Criminal

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Capítulo veintiséis

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Capítulo veintiséis

En la actualidad. Miércoles

Las furgonetas de los periódicos y los periodistas corrían como hormigas por el aparcamiento exterior del hotel Four Seasons. No era solamente un hotel. Los abogados más caros y los corredores de divisas llenaban las oficinas de las plantas superiores. Las plantas dedicadas a la residencia estaban atestadas de personas famosas. Cantantes de rap, estrellas de la televisión, buscadores de fama.

Habían colocado cinta amarilla alrededor de la fuente de mármol que estaba delante de Fourteenth Street. Alguien observó que el intermitente de Faith estaba encendido. Los periodistas avanzaron hacia ellos. Will podía oír las preguntas que le hacían a través de la ventanilla cerrada: «¿Qué ha sucedido? ¿Por qué están aquí? ¿Nos pueden decir quién es la víctima?».

Pronto sabrían toda la historia. Una mujer asesinada en un hotel de lujo. Un asesino en libertad condicional que anda suelto. Ese crimen recorrería todos los rincones de la ciudad, desde la oficina del alcalde hasta la Convención y la Oficina de Turismo.

Will había visto antes cómo esas historias se salían de madre. Cualquier detalle morboso se discutiría y se analizaría. Sería la hora de los rumores que pronto se darían por ciertos. Se harían las preguntas obvias: «¿A quién había asesinado? ¿Por qué lo habían puesto en libertad?». Se invocarían las leyes que obligan a mantener informado al público. Se fotocopiarían los archivos y se enviarían, y Sam Lawson, el ex de Faith, que trabajaba en el periódico, aparecería en la CNN antes de que se hiciese de noche.

—Joder —masculló Faith abriéndose camino hasta la barricada policial.

El coche tembló mientras los periodistas buscaban una posición. Le enseñó su placa al agente que estaba de servicio.

—El BMW también —dijo Faith señalando el coche de Sara, que iba detrás.

El agente lo anotó en su portapapeles, y luego se abrió camino por entre la multitud para abrirles paso.

Un periodista golpeó en la ventanilla de Faith. Ella le respondió llamándole «capullo» mientras avanzaba con el coche. No había hablado mucho durante el trayecto. Will no sabía si era porque no sabía qué decir o porque Amanda estaba con su juego habitual de ocultar los detalles.

Otro cuerpo. El mismo modus operandi. Su padre, en paradero desconocido. La nueva víctima era una prostituta. Will estaba seguro. Era el patrón de su padre. Primero, una estudiante; luego, una chica de la calle. No se deshacía de una hasta que no tuviera otra que ocupase su lugar.

Will se giró buscando a Sara. El BMW los siguió dentro de la barricada. Su Sig Sauer aún estaba debajo de su asiento delantero. En esa ocasión, ella no lo iba a detener. Amanda podía ponerle cincuenta agentes; estaba decidido a coger la pistola, encontrar a su padre y meterle un tiro en la cabeza.

Justo como debería haber hecho la noche anterior. Y esa mañana. Y hacía una semana.

Había perdido muchas oportunidades. Su padre había vivido en ese hotel durante dos meses, y había logrado salir y entrar sin que nadie se diera cuenta. Había conseguido secuestrar a dos chicas. Había logrado tirar a una en Techwood y asesinar a la otra en la habitación del hotel. Y todo mientras se suponía que la policía, la seguridad del hotel y los agentes secretos no le quitaban ojo de encima.

Si ese cabrón podía darles el esquinazo, él haría lo mismo. Al fin y al cabo, era su hijo.

Faith tiró del freno de mano cuando aparcó detrás del coche secreto de Amanda. Will salió del automóvil. El BMW de Sara se detuvo delante de dos coches patrulla. Había tantos policías en la escena del crimen como periodistas. Tuvo que apartar a dos agentes para abrirle la puerta a Sara. Las cámaras destellaron cuando salió de su vehículo. Se cruzó de brazos por timidez. Llevaba puestos sus pantalones de yoga y la camisa de Will. Un atuendo poco profesional. Will aprovechó la oportunidad para intentar coger el arma que tenía debajo del asiento, pero no estaba.

