Criminal

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Capítulo dieciocho

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Capítulo dieciocho

Lunes 14 de julio de 1975

El capitán Bubba Keller era uno de los amigos con los que Duke jugaba al póquer, lo que significaba que tal vez llevaba a planchar su bata blanca a la tintorería donde había muerto la madre de Deena Coolidge. Probablemente, su esposa la llevaría, y él no sabría ni quién se la lavaba.

Amanda nunca había dado mucha importancia a la afiliación de su padre al Klan. El Klan aún continuaba controlando el Departamento de Policía de Atlanta cuando ingresaron Duke Wagner y Bubba Keller. Formar parte de la organización era obligatorio, así como prestar servicios en la Orden Fraternal de la Policía. Ninguno de los dos se había negado. Tenían ascendencia alemana. Ambos ingresaron en la armada con la esperanza de que los enviasen al Pacífico y no tuviesen que combatir en Europa. Los dos llevaban el pelo cortado al estilo militar, los pantalones con la raya bien marcada y la corbata impecablemente anudada. Eran hombres que asumían el control de las cosas, que abrían la puerta a las mujeres, que protegían a los inocentes y castigaban a los culpables, que sabían la diferencia entre el bien y el mal.

Es decir, que siempre tenían razón y que sabían que todos los demás estaban equivocados.

A finales de los años sesenta, el jefe de policía Herbert Jenkins había expulsado al Klan del cuerpo, pero la mayoría de los hombres con los que Duke jugaba al póquer aún seguían afiliados. Por lo que Amanda sabía, pertenecer a esa organización consistía exclusivamente en sentarse y quejarse de lo mucho que habían empeorado las cosas. Hablaban de los viejos tiempos, y de lo bien que estaban las cosas antes de que los negros lo arruinasen todo.

Lo que no reconocían es que las cosas que resultaban malas para ellos eran buenas para todo el mundo. Durante los últimos días, Amanda había pensado en varias ocasiones que no había nada peor que cuando la injusticia llamaba a tu propia puerta.

Trató de verlo con perspectiva mientras entraba en la prisión de Atlanta. El capitán Bubba Keller estaba orgulloso de su puesto, a pesar de que el edificio en la Decatur Street estaba en un estado ruinoso, peor que cualquier cosa que pudiera verse en Attica. Los murciélagos colgaban del techo, el tejado tenía goteras, el suelo de cemento estaba desmenuzado. Durante el invierno, a los prisioneros se les permitía dormir en los pasillos por miedo a que muriesen de frío en las celdas. El año anterior habían tenido que llevar a un hombre al Grady porque le había atacado una rata. El animal le arrancó la mayor parte de la nariz antes de que los funcionarios lograran matarla con una escoba.

Lo más sorprendente de la historia no es que hubiera una escoba en la cárcel, sino que el funcionario notase que algo estaba ocurriendo. La seguridad estaba dejada de la mano de Dios. La mayoría de los hombres llegaban borrachos a trabajar. Los intentos de fuga eran una rutina, un problema que se agravaba aún más porque la Secretaría estaba ubicada al lado de las celdas. Amanda había oído contar historias horrorosas a las mecanógrafas, de cómo los violadores y los asesinos pasaban al lado de sus mesas buscando la puerta principal.

—Señora —dijo un agente, que se golpeó el sombrero en señal de saludo cuando la vio subir las escaleras.

El hombre respiró una bocanada de aire fresco mientras se dirigía a la calle. Amanda pensó que ella haría otro tanto cuando saliera de ese lugar. El olor era tan horrible como el de los suburbios.

Sonrió a Larry Pearse, que controlaba la habitación de pertenencias detrás de una puerta enrejada. Él le guiñó un ojo mientras le daba un sorbo a una petaca. Amanda esperó a estar en las escaleras para mirar el reloj. Aún no eran las diez de la mañana. Probablemente, la mitad de la cárcel tenía las luces encendidas.

El runrún de las máquinas de escribir aumentó cuando se acercó a la Secretaría. Ese había sido el trabajo de sus sueños, pero ahora no podía imaginarse sentada todo el día detrás de una mesa. Ni tampoco trabajando para Bubba Keller. Era lascivo y grandilocuente, dos características que no trataba de ocultar delante de ella, a pesar de ser uno de los mejores amigos de Duke.

A menudo se preguntaba qué sucedería si le dijese a su padre que Keller le había tocado el pecho más de una vez, que la había empujado contra la pared y le había susurrado cosas obscenas en el oído. A Amanda le gustaba imaginar que su padre se enfadaría, que rompería su amistad con él, que le pegaría un puñetazo en la nariz. Sin embargo, sabía que tal vez no hiciera nada de todo eso, por lo que era mejor no decir nada.

Como esperaba, oyó la voz de Keller por encima del murmullo de las máquinas de escribir. Su oficina estaba enfrente de la Secretaría, que era grande y abierta. Había unas sesenta mujeres sentadas en hileras de mesas, mecanografiando diligentemente, simulando que no podían oír lo que estaba sucediendo a escasos metros. Holly Scott, la secretaria de Keller, estaba en la entrada de su oficina. Era lo bastante inteligente como para no pasar del umbral. Keller tenía la cara roja de rabia. Levantó los brazos, pero luego bajó una mano y tiró todos los papeles al suelo.

—¡Qué narices has hecho! —gritó Keller. Holly murmuró algo, pero él cogió el teléfono y lo estampó contra la pared. La escayola se desconchó, salpicando una lluvia de polvo blanco—. ¡Limpia este estropicio! —ordenó antes de coger el sombrero y salir de la oficina. Se detuvo al ver a Amanda—: ¿Qué coño haces aquí?

