Dare

Dare


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Jack Cage oyó el canto de la sirena.

Estaba lejos, y estaba cerca. Era la sombra de una voz pidiendo que fuera encontrada la substancia de la dueña.

Jack dejó la carretera y se adentró en la espesura. La masa amarilla de Samson le precedió. Las notas de una lira vibraron a través de los pasillos de verdor. Tras muchas vueltas y revueltas a través de estrechas avenidas bordeadas de troncos de árbol, se paró a explorar. El bosque se interrumpía en el verdor de un pequeño claro que era una taza de luz solar derretida. En su centro había un gran peñasco de granito, dos veces más alto que un hombre. La parte superior había sido labrada en forma de asiento.

La sirena estaba sentada en el asiento, y cantaba. Mientras su extraña y encantadora canción se alzaba al aire, la sirena peinaba sus largos y dorados cabellos con la concha seca de una cilia de lago. Debajo de ella, en cuclillas en la base del peñasco y pulsando las cuerdas de la lira, había un sátiro, un horstel macho.

Ella estaba mirando a través de una abertura en el claro: un bulevar bordeado de árboles que descendía por la ladera de la montaña y proporcionaba una vista de parte de la región al norte de Slashlark. Jack pudo ver la granja de su padre. Estaba tan lejos que parecía tan pequeña como la palma de su mano, pero podía distinguir la blanca lana y los blancos cuernos de los unicornios brillando al sol cuando inclinaban sus cabezas hacia la hierba o corrían a través de los prados.

Por un instante, le distrajo de los horstels una oleada de añoranza. La casa principal resplandecía en rojo mientras el sol se reflejaba en los cristales alojados en los troncos de los árboles-cobre. Era un edificio de dos pisos, de construcción robusta y tejado plano de modo que los hombres pudieran andar por encima en épocas de asedio. Había un pozo en el centro del patio, y en cada una de las cuatro esquinas del tejado había una catapulta, un lanzabombas.

Cerca estaba el establo. Y más allá la extensión cuadriculada de campos y huertos. En un prado en el extremo norte de la granja se erguían doce brillantes colmillos blancos de marfil, dientes de la tierra, el cadmio.

La carretera que discurría junto a la granja podía ser seguida en la mayoría de sus rodeos hasta que alcanzaba la sede del condado, Slashlark. La ciudad quedaba oculta por unas altas colinas muy pobladas de árboles.

Jack retornó a su entorno inmediato cuando la sirena se levantó para dedicar sus últimos saludos a la región a la cual regresaban su compañero macho y ella después de tres años de «ritos» en las montañas remotas.

Una abertura entre los árboles la silueteó contra el azul del cielo. Jack retuvo el aliento con súbita admiración. Era un ejemplar espléndido: una belleza depurada en mil años de crianza. Como todos los Wiyr, no llevaba nada a excepción de un peine en el pelo. En aquel momento, estaba pasando sus dientes a través de la espesa mata rojiza y dorada. El seno izquierdo, siguiendo los movimientos del brazo, ascendió y descendió como el hocico de algún animal euclidiano alimentándose del aire. Y los ojos de Jack se alimentaron de su belleza.

Un soplo de aire levantó un bucle y reveló una oreja de forma humana. Ella se volvió ligeramente y puso de manifiesto una distribución de pelo muy poco humana. Una espesa crin brotaba de la base de su nuca y caía en cascada desde la punta de su columna vertebral: la cola de caballo.

Sus anchos hombros estaban tan desprovistos de pelo como los de una mujer, lo mismo que el resto de su espalda excepto la columna vertebral. Jack no podía verla por delante, pero sabía que sus lomos eran peludos. El vello púbico de un horstel era lo bastante largo y espeso como para satisfacer el deseo de cubrir los genitales; colgaba como un taparrabo sobre los muslos.

Los machos eran tan peludos entre el ombligo y los muslos como el mítico sátiro del cual derivaban su nombre. Las hembras, en cambio, tenían las caderas desnudas a excepción del triángulo púbico, que era realmente un diamante, ya que la base de otra forma de tres esquinas crecía de él, ascendía por el vientre y se enroscaba en el ombligo, que parecía un ojo en equilibrio sobre el ápice de una resplandeciente pirámide de oro.

Aquél era el símbolo Wiyr para una hembra: omicrón alanceado por un delta.

Perdido en su admiración, Jack esperó hasta que la lira emitió su nota final y la voz de contralto de la sirena se apagó en la isla de verdor.

Por un instante hubo silencio. Ella permaneció inmóvil como una estatua de bronce coronada de oro; el sátiro agachado sobre su instrumento, con los ojos cerrados y meditando.

Jack surgió de detrás de un árbol y entrechocó sus manos. La explosión fue como una no deseada, incluso profana, intrusión en el silencio semirreligioso que había seguido a la música. Probablemente los dos Wiyr se habían sumido en uno de sus voluntarios estados semimísticos.

Ninguno de los dos pareció sobresaltarse, ni siquiera sorprenderse. Jack, maliciosamente, había esperado lo contrario. Pero su serenidad al volver los ojos hacia él y la gracia de sus cuerpos al seguir a los ojos le inspiraron enojo y una leve vergüenza. ¿Acaso no aparecían nunca incómodos ni turbados?

—Buenas tardes, Wiyr —dijo.

El sátiro se puso en pie. Sus dedos discurrieron sobre las cuerdas de la lira en simulación de una voz inglesa. «Buenas tardes», dijeron las cuerdas.

La hembra hundió el peine en sus cabellos, se irguió sobre la roca como un buceador y saltó al suelo. Sus rodillas dobladas aminoraron el choque; el impacto hizo rebotar sus senos grandes y conoides de un modo que desconcertó a Jack. Antes de que cesara el temblor la sirena se había acercado a él. Sus iris azul-púrpura contrastaban agradablemente con el siniestro amarillo-gatuno de los de su hermano.

