Crystal

Crystal


Capítulo 7

Página 10 de 15

7

MIRANDO LAS ESTRELLAS

 

C

onciliar el sueño me costó más que nunca después de regresar de casa de Bernie. Thelma me entretuvo un buen rato con su cháchara sobre una nueva teleserie que habían estrenado esa noche. Me explicó de cabo a rabo el primer episodio, incluyendo una descripción detallada del escenario y de todos los personajes principales. Aun así, mi mente vagaba por otros derroteros mientras ella me hablaba. Oía su voz como un rumor distante y observé su rostro animado reflejar un abanico de emociones conforme proseguía con su relato. Exhalaba suspiros, en otros momentos se reía, luego esbozaba sonrisas y después vertía lágrimas hasta que finalmente concluyó diciendo:

—Es la mejor teleserie que he visto en mi vida.

Le prometí que vería el siguiente capítulo con ella, y luego me fui a mi habitación para acabar los deberes y ordenar mis apuntes. Me sentía como si tuviera un abejorro enloquecido revoloteándome en el estómago. No lograba concentrarme en nada y, sin saber cómo, me descubrí mirando las estrellas por la ventana. Me quedé hipnotizada contemplando las diminutas luces titilantes que refulgían como piedras preciosas en el cielo, y cuando salí de mi ensimismamiento, caí en la cuenta de que rara vez había mirado el cielo nocturno mientras viví en el orfanato. Siempre me sentía encerrada, contenida, y encadenada por normas burocráticas y papeleo que hacían que me sintiera insignificante y sola, un simple número de expediente en un archivo oficial, un problema más para la sociedad. Era mejor pasar desapercibida allí, acurrucarme en un rincón, tragarme las lágrimas, ocultar mi rostro entre los libros y cerrar las persianas de mi ventana. En ese mundo no tenían cabida las estrellas ni los sueños.

Pero ahora, después de un solo día en mi nuevo colegio, de conocer a gente nueva, de sentir que sí era alguien, me veía renacer. Me desplegaba como una flor que había estado aprisionada entre las páginas de los libros de registro del sistema estatal de protección a la infancia. Era libre para crecer, para sentir, para llorar y para reír. Tenía un hogar. Tenía un apellido. Tenía derecho a estar viva y a ser escuchada.

Sin embargo, no podía evitar sentirme como gallina en corral ajeno. Expresar mis emociones, tener una opinión propia y sentirme segura de mí misma al relacionarme con otros chicos de mi edad me resultaba tan novedoso que me inquietaba e incluso me atemorizaba un poco. Ahora, más que nunca, no quería fallar. No podía defraudar a las personas que habían depositado sus esperanzas en mí. Sería la mejor de las estudiantes, me dije. Karl se enorgullecería de mí. Ayudaría a Thelma a olvidar los sinsabores y decepciones de su pasado, y le proporcionaría —y también a mí misma— una razón para afrontar con ilusión cada nuevo día.

Y también me permitiría a mí misma convertirme en una mujer. Eso era lo que más me asustaba. Mientras todos continuasen viéndome como una niña, estaba a salvo, incluso en el orfanato. Mi existencia transcurría en un mundo neutro, sin sexo, en el que era invisible y pasaba inadvertida, sobre todo para los chicos.

El beso de Bernie había cambiado todo eso de repente. Me sentía como la Bella Durmiente. Desde luego, había pensado en el sexo y en las relaciones amorosas antes, pero en realidad nunca había llegado a imaginarme como la posible amante de alguien. Todavía era una mera observadora, la niña pequeña que se sentaba a escuchar con interés y los ojos muy abiertos a las chicas mayores y muchísimo más experimentadas mientras ellas hablaban de sus relaciones, se contaban intimidades y se referían a experiencias que para mí aún eran pura fantasía o ciencia ficción, pero nunca algo que me ocurriría a mí.

Ahora me podían ocurrir a mí. Me toqué la mejilla que Bernie me había besado, y entonces me levanté y contemplé mi imagen reflejada en el espejo. ¿Mi cara era la de una persona más madura? ¿Me miraría alguien ahora y pensaría que era una joven bonita?