No tuvo que pensar para inventar una mentira.

—Butch Bonnie me dijo que viniera a comprobar…

—No me importa un carajo —interrumpió—. Espero que no estés aquí cuando regrese.

Amanda lo vio marcharse. Era la viva imagen de un elefante en una cacharrería. Empujaba las mesas, tiraba los montones de papeles. Había sesenta mujeres sentadas a sus mesas, mecanografiando e intentando que no se fijara en ellas.

Hubo un suspiro colectivo cuando salió de la sala. Las máquinas de escribir se detuvieron por un momento. Se oyeron algunos gritos procedentes de las celdas.

—Buenas noches, Irene —dijo Holly.

Respondieron con algunas risitas. Las secretarias reanudaron su trabajo. Holly le hizo un gesto a Amanda para que entrase en la oficina de Keller.

—Dios santo —dijo Amanda—, ¿qué ha pasado?

Holly se agachó para recoger una botella rota de Old Grand-Dad.

—Sencillamente, me negué a hacer lo que me pedía.

Amanda se agachó para ayudarla a recoger los papeles esparcidos.

—¿Por qué?

—Estamos intentando mecanografiar el nuevo manual de Reggie para llevarlo a la imprenta —dijo Holly tirando la botella rota en la papelera—. Estamos a tope de trabajo y se nos ha echado el tiempo encima. Keller tiene a los altos cargos presionándole.

—¿Y qué?

—Pues que, aun así, creía que era el momento más adecuado para llamarme a la oficina y pedirme que le enseñe las tetas.

Amanda suspiró. Conocía de sobra esa sensación. Normalmente iba seguida de una risa perturbadora y un sobeteo.

—¿Y?

—Le dije que iba a presentar una queja contra él.

Amanda recogió el teléfono. El plástico estaba rajado, pero aún funcionaba.

—¿Serías capaz de eso?

—Probablemente, no —admitió Holly—. Pero mi marido me dijo que, la próxima vez que lo intentase, cogiese el bolso y me marchase.

—¿Y por qué no lo has hecho?

—Porque ese gilipollas está a punto de palmarla de un ataque al corazón y yo quiero sobrevivirle. —Cogió el resto de los papeles. Sonrió—. Por cierto, ¿qué haces aquí?

—Necesito hablar con un preso.

—¿Blanco o negro?

—Negro.

—Mejor, porque tenemos una epidemia de piojos. —Todo el mundo sabía que los negros no cogían piojos—. Keller va a tener que volver a fumigar con DDT. Es la tercera vez este año. El olor es horrible. —Holly cogió un bolígrafo del escritorio y lo puso sobre una hoja de papel—. Dime el nombre de la chica.

Amanda notó que se le agarrotaba la garganta.

—Es un hombre.

Holly soltó el bolígrafo.

—¿Quieres entrar ahí y hablar con un negro?

—Con Dwayne Mathison.

—Dios santo, Mandy. ¿Estás loca? Ha matado a una mujer blanca. Lo ha confesado.

—Solo necesito unos minutos.

—No. —Holly negó con la cabeza—. Keller me mataría. Y con razón. Jamás he oído una estupidez semejante. ¿Para qué demonios quieres hablar con él?

No era la primera vez que Amanda pensaba que debería haber planeado sus respuestas.

—Es por uno de mis casos.

—¿Qué caso?

Holly se sentó en el escritorio para poner en orden los papeles. Había dos botellas más de whisky sobre el cartapacio, una de ellas casi vacía. El vaso de cristal esmerilado que había entre ellas tenía un círculo permanente, pues Keller no dejaba de rellenarlo durante todo el día. En la madera del escritorio se veía el dibujo de un pene y un par de tetas.

Holly miró a Amanda.

—¿Qué pasa?

Amanda acercó otra silla, como había hecho Trey Callahan esa misma mañana en la Union Mission. Se sentó frente a Holly. Sus rodillas casi se tocaban.

—Han desaparecido algunas chicas.

Holly dejó de ordenar los papeles.

—¿Crees que ese chulo las mató?

Amanda no mintió del todo.

—Es posible.

—Debes decírselo a Butch y Rick. Es su caso. Y sabes que se enterarán de esto. —Se puso una mano en el corazón y levantó la otra, como si estuviera jurando lealtad—. No se enterarán ni por mí ni por las chicas, pero ya sabes que aquí se sabe todo.

—Lo sé.

No había nada más normal en el cuerpo de policía que el chismorreo.

—Mandy —dijo Holly moviendo la cabeza, como si no pudiera entender lo que le había pasado a su amiga—. ¿Por qué quieres meterte en problemas?

Amanda la miró. Holly Scott tenía el cuerpo delgado de una bailarina. Ella misma se alisaba el pelo. Su maquillaje era perfecto. Su piel también. Incluso bajo aquel calor tan sofocante, la podían fotografiar para un anuncio de una revista. Seguro que, a la hora de contratarla, Keller había tenido más en cuenta eso que el hecho de que pudiera tomar dictados casi perfectamente y fuese capaz de mecanografiar ciento diez palabras por minuto.

Amanda se giró y cerró la puerta. Se seguía escuchando a las mecanógrafas, pero eso le daba una sensación de confidencialidad.

—Rick Landry me amenazó. —No le gustó inmiscuir a Evelyn en eso, pero dijo la verdad cuando añadió—: Me llamó zorra delante de mi jefe. Me humilló. Me dijo que debía permanecer al margen de… su caso.

Holly apretó los labios.

—¿Le vas a hacer caso?

