Criminal

Criminal


Capítulo dos

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Mantuvo el brazo alrededor de su cintura para llevarla a donde quería. El hormigueo en el estómago empeoró. No se quitaba de la cabeza a Ashleigh Snyder. La foto que mostraron en la televisión debía de ser la de su carné de estudiante. Tenía el pelo rubio echado hacia atrás. Sus labios esbozaban una sonrisa amplia, como si el fotógrafo hubiera dicho algo gracioso.

—¿Dónde vivías? —preguntó Sara.

Will se detuvo. Casi habían pasado el orfanato. El edificio estaba tan cambiado que apenas se reconocía. Su estructura de ladrillos estilo español estaba irreconocible. Las ventanas delanteras estaban ocultas por grandes toldos de metal. Habían pintado de amarillo los ladrillos de color rojizo. Le faltaban trozos de fachada. La enorme puerta de madera que, según recordaba, era de color negro brillante ahora tenía un tono rojizo. El cristal estaba lleno de mugre. En el jardín, los neumáticos pintados de blanco de la señora Flannigan ya no enmarcaban sus tulipanes y narcisos. De hecho, ya no eran ni de color blanco. Will temía descubrir lo que había en su interior en ese momento. Mejor no aproximarse. Vieron un cartel pegado en uno de los lados del edificio.

—Próxima apertura: Luxury Condos —leyó Sara—. Me parece que no será tan pronto como dicen.

Will observó el edificio.

—No solía estar en este estado.

A pesar de que no las tenía todas consigo, Sara preguntó:

—¿Quieres que miremos dentro?

Will deseaba irse de allí lo antes posible, pero se armó de valor y se acercó hasta los escalones delanteros. De niño, siempre había sentido pavor cada vez que entraba en el orfanato. Siempre había críos nuevos entrando y saliendo, y todos tenían algo que demostrar, a menudo con los puños. En esa ocasión, no fue la violencia física la que le hizo mostrarse cauteloso, sino Ashleigh Snyder. No sabía por qué, pero no podía evitar pensar en que la chica desaparecida se parecía mucho a su madre.

Acercó la cara a la ventana, pero no pudo ver nada, salvo el reflejo de sus propios ojos. La puerta principal estaba cerrada con un buen candado. La madera estaba tan podrida que con un simple tirón del picaporte sacó los tornillos.

Dudó mientras apoyaba la palma de la mano en la puerta. Notó que Sara estaba a su espalda, esperando. Se preguntó cómo reaccionaría si él cambiaba de opinión y bajaba de nuevo las escaleras.

Sara pareció leerle el pensamiento y dijo:

—Podemos entrar. —Luego, sin rodeos, añadió—: ¿Por qué no entramos?

Will empujó la puerta. Las bisagras no crujieron, pero la puerta se quedó atascada en el suelo combado de madera y tuvo que empujar con más fuerza. Comprobó los listones al entrar. Aunque todavía había luz en el exterior, la casa estaba a oscuras a causa de los pesados toldos y la suciedad de las ventanas. Notó un olor a almizcle que no se parecía en nada al aroma de bienvenida del Pine-Sol y los cigarrillos Kool que recordaba de su infancia. Intentó encender las luces, pero fue inútil.

—Quizá deberíamos… —dijo Sara.

—Parece como si lo hubiesen transformado en un hotel —respondió Will señalando el mostrador. Las llaves aún colgaban de sus ganchos en la pared trasera—. O en un centro de reinserción social.

Will miró lo que dedujo que sería el vestíbulo. Había pipas de cristal rotas y papel de estaño tirado por el suelo. Los adictos al crac habían destrozado el sofá y las sillas. Había condones usados aplastados en la moqueta.

—Dios santo —susurró Sara.

Will reaccionó un tanto a la defensiva.

—Imagínatelo con las paredes pintadas de blanco, y ese sofá grande tapizado de pana amarilla. —Miró al suelo—. Tenía esta misma moqueta, pero estaba mucho más limpia.

Sara asintió. Will fue hasta la parte trasera del edificio antes de que ella pudiera salir corriendo por delante. Las amplias estancias de su infancia habían sido divididas en apartamentos de una sola habitación, pero aún recordaba el aspecto que tenía en sus mejores tiempos.

—Este era el comedor. Había doce mesas, con bancos como de pícnic, pero con manteles y bonitas servilletas. Los chicos nos sentábamos a un lado; las chicas, al otro. La señora Flannigan procuraba que no nos mezclásemos mucho. Decía que no necesitaba más niños de los que ya tenía.

Sara no se rio con la broma.

—Por aquí.

