Criminal

Criminal


Capítulo dos

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En la actualidad. Lunes

Will Trent jamás había estado solo en casa de otra persona, a no ser que esa persona estuviese muerta. Al igual que sucedía con otros muchos aspectos de su vida, era consciente de que eso era una característica que compartía con muchos asesinos en serie. Afortunadamente, él era un agente de la Oficina de Investigación de Georgia, por eso los cuartos de baño vacíos en los que buscó y los dormitorios desérticos que registró estaban enmarcados dentro de la categoría de las intrusiones por el bien común.

Esa revelación no le tranquilizó mientras recorría el apartamento de Sara Linton. No paraba de repetirse que tenía una razón legítima para estar allí. Sara le había pedido que le pusiese de comer a los perros y que los sacase a pasear porque ella tenía que hacer un turno extra en el hospital. Sin embargo, ellos no eran unos extraños. Se habían estado conociendo durante un año antes de empezar a estar juntos, algo que sucedió dos semanas atrás. Desde entonces se había quedado en su apartamento todas las noches. Antes incluso de que eso sucediese, había conocido a sus padres, había cenado en casa de su familia. Teniendo en consideración toda esa familiaridad, esa sensación de estar invadiendo una propiedad ajena carecía por completo de sentido.

Pero eso no impedía que se sintiera como un acosador.

Probablemente, se debía a que era la primera vez que se encontraba allí solo. Estaba seguro de que estaba obsesionado con Sara Linton. Quería saberlo todo de ella. Y aunque no sentía la necesidad de sacar sus trajes y revolcarse desnudo con ellos en su cama —al menos no sin Sara allí con él—, había algo que le impulsaba a mirar todas las cosas que tenía en los estantes y en los cajones. Deseaba mirar los álbumes de fotos que guardaba en una caja dentro del armario del dormitorio. Quería estudiar sus libros y examinar su colección de iTunes.

No es que actuase llevado por esos impulsos. A diferencia de los asesinos en serie, trataba de que ninguna de sus obsesiones se convirtiese en algo siniestro, pero el deseo le hacía sentir un tanto inquieto.

Enganchó la correa de los perros en la percha que había dentro del armario de la entrada. Los dos galgos estaban tumbados sobre el sofá del salón. Un rayo de sol blanqueaba su pelo color beis. El

loft era un ático de lujo, lo cual era uno de los extras de ser una pediatra en lugar de un funcionario. Las ventanas en forma de L ofrecían una vista panorámica del centro de Atlanta. El Banco de America Plaza, cuyos constructores parecían haberse olvidado de quitar los andamios de la parte superior. La torre Georgia Pacific en forma de peldaños, que se construyó sobre el cine cuando se estaba estrenando

Lo que el viento se llevó. El diminuto edificio Equitable, apostado como un pisapapeles de granito negro al lado del cubilete para lápices del Westin Peachtree Plaza.

Atlanta era una ciudad pequeña en muchos aspectos; la población dentro de los límites de la ciudad pasaba ligeramente de los quinientos mil. Sin embargo, fuera de la zona metropolitana, llegaba casi a los seis millones. La ciudad era una Meca en el Piedmont, el centro empresarial del Southeast. Se hablaban más de sesenta idiomas. Había más habitaciones de hotel que residentes, más oficinas que habitantes. Trescientos asesinatos al año. Mil cien violaciones denunciadas. Casi trece mil cargos de agresiones con agravantes.

Una ciudad pequeña, pero siempre enfadada.

Fue a la cocina y cogió los recipientes de agua del suelo. Pensar en regresar a su pequeña casa le hizo sentirse solo, lo cual resultaba extraño, teniendo en cuenta que había crecido deseando estar solo, por encima de cualquier otra cosa. En su vida había algo más que Sara Linton. Era un hombre adulto. Tenía un trabajo. Su propio perro. Su casa. Incluso había estado casado antes. Técnicamente, aún seguía casado, aunque eso no le había importado gran cosa hasta hace poco.