—No. Estoy cansada de hacer lo que me piden. Cansada de tenerles miedo y de cumplir sus órdenes, cuando lo hago mejor que ellos.

Lo dijo tranquilamente, pero en sus palabras se palpaba un aire de rebeldía.

Nerviosa, Holly miró por encima del hombro de Amanda. Temía que la oyesen, formar parte de eso, pero, aun así, preguntó:

—¿Has estado alguna vez en las celdas de los hombres?

—No.

—Es horrible. Mucho peor que las de las mujeres.

—Lo imagino.

—Ratas, heces, sangre.

—No exageres.

—Keller se pondrá furioso.

Amanda se encogió de hombros.

—Bueno, tal vez así le dé el ataque al corazón que tanto deseas.

Holly la miró fijamente durante un buen rato. Sus ojos brillaban por unas lágrimas que no terminaban de caer. Estaba asustada de verdad. Amanda sabía que tenía un hijo y un marido que desempeñaban dos trabajos para poder vivir en un barrio residencial. Holly iba a la facultad por la noche, ayudaba en la iglesia los domingos y colaboraba voluntariamente en la biblioteca. Y trabajaba allí cinco días a la semana, soportando las insinuaciones y las proposiciones de Keller porque el Ayuntamiento era el único lugar que aplicaba esa ley federal que obligaba a pagar el mismo salario a las mujeres que a los hombres.

Holly continuó mirándola mientras cogía el teléfono del escritorio de Keller. Puso el dedo en el disco. La mano le temblaba ligeramente. No tuvo que mirar para marcar el número. Ella misma se encargaba de hacer las llamadas para Keller. Guardó silencio mientras esperaba a que respondiesen.

—Martha. Soy Holly, de la oficina de Keller. Necesito que traslades un prisionero a la celda de tránsito.

Amanda la observó atentamente mientras Holly transmitía la información relacionada con Dwayne Mathison. Tuvo que buscar entre los papeles que había en el escritorio de Keller para encontrar su acta de detención, la cual tenía su número de inscripción. Sus manos se tranquilizaron al realizar esas tareas tan cotidianas para ella. Tenía las uñas cortas y pintadas con esmalte transparente, como las de Amanda, y la piel casi tan blanca como la de Jane Delray, aunque, por supuesto, sin marcas de ningún tipo. Vio sus venas azuladas en el reverso de su mano.

Amanda se miró sus propias manos, posadas sobre su regazo. Tenía las uñas bien cortadas, aunque, la noche anterior, no se había molestado en pintárselas. Tenía arañazos en uno de los lados de la palma, pero no recordaba cómo se los había hecho. Quizá se hubiera arañado mientras limpiaba. Había una pieza de metal que sobresalía del refrigerador que siempre le hacía daño al limpiarlo.

Holly colgó el teléfono.

—Lo van a trasladar. Será cuestión de diez minutos. —Se detuvo—. Ya sabes que puedo volverles a llamar y anularlo. No hay necesidad de que sigas con esto.

Amanda estaba pensando en otras cosas.

—¿Puedo utilizar el teléfono mientras espero?

—Por supuesto. —Holly refunfuñó mientras descolgaba el auricular—. Estaré fuera. Te aviso cuando esté todo preparado.

Amanda buscó la libreta de direcciones en su bolso. Debería estar asustada. Se iba a enfrentar de nuevo a Juice, pero verse los arañazos en la mano le hizo darse cuenta de que tenía que resolver otros temas más urgentes.

Tenía una tarjeta en el reverso de su libreta de direcciones con los teléfonos que utilizaba más a menudo. Butch omitía constantemente detalles en sus notas. Tenía que llamar al depósito al menos una vez por semana. Solía hablar con la mujer que se encargaba de los archivos, pero esa vez preguntó por Pete Hanson.

Respondieron al tercer tono.

—Coolidge.

Amanda pensó en colgar, pero tuvo una suerte de brote de paranoia, como si Deena Coolidge pudiera verla. La cárcel estaba a pocos pasos del depósito. Amanda miró nerviosamente a su alrededor.

—¿Dígame? —dijo Deena.

—Soy Amanda Wagner.

La mujer aguardó unos instantes.

—Dime.

Amanda miró hacia la Secretaría. Todas las mujeres estaban ocupadas con su trabajo, con la espalda erguida y la cabeza un poco inclinada, mecanografiando las páginas de un manual que probablemente la mitad del cuerpo utilizaría como papel del váter, y la otra, como diana.

—Tengo que hacerle una pregunta al doctor Hanson. ¿Está por ahí?

—Está en el juzgado, testificando sobre un caso. —Deena dejó de mostrarse tan recelosa y añadió—: ¿Puedo ayudarte en algo?

Amanda cerró los ojos. Hubiera sido más fácil con Pete.

—Tenía que preguntarle sobre el trozo de piel que encontraron en las uñas de la víctima. —Amanda se miró el arañazo que tenía en la palma de la mano—. Me preguntaba si…

No pudo continuar. Quizá debería esperar a Pete. Probablemente, estaría en su despacho al día siguiente, y Jane Delray estaría igual de muerta.

—Vamos, jovencita —dijo Deena—. No me hagas perder el tiempo. Suéltalo ya.

—Pete encontró algo en las uñas de la chica el sábado.

—Así es. Tejido epitelial. Debió de arañar a su agresor.

—¿Lo han analizado ya?

—Aún no. ¿Por qué?

Amanda movió la cabeza, deseando mimetizarse con la silla. Probablemente, lo mejor sería andarse sin rodeos.

—Si el agresor era un negro, ¿no sería negra la piel que encontraron en su uña?