Will se detuvo delante de una puerta abierta. La habitación era un agujero oscuro. La recordaba muy bien: el papel estampado de las paredes, la mesa metálica y la silla de madera.

—Esto era la oficina de la señora Flannigan.

—¿Qué ha sido de ella?

—Sufrió un ataque al corazón. Murió antes de que llegase la ambulancia. —Recorrió el pasillo y abrió una puerta de vaivén que le resultaba muy familiar. Continuó—: La cocina, obviamente. —Aquel espacio al menos no había cambiado—. Tiene la misma hornilla que cuando yo era niño.

Abrió la puerta de la despensa. Aún había comida apilada en las estanterías. El moho había transformado una barra de pan en un ladrillo negro. Había pinturas de grafiti en el reverso de la puerta y en la madera habían grabado: «¡Que te jodan! ¡Que te jodan! ¡Que te jodan!».

—Parece que ha sido redecorada por los drogadictos —dijo Sara.

—No, siempre estuvo así —admitió Will—. Aquí es donde te metían si te portabas mal.

Sara apretó los labios mientras observaba el cerrojo de la puerta.

—Créeme, que te encerrasen en la despensa no era lo peor que te podía pasar.

Vio que Sara le miraba de forma inquisitiva y añadió:

—A mí jamás me encerraron aquí.

Ella esbozó una sonrisa forzada.

—Menos mal.

—No era tan malo como crees. Teníamos comida, un techo, televisión en color. Ya sabes lo mucho que me gusta la televisión.

Ella asintió. La condujo de nuevo por el pasillo hasta las escaleras delanteras. Le dio un golpe a una puerta cerrada mientras pasaban.

—El sótano.

—¿La señora Flannigan encerraba a los niños ahí?

—No, estaba prohibido entrar ahí —respondió Will, aunque sabía que Angie había pasado mucho tiempo allí con los chicos más mayores.

Con cautela, subió las escaleras, tanteando cada peldaño antes de que lo pisara Sara. Los escalones gastados estaban en el mismo lugar que recordaba, pero tuvo que agacharse en el rellano para no golpearse con la viga.

—Por aquí detrás.

Recorrió el pasillo a grandes zancadas, comportándose como si aquello fuese lo que había planeado hacer aquella tarde. Al igual que la planta baja, habían dividido la estancia en habitaciones que satisfacían las necesidades de las prostitutas, los drogadictos y los alcohólicos que querían alquilarlas por horas. La mayoría de las puertas estaban abiertas o colgaban de las bisagras. Las ratas habían roído la escayola alrededor de los zócalos. Las paredes estaban plagadas de crías, o de cucarachas, o de ambas cosas.

Will se detuvo en la última puerta y la empujó con el pie. Solo contenía un catre de hierro y una mesa de madera desvencijada. La moqueta era de color marrón fecal. La única ventana estaba partida por la mitad, ya que la compartía con la habitación de al lado.

—Mi cama estaba pegada contra esa pared. Una litera. Yo dormía en la de arriba.

Sara no respondió. Will se dio la vuelta para mirarla. Se estaba mordiendo el labio con tanta fuerza que pensó que el dolor era lo único que le impedía echarse a llorar.

—Ya sé que parece horrible, pero no estaba así cuando yo era un niño. Te lo prometo. Estaba limpio y ordenado.

—Era un orfanato.

La palabra retumbó en su cabeza como si ella la hubiera gritado debajo de una campana. La diferencia entre ellos dos era indiscutible. Sara se había criado con dos padres cariñosos, una hermana que la adoraba; había llevado una vida estable en una familia de clase media.

Will, sin embargo, había crecido allí.

—¿Will? —preguntó Sara—. ¿Qué pasa?

Él se frotó el mentón. ¿Por qué había sido tan estúpido? ¿Por qué continuaba cometiendo errores con ella que no había cometido con otras personas? Tenía muchas razones para no hablar de su infancia, y una de ellas es que la gente sentía lástima cuando debían sentirse aliviados.

—¿Will?

—Vamos, te llevo a casa. Lo siento mucho.

—No seas así. Esta es tu casa. Fue tu casa. Aquí creciste.

—Un hotel de mala muerte en medio de un suburbio. Probablemente, un yonqui nos pinchará con una navaja cuando salgamos.

Sara se rio.

—No tiene gracia. Es peligroso estar aquí. La mitad de los crímenes de la ciudad se cometen…

—Sé dónde estamos —respondió ella poniéndole las manos en ambos lados de su cara—. Gracias.

—¿Por qué? ¿Por hacer que te tengas que poner una inyección contra el tétanos?

