Crystal

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Capítulo 8

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VERDAD O FAROL

 

D

espués de la cena, Ashley y su madre, Vera, vinieron a darle el pésame a Thelma. Ashley me trajo todos los deberes de las clases a las que no había podido asistir, incluidos los de las asignaturas en las que Bernie y yo coincidíamos. Me explicó que él se los había entregado en el autobús. Me sentí decepcionada porque esperaba que él mismo me los traería. A veces mis ojos eran como ventanas con las persianas subidas. A Ashley le bastó una mirada para advertir mi desilusión.

—Bernie es muy tímido —me dijo—. Probablemente yo sea una de las pocas personas con las que él habla de vez en cuando, y lo hace sólo porque nunca me burlo de él. Me parece un chico brillante.

—Es brillante —afirmé. Me llevé a Ashley a mi habitación mientras su madre charlaba con Thelma y Karl.

—¿Cómo era vivir en un orfanato? —me preguntó en cuanto estuvimos a solas.

«¿Habría alguien que no me mirara sin sentir curiosidad por lo mismo?», pensé.

—¿Los adultos fueron crueles contigo? —añadió.

—No se parecía a un orfanato de una novela de Dickens —repuse.

—¿Una novela de Dickens?

—Charles Dickens. Canción de Navidad. Historia de dos ciudades. ¿No te suena nada de eso? —inquirí, frunciendo el entrecejo.

—Ah, sí —dijo ella, pero seguía teniendo una expresión de perplejidad.

—Lo que quiero decir es que no tiene nada que ver con vivir con tu propia familia y tener una habitación para ti sola, pero no te obligan a amontonar carbón con una pala ni a fregar los suelos y tampoco tienes que vestir harapos y comer gachas aguadas.

—¿Gachas? Qué asco.

—Acabo de decirte que no tienes que comerlas —puntualicé—. No era feliz allí, pero tampoco me torturaban.

Ella asintió con la cabeza.

—Helga dice que las chicas que viven en orfanatos pierden antes la virginidad —comentó.

—¿Qué? ¿Qué derecho tiene a decir semejante estupidez? ¿Qué sabe ella de las chicas que viven en orfanatos?

Ashley encogió los hombros.

—Simplemente te digo lo que ella dice.

—Pues para su información y para la tuya, te diré que no es así. —Noté que Ashley me observaba fijamente—. Yo no he perdido la virginidad —añadí—. A mí me parece que más bien es Helga la que ha perdido la suya.

Ashley se rió.

—A veces creo que eso es lo que ella quisiera. Lo digo por la manera que les va detrás a algunos chicos. Me contó que le dejaría a Todd Philips hacer lo que quisiera si salía con ella.

—¿Eso te dijo?

—Pues sí —afirmó Ashley, abriendo desmesuradamente sus grandes ojos.

—A lo mejor se llevaría un chasco —murmuré.

—¿Por qué? —preguntó ella rápidamente—. Yo pensaba que eso era lo más maravilloso que te podía pasar.

—¿Quién te ha dicho eso?

Volvió a encogerse de hombros.

—Se lo he oído decir a las otras chicas, sobre todo a las que han tenido relaciones sexuales y fardan de eso en los lavabos. Hacen que parezca maravilloso.

—Bueno, la verdad es que yo no sé... Yo nunca he... —Estuve a punto de confesarle a Ashley que en realidad ni siquiera me habían dado nunca un beso de verdad, pero no me fiaba de que se fuese de la lengua, así que en lugar de eso, le dije—: Nunca he sido de las que dan un beso y luego van por ahí contándolo.

Estuvimos charlando un rato de los besos que daban las estrellas de cine y de quién pensábamos que besaba mejor, y me di cuenta de que Ashley sentía tanta curiosidad como yo por cómo sería besar a un chico.

Cuando Ashley se marchó me puse a hacer los deberes, pues quería pensar en otra cosa que no fuesen chicos. Antes de que Thelma y Karl se acostaran, él vino a mi habitación.

—Tal vez deberías ir al colegio mañana, Crystal. La verdad es que no tiene mucho sentido que te pases todo el día aquí sin hacer nada.

