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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 4

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El Carnicero y Jimmy Sombreros se estuvieron partiendo el culo de risa en el coche con la visita al club social San Francisco de Asís durante la mayor parte del viaje por la I-95 a Washington, donde tenían un trabajo delicado que hacer al día siguiente, y tal vez al otro. El señor Maggione les había ordenado que hicieran una parada en Baltimore para hacer una demostración. El Don sospechaba que un par de capos locales le estaban metiendo la cuchara. El Carnicero supuso que había hecho bien su trabajo.

Eso formaba parte de su creciente reputación: que no sólo era bueno matando, sino que era tan inexorable como un infarto para un gordo que se alimente de huevos fritos con beicon.

Estaban entrando en el D.C., por la ruta monumental que pasa por el monumento a Washington y otros importantes edificios de mucho copete. «My country'tis of V», cantaba Jimmy Sombreros con voz más que desafinada.

Sullivan rió con un resoplido.

—Es que eres cojonudo, James, compadre. ¿Dónde coño has aprendido eso? ¿My country'tis of V?

—En la parroquia de San Patricio, Brooklyn, Nueva York, donde aprendí todo lo que sé de leer, escribir y hacer cuentas; y donde conocí a ese hijoputa chiflado llamado Michael Sean Sullivan.

Al cabo de veinte minutos, habían aparcado el Grand Am y se habían unido al desfile nocturno de la juventud que iba de aquí para allá por la calle M de Georgetown. Un montón de «pringaos» universitarios pasmados, más Jimmy y él, «un par de brillantes asesinos profesionales», pensó Sullivan. Así que, ¿a quién le estaba yendo mejor en la vida? ¿Quién estaba triunfando, y quién no?

—¿Alguna vez has pensado que deberías haber ido a la universidad? —preguntó Sombreros.

—No podía permitirme el recorte del sueldo. Con dieciocho tacos, ya estaba ganando 75.000 dólares. ¡Además, me encanta mi trabajo!

Hicieron parada en el Charlie Malone's, un garito local, popular entre la población universitaria de Washington, por alguna razón que Sullivan no acertaba a imaginar. Ni el Carnicero ni Jimmy Sombreros habían pasado del instituto, pero ya dentro del bar, Sullivan entabló conversación sin ningún problema con un par de alumnas de escuela mixta que no tendrían más de veinte años, probablemente dieciocho o diecinueve. Sullivan leía mucho, y se acordaba de casi todo, así que podía hablar prácticamente con cualquiera. Su repertorio de esta noche incluía los tiroteos contra soldados americanos en Somalia, un par de películas recientes de éxito y hasta un poco de poesía romántica: Blake y Yeats, lo que pareció encandilar a las jóvenes estudiantes.

Además de con su encanto, no obstante, Michael Sullivan contaba con un gran atractivo físico, y era consciente de ello: delgado pero fibroso, metro ochenta y cinco, melenita rubia, una sonrisa capaz de deslumbrar a cualquiera con quien decidiera utilizarla.

De modo que no le sorprendió que Marianne Riley, de veinte años, nacida en Burkittsville, Maryland, empezara a ponerle unos ojitos de cordero no demasiado sutiles, y a tocarlo como hacen a veces las chicas lanzadas.

Sullivan se inclinó hacia la muchacha, que olía a flores silvestres.

—Marianne, Marianne… había una canción. Con la melodía del calipso. ¿Te suena? ¿«Marianne, Marianne»?

—Debe de ser de antes de que yo naciera —dijo la chica, pero a continuación le guiñó un ojo. Tenía unos ojos verdes espectaculares, labios rojos y carnosos, y llevaba un lacito de tela escocesa monísimo plantado en el pelo. Sullivan había tenido una cosa clara de inmediato: Marianne era una pequeña calientapollas, cosa que ya le parecía bien. A él también le gustaban los jueguecitos.

—Ya veo. Y el señor Yeats, el señor Blake, el señor James Joyce, ¿no son de antes de que tú nacieras? —la vaciló, con su sonrisa irresistible brillando al máximo. Entonces tomó la mano de Marianne y la besó delicadamente. Tiró de ella levantándola del taburete y, agarrándola, dio una graciosa vuelta al ritmo de la canción de los Rolling que sonaba en la sinfonola.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella—. ¿Adónde se cree que vamos, caballero?

—No muy lejos —dijo Michael Sullivan—. Señorita.

—¿No muy lejos? —le interpeló Marianne—. ¿Qué quiere decir eso?

—Ya lo verás. No te preocupes. Confía en mí.

Ella se echó a reír, le dio un besito en la mejilla y siguió riéndose.

—En fin, ¿cómo resistirme a esos letales ojos tuyos?

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