—Por compartir parte de tu vida conmigo. —Le besó delicadamente en los labios—. Gracias.

Will la miró a los ojos, deseando poder leer sus pensamientos. No comprendía a Sara Linton. Era amable y sincera. No estaba recopilando información para luego utilizarla en su contra. No era de las personas que luego ponía el dedo en la llaga. No se parecía en nada a ninguna mujer que hubiera conocido.

Sara volvió a besarle. Le pasó el pelo por detrás de la oreja.

—Cariño, conozco esa mirada, y eso no va a ocurrir.

Will abrió la boca para responder, pero se detuvo al oír cerrarse la puerta de un coche.

Sara dio un respingo y le clavó los dedos en el brazo.

—Es una calle concurrida —dijo él, pero, aun así, se acercó a la parte delantera de la casa para investigar.

A través de la ventana rota que había al final del pasillo, vio un Suburban negro aparcado en la acera. Tenía los cristales tintados. La parte externa, al estar recién lavada, brillaba bajo el sol. La parte trasera estaba más baja que la delantera por culpa del armero metálico que llevaba en el maletero.

—Es un coche camuflado de la policía.

Amanda conducía uno exactamente igual, por eso no se sorprendió al verla salir del vehículo.

Hablaba por su BlackBerry. Llevaba un martillo en la otra mano. El sacaclavos era largo y desagradable. Lo balanceaba en un costado mientras caminaba hacia la puerta delantera.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Sara. Intentó mirar por la ventana, pero él se lo impidió—. ¿Por qué lleva un martillo?

Él no respondió, no sabía qué decir. No había razón alguna para que Amanda estuviese allí, ni para que lo llamase y le preguntase dónde estaba, ni para decirle que se quedase en el aeropuerto como si fuese un niño al que había castigado en un rincón.

La voz de Amanda penetró por la ventana cerrada mientras hablaba por teléfono.

—Eso es inaceptable. Quiero a todo el equipo a mi servicio. Sin excepción alguna.

La puerta principal se abrió. Un crujido. Will y Sara oyeron pasos.

Amanda soltó un sonido de disgusto.

—Este es mi caso, Mike. Lo llevaré como considere oportuno.

—¿Qué está…? —susurró Sara.

La expresión de Will la hizo callar. Tenía las mandíbulas desencajadas. Le invadía una repentina e inexplicable furia. Levantó la mano para indicarle que se quedase donde estaba. Antes de que pudiese discutir, Will bajó las escaleras con sumo cuidado para que no crujieran los listones. Estaba sudando otra vez. El hormigueo le había subido hasta el pecho. Contuvo la respiración.

Amanda se guardó la BlackBerry en el bolsillo trasero. Aferró el martillo con fuerza mientras bajaba las escaleras del sótano.

—Amanda —dijo Will.

Ella se dio la vuelta y se sujetó al pasamanos. Vio por su mirada que estaba completamente consternada.

—¿Qué haces aquí?

—¿La chica todavía sigue desaparecida?

Ella no se movió del escalón superior. Aún estaba perpleja.

Will repitió la pregunta.

—¿Sigue la chica…?

—Sí.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Vete a casa, Will.

Jamás había notado miedo en su voz, pero ahora estaba terriblemente asustada; no de Will, sino de otra cosa.

—Deja que yo me encargue de esto —añadió.

—¿Encargarte de qué?

Amanda apoyó la mano en el picaporte, como si lo que más desease en el mundo fuese librarse de él.

—Vete a casa.

—No hasta que me digas qué haces sola en un edificio abandonado cuando hay un caso en marcha.

Ella enarcó una ceja.

—No estoy sola, por si no te has dado cuenta.

—Dime qué sucede.

—No pienso…

Un estridente crujido la interrumpió. El pánico se apoderó de ella. Se oyó otro crujido parecido al disparo de una escopeta. Amanda empezó a caerse. Se aferró al picaporte. Will se lanzó para ayudarla, pero era demasiado tarde. La puerta se cerró de golpe cuando las escaleras se derrumbaron. El ruido recorrió el edificio como un tren de mercancías.

Luego… nada.

Will abrió la puerta de inmediato. El picaporte traqueteó en el suelo. Inútilmente, le dio a los interruptores para encender la luz.

—¿Amanda? —dijo. Su voz retumbó—. ¿Amanda?

—¿Will?

Sara estaba en el rellano. No tardó nada en percatarse de lo sucedido.

—Dame tu teléfono.

Will se lo dio. Luego se quitó la chaqueta y la pistolera, y se agachó en el suelo.

—No se te ocurra bajar ahí —dijo Sara.