—¿Cómo estás, Jack Cage? —dijo ella en inglés—. ¿No me conoces?

Jack parpadeó al reconocerla.

—¡R’li! ¡La pequeña R’li! Pero, tú… ¡sagrado Dionisio!… ¡Cómo has cambiado! ¡Crecido!

Ella se pasó una mano por los cabellos.

—Naturalmente. Tenía catorce años cuando me marché a las montañas para los ritos, hace tres años. Diecisiete significan que soy una adulta. ¿Acaso hay algo sorprendente en eso?

—Sí… no… es decir… parecías una escoba… y ahora… —Maquinalmente, su mano describió una curva.

—No necesitas ruborizarte. Sé que tengo un cuerpo hermoso. Sin embargo, me gustan los cumplidos, y puedes dirigirme tantos como quieras. Con tal de que sean sinceros.

Jack notó que su rostro se llenaba de calor.

—No… no me has entendido. Yo… —se atragantó, indefenso ante la terrible ingenuidad de la horstel.

La sirena debió compadecerle, ya que trató de despersonalizar la conversación.

—¿Tienes algún cigarrillo? —preguntó R’li—. Nosotros terminamos los nuestros hace unos días.

—Tengo tres. Los justos.

Sacó un estuche del bolsillo de su chaqueta. Estaba fabricado con cobre caro y era un regalo de Bess Merrimoth. Del estuche sacó tres cilindros de papel oscuro y basto conteniendo tabaco. Inconscientemente, ofreció el primero a R’li porque era una hembra. Su mano olvidó representar el acostumbrado papel rudo del humano en su trato con el horstel.

Sin embargo, llevó un cilindro a sus propios labios antes de ofrecer uno al hermano. El sátiro debió observar el desliz, ya que sonrió de un modo peculiar.

Cuando R’li se inclinó para encender su cilindro en el fósforo que Jack rascó para ella, alzó la mirada. Sus ojos azul-púrpura eran tan encantadores —Jack no pudo evitar el pensarlo— como los de Bess Merrimoth. Nunca había sido capaz de comprender lo que quería decir su padre al afirmar que mirarse en sus ojos era mirarse en los de una bestia.

Ella aspiró una profunda bocanada de humo, tosió y expelió nubes por sus fosas nasales.

—Un veneno —dijo—. Pero me gusta. Uno de los regalos que los humanos trajisteis de la Tierra fue el tabaco. Me pregunto qué hubiéramos hecho nosotros sin él…

¿Estaba siendo sarcástica? En caso afirmativo lo era de un modo tan sutil que Jack no podía estar seguro.

—Ese parece ser el único vicio que os hemos pegado —replicó—. Es el único regalo que habéis aceptado. Y se trata de algo que no es esencial.

Ella sonrió.

—Oh, no es el único regalo. Nosotros comemos perros, ya lo sabes. —Miró a Samson.

Éste, como si intuyera lo que ella estaba diciendo, se acercó más a su amo. Jack no pudo evitar el mostrar su desagrado.

—No tienes por qué preocuparte, gran león —le dijo ella a Samson—. Nunca cocinamos a los de tu raza. Sólo a perritos gordos y estúpidos.

Se volvió hacia Jack.

—En cuanto a lo que estábamos diciendo, no debes tener la impresión de que los terráqueos llegasteis a nosotros con las manos vacías. Hemos aprendido mucho más de lo que crees.

Sonrió de nuevo. Jack se sintió estúpido… como si las lecciones administradas por los seres humanos hubiesen sido negativas. Mrrn, el hermano de R’li, habló con ella en rápido lenguaje de adulto. Ella respondió con las pocas sílabas necesarias (traducida al inglés, sospechó Jack, la conversación habría requerido mucho más tiempo), y luego dijo en lenguaje humano:

—Mrrn quiere quedarse aquí y trabajar en una nueva canción que ha estado componiendo. La interpretará mañana en nuestra fiesta de bienvenida. Yo te acompañaré hasta lo de mi tío. Es decir, si no te importa. Jack se alzó de hombros.

—¿Por qué habría de importarme?

—Puedo pensar en media docena de motivos. El primero y principal, algún humano podría vernos y acusarte de confraternizar con una sirena.

—Andar por un camino público con uno de vosotros no constituye confraternización, jurídicamente.

Caminaron en silencio por el pasillo entre el follaje hasta la carretera. Samson marchaba un poco adelante. Detrás de ellos, brotaron las notas de la lira en una falange de furor. Lo que en el canto de su hermana había sido dulce y alegre y teñido de cierta espiritualidad, en la interpretación de Mrrn era dionisíaco, frenético.

A Jack le hubiera gustado quedarse para escucharlo. Aunque nunca lo había confesado, desde luego, pensaba que la música horstel era maravillosa. Ninguna excusa razonable para demorarse acudió a su mente, de modo que siguió andando a lo largo del pasillo del bosque. Cuando llegaron a la carretera y doblaron la esquina, las notas se debilitaron, amortiguadas por los altos árboles y el espeso follaje.

La carretera se curvaba alrededor de la montaña en suave declive; una calzada de quince metros de anchura y al menos mil años de antigüedad. Estaba compuesta de alguna materia gris de mucho espesor que debió ser vertida en forma líquida y luego endurecida, ya que no se mostraba en bloques sino formando una franja continua. Parecida a la piedra, daba una impresión de elasticidad, como si se hundiera bajo el peso de uno. Aunque el sol era cálido, la calzada estaba fresca bajo los desnudos pies. Por lo visto, dejaba pasar el calor y lo almacenaba debajo, ya que durante el invierno el proceso se invertía. Entonces la superficie irradiaba calor, el suficiente para evitar que los pies sin cubrir se helaran incluso en el tiempo más frío. La nieve y el hielo se derretían y caían por la suave ladera.

Era una de las millares que cubrían como una telaraña el continente de Avalon, una red cuya facilidad de transporte había permitido al género humano extenderse con tanta rapidez a través del país.