Cuando levantó la vista, Sara lo estaba mirando fijamente.

—Doctora Linton —dijo Amanda—. Le agradezco que haya venido.

Sara cerró la puerta del coche. Lo hizo con el llavero, que se guardó en el bolsillo de su camisa.

—¿Viene Pete de camino?

—No. Está testificando en el juzgado. —Amanda les hizo un gesto a todos para que la siguieran al interior—. Le agradezco que haya venido sin que la hayamos avisado antes. Nos corresponde a nosotros sacar el cuerpo lo antes posible.

Un agente abrió la puerta lateral. Se oyó un resoplido al cambiar la presión del aire. Will jamás había estado en el interior del hotel. El vestíbulo era de lo más lujoso; cada zona tenía un mármol de diferente color. Unas enormes escaleras dominaban el centro de la estancia, dividiéndose en dos al llegar a la segunda planta. Los peldaños estaban enmoquetados; la barandilla, reluciente. La lámpara de araña que había en el techo era tan inmensa que parecía que hubiese explotado una fábrica de cristal.

El lugar resultaría impresionante de no ser porque había agentes de policía de todo tipo. La división secreta, agentes uniformados, agentes especiales del GBI, incluso un par de mujeres de la Brigada Antivicio con sus placas de oro contrastando con su pobre indumentaria.

Amanda se dirigió a Faith:

—Seguridad está revisando las imágenes de las cámaras de las últimas veinticuatro horas. Necesito que lo aceleres todo lo posible.

Faith asintió y fue a recepción.

—¿Han identificado a la víctima? —preguntó Sara.

—Sí. —Amanda se acercó a Jamal Hodge—. Detective, ¿le importaría sacar a todo el personal que no sea imprescindible que esté aquí?

—Sí, señora.

Se dirigió a la multitud y levantó los brazos para reclamar atención. Will dejó de mirar al detective y se centró en Amanda. Se estaba ajustando el cabestrillo mientras daba órdenes a los guardias de seguridad del hotel.

—¿Qué sucede? —preguntó Sara.

Will no respondió. Miró el vestíbulo, tratando de encontrar a algún agente veterano de la policía de Atlanta. No estaba ni Leo Donnelly ni Mike Geary, el capitán de esa zona.

«Amanda se encarga de la investigación de este caso», pensó Will. No tenía ningún sentido. Según el Departamento de Policía de Atlanta, una prostituta muerta no tenía nada que ver con una estudiante secuestrada.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó a Amanda.

Ella le señaló al guardia de seguridad. Llevaba un traje caro color oscuro, pero la radio que llevaba en la mano le delataba.

—Te presento a Bob McGuire, jefe de seguridad del hotel. Él fue quien llamó a la policía.

Will le estrechó la mano. McGuire era demasiado joven para ser un policía jubilado, pero parecía bastante sereno, teniendo en cuenta lo que tenía entre manos. Los condujo hasta el ascensor.

—Recibí la llamada de la cocina esta mañana. La chica del servicio de habitaciones dijo que nadie respondía a sus llamadas.

—Al parecer, llevaba un horario muy regular —explicó Amanda.

Las puertas del ascensor se abrieron. Will se apartó para dejar pasar a Sara y a Amanda.

—Estaba alojado en el hotel desde hace dos meses —dijo McGuire. Pasó una tarjeta por el panel y luego presionó el botón de la novena planta—. Podemos hacer un seguimiento de sus entradas y salidas de la habitación a través del software que hay en la cerradura. Su horario ha sido prácticamente el mismo desde que está aquí. Servicio de habitación a las seis de la mañana, luego gimnasio, después de nuevo a su habitación, donde pedía que le sirviesen la comida a las doce. —Se metió las manos en los bolsillos—. Una o dos veces a la semana, utilizaba el restaurante para cenar o comer en la barra. La mayoría de las noches pedía su cena a las seis en punto. Y después no sabemos nada más de él hasta las seis del día siguiente.

—Sigue el horario de la prisión —apuntó Amanda.