Will tenía ocho años cuando los polis dejaron a Angie Polaski en el orfanato de Atlanta. Ella tenía once años, era una chica, lo que significaba que contaba con muchas oportunidades de ser adoptada, pero era rebelde y respondona, por eso nadie la quería. A Will tampoco lo quería nadie. Había pasado la mayor parte de su infancia entrando y saliendo de los orfanatos como un libro manoseado de una biblioteca. Angie, de alguna manera, había conseguido que todo aquello fuese más llevadero, salvo en los momentos en que ella lo convertía en algo insoportable.

Se habían casado dos años antes. Lo habían hecho como si fuese una especie de reto entre los dos, lo que, de alguna forma, explicaba que ninguno se lo tomase muy en serio. Angie había durado menos de una semana. Dos días después de la ceremonia civil, Will se despertó y vio que se había llevado su ropa, que la casa estaba vacía. No le sorprendió ni le dolió. De hecho, se sintió muy aliviado al ver que no había tardado mucho en hacerlo. Angie desaparecía constantemente, aunque él sabía que volvería. Siempre lo hacía.

Pero, en esta ocasión, por primera vez, había ocurrido algo mientras ella estaba fuera. Se había enamorado de Sara, de su forma de respirarle en el oído, de su forma de pasarle los dedos por la espalda, de su sabor, de su olor, de todas esas cosas que jamás había sentido con Angie.

Chasqueó la lengua mientras ponía los recipientes de agua en el suelo, pero los perros permanecieron en el sofá, sin prestarle atención.

La Glock de Will estaba sobre la encimera, al lado de su chaqueta. Se colocó la pistolera en el cinturón. Miró la hora en la cocina mientras se ponía la chaqueta. El turno de Sara terminaba dentro de cinco minutos, lo que significaba que aún le quedaban diez minutos para marcharse. Probablemente, ella le llamaría al llegar a casa, y él diría que había estado ocupado con el papeleo o corriendo en la cinta, cualquier mentira que dejase claro que no había estado esperando su llamada, pero luego vendría a toda prisa, bailoteando como hacía Julie Andrews en

Sonrisas y lágrimas.

Camino de la puerta principal vibró su móvil. Reconoció el número de su jefa. Durante un segundo, pensó en desviar la llamada al buzón de voz, pero sabía por experiencia que Amanda no se rendiría fácilmente.

—Trent —respondió.

—¿Dónde estás?

Por alguna razón, esa pregunta le resultó un tanto intrusiva.

—¿Por qué?

Amanda soltó un suspiro de cansancio. Will podía oír ruidos al otro extremo, el débil murmullo de la multitud, un sonido seco y constante.

—Respóndeme, Will.

—Estoy en casa de Sara.

Ella no respondió.

—¿Me necesitas?

—Por supuesto que no. Seguirás en el aeropuerto hasta nuevo aviso. ¿Me comprendes? Nada más.

Will miró el teléfono durante unos instantes, luego se lo puso de nuevo en la oreja.

—De acuerdo.

Su jefa terminó la llamada bruscamente. Tenía la sensación de que habría colgado de un golpetazo si eso fuese posible con un móvil.

En lugar de marcharse, se quedó en el vestíbulo, intentando imaginar qué habría sucedido. Rebobinó la conversación mentalmente. No le había dado ninguna explicación. Estaba acostumbrado al secretismo de su jefa. La rabia no era una emoción nueva. Sin embargo, aunque le había dejado de lado en otras ocasiones, no podía entender por qué le había preguntado dónde estaba en ese momento. De hecho, le sorprendía que le hubiese hablado. No le había dirigido la palabra en las dos últimas semanas.

La directora adjunta, Amanda Wagner, era una veterana que pertenecía a ese grupo de policías que ignoraban las reglas para defender un caso, pero seguía el manual cuando se trataba del código de la vestimenta. El GBI exigía que todos los agentes que no fuesen secretos llevasen el pelo cortado dos centímetros por encima del cuello. Dos semanas antes, Amanda le había puesto una regla en la nuca; al ver que no le hizo caso cortándose el pelo, lo trasladó al servicio del aeropuerto, lo que le obligaba a merodear por los servicios de caballeros esperando que alguien le hiciera una proposición.

El error de Will había sido hablarle de la regla a Sara. Le había contado la historia como si fuese una especie de broma, como para darle una explicación de por qué tenía que ir a la peluquería antes de salir a cenar. Sara no le había dicho que no se cortase el pelo. Era más lista que todo eso. Le había dicho que le gustaba el pelo tal como lo tenía, que le sentaba bien. Le había acariciado la nuca mientras se lo decía. Y luego le sugirió que, en lugar de ir a la peluquería, se fuesen al dormitorio, donde hicieron algo tan obsceno que durante unos segundos experimentó una especie de ceguera histérica.