Jack permaneció en silencio tanto tiempo que R’li, probablemente buscando un garfio en el cual colgar conversación, le pidió que le dejara ver su cimitarra. Sorprendido, Jack la desenvainó y se la entregó. Sosteniéndola por la empuñadura con una mano, ella rozó ligeramente el agudo filo con los dedos de la otra.

—Hierro —dijo—. Ésa es una terrible palabra para una cosa terrible. Me pregunto qué clase de mundo tendríamos si quedara mucho hierro. No tan bueno, creo. Jack la miró manejar el metal. Una de las leyendas que había oído en su infancia acerca de los horstels acababa de revelarse falsa. Ellos podían tocar el hierro. Sus dedos no se marchitaban, sus brazos no quedaban paralizados, y no gritaban en agonía.

R’li señaló la inscripción en la empuñadura.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé, en realidad. Dicen que es érbico, uno de los lenguajes de la Tierra.

Tomó el arma de manos de R’li y volvió la empuñadura para mostrarle dos inscripciones en el otro lado.

—Uno A. H.D. Uno del año de Homo Dare. El año que llegamos. Labrada por el propio Ananías Dare, según se dice. Esta espada fue entregada por Kamel el Turco a Jack Cage Primero, uno de sus yernos, debido a que el Turco no tenía ningún hijo que pudiera manejarla.

—¿Es cierto que tu cimitarra es tan afilada que cortaría un cabello flotante por la mitad? —dijo ella.

—No lo sé. Nunca lo he probado. Ella arrancó uno de sus largos cabellos y lo dejó caer hacia abajo. «¡Swish!».

Dos hilos rojizo-dorados cayeron al suelo.

—¿Sabes una cosa? Podrías haberle dado a ese dragón algo en qué pensar, después de todo.

Jack se quedó boquiabierto, mientras ella aplastaba el ascua de su colilla con su calloso talón.

—¿Cómo… cómo has sabido que he estado siguiendo a ese dragón?

—El dragón me lo dijo.

—¿El dragón… «te lo dijo?».

—Sí. No has dado con ella —ya sabes que es un dragón hembra— por muy poco. Estuvo un tiempo con nosotros pero se marchó cinco minutos antes de que asomaras tú. Estaba cansada de huir. Está embarazada, hambrienta y exhausta. Le aconsejé que subiera a las partes rocosas de las montañas, donde tú no podrías encontrar ninguna huella.

—¡Bueno, sencillamente asombroso! —exclamó Jack, impresionado—. ¿Y cómo diablos sabías que ella sabía que yo sabía… quiero decir, que ella sabía que yo llegaba y ella se iba… quiero decir, cómo sabías tú adónde iba ella? Supongo que hablaste con ella en el lenguaje de los dragones… —concluyó sarcásticamente.

—Exactamente.

—¿Qué?

Jack la miró a los ojos en busca de un indicio de que se estaba burlando de él. Con un Wiyr, nunca se sabe…

Ella le devolvió la mirada con dos fríos enigmas azul-púrpura. Se produjo un rápido intercambio, silencioso pero inteligible. R’li extendió su mano como si se dispusiera a apoyarla sobre el brazo de Jack, pero interrumpió el gesto a medio camino como si de pronto hubiese recordado que a los seres humanos no les gustaba ser tocados por los Wiyr. Samson gruñó en señal de advertencia y se agachó frente a ella, el pelo amarillo erizado.

Siguieron andando. Ella charlaba alegremente como si tal cosa. Para mayor fastidio de Jack, utilizaba el horstel infantil. Un adulto sólo utilizaba aquel lenguaje con otro adulto cuando quería expresarle rabia, o desprecio, o amor. R’li no podía estar enamorada de él.

Ella habló de su felicidad al regresar a casa y ver de nuevo a padres y amigos, y recorrer los amados campos y bosques del Condado de Slashlark. Sonreía a menudo; sus ojos brillaban con intenso sentimiento; sus manos se agitaban como si estuviera ahuyentando a las palabras pronunciadas a fin de dejar sitio para más; su boca roja se moldeaba en fascinantes caños mientras vertía los líquidos de su charla.

Algo extraño e inesperado le ocurrió a Jack mientras contemplaba la boca de R’li. Su rabia se convirtió en deseo. Deseó apretarla contra él, agarrar aquella catarata rojizo-dorada que caía por su espalda y enterrar aquella boca debajo de la suya. Fue un pensamiento rápido y traicionero, y surgió a través de su corriente sanguínea, rugió en su cerebro y casi le venció.

Giró su cabeza para no ver el rostro de R’li. Su pecho se hinchó hasta el punto de que pareció que iba a estallar medio de dolor, medio de emoción. Lo que se había acumulado detrás de su esternón deseaba salir, y deseaba salir en seguida.

Pero él no lo permitiría.

De haber experimentado aquello con una de las muchachas a las que había cortejado en Slashlark —y había habido varias—, habría actuado con el pensamiento. R’li, sin embargo, era al mismo tiempo una atracción y un obstáculo. Era una sirena, una hembra a la que los hombres se negaban a llamar mujer. Inhumana, letal, se le asignaban todos los atributos de los legendarios semianimales del Mediterráneo y del Rin de la antigüedad, y nadie podía acercarse a ella sin poner en peligro su vida y su alma. El Estado y la Iglesia, en su inmensa sabiduría, prohibían al hombre tocar a una sirena.

Pero Estado e Iglesia eran lejanas y brumosas abstracciones.

R’li estaba cerca y era carne morena y dorada y ojos azul-púrpura y boca escarlata y cabellos resplandecientes y curvas magnéticas. Ella era mirada y risa y balanceo y resplandor y sombra y ven y aléjate y yo-te-conozco y tú-no-me-conoces.

Ella interrumpió su silencio de labios apretados.

—¿En qué estás pensando?

—En nada.