Él se quedó paralizado, sorprendido por la orden, por el tono imperante de su voz.

—Estamos en una casa de drogadictos. Puede haber jeringuillas, cristales rotos. Es demasiado peligroso.

Levantó el dedo al ver que le respondían al otro lado de la línea.

—Soy la doctora Linton, del servicio de emergencias. Necesito que envíen una ambulancia y una unidad de rescate a Carver Street. Se ha caído una agente de policía.

—El número 316 —añadió Will. Estaba de rodillas, con la cabeza metida en el sótano mientras Sara daba los detalles—. ¿Amanda? —Esperó, pero no obtuvo ninguna respuesta—. ¿Me oyes?

Sara terminó la llamada.

—Ya vienen. Quédate aquí hasta…

—¿Amanda?

Will miró a su alrededor, tratando de elaborar un plan. Finalmente, se dio la vuelta y se echó sobre su vientre.

—Will, por favor, no lo hagas.

Se apoyó sobre los codos hasta que los pies le colgaron dentro del sótano.

—Te vas a caer.

Se acercó un poco más al borde, esperando tocar suelo firme en cualquier momento.

—Hay trozos de madera rotos allí abajo. Te puedes romper un tobillo. Puedes caer sobre Amanda.

Will agarró el borde de las jambas de la puerta con los dedos, rezando para que sus manos no cedieran, algo que sucedió. Cayó como la hoja de una guillotina.

—¿Will? —Sara estaba en el umbral de la puerta. Se arrodilló—. ¿Estás bien?

Algunos trozos de madera se le habían clavado en la espalda, como dedos afilados. El aire estaba lleno de serrín. Se había golpeado en la nariz contra su propia rodilla, con tal fuerza que vio las estrellas. Se tocó el lateral del tobillo. Un clavo le había perforado el hueso. Los dientes le rechinaron de dolor.

—¿Will? —gritó alarmada Sara—. ¿Will?

—Estoy bien. —Notó que su tobillo se quejaba cuando se movió. La sangre le corría por el interior del zapato. Trató de restarle importancia—. Me parece que tenías razón sobre la inyección del tétanos.

Sara soltó una palabrota.

Él trató de levantarse, pero sus pies no encontraban un punto de apoyo. Palpó a ciegas a su alrededor, pensando que Amanda estaría a su lado. Se apoyó sobre las rodillas y siguió avanzando, hasta que finalmente tocó un pie. Le faltaba el zapato. La media estaba desgarrada.

—¿Amanda?

Cuidadosamente, Will avanzó por entre las astillas de madera y los clavos rotos. Le puso la mano en la espinilla, luego en el muslo. Palpó con suavidad su cuerpo hasta que encontró su brazo doblado por encima del estómago.

Amanda gimió.

A Will se le revolvió el estómago cuando sus dedos palparon la forma antinatural de sus caderas.

—¿Amanda? —repitió.

Ella volvió a gemir. Sabía que Amanda llevaría una linterna en el coche, por eso miró en sus bolsillos para encontrar las llaves. Sara podría ir al coche y cogerla. Le diría que estaba en la guantera o en uno de los cajones cerrados. Tardaría varios minutos en encontrarla, justo el tiempo que necesitaba.

—¿Amanda?

Miró en sus bolsillos traseros. Con la punta de los dedos tocó la funda rota de plástico de su BlackBerry.

De repente, la mano de Amanda le cogió por la muñeca.

—¿Dónde está Mykel? —preguntó.

Will dejó de buscar las llaves.

—Amanda, soy Will. Will Trent.

Ella respondió de forma escueta.

—Ya sé quién eres, Wilbur.

Will se puso rígido. Solo Angie le llamaba de esa forma. Era el nombre que aparecía en su certificado de nacimiento.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Sara.

Tuvo que tragar antes de hablar.

—Creo que tiene la muñeca rota.

—¿Respira bien?

Will trató de escuchar la cadencia de su respiración, pero lo único que pudo oír fue su propia sangre golpeándole los oídos. ¿Qué hacía Amanda allí? Debería estar buscando a la chica desaparecida. Tendría que estar dirigiendo el equipo. No debía estar allí, en aquel sótano, con un martillo en las manos.

—¿Will?

Sara habló con un tono más suave. Estaba preocupada por él.

—¿Cuánto va a tardar la ambulancia en llegar hasta aquí? —preguntó él.

—No mucho. ¿Seguro que estás bien?

—Sí.