Extendí el camisón sobre la cama, fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, me desvestí y volví, pero no me puse el camisón. Desnuda, me coloqué frente al espejo y observé con detenimiento mi cuerpo, fijándome en la forma de mis incipientes pechos. Cuando me miré de perfil, vi que ya empezaban a adivinarse las redondeces de mi cuerpo, que las curvas se suavizaban y rellenaban.

El corazón me latía a toda prisa mientras me miraba a mí misma con nuevos ojos. Me sentía como si de repente hubiera despertado una parte recóndita que había estado hibernando dentro de mí. Una parte que alzaba la cabeza y me sonreía, dando la bienvenida a mi curiosidad. «Sí —podía oírla susurrar en mi interior—, estoy aquí, estoy lista para llevarte a emprender un nuevo viaje repleto de emociones y sensaciones excitantes. Los impulsos que fluyen por tu cuerpo se unirán en un torrente vertiginoso que inundará cada rincón árido de ti. Cualquiera que mire tus labios, tus ojos, o que roce tu mano percibirá la pasión y el deseo. Haré de ti una mujer.» Mi cuerpo entero rebosaba de vida con aquella promesa.

Me puse el camisón y me deslicé en la cama, arrebujándome bajo las sábanas. La almohada suave y mullida era una nube bajo mi cabeza. Me sentía flotar sobre los relámpagos y truenos de excitación que habían cobrado vida en mi interior. Me pasé horas revolviéndome inquieta en la cama hasta que, agotada, finalmente me sumí en un agradable sopor y el sueño me venció.

El sonido de puertas cerrándose, de pasos apresurados y del llanto de Thelma me despertó. Aún era de noche. Agucé el oído. O bien Karl o Thelma subieron a toda prisa por la escalera y entraron en su dormitorio. Oí a Thelma sollozar. Me levanté rápidamente y me asomé a la puerta.

Thelma estaba en el pasillo, con el abrigo puesto. Al verme, se limpió las lágrimas que resbalaban por sus mejillas y se le escurrían barbilla abajo, de tanto que lloraba.

—Oh, Crystal, te has levantado. Siento que te hayamos despertado, pero quizá sea mejor así.

Karl salió de su habitación, y vi que también llevaba el abrigo puesto.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¡Es mi madre! —exclamó Thelma—. Acaban de llevársela a urgencias. Tenemos que irnos. Mi padre está tan alterado que podría sufrir una embolia.

—¿Me visto?

—No, no —me dijo Karl—. Puede que nos pasemos horas allí. Tú acuéstate y vuelve a dormirte. Si aún no hemos vuelto por la mañana, coge el autobús para ir al colegio. No te preocupes por nosotros —añadió, rodeándole la cintura a Thelma con el brazo.

Ella se me acercó y me estrechó con fuerza contra su pecho durante un momento. Entonces los dos salieron apresuradamente.

—¿No hay nada que yo pueda hacer? —grité a sus espaldas.

—No, no. Anda, vuelve a dormirte —repuso Karl.

El sonido de sus pasos se desvaneció al alejarse por el pasillo y encaminarse hacia el garaje.

Me dirigí a la ventana de mi dormitorio y me asomé para verles marcharse. El coche avanzó por la calle desierta, iluminada por pequeños halos de luz blanca amarillenta que proyectaban las farolas en la oscuridad, tomó la curva y desapareció en la noche.

La casa estaba sumida en un silencio sepulcral. Todo había sucedido tan rápidamente que tenía la sensación de haberlo soñado, sobre todo cuando volví a arrebujarme bajo las sábanas y cerré los ojos. En esta ocasión me costó aún más conciliar el sueño, pero finalmente me dormí poco antes de rayar el alba.

Si no hubiera sonado la alarma del despertador, habría seguido durmiendo hasta las tantas. Me levanté, tomé una larga ducha y luego me preparé unas gachas de avena. Mientras desayunaba miré hacia el teléfono, esperando que Karl llamase antes de que me marchara a coger el autobús, pero no lo hizo. Estuve tentada de irme al hospital en lugar de a la escuela, pero pensé que eso podría disgustarles, así que acabé de vestirme, recogí mis libros y me fui.

Helga ya aguardaba en la parada del autobús con Ashley Raymond, cuya madre, Vera, era prácticamente la única vecina con la que Thelma solía charlar, y sólo porque a Vera también le encantaban los culebrones.