—¿No me necesitará Thelma? —le pregunté.

Se quedó pensando un momento.

—Dormirá mucho —repuso.

—De todas formas, creo que sería mejor que me quedara con ella.

—De acuerdo. Puede que tengas razón —me dijo con una sonrisa—. ¿Sabes?, es agradable tener a alguien más en casa que se preocupe por ella —agregó.

Pensé que a lo mejor entraría a darme un beso de buenas noches, pero permaneció en el umbral de la puerta, asintiendo con la cabeza durante un momento y luego me dio las buenas noches y cerró la puerta.

Hace falta tiempo para llegar a tener una relación de padre e hija, reflexioné, y algunos necesitan mucho más tiempo.

 

 

A la mañana siguiente, Thelma no se levantó tan temprano como de costumbre. Karl le llevó el desayuno a la habitación y después me pidió que le echase un vistazo al cabo de un rato. Me comentó que quería pasar a ver cómo se encontraba el abuelo antes de ir a trabajar. Me ofrecí a acompañarlo, pero me dijo que después tendría que traerme a casa y que eso le supondría llegar muy tarde a la oficina.

—Te sorprendería la rapidez con la que se acumula el trabajo —afirmó.

—¿No se harán cargo de las circunstancias en la empresa? —le pregunté.

—Nadie me supervisa tanto como yo mismo —contestó Karl. Hizo un gesto de asentimiento, con la mirada muy seria—. Ése es el secreto para tener éxito, Crystal: exigirte a ti misma más de lo que te exigen los demás. No hay mejor crítico que uno mismo, ¿comprendes?

—Sí —repuse.

Karl se marchó y me quedé sentada en silencio leyendo la siguiente lección de mi libro de historia, pues imaginaba que ésos serían los próximos deberes. Al cabo de poco más de una hora, Thelma apareció en el vano de la puerta de la sala de estar. Iba despeinada, tenía los ojos hinchados y la tez sumamente pálida. Parecía haber envejecido años en una sola noche. Aferraba un puñado de pañuelos de papel en la mano. Aún en camisón y calzada con lo que parecían las zapatillas de Karl, entró en la habitación arrastrando los pies y se dejó caer en su sillón favorito al tiempo que exhalaba un profundo suspiro.

—¿Te apetece tomar algo, mamá? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—No me gusta pensar en mi madre —dijo en voz muy baja—. Duele. Quería llamarla por teléfono esta mañana, como siempre hago, antes de que empezara Sombras al amanecer. Hasta he levantado el auricular antes de recordar que ha muerto. —Sorbió por la nariz y se enjugó las lágrimas—. ¿Qué puedo hacer? —gimió.

—Podríamos hablar, mamá. A veces sienta bien hablar de lo que nos preocupa —afirmé. Los psicólogos de los orfanatos en los que había estado siempre me sugerían lo mismo. Y la verdad es que algo de razón tenían.

Thelma se me quedó mirando fijamente un momento.

—No puedo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Cada vez que pienso en ella, me pongo a llorar. No puedo. Es mejor no pensar.

Cogió el mando a distancia del televisor como si fuese un frasco de pastillas mágicas que le proporcionarían alivio. Encendió la televisión y fue cambiando de canal hasta encontrar un programa de su agrado. A diferencia del día anterior, esta vez le dio al volumen. Empezó a reaccionar a lo que veía: sonreía, se reía, ponía cara de preocupación. Yo había comenzado a leer de nuevo cuando de repente la oí musitar:

—Me aterra ir al funeral mañana. ¿Por qué tiene que haber funerales?

—Es nuestra última oportunidad de despedimos —le dije, aunque nunca había estado en un entierro y la mera idea de asistir me producía casi tanta desazón como a ella.

—Yo no quiero despedirme —gimió con voz lastimera—. Odio las despedidas. Ojalá pudiera quedarme aquí sentada y verlo por la televisión. De esa manera, si fuese demasiado triste podría apagar la tele, o cambiar de canal.

—El psicólogo del orfanato siempre me decía que es peor rehuir tus problemas, mamá. Es mejor afrontarlos y tratar de solucionarlos —dije con suavidad.

Me contempló fijamente un momento y después sonrió.