—¡Maravilloso! ¿Cómo te las arreglas para concentrarte tan profundamente en nada?

Su tono jocoso ayudó a Jack a recobrar su equilibrio. El pecho dejó de dolerle y pudo mirar a R’li a la cara. Ella no parecía ya la criatura más deseable del mundo; era simplemente una… una hembra que había materializado —materializar era la palabra adecuada— lo que un hombre soñaba cuando soñaba en un cuerpo.

Pero él había estado a punto… No. Nunca. Ni siquiera pensaría en ello. No debió pensar en ello. ¿Cómo pudo hacerlo? Unos cuantos segundos antes de que aquel negro y doloroso fuego se encendiera, había estado lo bastante furioso como para golpearla. Luego, el fuego y la rabia se habían metamorfoseado en deseo.

¿Qué había ocurrido? ¿Un hechizo de R’li, quizá? Jack se echó a reír, pero no le dijo el porqué cuando ella le preguntó qué era lo que le divertía tanto. Cuando trataba de atribuir sus sentimientos a magia de la sirena no era sincero consigo mismo. No creía en la brujería, de todos modos, aunque nunca lo había mencionado, desde luego. No. Ella no le había hecho víctima de ningún hechizo. A menos que fuera la brujería que cualquier hembra atractiva podía practicar sin invocar al diablo.

Nombra la cosa y déjala morir. Se llamaba lujuria, y no era nada más.

Rápidamente, hizo la señal de la cruz y juró silenciosamente que en la próxima confesión le hablaría al Padre Tappan de su tentación. Y se dijo a sí mismo que mentía y que nunca le diría una palabra de ello a nadie. Estaba demasiado avergonzado.

En cuanto llegara a casa y arreglara las cosas con su padre, iría a la ciudad a visitar a Bess Merrimoth. Podría olvidarse de R’li cuando estuviera con una agradable muchacha humana, es decir, si después de semejantes pensamientos su contacto no la ensuciaba… ¡No! Eso era una tontería, no debía pensar así. Aborrecía a aquéllos que cargaban voluntariamente con una culpabilidad y no permitían ser perdonados por Dios ni por nadie. Era una forma de autocompasión, la cual era a su vez un medio de llamar la atención.

Dándose cuenta de que tenía que salir de la cada vez más apretada espiral de introspección, hizo un esfuerzo por hablar de nuevo con R’li. Sabía que ella había estado eludiendo el tema del dragón. De modo que le preguntó por él.

—Como te he dicho —respondió R’li—, en realidad nos debes la vida a nosotros. El dragón hembra me dijo que la estabas siguiendo con la intención de matarla. En varias ocasiones podría haberte rodeado y sorprendido por la espalda. Pero no lo hizo. Su contrato con nosotros dice que sólo en caso de defensa, y como último recurso, podrá…

—¿Contrato? —cloqueó Jack.

—Sí. Tal vez hayas observado una pauta en los llamados pillajes en las granjas alrededor de Slashlark. Un unicornio de la finca de Lord How una semana. Uno de la granja de Chuckswilly la semana siguiente. La próxima, uno de la de O’Reilly. Siete días más tarde, un animal del rebaño del monasterio Filipense. Luego, uno de la granja de tu padre. Después de lo cual el círculo vuelve a empezar con Lord How, y así sucesivamente, terminando con el semental tomado hace cinco noches de los corrales de tu padre. Aparte de la pauta de rotación, las condiciones son: No pueden tomarse unicornios de tiro ni de leche. Ni yeguas preñadas. Sólo los destinados al mercado de carne. Evitar en lo posible a perros y humanos. No más de cuatro unicornios al año de cada granja. Un solo dragón para una zona. El mismo contrato el año próximo, pero sujeto a modificaciones si las circunstancias lo requieren.

—¡Un momento! ¿Quién os ha dicho a los horstels —la palabra sonó como si la escupiera— que podíais disponer de nuestra propiedad como si fuera vuestra?

R’li inclinó la mirada. Sólo entonces se dio cuenta Jack de que su mano estaba sobre el brazo de ella. La piel era tan suave que parecía semilíquida, más suave incluso (no pudo evitar el traicionero pensamiento) que la de Bess. Los ojos de R’li se posaron en la mano que se apartaba, y luego se alzaron hacia el enrojecido rostro de Jack mientras decía fríamente:

—Olvidas que, según el contrato que tu abuelo estableció con mi gente cuando convinieron en compartir la tierra de labor, os obligasteis a entregarnos cuatro unicornios al año. Esto no ha sido cumplido, dicho sea de paso, en los últimos diez años debido a que los horstels teníamos carne suficiente en nuestros rebaños. No hemos reclamado nuestros derechos porque «no somos codiciosos». —Hizo una pausa y luego añadió—: Ni le hemos dicho nada al recaudador de impuestos sobre el hecho indiscutible de que tu padre ha estado reclamando exención por esos cuatro unicornios a pesar de habérselos guardado para él.

Jack pensó que había un fallo en la explicación de R’li de las incursiones del dragón. Si se había establecido un contrato, ¿por qué no se limitaban a tomar los cuatro unicornios y se los entregaban al monstruo? ¿Por qué permitir que el animal realizara sus peligrosos asaltos nocturnos? La historia no tenía sentido.

Cierto, los horstels casi nunca mentían. Pero lo hacían alguna vez. Y sus adultos utilizaban lenguaje infantil cuando contaban ficción; «ella» lo había utilizado con él.

Aquello no significaba necesariamente que estuviera mintiendo, ya que ella le había enseñado aquel lenguaje cuando jugaban juntos siendo niños en la granja, y era lógico que siguiera utilizándolo.

Egstaw, el Vigilante del Puente, estaba de pie en la carretera, cerca de la alta torre redonda de piedra de cuarzo que era su hogar. Estaba pintando en una gran tela sostenida por un caballete.