Will miró a su alrededor. Había una cámara de seguridad en una esquina.

—¿Cuánto tiempo llevan vigilándole?

—¿Oficialmente? —preguntó McGuire—. Solo unos días. —Se dirigió a Amanda—: Sus hombres han estado haciendo la mayor parte del trabajo, pero los míos los han ayudado.

—¿Y no oficialmente? —preguntó Will.

—Desde que vino. Es un hombre muy extraño. Físicamente, muy desagradable. Nunca ha hecho nada malo, pero hace que la gente se sienta incómoda. Y la suite presidencial cuesta cuatro mil dólares la noche. Solemos intentar saber quiénes son nuestros mejores clientes. Investigué un poco sobre él y supe que había que vigilarle.

—¿Alguien ha hablado con él? ¿Se ha relacionado con alguien? —preguntó Amanda.

—Como le he dicho, era muy desagradable. Los empleados del hotel le evitaban siempre que podían. Y nunca dejamos que las chicas de la limpieza y el servicio de habitaciones subieran solas.

—¿Qué me dice de otros huéspedes?

—Nadie ha mencionado nada.

—¿Cómo pagaba la habitación? —preguntó Will.

Había estado en prisión y no podía disponer de una tarjeta de crédito.

—Su banco se encargaba de todo —explicó McGuire—. Tenemos un depósito de cien mil dólares por la habitación.

Se oyó una campana y se abrieron las puertas.

Will se echó a un lado y luego los siguió a todos fuera del ascensor. Sara le miró durante unos segundos. Él le hizo un gesto para que pasara delante.

—Hay otras cinco suites en su planta —dijo McGuire—. La presidencial está en la esquina. Tiene unos seiscientos metros cuadrados.

Había tres agentes uniformados de la policía de Atlanta al final del pasillo. Estaban a unos veinte metros. La señal de salida brillaba sobre sus cabezas. La suite estaba justo enfrente de las escaleras.

McGuire los guio por el pasillo.

—Tres suites estaban ocupadas por artistas. Hay un concierto en la ciudad. Los hemos trasladado a nuestro otro hotel. Puedo darles su información, pero…

—No quiero perder el tiempo hablando con abogados —dijo Amanda.

Will notó un dolor en la mandíbula que se propagó hasta su cuello. Tenía los dientes apretados y la espalda tensa. Podía escuchar su propia respiración por encima de la música de fondo. La gruesa moqueta se hundía bajo sus pies. Las paredes estaban pintadas de un color marrón que hacía que el pasillo se pareciese a un túnel. Había lámparas de araña colgando a intervalos, y un carrito del servicio de habitaciones al lado de una puerta cerrada. La habitación no tenía número en la puerta. Cada suite equivalía probablemente a tres o cuatro habitaciones. En las películas, solían tener jacuzzis y cuartos de baño tan grandes como la casa de Will.

Pero ella no estaría en la bañera, ni en el cuarto de baño, sino en el colchón, clavada como un insecto de un proyecto de ciencias.

Otra víctima, otra mujer cuya vida había acabado a manos de un hombre que tenía su mismo ADN.

Nunca había estado en la suite de un hotel, ni había corrido por la playa, ni tampoco había viajado en avión. Nunca había regresado a casa con las notas de la escuela, ni había visto sonreír a su madre. El cenicero de barro que había hecho en la guardería fue uno más de los dieciséis que recibió la señora Flannigan el Día de la Madre. Todos los regalos que había debajo del árbol de Navidad decían «para una niña» o «para un niño». La noche en que se graduó después de terminar la escuela secundaria, miró entre todas aquellas familias alegres, pero solo vio extraños.

Amanda se detuvo a unos cuantos metros de los agentes uniformados.

—Doctora Linton, ¿le importaría quedarse en el pasillo durante unos instantes?

Sara asintió, pero Will preguntó:

—¿Por qué?

Amanda le miró. Tenía peor aspecto que el día anterior: unas profundas ojeras y el lápiz de labios corrido.

—De acuerdo.

Por una vez, Amanda no discutió y siguió andando por el pasillo.