—¡Mira que eres lista! —afirmó—. Somos afortunados al tenerte con nosotros. Creo que sí que comeré algo. ¿Te importaría prepararme unos huevos revueltos con tostadas?

—Claro que no —repuse, poniéndome de pie rápidamente.

—Y un poco de café —añadió mientras yo salía. Entonces continuó viendo la televisión.

Thelma permaneció ahí sentada la mayor parte del día. Sólo se levantaba para ir al lavabo. También le preparé el almuerzo. No hablaba salvo para hacer algún comentario acerca de lo que estaba viendo en la televisión. El día pareció cobrar vida para ella cuando comenzaron a emitir el primer culebrón. A partir de ese momento, tanto hubiera dado que me hubiese ido al colegio. Karl telefoneó para saber cómo se encontraba Thelma y para decirme que se había encargado de que alguien cuidara del abuelo. Le conté lo que hacía Thelma.

—Puede que sea mejor así —comentó.

—Yo no hago gran cosa —me quejé. Estuve a punto de añadir que él había tenido razón: debería haber ido al colegio.

—Pero estás con ella. Eso ya es algo —me dijo Karl—. Si tú no estuvieras, lo más seguro es que no habría probado bocado.

Eso era cierto, pero aun así me sentía más bien como una doncella que como una hija. Yo quería hablar. Quería escuchar a Thelma contarme cosas acerca de su madre, de lo que había significado para ella ser su hija, de las vivencias que habían compartido, de sus recuerdos felices, de todo aquello que añoraría. Quería sentir que yo formaba parte de una familia y que no volvía a estar en el orfanato, con extraños.

Cuando Thelma se echó a llorar por lo que le ocurría a uno de los personajes del culebrón, me levanté y me fui a mi habitación. ¿Cómo podían importarle más unas personas ficticias que alguien de carne y hueso? ¿Sería porque así se sentía más segura? ¿Porque al acabar el capítulo, ya no tenía que seguir pensando en ellos? ¿Sería ésa la razón? Sin embargo, Thelma parecía pensar constantemente en esos personajes, no sólo mientras veía la televisión. Yo no acertaba a comprenderlo.

Al cabo de un rato, llamaron al timbre de la puerta. Eran Ashley y su madre otra vez, pero en esta ocasión Bernie las acompañaba.

—Hola —saludé, sonriendo al ver a Bernie.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó la señora Raymond.

—Ha estado viendo la televisión, intentando no pensar en nada —le dije.

—No la culpo —comentó la señora Raymond.

—Te hemos traído todos los deberes —afirmó Ashley—. Y Bernie ha venido por si necesitabas que te explicara algo.

—Gracias.

Me hice a un lado para dejarles pasar y entraron. La señora Raymond fue a ver a Thelma, y les dije a Ashley y a Bernie que me acompañaran a mi cuarto. Bernie abrió el libro de matemáticas y empezó a explicarme inmediatamente los problemas nuevos. Escuché y asentí con la cabeza cuando me preguntó si había comprendido.

Ashley se sentó en la cama y nos observó mientras trabajábamos. Cuando Bernie acabó de explicármelo todo, se sentó ante el ordenador.

—¿Cuándo es el funeral? —me preguntó.

—Por la mañana. No irá mucha gente. El padre de Karl no está en condiciones de viajar; su hermano, el que vive en Albany, no puede venir. El hermano menor está en alta mar. Tampoco vendrá ninguno de los primos de Thelma. Sí irán algunos amigos mayores de mis abuelos.

—Y mi madre también —se apresuró a decir Ashley—. Pero no me deja acompañarla. Dice que tengo que ir al colegio.

—Lleva razón —intervino Bernie—. El colegio es más importante. Los funerales son realmente innecesarios.

—¿Innecesarios? ¿Cómo puedes decir eso? —inquirió Ashley.

—Cuando alguien muere, se ha acabado. No tiene sentido perder más tiempo en eso.

—Me parece espantoso que digas algo así —replicó Ashley—. Tienes que presentar tus últimos respetos.