—Hm. —Deena guardó silencio durante unos instantes—. Bueno, ya sabes, Pete tiene esa luz especial. Si la enfocas sobre una muestra de piel y tiene un tono anaranjado, entonces es de un negro.

—¿De verdad? —Amanda jamás había oído hablar de eso—. ¿Ha hecho la prueba ya? Porque yo creo que…

Al principio pensó que Deena estaba llorando, pero luego se dio cuenta de que se estaba riendo tanto que empezaba a faltarle el aire.

—Muy gracioso —respondió Amanda—. Voy a colgar.

—No, espera —dijo Deena, que continuaba riéndose, aunque trataba de controlarse—. No cuelgues. —Continuó riéndose. Amanda miró el escritorio de Keller. El cenicero estaba repleto de colillas. Su taza de café, manchada de nicotina—. De acuerdo —añadió, y empezó a reírse de nuevo.

—Bueno, voy a colgar.

—No, espera. —Deena tosió varias veces—. Ya estoy bien.

—Yo solo he hecho una pregunta sincera.

—Lo sé, cariño. —Volvió a toser—. Escucha, ¿has visto ese anuncio de la loción Pura y Sencilla en la que aparecen las diferentes capas de la piel?

Amanda no sabía si estaba bromeando de nuevo.

—Hablo en serio, chica. Escúchame.

—De acuerdo. Sí, he visto el anuncio.

—La piel tiene tres capas, básicamente, ¿verdad?

—Sí.

—Normalmente, si arañas a alguien, le arrancas la epidermis, que es blanca, sea cual sea la raza a la que pertenezcas. Para obtener la capa pigmentada, tienes que arañarle hasta la hipodermis, lo que significa que has de clavarle las uñas lo bastante hondo como para que sangre. Entonces no habría un trozo pequeño de piel en la uña, sino uno de un tamaño considerable.

Amanda observó que utilizaba el mismo tono profesional de Pete en sus explicaciones.

—Entonces, ¿no hay forma de saber si la chica del viernes arañó a un agresor negro o blanco?

Deena se quedó en silencio de nuevo, aunque ya no se reía.

—Estás hablando del chulo ese que arrestaron por matar a la chica blanca, ¿no?

Amanda vio a un funcionario acercarse hasta la mesa de Holly. Era un hombre desgarbado, con un bigote grande y el pelo moreno. Ella le hizo un gesto para indicarle que Juice estaba preparado.

—Amanda —dijo Deena—. Estoy hablando en serio. Más vale que pienses lo que haces.

—Creía que estarías dispuesta a ayudar a uno de tu misma especie.

—Ese asesino cabrón no tiene nada que ver conmigo. —Luego bajó la voz y añadió—: Lo único que me interesa es conservar la cabeza encima de los hombros.

—Bueno, gracias por responder a mi pregunta.

—Espera.

Holly le hizo un gesto de urgencia. Probablemente, temía que Keller regresase. Amanda levantó la mano para indicarle que esperase un instante.

—Dime.

—Ten cuidado. Las personas que ahora te protegen serán las mismas que, luego, cuando sepan lo que estás haciendo, se te echarán encima.

Hubo un prolongado silencio. Ambas reflexionaron sobre eso.

—Gracias —dijo Amanda, que no quiso interpretar la manera tan brusca con la que se despidió Deena.

Colgó el teléfono. El corazón le latía con fuerza. Ella tenía razón. Duke se pondría furioso si supiese lo que estaba haciendo. Al igual que Keller, Butch, Landry y, posiblemente, Hodge. Y también toda la gente del departamento si supiera que estaba ayudando a que un hombre negro saliera de la cárcel. Un hombre negro que ya había confesado haber cometido el asesinato.

Holly se acercó a la puerta.

—Date prisa, Mandy. Phillip te va a acompañar y se quedará contigo. —Bajó la voz—. No dirá nada.

Amanda sintió la necesidad de salir huyendo. Su coraje subía y bajaba como el pistón de un motor.

—Estoy preparada.

Se levantó de la mesa. Esbozó una sonrisa cuando Phillip entró en la oficina. Llevaba puesto el uniforme azul marino de los funcionarios de prisión, un llavero colgando de un lado del cinturón y una porra en el otro.

Era más joven que Amanda, pero le habló como si fuese una niña.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo, chica?

A Amanda se le hizo un nudo en la garganta. Deseaba que Evelyn estuviese con ella, apoyándola. Luego se sintió culpable, porque ella se había llevado la peor parte de la cólera, y no solo de Rick Landry, sino de Butch y de quien la hubiese trasladado a la Model City.

Puede que Deena tuviese razón, y la gente fuese más cuidadosa con Amanda porque tenían miedo de Duke. Por eso, pensó, en lugar de tener también miedo de él, debería aprovecharse, al menos mientras pudiese.

—No estoy segura de que nos conozcamos —dijo Amanda dirigiéndose hacia el hombre con la mano extendida—. Soy Amanda Wagner, la hija de Duke.

Phillip miró a Holly, y después a Amanda mientras le estrechaba la mano.

—Sí, conozco a Duke.

—Es amigo de Bubba.

Amanda nunca llamaba a Keller por su nombre, pero el funcionario no tenía por qué saberlo. Cogió el bolso de la silla y empezó a buscar un nuevo bolígrafo y una libreta que había traído de casa. Le dio el bolso a Holly.

—¿Te importa guardármelo?