Su esposa, Wigtwa, estaba agachada a unos treinta metros de distancia en la orilla del arroyo. Estaba despellejando a un escamoso de dos patas y de medio metro de longitud, aproximadamente, que acababa de pescar. Cerca de allí, tres chiquillos jugaban en el agua.

Ana, de cinco años, no podía ser distinguida de un niño humano de su edad salvo por un escrutinio muy minucioso, que habría revelado la presencia de una pelusilla a lo largo de su espina dorsal.

Krain, un muchacho de diez años, tenía un espinazo que brillaba con tonos dorados cuando se hallaba en un ángulo determinado con el sol.

Lida, que acababa de cumplir los trece, ilustraba la fase contigua a la última de la pilosidad horstel. Una crin rojo anaranjada, de unos tres centímetros de longitud, dividía su espalda y colgaba unos treinta centímetros más allá de su coxis. Su pubis mostraba las primeras insinuaciones del diamante y el disco. Con la leve hinchazón de los senos, sugerían la próxima gloria de la sirena.

R’li chilló de placer al ver a sus tíos y primos y echó a correr hacia ellos. Egstaw soltó su paleta y sus pinceles y salió a su encuentro; Wigtwa dejó caer el escamoso y el cuchillo y corrió hacia el puente. Detrás de ella, los niños, gritando de alegría, chapotearon a través del arroyo.

Todos abrazaron y besaron a R’li muchas veces, riendo y llorando y acariciándola a ella y unos a otros. R’li empezó a hablar y a agitar sus manos frenéticamente, tratando de comprimir en unos cuantos minutos sus experiencias de los tres últimos años.

Jack permaneció en segundo término hasta que el tío de R’li se acercó a él y le preguntó, en inglés, si tomaría un poco de pan tierno y una jarra de vino o de cerveza. Más tarde tendrían escamoso a la parrilla.

Jack respondió que no podía quedarse a esperar la comida Sin embargo, aceptaría un trago de vino y un poco de pan.

Egstaw dijo:

—No te faltará compañía humana. Tenemos otro huésped.

Agitó una mano a un hombre que acababa de salir de la torre del puente. Jack quedó sorprendido. En este condado fronterizo los forasteros eran mirados siempre con curiosidad o suspicacia o ambas cosas; especialmente uno lo bastante amigo de los nativos como para entrar en su morada.

Egstaw dijo:

—Jack Cage, te presento a Manto Chuckswilly.

Mientras se estrechaban la mano, Jack dijo:

—¿Algún parentesco con Al Chuckswilly? Tiene una granja cerca de la nuestra.

—Todos los seres humanos son hermanos —dijo el forastero gravemente—. Sin embargo, él y yo probablemente podríamos remontar nuestra ascendencia hasta el circasiano original cuyo nombre era, creo, Djugashvili. Del mismo modo que puedo remontar mi nombre de pila hasta Manteo, uno de los indios croatas que llegó con los roanoquianos. ¿Qué me dices de ti?

Jack dijo mentalmente: «¡Maldición!», y decidió dejar de hablar con el individuo lo antes posible. Evidentemente era uno de aquéllos que llevaban en la cabeza todo el árbol familiar y que ponían mucho orgullo y mucho tiempo en saltar de rama en rama e inspeccionar cada ramita, cada hoja, y las venas y tracerías en las propias hojas. Jack opinaba que era un conocimiento inútil. Todos los humanos podían pretender que descendían de todos y cada uno de los raptados originales.

Chuckswilly era muy moreno, de unos treinta años, iba completamente rasurado, y tenía una mandíbula larga, labios apretados y una nariz grande y de puente alto. Sus ropas eran caras: un sombrero de fieltro blanco, de ala ancha y copa alta; una chaqueta de piel de hombre lobo de color azul oscuro; un ancho cinturón tachonado con clavos de cobre del cual colgaban un cuchillo de madera-de-cobre y un estoque. Su corta falda era de lino, blanca y a rayas escarlatas. Las faldas se llevaban desde hacía mucho tiempo en la capital, pero no se habían hecho populares aún en los distritos rurales. Unas botas de piel de becerro completaban su atavío.

Jack le pidió que le dejara ver el estoque. Chuckswilly lo sacó de su vaina, lo tiró al aire y dejó que Jack lo cogiera. Ágilmente, Jack lo atrapó por la empuñadura. No le gustó el gesto del forastero tratando de pillarle desprevenido y hacerle parecer torpe. Aires de gran ciudad, pensó, y se encogió de hombros.

Su actitud no escapó a los perspicaces ojos negros, ya que los labios de Chuckswilly se fruncieron para dejar al descubierto unos dientes tan inhumanamente blancos como los de una sirena.

Jack asumió la postura que le habían enseñado en la Academia Slashlark para Espadachines, saludó al forastero y luego embistió a un enemigo imaginario. Efectuó unas cuantas fintas, hasta tomarle el pulso al estoque. Luego lo devolvió.

—Maravillosamente flexible —comentó—. Fabricado con ese nuevo vidrio, ¿no es cierto? Me gustaría tener uno, desde luego. Nunca he visto ninguno por aquí. Pero he oído decir que la guarnición de Slashlark va a ser equipada con todas las invenciones más recientes. ¡Cascos, corazas, perneras y escudos de cristal! ¡Lanzas y flechas, también! Y he oído decir que fabrican un cristal que aguanta las cargas de pólvora. ¡Eso significa armas de fuego! Aunque tengo entendido que los cañones sólo pueden ser utilizados una docena de veces antes de quedar inutilizados.

Se interrumpió de golpe ante un gesto apenas perceptible del forastero señalando con la cabeza al Vigilante que se acercaba.

—Simples rumores —dijo Chuckswilly—. Pero cuanto menos sepan de ellos los horstels, mejor.

—¡Oh, comprendo! —murmuró Jack. Se sentía como si hubiera traicionado un secreto de Estado—. ¿Qué dijiste que estabas haciendo?