Los agentes parecían aburridos. Tenían los pulgares cruzados sobre sus pesados cinturones. Estaban de pie, con las piernas separadas, para evitar que el peso de sus equipos les quebrara las espaldas.

—Mimi —dijo Amanda dirigiéndose a una agente—, ¿cómo está tu tía Pam?

—Odiando la jubilación. —Señaló la habitación y añadió—: Nadie ha entrado ni ha salido.

Amanda esperó a que McGuire abriese la puerta con la tarjeta. Se encendió una luz verde. Se oyó un sonido seco. Abrió la puerta y Amanda y Sara entraron, seguidas de Will.

—Estaré en el pasillo si me necesitan —dijo McGuire. Había un pestillo metálico en la jamba de la puerta. Lo giró para evitar que la puerta se cerrase.

—De acuerdo —dijo Amanda.

Se quedaron en el vestíbulo, mirando el interior de una habitación que era más grande que toda la casa de Will. Las cortinas estaban abiertas y entraba la luz del sol. La ventana de la esquina ofrecía una vista panorámica de Midtown, el edificio Equitable, Georgia Power y el Westin Peachtree Plaza.

Y, a lo lejos, el Techwood.

Había dos sofás y cuatro sillones colocados alrededor de un televisor de pantalla plana de cincuenta y dos pulgadas. Un reproductor de DVD. Videograbadora. Un reproductor de CD. Una cocina larga y estrecha. Un minibar. Un comedor para diez personas. Un enorme escritorio con una silla ergonómica. Un aseo con un teléfono en la pared. El papel higiénico estaba plegado formando una rosa. El grifo era un cisne dorado con la boca abierta para dejar caer el agua en cuanto girasen sus alas.

—Por aquí —dijo Amanda.

La puerta del dormitorio estaba semicerrada; utilizó el pie para abrirla del todo.

Will respiró por la boca. Esperaba notar el olor familiar y metálico de la sangre, encontrar una chica delgada y rubia con la mirada ausente y las uñas perfectamente cuidadas. Pero no. A quien vio fue a su padre.

Las rodillas le temblaron. Sara intentó sujetarlo, pero no tenía bastante fuerza y se desplomó contra la puerta. Reinaba un completo silencio en la habitación. Amanda movía la boca. Sara intentaba decirle algo, pero sus oídos no funcionaban. Ni tampoco sus pulmones. Se le nubló la vista y todo adquirió un tono rojizo, como si estuviera viendo el mundo a través de un velo de sangre.

La moqueta era roja, las cortinas, la luz que entraba por las ventanas… Todo estaba teñido de rojo.

Salvo su padre.

Estaba en la cama, tendido, con las manos juntas sobre el pecho.

Había muerto mientras dormía.

Will gritó de rabia. Le propinó una patada tan fuerte a la puerta que el pomo se incrustó en la pared. Cogió la lámpara de pie y la arrojó al otro lado de la habitación. Alguien trató de detenerle. Era McGuire. Will le dio un puñetazo en la cara y luego se desplomó en el suelo cuando una porra le golpeó en la parte de atrás de las rodillas. Dos policías estaban encima de él. Tres. Le apretaron la cara contra la moqueta; una mano fuerte se la sujetó mientras le torcían el brazo y le ponían las esposas.

—¡Ni se le ocurra! —gritó Sara—. ¡Basta!

Sus palabras fueron como un bofetón. Will notó que recuperaba el sentido. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Había perdido el control totalmente.

Y Sara lo había visto todo.

—Agentes —dijo Amanda con un tono de advertencia—, suéltenlo inmediatamente.

Will dejó de forcejear. Notó que ya no lo sujetaban. La agente de policía se inclinó a su lado para que le viese la cara. Era Mimi.

—¿Nos vamos a portar bien? —preguntó.

Will asintió.

Metió la llave en las esposas y le soltó los brazos. Poco a poco se apartaron de él. Will no se levantó de inmediato. Miró la moqueta y puso las palmas en el suelo para ayudarse. Se sentó en cuclillas. Estaba resollando. La sangre le palpitaba en los oídos.