—¿A qué? La persona ya no existe. Es mucho mejor decirle adiós a una fotografía —comentó—. Yo lo pasé fatal en el funeral de mi abuelo. Después hubo un gran banquete y asistió un montón de gente que en realidad no lo conocía. No fue más que una excusa para darse una comilona.

—Nosotros no hemos organizado nada para después del entierro —dije.

—Mejor —afirmó Bernie.

—Eso es una crueldad, Bernie Felder —espetó Ashley. .

—Sólo estoy siendo realista —adujo él—. Cuando te mueres vuelves a convertirte en alguna forma de energía, y esa energía se transforma en otra cosa. Nada más.

—¿En qué otra cosa? —inquirió Ashley, enarcando las cejas tanto que prácticamente se le juntaron en mitad de la frente.

—No sé. Puede que en... una planta o en un bicho.

—¡Un bicho! Crystal, tú no creerás eso, ¿verdad?

—No sé qué creo —repuse—. A veces imagino que mi verdadera madre está conmigo, en espíritu. Pero otras, pienso que eso es una tontería.

—No es ninguna tontería. A mí me parece que es muy bonito —dijo Ashley—. Yo no pienso ser un bicho, Bernie Felder. Puede que tú sí lo seas.

—Puede que sí —contestó él en tono despreocupado.

—¿No te importa?

—¿Por qué habría de importarme? No sabré lo que es ser otra cosa —afirmó, y Ashley dejó escapar un gemido de exasperación.

—Desde luego, los científicos sois aburridísimos —aseguró ella—. Yo no soporto la asignatura de ciencias, sobre todo cuando tenemos que hacer experimentos con todos esos mejunjes químicos que apestan y con gusanos muertos. Los experimentos me revuelven el estómago.

—Apuesto a que se me ocurre uno que sí te gustará. ¿Qué te parecería hacer un experimento para averiguar qué tipo de besos nos gustan más? —le pregunté, pensando que me diría que no me marcara faroles.

—¡Crystal! —exclamó ella, mirando de refilón a Bernie.

—¿Qué clase de experimento? —inquirió él animadamente.

Me inventé un experimento que casi era un concurso: se trataba de elegir el mejor beso. Bernie escuchó sin reírse al tiempo que asentía. Ashley se puso colorada como un tomate cuando me volví hacia ella y le pregunté si estaba dispuesta a participar.

—Es interesante —comentó Bernie—. No veo que sea algo realmente científico... —Se lo pensó unos instantes y entonces hizo un gesto afirmativo con la cabeza y añadió—: Pero me gustaría formar parte.

—Bien —dije yo.

—¿Qué? —exclamó Ashley—. ¡Crystal, pensaba que lo decías en broma!

—No seas gallina, Ashley —intervino Bernie—. Al fin y al cabo no vamos a hacer nada grave... sólo besamos.

—Pero yo no quiero competir con Crystal... ¡En mi vida he besado a un chico! —arguyó ella, volviéndose hacia mí en busca de ayuda.

Me entraron ganas de tranquilizar a Ashley diciéndole que yo tampoco había besado nunca a un chico, pero quería ocultarle a Bernie mi inexperiencia.

—Tienes que jurar que mantendrás esto en secreto. Sabes lo que haría alguien como Helga si se enterara —le advertí.

Ashley miró con expresión temerosa a Bernie y después, a mí.

—No te vas a quedar embarazada ni nada por el estilo —le prometió Bernie—. Simplemente vas a descubrir más cosas de ti misma, y ese conocimiento te hará más sabia, más fuerte. Ése es el objetivo y el poder del conocimiento.

—Tiene razón —afirmé—. ¿Aceptas?

—Puede que sí —repuso Ashley—. Ya veré —agregó con cautela, aunque advertí que estaba casi tan intrigada por el experimento como nosotros.

Bernie se ofreció a elaborar lo que él denominó los procedimientos de control. Dijo que sería más seguro reunimos en su casa. Aunque un tanto reacia, Ashley accedió.

—Esto va a ser como jugar a médicos y enfermeras —me susurró al oído mientras salíamos de mi dormitorio.

—¿Jugaste a eso alguna vez? —le pregunté.

Dirigió una mirada de soslayo a Bernie antes de responderme.