—¿No te lleva Karl a la escuela hoy? —me preguntó con retintín Helga.

Ashley era más o menos de mi estatura, tenía el pelo castaño claro y unos enormes ojos azules demasiado grandes para su boca y nariz pequeñas. Me observó fijamente. Siempre que la veía, me recordaba a un cervatillo asustado. Apenas había cruzado cuatro palabras con ella desde que la conocía.

—Anoche se puso mala mi abuela, y él y Thelma tuvieron que irse de prisa y corriendo al hospital. Todavía siguen ahí —expliqué.

Si Helga albergaba alguna compasión en su interior, estaba tan oculta en las profundidades de su corazón que una plataforma petrolífera habría tardado dos semanas en encontrarla. Esbozó una sonrisita y le dio un codazo a Ashley.

—Bernie se pondrá contento. Tendrá con quien sentarse —afirmó.

—¿Qué le pasa a tu abuela? —me preguntó Ashley con voz apagada.

—No lo sé. Se fueron tan de prisa que no me dio tiempo a preguntarles —repuse.

—Yo la conozco. Es una señora muy agradable —dijo Ashley.

—Sí, es verdad —respondí.

—¿Cuántas veces has llegado a verla? —espetó Helga en tono despectivo, como si yo no tuviera derecho a hablar de ella.

—No necesito mucho tiempo para darme cuenta de quién es agradable y quién no —repliqué, fulminándola con una mirada iracunda. Ella apartó los ojos, pero dejó escapar una risilla. Entonces llegó el autobús y nos subimos. Yo me dirigí a la parte trasera, donde Bernie estaba sentado leyendo. No advirtió mi presencia hasta que me senté a su lado.

—¿Qué haces en el autobús? —me preguntó sorprendido.

Se lo conté, y él sacudió la cabeza.

—Vaya, lo siento.

—Espero que se ponga bien —musité.

—Yo también. A mi madre le aterra envejecer —dijo después de un momento—, pero no porque le dé miedo morirse. Le tiene pánico a las arrugas, al cutis ajado y a las canas. En lo que va de año ya se ha sometido a dos operaciones de cirugía estética y a una reducción de estómago —dijo, bajando la voz hasta un susurro—. Pareces cansada —agregó al tiempo que sus ojos me escrutaban.

—Lo estoy.

Alzamos la vista al oír unas carcajadas y miramos hacia la parte delantera del autobús, donde Helga y varias chicas más cuchicheaban y nos observaban.

—Cuando conocí a Helga pensé que sería agradable tener una amiga. La verdad es que nunca he tenido una amiga íntima —afirmé—. Estuve a punto de cometer un gran error con ella.

—El bosque está repleto de lobos —murmuró Bernie, mirándolas fijamente. Entonces se volvió hacia mí—. Si quieres, yo seré tu amigo.

Sonreí.

—De acuerdo —repuse.

Acto seguido, Bernie se puso a leer, como si mirarme en ese momento fuese doloroso para él. Cerré los ojos y procuré ignorar los comentarios y las risitas hasta que finalmente llegamos al colegio y comenzó mi segundo día en él.

 

 

Me resultó poco menos que imposible concentrarme en clase. No podía evitar sentirme cada vez más inquieta y preocupada. A la hora del almuerzo, Bernie me acompañó hasta la cabina telefónica y esperó mientras yo llamaba a casa. El teléfono sonó varias veces hasta que oí la voz de Karl en el contestador automático rogando que quien llamara dijera su nombre y número de teléfono, hora de la llamada y explicara brevemente el motivo de ésta. El mensaje grabado en el contestador parecía más propio de una oficina que de una casa particular. Dije mi nombre y colgué.

—Todavía no hay nadie en casa —le dije a Bernie.

Se quedó pensativo un momento.

—Es buena señal. Eso significa que sea lo que sea que le estén haciendo a tu abuela, siguen haciéndoselo.

Bernie se mostró un poco reacio a acompañarme a la cafetería para almorzar juntos, pero al final accedió y nos sentamos en una mesa pequeña situada al fondo de la sala. Desde esa posición, advertimos que bastantes estudiantes nos miraban y hablaban de nosotros.

—Me siento como si estuviéramos en una pecera —bromeó Bernie. Se puso a leer su libro de ciencias mientras comía, deteniéndose de vez en cuando para comentarme algo acerca de lo explicado en clase.