—Gilipollas —dijo Bob McGuire tapándose la nariz con la mano. La sangre le corría por entre los dedos.

—Señor McGuire —dijo Amanda—, espero que nos perdone.

El hombre prefería patearle la boca a Will.

—Vamos, le pondré algo de hielo —le ofreció Mimi.

Cogió a McGuire del codo y lo acompañó fuera de la habitación. Los otros dos policías los siguieron.

—Bueno —dijo Amanda soltando un largo suspiro—, ¿puede calcular la hora de la muerte, doctora Linton?

Sara no se movió. Miraba a Will. No estaba enfadada ni furiosa. Su cuerpo temblaba ligeramente. Él vio que deseaba ayudarle por encima de todo.

Will puso las manos en el suelo y se levantó. Luego se arregló la chaqueta.

—La última vez que le vieron eran las siete de la tarde —dijo Amanda—. Llamó al servicio de habitaciones para que se llevasen la bandeja. Colgó la tarjeta del desayuno en la puerta.

Servicio de habitación. Suite de lujo. Murió pacíficamente mientras dormía.

—¿Doctora Linton? —dijo Amanda—. La hora de la muerte nos resultaría de mucha ayuda…

Sara negó con la cabeza antes incluso de que terminara la frase.

—No tengo el instrumental adecuado. No puedo mover el cuerpo hasta que lo fotografíen. Ni siquiera tengo guantes.

Amanda abrió su bolso.

—El termostato estaba en diecisiete cuando llegó la primera unidad. —Le dio a Sara un par de guantes quirúrgicos—. Seguro que puede decirnos algo.

Ella volvió a mirar a Will, que comprendió que le estaba pidiendo permiso. Asintió. Ella cogió los guantes. Su rostro cambió al acercarse a la cama. Will se había dado cuenta de eso muchas veces. Sara sabía hacer su trabajo, comportarse profesionalmente.

Will había visto bastantes exámenes preliminares. Sabía qué estaría pensando Sara. Anotó la posición del cuerpo: estaba tendido boca arriba sobre el colchón. La sábana y la manta estaban dobladas a los pies de la cama; la víctima llevaba una camiseta de manga corta color blanco y unos calzoncillos largos del mismo color.

A su lado, sobre la mesa, había un kit de manicura de terciopelo negro.

Los instrumentos estaban ordenados cuidadosamente: cortaúñas, unas tijeras pequeñas, un pulidor de uñas, tres tipos de limas, una lima de cartón, unos alicates para uñas y un frasco de cristal que contenía los recortes blancos y en forma de media luna de las uñas de su padre.

Will jamás había visto a su padre en persona. En la foto de la ficha policial, aparecía con algunos rasgos hinchados y moratones. Unos meses después de su arresto, el fotógrafo de una revista había logrado sacar una imagen borrosa de él saliendo de los juzgados con los grilletes puestos. Esas eran las dos únicas fotos que había visto. No había información de sus antecedentes en su carpeta. Nadie sabía de dónde era. No parecía tener amigos, ni padres, ni vecinos que dijeran que siempre les había parecido un tipo de lo más normal.

En aquel entonces, el AJC eran dos periódicos: el Atlanta Journal y el Atlanta Constitution. Ambos describieron los procedimientos judiciales, pero no se celebró ningún juicio porque su padre se declaró culpable de secuestro, tortura, violación y asesinato. Como el Tribunal Supremo había sentenciado que la pena de muerte no era legal, el único incentivo que pudo ofrecerle el fiscal por no llevar su caso a juicio fue la cadena perpetua con posibilidad de libertad condicional. No obstante, todo el mundo esperaba que tal posibilidad nunca se diera.

Por eso, dadas las circunstancias, Will pensó que su padre había sido un hombre afortunado. Afortunado al haber esquivado la pena capital. Afortunado porque, finalmente, la junta de libertad condicional lo había liberado. Afortunado por morir como quería.

Y afortunado por haber asesinado una vez más.