Por eso pensaba que podía pasarse el resto de su carrera mirando por debajo de los compartimentos de los aseos de hombres en el aeropuerto más transitado del mundo.

Sin embargo, nada de eso explicaba por qué Amanda había necesitado localizarle ese día y a esa hora en particular. Ni el sonido de la gente reunida que oyó de fondo. Ni ese sonido seco tan familiar.

Entró de nuevo en el salón. Los perros se movieron en el sofá, pero no se sentó. Cogió el mando y encendió el televisor. Un partido de baloncesto. Cambió al canal local. Monica Pearson, la presentadora del Canal 2, estaba sentada detrás de su mesa. Estaba emitiendo un programa sobre el Beltline, el nuevo sistema de transporte que todos los habitantes de Atlanta odiaban, salvo los políticos. Will tenía el dedo sobre el botón de encendido cuando el programa cambió. Últimas noticias. Apareció la imagen de una mujer joven por encima de los hombros de Pearson. Will subió el volumen mientras conectaban con una conferencia de prensa en directo.

Se sentó.

Amanda estaba de pie, en un podio de madera. Tenía varios micrófonos colocados delante de ella. Esperaba a que todo el mundo guardase silencio. Will oyó esos ruidos tan familiares: las cámaras chasqueando por encima del murmullo de la multitud.

Había visto a su jefa dar cientos de conferencias de prensa. Normalmente, él se quedaba en la parte trasera de la sala, tratando de no aparecer en las cámaras, mientras Amanda aceptaba de buen grado ser el centro de atención. Le encantaba estar al mando y controlar el pequeño reguero de información que alimentaba los medios de comunicación. Salvo en ese momento. Will observó su rostro cuando la cámara la enfocó. Parecía cansada. Más que eso: preocupada.

Dijo: «La Oficina de Investigación de Georgia ha emitido un boletín de Alerta sobre Ashleigh Renee Snyder. La chica de diecinueve años desapareció aproximadamente a las tres y cuarto de esta tarde». Se detuvo para darles tiempo a los periodistas a tomar nota de su descripción. «Ashleigh vive en la zona de Techwood y es estudiante de segundo curso en el Instituto de Tecnología de Georgia», añadió.

Amanda dijo más cosas, pero Will bajó el volumen. Observó cómo movía la boca, cómo señalaba a distintos periodistas. Sus preguntas eran largas, pero sus respuestas eran escuetas. Estaba claro que no lo soportaba. De hecho, no utilizó esas bromas tan habituales en ella. Finalmente, abandonó el podio y volvió a aparecer Monica Pearson. La foto de la chica desaparecida surgió de nuevo a su espalda. Era rubia, bonita y delgada.

Le resultó familiar.

Will sacó el móvil del bolsillo. Le dio al botón de llamada rápida buscando el número de Amanda, pero no lo presionó.

Según la ley estatal, la policía local tenía que pedirle al GBI que se encargase del caso. Una de las raras excepciones eran los secuestros, ya que el tiempo era un factor crucial y los secuestradores podían cruzar la frontera del estado rápidamente. Un boletín de alerta movilizaría a todas las oficinas de campo del GBI. Llamarían a todos los agentes. Cualquier prueba que se encontrase tendría prioridad en el laboratorio. Todos los recursos de la agencia se destinarían a ese caso.

Todos, salvo Will.

Probablemente, no debía darle demasiada importancia. Era otra forma de castigarle. Aún seguía molesta con su pelo. Era capaz de mantenerle fuera del caso. Eso era todo. Will había trabajado en secuestros antes. Eran algo horrible. No solían acabar bien. Aun así, todos los policías querían trabajar en alguno. El tictac del reloj, la tensión, la búsqueda, el subidón de adrenalina los seducía a todos.

Y Amanda lo estaba castigando manteniéndole al margen del caso.

Techwood.

Una estudiante.

