compungida.

—No digo que a ti no te tenga que importar. No digo que sea malo que te importe ni que no tengas razón. Solo digo. Ya sabes. Tengo otras cosas.

—Vale —acepta Cayenne. Tiene un hilo de voz agudo en el que no hay rencor.

Turtle abraza a la niña y piensa: «no permitiré que nada te haga daño nunca». Lo piensa espontáneamente, y sabe que no es verdad. Pero le gusta, le gusta la idea de ser esa persona… Y lo piensa otra vez, dejando en suspenso su propia incredulidad, apoyando la mejilla en el pelo de la niña y repitiendo:

—No permitiré que nada te haga daño nunca.

Cayenne llora y llora.

—¿Por qué lo has hecho?

—No lo sé —reconoce Turtle.

Cayenne pregunta:

—¿Por qué se lo has permitido?

—No lo sé —admite de nuevo Turtle.

—Turtle…

—No creo que nadie sepa por qué hace lo que hace. Solo creen que lo saben.

—¿En serio?

—No hasta que las cosas se ponen feas y te ves haciendo lo que no debes.

Cayenne solloza y pregunta:

—¿No tienes miedo?

—Sí —confiesa Turtle, y sabe que es verdad solo después de oírse decirlo.

Eso hace que Cayenne llore más aún, temblando y estremeciéndose, y Turtle abraza a la niña, la acomoda en su regazo. La niña le muerde el hombro y Turtle sonríe. Cayenne sacude la cabeza como un perro con una rata. Turtle abraza a la niña, y la niña es menuda, de espinillas delgadas y piececitos huesudos, y Turtle nota su pelo áspero y tosco en la mejilla. Se le pega a los labios, y la niña se estira y le echa los brazos al cuello, y Turtle no dice nada, pero la abraza, y al abrazarla piensa: «esto es algo de lo que puedo cuidar, y ya que no puedo darle cariño a la pequeña, podría cuidarla, eso sí lo puedo hacer, quizá. No soy como él, y sé cuidar las cosas, y la puedo cuidar a ella también, quizá, aunque no sepa si es real y aunque no signifique más que eso, tal vez pueda salvar algo con solo hacer eso, con solo cuidar a esta perra». La abraza y se pone a tararear una canción, la barbilla en la cabeza de Cayenne, las piernas de la niña en los brazos de Turtle.

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