Holly la observó mientras Amanda salía de la oficina. Ella trató de mantener el paso firme al pasar por la Secretaría. El constante traqueteo de las máquinas de escribir parecía ir acorde con el latido errático de su corazón, pero siguió caminando. Entrar en la prisión era parecido a ir a la piscina. O bien te metes y aguantas la primera impresión del agua, o bien te vas metiendo poco a poco mientras la carne se te pone de gallina y te castañetean los dientes.

Amanda entró de sopetón.

Se apoyó en la barandilla al bajar las escaleras.

No esperó a que Phillip le abriera la puerta. La empujó con la palma de la mano. Las celdas. Holly estaba en lo cierto cuando dijo que la sección de hombres era mucho peor que la de las mujeres. Había enormes grietas en las paredes. Las palomas arrullaban en las vigas; sus heces cubrían todo el suelo. Pasó por encima de un borracho que estaba apoyado en la pared. Ignoró los silbidos y las miradas. Se mantuvo erguida, con la mirada al frente, hasta que Phillip habló.

—Está a la izquierda.

Amanda se detuvo delante de la puerta. Alguien había utilizado una navaja para grabar interrogación en la gruesa capa de pintura. Había una ventana cuadrada a la altura de los ojos, aunque apenas se podía ver nada de lo sucia que estaba.

Phillip cogió el manojo de llaves y buscó la correcta. Se tambaleó un poco, obviamente porque había bebido. Al final, encontró la llave, la metió en la cerradura y empujó la puerta. Amanda se giró, impidiéndole el paso al interior.

—Entraré sola —dijo.

Él se rio, pero luego vio que hablaba en serio.

—¿Estás loca?

—Te llamaré si te necesito.

—Entonces no tendré bastante tiempo. —Señaló la puerta—. El cerrojo se echa cuando cierras la puerta. Puedo dejarla entornada, así…

—Gracias.

Utilizó una estrategia de Rick Landry: aproximarse a él y obligarle a retroceder sin tocarle. Lo último que vio de Phillip fue su expresión consternada cuando ella cerró la puerta.

El ruido del pestillo retumbó en la habitación. Vio fugazmente el sombrero azul del funcionario, solo el borde, pero nada más.

Luego se dio la vuelta.

Dwayne Mathison estaba sentado a la mesa. Tenía un vendaje ensangrentado alrededor de la cabeza; uno de los ojos, morado; y la nariz, rota. Había echado la silla hacia atrás, por eso casi tocaba la pared. Amanda vio que llevaba la misma ropa que la semana anterior, aunque ahora la tenía manchada de sangre y mugre. Tenía las piernas separadas. Uno de sus brazos colgaba por detrás del respaldo de la silla y sus dedos casi le llegaban al suelo. Vio el tatuaje de Jesucristo que llevaba en el pecho, el lunar de su mejilla, el odio en sus ojos.

—¿Qué coño haces aquí, zorra?

Era una buena pregunta. Amanda jamás había entrevistado a un sospechoso en una sala de interrogatorios. Normalmente, lo hacía en casa del sospechoso, con sus padres en la habitación, y a veces incluso con un abogado presente. Los muchachos siempre se mostraban arrepentidos y asustados al tener que hablar con un agente de policía, pero se sentían más cómodos si era una mujer. Sus padres le prometían que no volvería a suceder, sus madres hacían comentarios lascivos sobre la chica que les había denunciado y, por regla general, al cabo de menos de una hora, el muchacho seguía con su vida normal.

Entonces, ¿qué estaba haciendo allí?

Amanda se llevó la libreta al pecho, pero luego se arrepintió del gesto. Juice podría pensar que se lo estaba tapando. Creería que estaba asustada. Ambas cosas eran ciertas, pero no podía mostrárselo. Bajó los brazos mientras se acercó hasta la mesa. La habitación era muy pequeña, apenas unos metros. Cogió la silla vacía y se sentó. Juice la miraba igual que un animal observa su presa. Amanda acercó la silla, aunque cada músculo de su cuerpo ansiaba salir huyendo.

En cuestión de segundos, él podía darle la vuelta a la mesa y romperle el cuello, o propinarle un puñetazo, o golpearla, o tratar de violarla de nuevo. Amanda siempre había pensado que si algo malo le sucedía, como, por ejemplo, que un hombre entrase en su apartamento por la noche o alguien la atacase en un callejón, no podría gritar. Y no lo había hecho cuando Juice la amenazó. ¿Gritaría ahora si la atacaba? ¿Le oiría Phillip? Y si lo hiciera, ¿encontraría la llave antes de que sucediese lo peor?

Amanda no podía producir bastante saliva para tragar. Abrió la libreta.

—Señor Mathison, ¿ha confesado usted el asesinato de Lucy Bennett?

Él no respondió.

Caía agua de un agujero que había en el techo. Las gotas habían terminado por encharcar el suelo. Había una rata muerta en un rincón, con el cuello roto por una trampa. Las esquinas estaban plagadas de telarañas. Olía a sudor y a orina seca.

—Señor Math…

—Mm-mm —respondió Juice pasándose la lengua por el labio superior—. Aún me gustas. —Chasqueó la lengua—. Debería haberte pillado cuando tuve la oportunidad.

De forma incongruente, Amanda notó que una sonrisa se le venía a los labios. Podía oír la voz de Evelyn, la forma en que le imitó cuando estaban en el Varsity.

Empleó un tono sorprendentemente brusco cuando dijo:

—Bueno, perdiste tu oportunidad. —Amanda abrió la libreta y sacó el bolígrafo para poder tomar notas—. ¿Qué le pasó a Jane Delray?

Juice hizo un ruido entre un gruñido y un gemido.

—¿Por qué me preguntas por esa puta?

—Porque quiero saber dónde está.