Empecé a preguntarme si el beso que me había dado Bernie sería fruto de mi imaginación, pues apenas me hacía caso y prácticamente dio un brinco en la silla cuando nuestros brazos se rozaron. Otras chicas que almorzaban con sus parejas estaban sentadas muy juntas a su novio, algunas casi en sus regazos, charlando y riendo como si no hubiera nadie más en la cafetería. Cuando sonó el timbre avisando de que se había acabado la hora del almuerzo, salieron cogidos de la mano. En cambio Bernie y yo caminamos uno al lado del otro, aferrados a nuestros libros como si fuesen chalecos salvavidas y estuviéramos en la cubierta de un barco a punto de hundirse. Por la manera en que algunas chicas nos miraban, cuchicheando y riéndose tontamente, comprendí que ya éramos objeto de chismorreos muy desagradables. Cuando había transcurrido casi la mitad de mi siguiente clase, el altavoz del aula se conectó y se oyó una voz rogando a mi profesor que me presentara en el despacho del director. Todos me miraron mientras me ponía en pie y salí. La secretaria del director me dijo que tomara asiento y aguardara. Al cabo de unos minutos, se abrió la puerta y vi a Karl con el señor Nissen. No hizo falta que me dijeran nada. Sus semblantes hablaban por sí solos.

—Habría preferido no sacarte de clase, Crystal, pero Thelma está preguntando por ti y cree que deberías venir a casa conmigo en seguida —me explicó Karl.

—Claro —musité, sin saber qué más decir.

—No te preocupes por los deberes. Me encargaré de que te los lleven a casa —me dijo el señor Nissen.

—No estará ausente tanto tiempo —le aseguró Karl.

—Que se tome el tiempo que necesite —repuso el señor Nissen—. Y dele a la señora Morris mi más sentido pésame.

Me di cuenta de que me había dejado la cartera, los libros y los cuadernos en la clase, y tuve que ir a por ellos a toda prisa. Todos me miraron cuando entré y me dirigí a mi pupitre. Nuestro profesor hizo una pausa. Recogí mis libros y los metí rápidamente en la cartera.

—¿Qué haces, Crystal? —preguntó el señor Saddler.

Me acerqué hasta él, pues lo que tenía que explicarle no era algo que quisiera decir en voz alta.

—Lo siento, señor Saddler, pero tengo que irme a casa ahora mismo. Mi abuela ha muerto.

—Vaya —murmuró. Parecía incómodo y desconcertado, como alguien que va caminando y de pronto pisa una placa de hielo—. Puedes marcharte, por supuesto. Lo lamento.

Aguardó a que saliera antes de continuar con la clase. Mientras me dirigía a la puerta, miré a Bernie. Él movió la cabeza de arriba abajo, con una expresión tan tensa y seria como un médico al dar una mala noticia a los seres queridos de su paciente. Salí a toda prisa, cerrando la puerta con suavidad a mis espaldas, y entonces eché a correr por el pasillo donde Karl me esperaba. Caminamos uno junto al otro, sin pronunciar palabra hasta subir al coche.

—¿Qué ha pasado? —pregunté finalmente.

—El médico nos ha dicho que apenas le funcionaba un quince por ciento de su corazón cuando la ingresaron en urgencias. Hicieron todo lo que pudieron por salvarla. Ha durado más de lo que ellos pensaban. Thelma dice que ha sido por ti.

—¿Por mí?

—Dice que su madre deseaba seguir entre nosotros más tiempo para poder verte crecer en nuestra familia. Eso es lo que Thelma cree, y eso es lo que hace que sea aún más triste para ella —afirmó—. Siento que hayas tenido un comienzo tan duro con nosotros —añadió.

—¿Cómo está el abuelo? —pregunté.

—Delicado —repuso Karl, sacudiendo la cabeza—. No sé cómo va a sobrevivir sin ella. A pesar de lo enferma que estaba, la madre de Thelma cuidaba muy bien de él —dijo.

—¿Qué va a ser de él?

—En cuanto pueda, empezaré a buscarle una buena residencia de ancianos. No podemos traérnoslo a vivir con nosotros. No tenemos más habitaciones —agregó.