—Como le estaba diciendo a Egstaw —dijo el hombre moreno tranquilamente—, soy uno de esos locos que buscan el Santo Grial, lo Inalcanzable, lo que Nunca-se-encontrará. En otras palabras, soy un buscador de hierro. La Reina me paga por la búsqueda de ese fabuloso mineral. Hasta ahora, como podría esperarse, no he visto ni una viruta de hierro por aquí. Ni en ningún lugar.

Ladeó la cabeza y le sonrió a Jack de tal modo que aparecieron unas grandes patas de gallo alrededor de sus ojos.

—A propósito, si pensabas denunciarme por haber entrado en una vivienda horstel, ahórrate el trabajo. Como minerólogo del Gobierno estoy facultado legalmente para hacerlo, siempre que el Wiyr afectado me invite, desde luego.

—¡No pensaba en nada semejante! —dijo Jack, enrojeciendo.

—Bueno, deberías pensarlo. Es tu obligación.

Cage estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse de allí. ¡Qué individuo más desagradable! Pero el deseo de salvar la cara y de impresionar al forastero le contuvo. Como réplica, desenvainó su cimitarra y la sostuvo en alto de modo que el sol se reflejara en ella.

—¿Qué opinas de eso?

Chuckswilly pareció envidioso y un poco asombrado.

—¡Hierro! ¡Déjamela tocar, sujétala! Jack la arrojó al aire. El hombre moreno la agarró diestramente por la empuñadura, chasqueando a Jack, que esperaba que Chuckswilly la cogiera por el filo y se cortara la mano. ¡Un truco estúpido e infantil! Era demasiado mayor para copiar los gestos de la ciudad.

Chuckswilly azotó el aire a su alrededor.

—¡Esto cercenaría las cabezas! ¡Zas! ¡Zas! ¡Qué no podrían hacer los hombres de la Reina si tuvieran armas como ésta!

—Sí, qué no podrían hacer —dijo Egstaw secamente. Contempló cómo le era devuelta la cimitarra a su dueño—. Sinceramente, dudo mucho de algún buen resultado si encuentras una mina de hierro. Sin embargo, tal como yo lo entiendo, el contrato general establecido con el gobierno dionisio dice que cualesquiera humanos calificados pueden buscar minerales en cualquier parte, previo consentimiento del Wiyr local. En lo que a mí respecta, podéis ir a las Montañas Thrruk y buscar.

»Pero los hombres lobo abundan por allí, y el contrato permite a los dragones atacar a cualquier humano que encuentren por aquellos lugares. Además, si a cualquier Wiyr que encuentres le da por matarte, puede hacerlo sin temor a represalias de los de su raza. Las Thrruk, en cierto sentido, son sagradas para nosotros.

»En otras palabras, nadie os impedirá ir a las montañas. Pero nadie os ayudará. ¿Comprendes?

—Sí. En cuanto a compañeros, ¿cuántos pueden ir?

—No más de cinco. Alguno más rompería automáticamente el acuerdo. Puedo decirte que en varias ocasiones en el pasado grandes bandas subieron ilegalmente a las Thrruk. No ha vuelto a tenerse noticia de ninguno de ellos.

—Lo sé. ¿Y dices que no puedes decirme si los Wiyr habéis encontrado algún rastro de hierro allí?

—No puedo. Ni quiero.

Egstaw sonrió como si supiera que estaba siendo exasperantemente misterioso.

—Gracias, Oh Vigilante del Puente.

—Eres bienvenido, Oh Husmeador de Dificultades.

Chuckswilly frunció el ceño. Acercándose más a Cage, murmuró:

—Esos horstels… Pero ya llegará el día.

Jack le ignoró para mirar a R’li, que había salido de la torre. Llevaba una bola de jabón verde hecho de grasa de totum y un puñado de hierba recién cortada. No pudo apartar sus ojos de las oscilantes caderas y del movimiento de la cola de caballo avanzando y retrocediendo como un péndulo sensual en contrapunto a las caderas. Deseaba verla bañándose en el arroyo, pero se dio cuenta de que el forastero le miraba con los ojos fruncidos.

—Teme a la sirena sin alma como a una abominación. No te acuestes con ella, ya que es la bestia del campo, y ya sabes lo que está ordenado hacerle al hombre sorprendido con ella.

Jack replicó a las palabras de Chuckswilly, formuladas con suavidad:

—Un gato puede mirar a una reina.

—La curiosidad mató al gato.

—Una nariz afilada revela un cerebro afilado. El ocuparse de los propios asuntos produce dinero —replicó Jack, y se preguntó cuán estúpido podía ser. El comerciar en proverbios no le hacía a uno más rico, tampoco.

Se alejó para examinar la pintura de Egstaw.

El Vigilante le siguió y se la explicó en horstel infantil.

—Ése es un Arra mostrándole este planeta al primer terráqueo. Está diciéndole que aquí se encuentra su oportunidad de liberarse de las enfermedades, la pobreza, la opresión, la ignorancia y las guerras que han roído la faz de su Tierra natal. El truco es que tendrá que colaborar con los seres que ya viven aquí. Si él puede aprender de los horstels, y ellos de él, habrá demostrado que es capaz de desarrollarse en direcciones más amplias.

»Es un experimento más o menos controlado, ¿comprendes? Observa el puño izquierdo, algo amenazante. Eso simboliza lo que le puede ocurrir al hombre, aquí y en la Tierra, si no se ha reformado en la época del retorno del Arra. El hombre tiene unos cuatrocientos años para encontrar una sociedad que tendrá colaboración en su base, sin odios, agresiones ni prejuicios.

»El hombre no tendrá en Dare ningún arma superior para asesinar a los nativos, como está haciendo en la Tierra. Aquí casi todo el hierro y otros elementos pesados desaparecieron un milenio antes de la llegada del hombre.