Sara empezó el examen por su rostro. Ahí es donde empezaba siempre el rigor. Comprobó la flacidez de la mandíbula, presionó los párpados cerrados y la boca. Luego examinó los dedos y flexionó las muñecas. Sus uñas brillaron bajo la luz del sol. Se las había cortado con rapidez. La cutícula del pulgar le había sangrado antes de morir.

—Creo, y digo solamente creo, que murió en las últimas seis horas —apuntó Sara.

Amanda no estaba dispuesta a darle ninguna tregua.

—¿Puede decirme la causa de la muerte?

—No. Puede haber sido un ataque al corazón. O cianuro. No lo sabré hasta que no lo tenga en la mesa.

—Ya veo. ¿Puede decirme algo más?

Sara estaba visiblemente molesta por la pregunta, pero, aun así, respondió:

—Tendrá unos sesenta y tantos años, bien alimentado y en forma. Su tono muscular es notable, a pesar del rigor. Tiene la dentadura postiza, obviamente de la calidad del sistema penitenciario. Parece tener una cicatriz en el pecho. Se le puede ver una especie de V bajo la camiseta. Parece una operación quirúrgica.

—Tuvo un ataque al corazón hace unos años —dijo Amanda con el ceño fruncido—. Por desgracia, lograron salvarle.

—Eso explica la cicatriz de traqueotomía que tiene en el cuello. —Señaló la pulsera metálica que llevaba en la muñeca—. Es diabético. No voy a moverle la ropa hasta que lo fotografíen, pero estoy segura de que encontraremos marcas de inyecciones en el abdomen y las piernas. —Se quitó los guantes—. ¿Algo más?

Faith apareció en la puerta.

—He encontrado algo.

Llevaba un disco de ordenador en la mano. No miró a Will, lo que le hizo deducir que conocía quién era la víctima. Al parecer sabía mentir mejor de lo que él se imaginaba. O puede que no. En cualquier caso, supo por qué había estado tan callada durante todo el trayecto hasta el hotel.

—Podemos verlo en la otra habitación —dijo Amanda.

Los tres formaron un semicírculo mientras Faith cargaba el reproductor de DVD. Amanda estaba entre Will y Sara. Sacó la BlackBerry de su bolso. Will creyó al principio que estaba leyendo sus e-mails, pero era fácil mirar por encima de ella. La pantalla estaba agrietada y parecía una telaraña, pero reconoció el sitio de las noticias.

Amanda leyó el titular.

—Convicto puesto en libertad recientemente muere en una habitación del hotel Midtown.

—Esperaban a alguien famoso —dijo Faith cogiendo el mando a distancia—. Idiotas.

—La historia aún no ha acabado. —Amanda seguía avanzando en el texto—. Al parecer, un empleado del hotel los avisó de que había mucha policía por aquí en los últimos días. —Se dirigió a Will—: Esa es la razón por la que intentamos hacer amigos.

—Bueno, vamos a ver el vídeo —dijo Faith, que apuntó con el mando al reproductor. La cámara de seguridad mostraba el ascensor del hotel vacío. Will reconoció las losetas dibujadas del suelo. Faith hizo avanzar la filmación—. Lo siento, no está programada.

Las luces del panel del ascensor se iluminaron, indicando que se dirigía al vestíbulo de entrada. Faith ralentizó la imagen cuando se abrieron las puertas. Una mujer entró en el ascensor. Era una chica delgada, alta, con el pelo rubio y largo; vestía un sombrero blanco de ala ancha. Mantuvo la cabeza gacha mientras entraba en el ascensor. El ala del sombrero le tapaba casi toda la cara; solo vieron su barbilla antes de que se diera la vuelta.

—Una prostituta —dijo Faith—. La seguridad del hotel no sabe cómo se llama, pero la han visto antes. Reconocen el sombrero.

Will comprobó la hora que marcaba el vídeo: 22.14.12. A esa hora él estaba durmiendo en el sofá, con Sara.

—Tiene una tarjeta llave —dijo Amanda justo en el momento en que la mujer pasaba la tarjeta por el lector, tal como había hecho Bob McGuire.