Levantó la mano por encima de la cabeza y silbó como una bomba tirada por un avión mientras la dejaba caer sobre la mesa.

Amanda miró su mano. Tenía dos dedos unidos por un esparadrapo. No tenía arañazos en las manos ni en los brazos.

—Confesaste haber matado a Lucy Bennett.

—Lo hice para librarme de la silla eléctrica.

—La pena de muerte ya no es legal.

—Me dijeron que la implantarían de nuevo solo para mí.

Dadas las circunstancias, a Amanda no le extrañaba que el Estado lo intentase. Todo el mundo sabía que era cuestión de tiempo que volviera a estar vigente.

—Ambos sabemos que tú no mataste a esa mujer.

—Ojalá lo hubiera hecho.

—¿Por qué no lo hiciste?

—¿Por qué coño estás aquí, perra? ¿Por qué te preocupa lo que le pase a un negro?

—La verdad es que no me preocupa. —Amanda se quedó sorprendida por sus propias palabras—. Me preocupo por las chicas.

—Porque son blancas.

—No. —Una vez más le dijo la verdad—. Porque son chicas, y nadie se preocupa de ellas.

La miró. No se había dado cuenta de que hasta ese momento él había estado evitando su mirada. Amanda le devolvió la mirada, preguntándose si era la primera mujer que tenía el valor de hacer eso. Debía de tener una madre en algún lugar. Una hermana. No podía violar y chulear a todas las mujeres que se le pusieran por delante.

Juice puso la mano en la mesa. Amanda no apartó la mirada, pero él sí.

—Eres como ella —dijo.

—¿Como quién?

—Como Lucy. —Siguió dando golpecitos con los dedos en la mesa—. Era fuerte, muy fuerte. Yo la doblegué, pero ella siempre se rebelaba.

—¿Kitty también era así?

—Kitty. —Bufó—. Esa zorra casi puede conmigo, ¿entiendes lo que digo? Tuve que pegarle y mantenerla a raya. —Señaló a Amanda—. Cuando llevas mucho tiempo trabajando con chicas, sabes que la más fuerte es la más leal. Lo único que tienes que hacer es engatusarla.

—Lo tendré en cuenta si alguna vez decido convertirme en chulo.

Él puso las palmas de las manos en la mesa y se inclinó hacia delante.

—Contigo puedo hacer lo mismo. Dame cinco minutos y verás cómo te pongo ese culito blanco. —Empezó a dar embestidas con sus caderas, haciéndolas chocar contra la mesa—. Te metería la mano en ese jugoso coñito blanco hasta que te hiciera chillar. —Golpeó la mesa con más fuerza, acompañando cada envite con un gemido. Era un sonido gutural que le permitió ver los moratones que tenía en el cuello.

—¿Me estrangularías?

—Seguro que sí, zorra. —Empujó una vez más la mesa—. Te apretaría el cuello hasta que te desmayases.

—¿Te gusta que te estrangulen?

—Y una mierda. —Cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía unos enormes bíceps—. Nadie tiene cojones de estrangularme.

Amanda recordó algo que Pete le había dicho en el depósito.

—¿Te measte encima?

—Yo no me meo encima —respondió levantando la barbilla en actitud defensiva—. ¿Quién te ha dicho eso?

Amanda esbozó una sonrisa petulante. Había logrado humillarle sin ni siquiera intentarlo.

—Sí, lo hiciste.

Él miró a la pared.

—El apartamento que hay en Techwood es de Kitty, ¿verdad?

Juice no respondió.

—Puedo pasarme aquí todo el día —dijo ella, y en ese momento se sintió capaz de hacerlo. Bubba Keller la tendría que sacar a rastras de esa habitación. Se quedaría allí sentada mirando a ese chulo repugnante todo el tiempo que quisiera—. El apartamento en Techwood pertenecía a Kitty, ¿no?

Juice pareció darse cuenta de su determinación.

—Era un sitio que las chicas usaban para trabajar por su cuenta. Ella les cobraba un porcentaje. Tuve que pararle los pies.

Amanda no podía imaginar a una mujer cobrándoles una renta a las putas, pero en los últimos días su perspectiva del mundo se había ampliado considerablemente.

—Háblame de Hank Bennett.

—¿Qué te ha dicho?

—Tú háblame de él.

—El muy gilipollas se presentó en mi esquina dándome órdenes. —Tenía el puño apretado cuando golpeó la mesa—. Alguien tenía que pararle los pies.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Y yo qué sé, zorra. No llevo un diario.

Amanda dibujó una raya oblicua en el papel. Si le dieran un dólar por cada vez que un hombre la había llamado «zorra» en los últimos días, podría jubilarse.

—¿Fue a verte antes o después de que Lucy desapareciese?

Sacó la lengua mientras reflexionaba.

—Antes. Sí, fue antes. La muy puta desapareció una semana o dos después. Pensé que él se la había llevado. Lucy hablaba de él todo el tiempo.

Amanda estaba un poco oxidada de no tomar notas, pero no tardó en recuperar sus habilidades.

—Entonces, ¿Hank Bennett fue a verte antes de que desapareciera Lucy? —Otra mentira del abogado—. ¿Qué quería?

—Me dijo lo que debía hacer. El muy capullo debería estar contento de que no le patease su culito blanco.

—¿Hacer el qué?

—Que me desentendiera de Kitty. Dijo que me daría dinero si dejaba de darle caballo.

Amanda pensó que no había oído bien.

—¿A Kitty? Querrás decir a Lucy.

—Que no, zorra. Era con Kitty con quien quería hablar. El tío estaba encaprichado con ella.

—¿Por qué se iba a interesar Hank Bennett por Kitty?