—No. ¿Y tú?

—Yo tampoco, pero me habría encantado —reconocí.

Ella respiró hondo.

—A mí también —admitió.

Entonces se apresuró en ir a buscar a su madre para marcharse, asustada de su propia confesión.

 

 

Al día siguiente tuvo lugar el funeral. Fue una ceremonia sencilla y duró menos de lo que pensaba, probablemente porque Karl lo había organizado todo muy bien. Tras el oficio religioso, fuimos al cementerio en el coche de la empresa de pompas fúnebres. El abuelo parecía estar muy delicado, cogido del brazo de la enfermera particular que Karl había contratado. Thelma tenía aspecto de estar drogada desde el momento en que se levantó de la cama y se vistió. Cada vez que la observaba, veía la misma mirada perdida y distante en sus ojos. Era como si los tuviera abiertos pero hubiera desconectado de la realidad, como si no viera ni oyera nada de lo que sucedía a su alrededor. Se había recluido en sí misma.

Quizá estuviera viendo mentalmente una de sus telenovelas.

Karl no se apartó de su lado y se encargó de atender a todo el mundo con gentileza y eficacia. Algunos de sus compañeros de trabajo asistieron al oficio religioso, pero al cementerio sólo acudieron dos parejas mayores que habían sido amigos de la madre de Thelma, su padre y la enfermera, Thelma, Karl, yo, la madre de Ashley y el pastor.

Realmente no hacía un buen día para un funeral. Era demasiado cálido y soleado, el cielo estaba prácticamente despejado y de un color más turquesa que azul. En el cementerio, el aire olía a hierba recién cortada. Los pájaros revoloteaban de árbol en árbol y las ardillas brincaban juguetonas entre las lápidas como si el cementerio entero se hubiera creado para su exclusivo disfrute.

No pude evitar preguntarme cómo habría sido el funeral de mi verdadera madre. Me imaginé averiguando dónde estaba enterrada y yendo a visitar su tumba algún día. ¿Qué le diría? ¿Quién me oiría, de todos modos? ¿Estaría en lo cierto Bernie? ¿No quedaba nada de nosotros tras nuestra muerte, o permanecía algo precioso, algo que no comprendíamos, que no podíamos comprender?

De camino a casa, Thelma finalmente habló.

—Pobre mamá. Espero que no esté sola —musitó.

Eso era lo que más miedo le daba a Thelma, reflexioné, estar sola. Durante años, las telenovelas le habían proporcionado las familias y las amistades que ella nunca había tenido en la vida real. Le habían llenado la existencia de distracción y le habían evitado pensar en su propia soledad. Karl creyó que adoptarme serviría de ayuda, pero yo aún no sentía que les estuviera dando gran cosa, y desde luego no sentía que fuésemos una familia. Al menos no la clase de familia que me había imaginado.

El abuelo se vino a comer con nosotros a casa, pero se quedó adormilado en el sillón sin que apenas hubiera probado bocado. Parecía haberse encogido y consumido de pena. Anhelé con todo mi corazón que algún día, de algún modo, yo encontraría a alguien que me amara tanto. Eso, pensé, era el verdadero antídoto contra la soledad, el mejor de los remedios.

Dos días más tarde, el abuelo sufrió un derrame cerebral y lo ingresaron en el hospital. No murió, pero se quedó tan impedido que Karl tuvo que hacer los trámites para internarlo en una residencia geriátrica. Thelma no soportaba la idea de ir a visitarlo a semejante lugar.

—¿Por qué tenemos que envejecer? —gimió—. No es justo. Elena no parece ni un día mayor que cuando la vi por primera vez en Sombras eternas. Todos deberíamos vivir en una teleserie.

Karl sacudió la cabeza con una mirada de impotencia y siguió leyendo su revista de economía y finanzas. Yo continué haciendo los deberes, y nuestras vidas prosiguieron como si fuésemos tres sombras buscando la manera de convertimos de nuevo en un todo.