Presionó el botón de la planta diecinueve. Las puertas se cerraron. La mujer se colocó mirando al frente: la cámara de seguridad enfocaba la parte superior del sombrero. El reverso de las puertas era de madera sólida, sin espejos.

—¿Se puede ver su cara en las cámaras del vestíbulo? —preguntó Amanda.

—No —respondió Faith—. Es una profesional: sabe dónde están las cámaras. —La mujer salió del ascensor. Las puertas se cerraron y el ascensor se quedó nuevamente vacío—. Estuvo arriba durante media hora antes de bajar. Lo comprobé con el agente de Antivicio del Departamento de la Policía de Atlanta. Me dijo que ese es el tiempo que suelen emplear.

—Tiene suerte de haber salido viva —dijo Amanda.

Faith avanzó el vídeo de nuevo y redujo la velocidad cuando las puertas del ascensor se abrieron. La mujer entró como antes, con la cabeza agachada y el sombrero ocultándole el rostro. No necesitaba la tarjeta llave para llegar al vestíbulo. Presionó el botón. Una vez más se puso de frente, pero, en esta ocasión, levantó las manos para ajustarse el sombrero.

—Antes no llevaba las uñas pintadas —señaló Will.

—Exacto —dijo Faith—. Lo comprobé cuatro veces antes de subir.

Will miró las manos de la mujer. Las uñas estaban pintadas de rojo, sin duda con Max Factor Ultra Lucent.

—No hay pintura de uñas al lado de su cama. Solo instrumentos de manicura —dijo.

—Puede que la trajera ella misma —sugirió Faith.

—No es muy probable —interrumpió Amanda—. A él le gusta controlar las cosas.

Sara se ofreció.

—Miraré en la otra habitación.

Amanda se dirigió a Faith.

—Seguridad dice que la chica ha estado aquí antes. Quiero que revises cada segundo de vídeo que tengan. Su cara tiene que aparecer en alguna cámara.

Faith salió de la habitación.

Amanda sacó un guante de látex del bolso. No se lo puso, pero lo utilizó como barrera entre sus dedos mientras abría los cajones del escritorio. Lápices, papeles, pero ninguna pintura de uñas Max Factor con su distintivo capuchón blanco.

—Para hacer eso no hacen falta dos personas —dijo Amanda.

Will se fue a la cocina. Había dos tarjetas llave en la encimera. Una era completamente negra, la otra tenía la imagen de una cinta de correr, es probable que fuera para el gimnasio. Había un montón de billetes arrugados. Will no tocó el dinero, pero calculó que había unos quinientos dólares, todo en billetes de veinte.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Amanda.

Will fue detrás del minibar. Varillas para cóctel, servilletas, una coctelera. Una Biblia con un sobre entre las páginas. El libro era antiguo. La portada de piel estaba tan gastada por las esquinas que se veía el cartón que había debajo.

—Necesito tu guante —le dijo a Amanda.

—¿Cómo dices?

No se lo dio. En su lugar, se limpió la palma en la falda y se lo puso ella. Abrió la Biblia.

El sobre se quedó pegado a la página. Estaba claro que llevaba allí desde hace un tiempo. El papel era viejo. La tinta había borrado el logotipo redondo que había en la esquina. Con el tiempo, la dirección mecanografiada se había descolorido.

Amanda empezó a cerrar la Biblia, pero Will la detuvo.

Se inclinó, tratando de descifrar la dirección. Will había visto el nombre de su padre las suficientes veces como para reconocer las palabras: «Prisión de Atlanta». Él había utilizado una o ambas en todos los informes que había escrito. El matasellos estaba descolorido, pero la fecha se veía con claridad: 15 de agosto de 1975.

—La enviaron un mes antes de que yo naciera —dijo.

—Eso parece.

—Es de un bufete de abogados.

Vio la balanza de la justicia.

—Herman Centrello —añadió Amanda.

El abogado de su padre. Aquel hombre era un asesino a sueldo. También era la razón de que ellos estuviesen allí, ya que fue la amenaza de la actuación judicial de Centrello la que convenció al fiscal de Atlanta para ofrecerle un trato de condena perpetua con posibilidad de condicional.

—Ábrela —dijo Will.