Apagó la televisión. Notó que una gota de sudor le corría por la espalda. No podía concentrarse en nada en particular. Finalmente, sacudió la cabeza para aclararse las ideas. Fue entonces cuando vio la hora en el decodificador. El turno de Sara había terminado hacía doce minutos.

—Joder.

Tuvo que mover a los perros antes de levantarse. Fue a la puerta principal. Abel Conford, el vecino de Sara, estaba en el pasillo esperando el ascensor.

—Buenas tar…

Will bajó por las escaleras. De dos en dos. Tenía que salir del edificio para que Sara no pensase que la había estado echando de menos. Vivía a pocas manzanas del hospital. Estaría al llegar.

De hecho, ya estaba allí.

La vio sentada en su BMW nada más abrir la puerta de la entrada. Durante un estúpido segundo, pensó en ocultarse entre los árboles. Luego se percató de que Sara habría visto su coche. Su Porsche del 79 estaba aparcado al lado de su nuevo SUV. Will no podía abrir la puerta sin darle un golpe al de Sara.

Masculló algo en voz baja mientras esbozaba una sonrisa. Sara no se la devolvió. Estaba sentada en su asiento, con las manos aferradas al volante, mirando hacia delante. Will se acercó hasta el coche. El sol brillaba lo bastante como para convertir el parabrisas en un espejo, por eso no notó que estaba llorando hasta que estuvo a su lado.

De repente, sus problemas con Amanda perdieron toda su importancia. Will tiró de la manilla de la puerta. Sara abrió desde dentro.

—¿Te encuentras bien?

—Sí —respondió ella, que se dio la vuelta para mirarle, apoyando los pies en los estribos—. Un mal día en el trabajo.

—¿Quieres que hablemos de eso?

—La verdad es que no, pero gracias.

Ella le pasó los dedos por la mejilla y le echó el pelo detrás de la oreja.

Will se acercó. Lo único que podía hacer era mirarla. Tenía su pelo rojizo recogido en una coleta. La luz del sol resaltó el verde intenso de sus ojos. Llevaba puesta la bata de hospital. Se veían algunas manchas de sangre seca en la manga. Tenía varios números escritos en la palma de la mano: tinta azul sobre una piel blanca como la leche. Todas las historias clínicas de los pacientes del Grady estaban en tabletas digitales. Sara usaba el dorso de la mano para calcular las dosis que debía darles a los pacientes. Si lo hubiera sabido la semana anterior, se habría ahorrado dos noches de insomnio por unos celos insanos, pero no quería estropearlo todo con nimiedades.

—¿Están bien los perros? —preguntó Sara.

—Han hecho todo lo que se supone que deben hacer.

—Gracias por cuidar de ellos.

Apoyó las manos en sus hombros. Will notó un escalofrío familiar. Era como si existiese un cordón invisible entre ellos. El más ligero tirón lo dejaba incapacitado.

Sara le acarició la nuca.

—Cuéntame cómo ha sido tu día.

—Aburrido y triste —respondió, lo cual, en parte, era cierto—. Un viejecito me dijo que tenía un buen paquete.

Ella esbozó una sonrisa pícara.

—No le puedes arrestar por ser sincero.

—Se estaba regodeando cuando lo dijo.

—Bueno, a mí no me importaría hacer lo mismo.

Will notó que el cordón se tensaba. La besó. Tenía unos labios suaves. Sabían a la menta de su bálsamo de labios. Sus uñas le arañaron el pelo. Él se acercó aún más. Luego todo se detuvo cuando la puerta principal del edificio se abrió de golpe. Abel Conford los miró con el ceño fruncido mientras se dirigía a grandes zancadas hasta su Mercedes.

Will tuvo que aclararse la voz antes de poder preguntarle a Sara:

—¿Estás segura de que no te apetece estar sola?

Ella le ajustó el nudo de la corbata.

—Quiero dar un paseo contigo, y después quiero comerme una pizza entera contigo, y luego quiero pasar el resto de la noche contigo.

Will miró su reloj.

—Creo que podré arreglarlo.

Sara salió del coche y cerró la puerta. Will se guardó el llavero en el bolsillo. El plástico golpeó el frío metal de su anillo de bodas. Se lo había quitado dos semanas antes, pero, por alguna razón que no sabía explicar, eso era lo más lejos que había podido llegar.