Si yo no me hubiera ido a vivir con ellos, dispondrían de una habitación libre, pensé. Eso me hizo sentir fatal. ¿El abuelo estaría resentido conmigo por ello? ¿Y Thelma?

—Podría compartir mi cuarto con él —sugerí.

—Ni hablar, no puede ser —repuso Karl—. Además, nosotros no podemos proporcionarle los cuidados que va a necesitar. A Thelma no se le da muy bien atender a alguien enfermo. ¡Con decirte que cuando me resfrío, le entra el pánico! No se te ocurra ponerte enferma —me advirtió—. Por culpa de esos dichosos culebrones, tiene la cabeza llena de todo tipo de ideas sobre enfermedades y desgracias. Basta con que le digas que te duele algo para que te cuente un episodio de Hospital General en el que alguien sufre un mal parecido. Tranquila, no te preocupes por el abuelo. Yo me ocuparé de todo —prometió Karl—. Entre el dinero del seguro y la pensión de jubilación, puede costearse una residencia en condiciones.

Eso no hizo que me sintiera mejor al respecto, pero no dije nada más. Cuando entramos en la casa distinguí el resplandor del televisor encendido, pero al acercamos más, advertí que no se oía nada.

—Ya estamos aquí —dijo Karl, y se detuvo ante la puerta de la sala de estar.

Thelma estaba sentada en su sillón favorito, mirando fijamente la pantalla del televisor con el volumen apagado. Tenía el rostro surcado de lágrimas. Alzó los ojos hacia mí y sus hombros se estremecieron.

—Pobre abuela —dijo en voz baja—. Deseaba tanto tener una nieta, y precisamente ahora que por fin la tenía, se ha muerto. ¡Es tan injusto! Es como si... como si se fuese la luz justo en el momento más importante de un programa.

—Lo siento —musité, convencida de que la muerte de su madre significaba para ella mucho más que un apagón eléctrico. Lo que le pasaba es que estaba trastornada—. Era muy agradable. Yo esperaba llegar a conocerla mucho más.

—Pobrecita mía, ahora ya no tienes ninguna abuela —gimió.

No sabía si debía precipitarme a su lado y abrazarla o no. Giró el rostro y clavó la mirada en la pantalla del televisor.

—¿Te apetece comer algo, Thelma? —le preguntó Karl. Se volvió hacia mí, y me dijo—: No ha probado bocado en todo el día.

—Te prepararé algo, mamá.

Sonrió al tiempo que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

—Bueno, pero sólo una taza de té y una tostada con mermelada —contestó—. Luego ven a sentarte conmigo un ratito.

Karl y yo fuimos a la cocina. Puse la taza de té y la tostada en una bandeja, e hice ademán de llevársela.

—¿Crees que te las apañarás bien con ella? —me preguntó Karl cuando me disponía a volver junto a Thelma—. Tengo que pasar por la oficina unos minutos.

—Sí, estaremos bien —le aseguré.

Karl le explicó a Thelma lo que iba a hacer, pero ella no respondió. No apartó la mirada del televisor silencioso hasta que le llevé la bandeja y la coloqué en la mesilla. La observé mordisquear la tostada y beber el té a sorbos al tiempo que sus ojos seguían los movimientos de los actores en la pantalla. Quitar el volumen parecía ser su gesto de duelo.

—El entierro será pasado mañana —me dijo durante los anuncios del intermedio. Seguía sin apartar los ojos de la pantalla del televisor, como si tuviera miedo de desmoronarse si no continuaba mirándola—. Karl lo ha organizado todo.

—¿Dónde está el abuelo? —le pregunté.

—En casa, con algunos de sus amigos. Es gente de su edad. Se encuentra más cómodo en su casa —comentó. Mordisqueó otro trocito de tostada y bebió un sorbo de té—. Cuando pierdes a un ser querido, es preferible quedarte en un sitio donde todo te resulta familiar y seguir haciendo las cosas que sueles hacer. La abuela no querría que me perdiera la telenovela —añadió cuando continuó el capítulo de la serie.

La observé fijamente y luego miré la pantalla. Los personajes se gritaban, enzarzados en una discusión. ¿Qué sentido tenía ver la televisión con el sonido quitado? Sin embargo, Thelma cabecea, como si pudiera oír lo que decían.