En quince años, Will solo había visto a Amanda perder la compostura en una ocasión. E incluso en esos episodios era más una fisura que otra cosa. Durante un segundo, mostró algo parecido al miedo, pero esa emoción desapareció tan rápido como vino.

El sobre estaba pegado al lomo. Tuvo que darle la vuelta como si fuese una hoja. El pegamento de la tapa se había secado hacía mucho tiempo. Se ayudó del pulgar y del dedo índice para abrir el sobre. Will miró el interior.

No había carta alguna dentro, ni ninguna nota, solo la tinta descolorida que habían dejado algunas palabras.

—Al parecer solo sirve de marcapáginas —dijo Amanda.

—Entonces, ¿por qué lo conservó todos estos años?

—No ha habido suerte —dijo Sara—. No he encontrado pintura de uñas ni en el dormitorio ni en el cuarto de baño. Pero sí su kit de diabético. Las jeringas están en una caja de plástico. Tenemos que esperar a que el laboratorio las abra, pero, por lo que veo, aquí no hay nada extraño.

—Gracias, doctora Linton. —Amanda cerró la Biblia y sacó de nuevo su BlackBerry—. ¿Will?

Él no supo qué hacer, salvo continuar buscando en el bar. Utilizó la punta del zapato para abrir los armarios. Más vasos, dos cubiteras. El minibar estaba abierto. Will utilizó la punta del zapato de nuevo. La nevera estaba llena de frascos de insulina, pero nada más. Dejó que la puerta se cerrase.

Había al menos dos docenas de botellas de licor en las estanterías de detrás del bar. El espejo reflejó la imagen de Will. No quiso mirarse, porque, bajo ningún concepto, quería compararse con su padre. En su lugar, examinó las etiquetas de colores, la forma de las botellas, los líquidos ámbar y dorados.

Fue entonces cuando se percató de que uno de los botes estaba ligeramente movido. Había algo debajo que hacía que se inclinase hacia un lado.

—Coge esta botella —le dijo a Amanda.

Por una vez, ella no preguntó por qué y cogió la botella de la estantería.

—Hay una llave.

—¿Es del minibar? —preguntó Sara.

Will miró la cerradura de la nevera.

—No. Es demasiado grande.

Con cuidado, Amanda cogió la llave por el borde. La cabeza era escalonada en lugar de redondeada o angulada. Había un número grabado en el metal.

—Es de una cerradura de la fábrica Schlage —dijo Will.

Amanda parecía confusa.

—No tengo ni idea de qué es eso.

—Es de una puerta de seguridad.

Will se dirigió al vestíbulo. Los policías se habían marchado, pero McGuire aún seguía allí, con una bolsa de hielo en la nariz.

—Siento lo de antes —dijo.

McGuire hizo un gesto seco, como diciendo que no aceptaba sus disculpas.

—¿Qué habitación del hotel se abre con una llave de metal? —preguntó Will.

El jefe de seguridad se tomó su tiempo para quitarse la bolsa de hielo y sorber la sangre.

—Las tarjetas llave…

Amanda le interrumpió mostrándole la llave.

—Es de una cerradura Schlage. De seguridad. ¿Qué puerta del hotel se abre con esta llave?

McGuire no era estúpido. Se repuso de inmediato.

—Las únicas cerraduras así están en el subsótano.

—¿Qué hay allí? —preguntó Amanda.

—Los generadores, la mecánica, los huecos del ascensor.

Amanda fue hacia el ascensor.

—Llame a su equipo de seguridad —le dijo a McGuire—. Y dígales que se reúnan con nosotros allí.

El tipo aceleró el paso para ponerse a su altura.

—Los ascensores principales se paran en el vestíbulo. Tiene que ir a la segunda planta en el ascensor de servicio, y luego utilizar las escaleras de emergencia que hay detrás del spa.

Amanda presionó el botón.

—¿Qué más hay en esa planta?

—Salas de tratamiento, una sala de manicura, la piscina. —Las puertas se abrieron. McGuire dejó que Amanda saliera primero—. Las escaleras al subsótano están detrás del spa.

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