Sara le cogió de la mano mientras bajaban por la acera. Atlanta estaba en su momento más espectacular de finales de marzo, y ese día no era una excepción. Una ligera brisa refrescaba el ambiente. Todos los jardines estaban llenos de flores. El sofocante calor de los meses de verano parecía un cuento de viejas. El sol se colaba por entre los ondulantes árboles, iluminando el rostro de Sara. Había dejado de llorar, pero Will sabía que aún seguía afectada por lo sucedido en el hospital.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó.

En lugar de responder, Sara cogió su brazo y se lo pasó por encima de los hombros. Era unos cuantos centímetros más baja que él, lo que significaba que encajaba como una pieza de un rompecabezas bajo su brazo. Will notó su mano escurrirse por debajo de la chaqueta. Colgó su pulgar sobre la parte superior del cinturón, muy cerca de su Glock. Contemplaron el incesante tráfico peatonal del vecindario: corredores, parejas ocasionales, hombres empujando los cochecitos de bebé, mujeres paseando a sus perros. La mayoría de ellos hablaban por el móvil, incluso los corredores.

—Te he mentido —dijo finalmente Sara.

Él la miró.

—¿En qué?

—No tuve un turno extra en el hospital. Me quedé allí porque… —Su voz se apagó. Miró la calle—. No había nadie más.

Will no supo decir otra cosa, salvo:

—De acuerdo.

Sara irguió los hombros al respirar profundamente.

—Trajeron a un niño de ocho años casi a la hora de la comida. —Sara era la pediatra que atendía el servicio de urgencias del Grady. Veía a muchos niños en muy mal estado—. Se había tomado una sobredosis de medicamentos para la presión arterial. Eran de su abuela. Había ingerido la mitad de su dosis para noventa días. No pude hacer nada.

Will guardó silencio para darle tiempo.

—Tenía menos de cuarenta pulsaciones cuando llegó al hospital. Le hicimos un lavado de estómago. Le dimos glucagón, maximizamos la dopamina, la epinefrina. —Su voz se entrecortaba a cada palabra—. No pude hacer nada más. Llamé al cardiólogo para ponerle un marcapasos, pero… —Volvió a sacudir la cabeza—. Tuvimos que dejarle ir y, finalmente, lo trasladamos a la unidad de cuidados intensivos.

Will vio un Monte Carlo negro bajando por la calle. Tenía las ventanillas bajadas. La música rap sacudió el ambiente.

—No podía dejarle solo —dijo Sara.

Will dejó de prestarle atención al coche.

—¿No había enfermeras?

—La sala estaba llena. —Volvió a sacudir la cabeza—. Su abuela no vino al hospital. Su madre está en la cárcel. Su padre anda desaparecido. No tenía más parientes. Estaba inconsciente. Ni siquiera se podía dar cuenta de que yo estaba allí. —Se detuvo por un instante—. Tardó cuatro horas en morir. Sus manos ya estaban frías cuando lo subimos a la planta de arriba. —Miró la acera—. Jacob. Se llamaba Jacob.

Will se mordió el interior de la boca. Cuando era un crío, había ingresado en el Grady unas cuantas veces. El hospital era la única institución financiada públicamente que quedaba en Atlanta.

—Tuvo suerte de tenerte a su lado —dijo.

Ella le abrazó con más fuerza. Aún seguía cabizbaja, como si las grietas de la acera necesitasen de un examen más exhaustivo.

Pasearon en silencio. Will permaneció a la espera. Sabía que ella estaba pensando en su infancia, en la posibilidad de que su vida hubiese acabado de la misma forma que la de Jacob. Will sintió la necesidad de decírselo, de recordarle que el sistema se había comportado con él mejor que con muchos, pero no encontró las palabras adecuadas.

Sara tiró de la parte de atrás de su camisa.

—Vamos. Deberíamos volver.

Tenía razón. El tráfico peatonal había disminuido. Se estaban acercando al Boulevard, que no era el lugar más adecuado para estar a esas horas del día. Will levantó la mirada y parpadeó a causa de la intensa luz del sol. No había edificios altos ni rascacielos bloqueando el sol, solo hileras e hileras de viviendas subvencionadas por el Gobierno.