»La sociedad asolada había sido una que utilizaba el acero, el fuego y los explosivos en una escala inconcebible. Los Wiyr viajaron en máquinas voladoras, hablaron a través de millares de kilómetros e hicieron muchas cosas que los darianos consideráis brujería. Pero este mundo fue destrozado; quedaron muy pocos habitantes aunque, por fortuna, los más inteligentes. La mayoría de las plantas, insectos, reptiles y animales fueron eliminados por armas cuya naturaleza es actualmente desconocida.

»Pero los Wiyr crearon —no reconstruyeron— un nuevo tipo de sociedad y un nuevo tipo de ser sensible. Los supervivientes llegaron a la conclusión de que habían estado a punto de exterminarse a sí mismos porque no sabían lo que eran ni cómo funcionaban. De modo que decidieron descubrirlo primero y luego, si era necesario, construir una sociedad tecnológica. Primero, para sobrevivir y progresar, se conocerían a sí mismos, nood stawn, como decimos nosotros. Más tarde llegaría el desvelar la Naturaleza.

»Tuvieron éxito. De la desolación formaron un mundo libre de la enfermedad, la pobreza, el odio y la guerra… un mundo que discurría tan agradablemente como cabía esperar de unos individuos conscientes. Es decir, hasta que llegaron los terráqueos.

Jack ignoró la observación. Cuando la verdad y la cortesía luchaban en la lengua de un horstel, casi siempre ganaba la verdad.

Observó atentamente el cuadro. Había visto muy pocos, ya que los pigmentos para pintar escaseaban en este planeta pobre en hierro. Sin embargo, reconoció al Arra. El ser había sido descrito bastante en la escuela, y Jack había visto copias al carbón del retrato al carbón original de un Arra realizado de memoria por el Cage original poco después de que los terráqueos llegaran a este mundo. El Arra parecía algo así como un cruce entre un hombre y un cola de oso (un «ursucentauro» lo había llamado el Padre Joe).

Egstaw dijo:

—Observarás que, a pesar de la bondad en su gran rostro, parece amenazador, quizá siniestro. He tratado de retratar el Arra como un símbolo del Universo.

»Esta criatura inmensa y no-humana representa a la vez lo físico, que funciona mejor en el hombre si no es vicioso ni arrogante, y también lo que hay más allá del rostro material de las cosas. Muchos de nosotros sentimos definitivamente que existen tales potencias… yo diría sobrenaturales, aunque nosotros utilizamos ese término en un sentido distinto al que le aplican los darianos… algunas de las cuales son poderosas pero benignas, y propensas a utilizar medios aterradores pero aparentemente hostiles a los hombres a fin de darles una lección. Si el hombre no la aprende, tanto peor para él.

»No me interpretes mal. Los Arra no son seres sobrenaturales. Son tan de carne y hueso como tú y como yo. Ni creo que actúen a las órdenes directas de las supuestas Potencias misteriosas. Los Arra representan la realidad que conocemos y la realidad que hay detrás de ella. ¿Comprendes?

Jack comprendía, pero no le gustaba la idea obvia de que el hombre era un niño que no había aprendido aún la lección de la vida y que los Wiyr tenían que ser sus maestros.

Chuckswilly resopló y se alejó. Egstaw sonrió. Cage dio las gracias al Vigilante por su explicación y por el pan y el vino. Dijo que tenía que ponerse de nuevo en camino, aunque le hubiera gustado quedarse para el asado. No estaba mostrándose cortés al manifestar pocos deseos de marcharse. Cada paso hacia el hogar acercaba el momento de la explicación con su padre por haber abandonado el esquileo para irse de caza con la valiosa cimitarra.

Decidiendo que no podía demorar por más tiempo el viaje de regreso sin admitir cobardía, silbó a Samson. Chuckswilly se había marchado y Jack quería alcanzarlo. El forastero sería mejor compañía que ninguna. Además, deseaba preguntarle si iba a llevarse a alguien con él en la expedición a las Thrruk en busca de hierro. Sentía mucha curiosidad por lo que podría encontrarse allí.

R’li le llamó a voces. Jack se giró y la vio corriendo hacia él y secándose la mojada piel con el puñado de hierba.

—Te acompañaré un trecho.

Un sonoro relincho sobresaltó a Jack. Por detrás de la alta pared de piedra, al extremo más lejano del puente, avanzaban dos unicornios tirando de un carruaje de tres ruedas. El conductor era Chuckswilly. Cuando vio a los dos caminantes, refrenó a los animales. Como de costumbre, se mostraron reacios a obedecer a pesar de los tirones de riendas y de los silbidos del conductor. Finalmente, el látigo, golpeando sus flancos, les obligó a quedarse quietos. Pero sus ojos grandes y achinados brillaban como si se dispusieran a imponer su voluntad al menor síntoma de debilidad en su conductor. Chuckswilly juró y gritó:

—¡San Dionisio me valga! ¡Tener que tratar con esos manojos de nervios y de estupidez! Teníamos que haber traído el legendario caballo cuando vinimos aquí. ¡Dicen que era un animal espléndido!

—Si es que existió algo semejante —replicó Jack—. ¿Puedo subir contigo?

—¿Y yo? —añadió R’li.

—¡Arriba! ¡Arriba! Es decir, si queréis una oportunidad de romperos el cuello. Estos bichos son capaces de cualquier cosa.

—Lo sé —dijo Jack—. Gobernarlos en un carruaje es todo un problema. Pero tendrías que intentar arar con ellos.

—Lo he hecho. Tendrías que probar a uncir un dragón a tu arado. Son mucho más fuertes y cooperativos.

—¿Qué?

—Era una broma, Cage. —Chuckswilly señaló a Samson con el pulgar—. Será mejor que lo mantengas detrás de nosotros. De otro modo, mis bestias se asustarán.

Jack le miró especulativamente. No parecía la clase de individuo capaz de bromear acerca de los dragones. O acerca de cualquier otra cosa.