Fuimos a visitar al padre de Karl, pero la visita no tuvo más éxito que la primera. Se impacientó por el talante triste de Thelma y por las críticas de Karl al tipo de vida que llevaba, y al cabo de un rato se fue a ver a sus amigos. Varios días después, el hermano de Karl, Stuart, finalmente viajó desde Albany para conocerme y darle el pésame a Thelma. Era más alto y delgado que Karl, pero tenía una mirada más fría y un rostro de facciones duras y cinceladas, al que sólo asomaba fugazmente una sonrisa. Me hizo preguntas acerca del colegio pero parecía incómodo cuando yo le respondía y le miraba. Me di cuenta de que rehuía encontrarse con mi mirada y que no me miraba a los ojos al hablarme.

Cuando Stuart se hubo marchado, Karl me explicó que su hermano había estado a punto de hacerse monje. Añadió que aún era posible que algún día se decidiera.

—La gente lo pone nervioso —me dijo—. Le encanta la soledad.

—Entonces, ¿cómo es que trabaja de vendedor? —pregunté—. Los vendedores tienen que tratar con gente.

—La mayor parte de su trabajo lo hace por teléfono. Se dedica a hacer ventas por teléfono.

Estaba desilusionada. Esperaba que mi tío fuese más simpático y divertido. Incluso me había imaginado que iríamos a visitarlo alguna vez a Albany. Me quejé a Bernie y Ashley sobre eso al día siguiente.

Desde que habíamos decidido participar en un experimento conjunto, Ashley empezó a relacionarse más conmigo en el colegio y, por consiguiente, también con Bernie. Se sentaba con nosotros a la hora de comer.

—Lo que más deseaba era formar parte de una verdadera familia —les comenté— y tener parientes que celebrasen fiestas, cumpleaños, aniversarios y bodas. Todo eso, ya me entendéis. Pero a veces me siento más sola aquí que en el orfanato.

Ashley pareció entristecerse mucho por mí mientras me observaba con una mirada compungida, pero Bernie se quedó cavilando un momento, como si yo hubiera sacado a colación un tema de la clase de ciencias.

—La familia está sobrevalorada —aseveró de repente, con ese aire seguro de sí mismo y realmente arrogante con el que respondía en clase a las preguntas y hacía afirmaciones—. Es un mito creado por las compañías de tarjetas de felicitación. La gente está demasiado encerrada en sí misma y cada cual va demasiado a la suya como para seguir interesada en algo así.

—Eso es espantoso. Mi familia no va a la suya —protestó Ashley.

Bernie enarcó las cejas con expresión escéptica al tiempo que fruncía los labios.

—Tu padre siempre está de viaje. Tú misma nos lo dijiste hace unos días, y a tu madre le aterra hacerse mayor, igual que a la mía. Reconócelo —le dijo mientras me dirigía una mirada y asentía—, tú y yo no somos tan distintos de Crystal. Nadie nos presta atención ni nos escucha de verdad. Normalmente no somos más que un estorbo. En el mejor de los casos, somos una ligera molestia.

—¡Yo no lo soy!

—Todos somos huérfanos —murmuró Bernie—. Todos buscamos algo que no está ahí.

—Eso no es verdad. Tú no crees eso, ¿verdad que no, Crystal?

—No lo sé —repuse—. No quiero creerlo, pero no lo sé.

Ashley parecía consternada. Me dio la sensación de que estaba a punto de levantarse y salir corriendo. Entonces Bernie se inclinó hacia nosotras y susurró:

—Pero no nos preocupemos ahora por eso. Centrémonos en nuestro experimento. Estoy listo —afirmó—. Nos veremos en mi casa esta tarde, a eso de las siete y media. ¿De acuerdo?

Miré a Ashley. Su expresión sombría se desvaneció y se le iluminó la cara al tiempo que me miraba a mí y después, a Bernie.

—De acuerdo —dije yo—. ¿Ashley?

—Sí —respondió con un hilo de voz—. Pero que conste que yo no soy huérfana.

Bernie se echó a reír a carcajadas. Nunca le había oído reírse con tantas ganas, y me hizo esbozar una sonrisa, y entonces Ashley también sonrió.

En el otro extremo de la cafetería, los estudiantes que hasta entonces nos miraban con desdén de repente estaban muertos de curiosidad por nosotros. Pero no tanto como nosotros mismos.

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