Techwood había sido como aquel lugar hasta mediados de los noventa, cuando los Juegos Olímpicos lo cambiaron todo. La ciudad había acabado con los suburbios. Los habitantes habían sido trasladados más al sur, y los estudiantes vivían en edificios de apartamentos de lujo.

Estudiantes como Ashleigh Snyder.

Will habló antes de poder evitarlo.

—¿Por qué no subimos por este lado?

Ella le miró con curiosidad. Will señalaba los guetos.

—Quiero enseñarte algo.

—¿Aquí?

—Está solo a unas manzanas.

Will la tiró del hombro para hacer que se moviese. Cruzaron otra calle, pasando por encima de un montón de escombros. Había grafitis por todos lados. Notó que a Sara se le erizaba el vello de la nuca.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—Confía en mí —dijo él, aunque, como era de esperar, se encontraron con un sórdido grupo de adolescentes descamisados.

Todos tenían un aspecto desaliñado y llevaban los vaqueros semicaídos. Formaban un grupo muy variado de adictos a las anfetas; casi todos representaban los grupos étnicos que habitaban en Atlanta. Uno de ellos tenía una pequeña esvástica tatuada en su blanca barriga. Otro, una bandera de Puerto Rico en el pecho. Las gorras de béisbol las llevaban del revés. Les faltaban dientes o los tenían empastados de oro. Todos sostenían bolsas de papel color marrón.

Sara se acercó aún más a Will. Él les devolvió la mirada a los muchachos. Will era un tipo fuerte, pero optó por echarse la chaqueta hacia atrás para que se dieran cuenta de con quién estaban tratando. Nada desanima más que una Glock modelo 23 de la policía, capaz de disparar catorce balas.

Sin decir palabra, el grupo se dio la vuelta y se fue en la dirección opuesta. Will los siguió con la mirada para cerciorarse de que se marchaban.

—¿Adónde vamos? —preguntó Sara.

Obviamente no había pensado que su paseo vespertino acabase en una visita a una de las zonas con más índice de criminalidad de la ciudad. El sol caía sobre ellos de lleno. No había sombras en esa parte de Atlanta. Nadie plantaba flores en sus jardines delanteros. A diferencia de las calles alineadas de cornejos de las zonas más habitadas, allí solo había luces de xenón y descampados para que los helicópteros de la policía pudiesen localizar los coches robados o perseguir a los delincuentes que huían.

—Solo un poco más —respondió Will frotándole el hombro para tratar de tranquilizarla.

Caminaron unas cuantas manzanas más en silencio. Podía notar cómo Sara se iba poniendo cada vez más tensa, a medida que se alejaban.

—¿Sabes cómo se llama esta zona? —preguntó Will.

Sara miró a su alrededor buscando alguna placa de calle.

—¿SoNo? ¿Old Fourth Ward?

—Solía llamarse Buttermilk Bottom.

Sara sonrió al escuchar el nombre.

—¿Por qué?

—Era un suburbio. No tenía calles pavimentadas ni electricidad. ¿Ves lo empinada que es la cuesta?

Ella asintió.

—El alcantarillado solía desembocar aquí. Decían que olía como el suero.

Will observó que había dejado de sonreír. Bajó el brazo hasta su cintura cuando torcieron en Carver Street. Señaló una cafetería clausurada que había en la esquina.

—Eso era una tienda de comestibles.

Ella le miró.

—La señora Flannigan me hacía venir todos los días después de la escuela a comprarle su paquete de Kool y su botella de Tab.

—¿La señora Flannigan?

—La directora del orfanato.

Sara no cambió de expresión, pero asintió.

Will notó una extraña sensación en el estómago, como si se hubiese tragado un puñado de avispas. No sabía por qué había llevado a Sara hasta aquel lugar. Normalmente, no era muy impulsivo, y jamás había dado detalles de su vida, al menos no de forma voluntaria. Sara sabía que se había educado en un orfanato, que su madre había muerto poco después de que él naciera. Will asumió que había deducido el resto ella sola. No era una simple pediatra. Había sido forense en su pequeña ciudad natal. Sabía lo que eran los abusos, e imaginaba lo que habían hecho con él. Teniendo en cuenta sus antecedentes médicos, no resultaba difícil encajar todas las piezas.

—La tienda de discos —dijo Will señalando otro edificio abandonado.

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