—¿No sería mejor que habláramos, mamá? —le pregunté con suavidad.

—¿Hablar? ¿De qué? De la abuela, no —replicó a la vez que negaba enérgicamente con la cabeza—. No quiero hablar de su muerte. No debía morirse —dijo con firmeza, como si alguien hubiera reescrito un guión—. Ella quería ver a su nieta crecer. Le dije a Karl que debimos adoptar un niño hace mucho tiempo. No deberíamos haber esperado tanto. Fíjate lo que ha pasado ahora. Las cosas no tendrían que ser así —afirmó—. Todo ha salido mal.

—No podemos planear nuestras vidas como si fuese el guión de una telenovela, mamá. No tenemos ese poder. —Me entraron ganas de añadir «todavía», pues estaba convencida de que algún día la ciencia llegaría a desentrañar todos los misterios de la genética y que entonces, una buena parte de nuestras vidas estaría predeterminada, pero no me pareció el momento más oportuno para referirme a ese tema.

—No quiero hablar de eso —insistió Thelma al tiempo que sacudía la cabeza—. Es demasiado triste. —Miró fijamente la pantalla del televisor—. Nunca estás en casa cuando ponen esta telenovela, pero ya te he hablado de ella. Resulta que la hija tiene el sida. Ahora sus padres se están echando la culpa el uno al otro. ¿Ves?

Bajé la vista al suelo. Yo no era precisamente una experta en llorar la pérdida de un ser querido. Hasta entonces, no había tenido ningún ser querido. Jamás me había afectado profundamente la muerte de alguien. Incluso cuando leí los informes sobre mi verdadera madre, en realidad había sido como leer la historia de alguien ajeno a mí. No conservaba el recuerdo de su rostro, de su voz. No podía recordarla tocándome, dándome un beso, hablándome. Nunca había tenido que llorar la muerte de un padre, de unos abuelos, ni de ningún pariente. Ni siquiera había tenido una amiga íntima o alguien con quien me hubiera encariñado tanto en el orfanato que me entristeciera al separarme de ella.

Estar sola tenía sus ventajas, reflexioné. Sólo podía llorar por mí misma. Únicamente debía compadecerme de mí misma.

En cierto modo, Helga tenía razón. Yo no había conocido a mi nueva abuela el tiempo suficiente como para sentirme tan afectada por su muerte como la mayoría de chicos se sentirían al perder a sus abuelos. ¿No debería estar llorando? ¿No debería estar acurrucada en un rincón, hecha un mar de lágrimas? No estaba segura de cuáles eran mis sentimientos en ese momento. Ni siquiera estaba segura de tener derecho a criticar a Thelma en mi fuero interno por hacer lo que estaba haciendo. Quizá era un error quitarle sus distracciones. Tal vez fuese una equivocación obligarla a afrontar la realidad de la muerte de su madre.

Acabó de comerse la tostada y me sonrió.

—Me alegro de que estés aquí conmigo —me dijo—. Aunque también me sabe mal que te pierdas tus clases.

—No te preocupes por eso. Alguien me traerá los deberes a casa. Lo más seguro es que Bernie se pase por aquí más tarde —conjeturé.

—Eso está bien. Puedes sentarte más cerca de mí —sugirió.

Me acerqué más, y ella tomó mi mano entre las suyas. Entonces volvió a clavar la mirada en el televisor, que seguía con el volumen apagado. Contemplé su cara. Las sombras y luces de la pantalla se reflejaban en su rostro, dejándola con una sonrisa y después con una mirada de compasión o de desagrado. De vez en cuando exhalaba un suspiro o chasqueaba la lengua en señal de desaprobación. Abrí los ojos desmesuradamente, sin salir de mi asombro. Realmente era como si Thelma supiera lo que decían los personajes.

Estuve tentada de preguntarle cómo podía ver la telenovela así. Me entraron ganas de recordarle que había quitado el sonido, pero no me atreví. Era como decirle a alguien que lo que veía no era real, que no era más que pura ficción.

Thelma necesitaba esa ficción, pensé. ¿Quién era yo para decirle que no podía tenerla o que no debía creer en ella?

Dejé que me apretara la mano con más fuerza y permanecí sentada a su lado en silencio.

Así fue como nos encontró Karl cuando regresó.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page