Él se encogió de hombros, pero respondió:

—Su papaíto es un abogado muy importante. Repudió a la muy puta cuando se enteró de que trabajaba para mí. —Esbozó una sonrisa morbosa para asegurarse de que Amanda entendía lo que quería decir—. Ella tenía otra hermana en algún sitio. Era la buenecita. Kitty, siempre la mala.

—El padre de Kitty es Andrew Treadwell.

Él asintió.

—Veo que lo vas pillando, zorra. ¿No te lo había dicho ya el alcalde?

Amanda revisó las notas.

—Hank Bennett te ofreció dinero para que dejases de darle heroína a Kitty.

—¿Por qué coño repites todo lo que digo?

—Porque no tiene sentido —admitió Amanda—. Hank Bennett te busca para preguntarte sobre Kitty. ¿No te pregunta sobre su hermana? ¿No te dice que quiere verla? —Juice negó con la cabeza—. ¿No le preocupa Lucy? —El tipo repitió el gesto—. ¿Y una semana después desaparece Lucy?

—Exacto, una semana después desapareció Kitty —dijo chasqueando los dedos.

Amanda recordó las palabras de Jane. «Sencillamente, desaparecieron».

—Eso es.

—¿Y qué pasó con Mary?

—La muy puta también desapareció —bufó—. Unos tres meses después. Llevaba mucho tiempo sin perder tantas chicas de golpe. Normalmente, otro chulo intenta quitármelas.

—Has perdido tres chicas en pocos meses. —Amanda no estaba preguntando, sino tratando de comprender lo que había pasado—. ¿Alguna vez viste a Lucy con una carta de su hermano?

Asintió bruscamente.

—La llevaba en el bolso.

—¿Sabes leer?

—¿Qué te has creído, zorra, que soy un analfabeto?

Amanda esperó.

—Tonterías como que la echaba de menos, cuando yo sabía que no era así. Que quería reunirse con ella. —Juice tamborileó la mesa con los dedos—. Y una mierda. Si la hubiera querido ver, podría haberse quedado en mi esquina cinco minutos más. Le dije que vendría.

Amanda anotó lo que decía mientras trataba de pensar en la siguiente pregunta.

—¿Había alguien por allí que fuese…? —«Aterrador» no era la palabra adecuada para un hombre como Juice—. ¿Alguien que fuese violento o peligroso? ¿Alguien con quien tus chicas corrieran peligro?

—Zorra, yo cobro extra por eso —dijo sonriendo. Le faltaba uno de los dientes de delante. Tenía las encías en carne viva—. Siempre hay cabrones raros por ahí sueltos. —Se aclaró la garganta—. Disculpe.

Amanda aceptó la disculpa.

—¿Cómo de raros?

—Hay un tipo al que le gusta pegar. —Levantó el puño en el aire. Amanda dedujo que se refería a golpear a las chicas—. Hay otro que lleva una navaja, pero no hace daño. Nunca se la clava a nadie. Al menos la hoja.

—¿Alguien más?

—Hay otro tipo alto que dirige el comedor social.

—He oído hablar de él.

—Es muy amigo del tipo que lleva la Mission.

Al parecer, Trey Callahan también había mentido.

—El tipo siempre venía por la noche, tratando de sermonear a mis chicas.

—¿El hombre del comedor?

Juice asintió.

—¿Le tenían miedo las chicas?

—Joder. Ellas no tienen miedo de nada cuando yo estoy cerca. Ese es mi trabajo, zorra.

Amanda dibujó otra raya oblicua en el papel.

—El hombre de la iglesia venía por la noche a tu esquina y trataba de sermonear a Lucy, Kitty y…

—No. Ellas ya habían desaparecido. Y Mary también. —Se irguió—. Escucha, toda esa mierda de la salvación está bien por el día, pero no me vengas hablando de Jesús cuando hago mi trabajo. ¿Me comprendes?

—Sí. —Amanda se inclinó hacia delante—. Dime quién mató a Jane Delray.

—¿Me vas a sacar de aquí?

Amanda empezaba a darse cuenta de cómo era el juego, pero aún no dominaba ese tira y afloja. Juice se dio cuenta por su expresión.

—Mierda —dijo echándose sobre el respaldo de la silla—. No puedes hacer nada, zorra.

—Si encuentro a alguien del Ayuntamiento que quiera hablar contigo, ¿me dirás quién mató a Jane?

—¿Otro chochete?

—No, un hombre. Alguien con un cargo importante. —Amanda no conocía a nadie en el Ayuntamiento, salvo a unas cuantas secretarias. Aun así, se mantuvo firme y empleó un tono amenazante cuando añadió—: Pero tienes que decirle algo importante. Tienes que darle un nombre que pueda seguir. En caso contrario, el trato que has hecho con Butch y Landry no servirá de nada. Te prometo una cosa: el estado implantará de nuevo la pena de muerte. Cuando tu caso llegue al Tribunal Supremo, serás hombre muerto.

Se oyeron unos golpecitos. Su pierna empezó a moverse arriba y abajo. El tacón de su zapato de charol repiqueteaba en el cemento.

—Ya he hecho un trato. Y he confesado.

—Eso no importa.

—¿Qué quieres decir?

—Que has confesado haber matado a Lucy Bennett, no a Jane Delray. Cuando les diga que han cometido un error… —Se encogió de hombros—. Espero que se acuerden de afeitarte la cabeza antes de ponerte la gorra de metal.

Juice estaba nervioso. Respiraba con dificultad a través de la nariz rota.

—¿Qué quieres decir, zorra?