El hombre moreno aulló «¡Giddap!», y azotó las lanudas espaldas. La caprichosa recua insistió ahora en trotar. Su conductor se alzó de hombros y transigió con el capricho. Las pezuñas bífidas resonaban contra la materia de color gris oscuro de la carretera.

El buscador de hierro empezó a formular preguntas acerca de las actividades de Jack. Éste respondió secamente que había terminado sus estudios en la escuela del monasterio el último invierno y que desde entonces había estado ayudando a su padre.

—¿Qué pasa con el Ejército?

—Mi padre pagó para librarme. No quería que perdiera el tiempo allí. Sería distinto si hubiera posibilidad de una guerra.

R’li dijo:

—¿Sigues pensando en ir a la capital para cursar estudios superiores?

Jack quedó asombrado. Hacía tres años que no veía a R’li; no recordaba haberle dicho nada de aquello antes de que ella se marchara. Pero tal vez lo había hecho, y los horstels tenían la memoria muy larga.

O acaso había oído hablar de ello mientras estaba en las montañas… Los medios de comunicación horstel llegaban muy lejos.

—No, ahora no. Quiero ir a la escuela, pero no en San Dionisio. Estoy muy interesado en la investigación mental. El Hermano Joe, mi profesor de ciencias, me estimuló en ese sentido. Sin embargo, me dijo que el mejor lugar para mí no eran las escuelas de religiosos de la capital, sino Farfrom.

—¿Por qué un país extranjero? —intervino Chuckswilly en voz alta—. ¿Qué pasa con tu propio país? ¿Con tus propios maestros?

—Quiero lo mejor —replicó Jack en tono áspero. Ahora estaba seguro de que el hombre moreno no le era simpático—. Después de todo, fue un religioso quien me habló de Roodman. Está considerado como la persona que más sabe sobre la mente del hombre.

—¿Roodman? He oído hablar de él. ¿No fue juzgado por herejía?

R’li dijo:

—Lo fue, pero le declararon inocente. Jack enarcó las cejas. De nuevo los medios de comunicación horstel…

—He oído decir que le dejaron en libertad porque sus acusadores desaparecieron en circunstancias misteriosas. Se habló de magia negra, de demonios raptando a los que deseaban quemar a aquel brujo.

R’li preguntó:

—¿Ha visto alguien a un demonio?

—La invisibilidad está en la esencia de los demonios —dijo Chuckswilly—. ¿Qué opinas, Cage?

Intranquilo, Jack se preguntó si el individuo podía ser un agente provocador.

Dijo cautelosamente:

—Yo no he visto ninguno. Pero diré que no tengo miedo a quedarme solo por la noche en el camino. Los hombres lobo y los colas de oso locos son las únicas cosas que me preocupan.

»Y los hombres locos también —añadió, pensando en Ed Wang—. Pero no los demonios.

Chuckswilly resopló como un unicornio.

—Te diré una cosa, amigo paleto. No dejes que nadie te oiga hablar así. En esta región fronteriza podrías no llamar la atención. Pero una afirmación como ésa sería una bomba en las partes más antiguas de Dyonisa. Hay millones de orejas para escuchar y millones de lenguas para transmitir tus palabras a los torturadores de gris.

—¡Para el carruaje! —gritó Jack. Y aulló a las bestias—: «¡Whoa!».

Se detuvieron. Jack se apeó de un salto y dio la vuelta alrededor del vehículo para situarse al lado del conductor.

—Apéate, Chuckswilly. No permito que nadie me llame paleto. Si vas por ahí hablando más de la cuenta, tienes que respaldar tus palabras con tu brazo.

Chuckswilly se echó a reír, mostrando sus blancos dientes contra la piel morena.

—No he querido ofenderte, muchacho. Mi lenguaje, lo admito, es más bien libre. Pero hablaba en serio al decir que puedes encontrarte en dificultades. Sin embargo, permíteme que te recuerde que estoy al servicio de la Reina. No tengo que aceptar ningún reto: ni a espada, ni hacha, ni puños, ni nada por el estilo. Ahora, sube y sigamos nuestro camino.

—No pienso subir. Da la casualidad de que no me gustas, Chuckswilly.

Dio media vuelta y echó a andar por la carretera. El látigo de Chuckswilly restalló. Las pezuñas repiquetearon, y las ruedas de madera chirriaron.

—Sin rencor, joven compañero —dijo el conductor mientras se alejaba.

Jack no respondió. Avanzó dos pasos más. Y se detuvo. La sirena no estaba en el carruaje.

Giró sobre sí mismo y dijo:

—No tenías que apearte sólo porque lo hice yo.

—Lo sé. Yo hago lo que quiero.

—Oh.

¿Por qué quería estar con él? ¿Qué pensamientos se ocultaban debajo de aquella encantadora cabellera rojizo-dorada? Estaba convencido de que R’li no se pegaba a él porque le gustaran sus grandes ojos castaños.

Un revoloteo en la sombra de un tronco de árbol atrajo su atención. Sin decirle una sola palabra a R’li se acercó a la diminuta criatura que agitaba sus alas a medio formar en un inútil tentativa de remontar el vuelo. Samson saltó hacia ella, pero se paró en seco y la olfateó. Su amo no se molestó en decirle que la dejara en paz; sabía que el perro estaba demasiado bien adiestrado para morder sin su permiso.

—Una cría de barbazul —le gritó a R’li.

Levantó el diminuto mamífero volador con su franja de pelo negro-azulado alrededor del simiesco rostro.

—Se ha caído del nido. Espera un momento. Lo devolveré a él.

Se quitó el cinturón con sus armas y trepó por el tronco. Como era un spearnut, carecía de ramas en los primeros nueve metros. Jack se abrazó a la lisa corteza, rodeándola fuertemente con las piernas y los brazos mientras que con una mano sostenía al animalito lejos del tronco. Así se veía obligado a apretar con su muñeca, utilizándola en lugar de la mano ocupada. Era una postura difícil y fatigosa, pero Jack había trepado toda su vida.

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