—¿No has oído hablar del último hombre al que ejecutaron? Su pelo empezó a arder. El interruptor se calentó demasiado y no pudieron desconectarlo. Lo quemaron vivo. Las llamas llegaron al techo. Estuvo gritando durante dos minutos antes de que pudieran encontrar la caja de fusibles y desconectar la luz.

Juice tragó saliva. La pierna le temblaba tanto que golpeaba la mesa con la rodilla.

—Dame un nombre, Juice. Dime quién mató a Jane.

Apretaba y aflojaba el puño. La mesa tembló.

—Dame un nombre.

Juice dio un puñetazo encima de la mesa.

—¡No tengo ningún nombre!

Amanda chasqueó el bolígrafo y cerró la libreta. No se había estremecido. Se mantuvo completamente tranquila, a la espera.

—Maldita sea —dijo Juice con los dientes apretados—. Malditas perras. Me tienen pillado por esta mierda.

—¿Quién quería matar a Jane?

—Todo el mundo. Se pasaba el tiempo criticando, y se buscaba muchos enemigos en la calle.

—¿Cualquiera podría haberla matado?

—No sin que ella le cortase el cuello. La muy perra llevaba un cuchillo en el bolso. Todas lo llevan, y saben cómo utilizarlo. No se les puede dar la espalda ni un minuto. Son como serpientes.

—Eso resulta gracioso viniendo de su chulo.

Juice no respondió. Arqueó los hombros y puso las manos sobre su regazo.

—¿Qué dijo la otra perra? ¿Sobre si Kitty conocía al alcalde? ¿Crees que le puede echar un cable a un hermano? ¿Puede sacarme de esta mierda?

—Ya te he dicho que, si me dices la verdad, quizá pueda ayudarte.

Él la miró, de arriba abajo, como si estuviera leyendo un libro.

—Joder —farfulló—. ¿Crees que te escucharán? —Se levantó de la mesa. El cuerpo de Amanda se puso tenso, pero permaneció quieta mientras él se acercaba—. Mira a tu alrededor, zorra —dijo alzando las manos—. Preferirán dejar que un hombre negro dirija este mundo antes que permitírselo a una mujer.

Amanda apareció en la puerta principal de la casa de Evelyn con una botella de vino en la mano. No era de los baratos, pero no sabía si el precio tenía algo que ver con la calidad. Una vez más se sentía fuera de lugar, especialmente cuando Kenny Mitchell abrió la puerta.

El tipo esbozó una amplia sonrisa. Tenía unos dientes perfectos. Su rostro era perfecto. No cambiaría nada de él. Y no es que fuera a tener tal oportunidad.

—Amanda —dijo—. Me alegro de verte.

Se acercó para besarla, pero ella, sin pensarlo, retrocedió.

—Oh —dijo.

Luego avanzó, más como un pato que esconde la cabeza que como una mujer madura. El momento no podía ser más incómodo, pero Kenny se echó a reír, le puso la mano en la cara y la besó en la mejilla. Amanda notó el áspero tacto de su piel, los puntiagudos pelos de su bigote. Su otra mano reposaba ligeramente sobre su brazo. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo.

—Vamos, pasa —dijo sosteniendo la puerta. Amanda entró en la casa y enseguida se sintió envuelta por el aire fresco—. Es agradable, ¿verdad? —Kenny cogió la botella de vino. Se movía con mucha soltura, como un atleta en el estadio—. Ev está en la parte de atrás durmiendo al niño. Siento decirte que el olor tan desagradable que hay es porque Bill y yo hemos intentado preparar la cena. ¿Te sirvo una copa de vino? —Miró la botella y silbó débilmente—. Un buen vino. Quizá la guarde para mí solo.

—De acuerdo —respondió Amanda, sin saber qué pregunta estaba respondiendo. Miró al suelo, sorprendida de que sus pies siguieran allí, que no se estuviera derritiendo como una estúpida adolescente—. Como quieras.

Kenny pareció no darse cuenta, o quizás estaba acostumbrado a que las mujeres se comportasen de forma tan estúpida en su presencia. Señaló el pasillo.

—La primera puerta a la derecha.

Amanda notó su mirada mientras se dirigía al pasillo. Por extraño que parezca, pensó en Juice, en las cosas que le había dicho sobre su trasero. Se mordió el labio. ¿Por qué de todas las cosas que le había dicho ese chulo se le había quedado grabada esa en particular? Seguro que Kenny no era así. No era grosero ni ordinario. Ni tampoco Amanda, por eso no se explicaba las imágenes tan obscenas que se le venían a la cabeza mientras llamaba suavemente a la puerta del dormitorio.

—Entra —susurró Evelyn.

Amanda abrió la puerta. Evelyn estaba sentada en una mecedora, con Zeke en los brazos. El niño tenía la cabeza echada hacia atrás, y un brazo colgando a uno de los lados. Tenía el pelo rubio, las mejillas rosas y una nariz chata. No era de extrañar que Evelyn tuviese un hijo tan hermoso, ni que su habitación estuviese tan bien decorada. Las paredes de color azul claro estaban repletas de ovejitas blancas. La cuna estaba esmaltada de blanco brillante. Las sábanas amarillas hacían juego con la moqueta, que a su vez lo hacía con la lámpara que iluminaba la habitación.

—Estás muy guapa —susurró Evelyn.

—Gracias —dijo pasándose la mano por el pelo. Se lo había lavado cuatro veces para quitarse el hedor de la cárcel, y luego se echó algunas gotas de Charlie en las muñecas y el cuello por otras razones.

—¿Quieres que te ayude en la cocina?

—No. Esta noche se encarga Bill.

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