Will puso de nuevo la mano en el pie de Amanda. Pudo notar su pulso estable en el tobillo. Había trabajado para esa mujer la mayor parte de su carrera, pero seguía sin saber mucho de ella. Vivía en un condominio en el centro de Buckhead. Llevaba en ese trabajo más años de los que él tenía, lo que le hizo pensar que andaría por los sesenta y tantos. Llevaba su pelo grisáceo peinado de tal forma que parecía un casco de fútbol americano. Tenía una lengua afilada, más licenciaturas que un profesor de universidad y sabía que él se llamaba Wilbur, a pesar de que se había cambiado el nombre legalmente cuando entró en la universidad, por lo que en todos los papeles del GBI aparecía como William Trent.

Se aclaró la garganta de nuevo antes de preguntarle a Sara:

—¿Hay algo que pueda hacer?

—No, solo quedarte donde estás. —Sara utilizó un tono alto y claro, el típico de una médica—. Amanda, soy la doctora Linton. ¿Me puede decir qué fecha es hoy?

Ella soltó un gemido de dolor.

—Le dije a Edna mil veces que reforzara esos escalones.

Will se sentó en cuclillas. Algo afilado le presionaba la rodilla. Notó que la sangre le corría por el tobillo y le empapaba el calcetín. El corazón le latía con tanta fuerza que estaba seguro de que Sara podía oírlo.

—Will —murmuró Amanda—. ¿Qué hora es?

Will no pudo responder. Tenía la boca cosida.

Sara respondió por él.

—Las cinco y media.

—De la tarde —añadió Amanda. No era una pregunta—. Estamos en el orfanato de niños. Me he caído por las escaleras del sótano. Doctora Linton, ¿voy a vivir?

Estaba tendida, respirando profundamente aquel aire ardiente.

—Me sorprendería que no lo hiciera.

—Bueno, imagino que de momento debo conformarme con eso. ¿He perdido la conciencia?

—Sí —respondió Sara—. Durante unos minutos.

Amanda continuó hablando.

—No sé qué estás haciendo. ¿Me estás tocando el pie?

Will apartó la mano.

—Puedo mover los dedos —dijo aliviada—. Tengo la cabeza que parece que me la hubiese roto.

Will oyó un movimiento, el ruido de la ropa. Amanda continuó:

—No sobresale nada. No tengo sangre ni partes blandas. Dios, cómo me duele el hombro.

Will notó el sabor de la sangre. Le salía de la nariz. Utilizó el reverso de la mano para limpiársela.

Amanda soltó otro largo suspiro.

—Te diré algo, Will. A cierta edad, un hueso roto o una lesión en la cabeza no es cosa de broma. Te durará toda la vida. Lo que te queda de vida.

Guardó silencio durante unos segundos. Parecía intentar tranquilizar su respiración. A sabiendas de que él no le respondería, dijo:

—Cuando ingresé en el Departamento de Policía de Atlanta, había toda una división completa dedicada a comprobar nuestro aspecto. La División de Inspección. Seis agentes dedicados por completo a eso. No me lo estoy inventando.

Will levantó la vista para mirar a Sara. Ella se encogió de hombros.

—Se presentaban mientras pasaban lista; si no cumplías con el reglamento, te suspendían sin paga.

Will puso la mano en su reloj, deseando que pudiese notar la manecilla marcando los segundos. El hospital Grady estaba a unas cuantas manzanas de allí. Sabían que Amanda era una agente de policía, que precisaba ayuda.

—Recuerdo la primera vez que recibí una llamada diciendo que había un código 45. A un gilipollas le habían robado la radio del coche. Siempre estábamos recibiendo llamadas de ese estilo. Tenían aquellas antenas tan grandes saliendo como flechas de sus maleteros.

Will miró de nuevo a Sara. Ella le hizo un gesto circular con la mano, indicándole que la hiciera hablar.

Él tenía la garganta agarrotada. No podía pronunciar ni una palabra, ni simular que solo eran un grupo de amigos que habían tenido un mal día.

Amanda no parecía necesitar que la animase. Se rio para sus adentros.

—Se rieron de mí. Todos se rieron de mí cuando llegué allí. Se rieron cuando le tomé declaración. Se rieron cuando me marché. Ninguno creía que las mujeres pudieran llevar uniforme. La central recibía llamadas todas las semanas, personas que denunciaban que una mujer había robado un coche patrulla. Nadie creía que pudiésemos estar desempeñando este trabajo.

—Ya están aquí —anunció Sara, justo en el momento en que Will oyó el sonido de una distante sirena—. Voy a hacerles una señal.

Will esperó hasta oír los pasos de Sara en el porche delantero. Tuvo que hacer un esfuerzo para no coger a Amanda de los hombros y sacudirla.

—¿Qué has venido a hacer aquí?

—¿Se ha ido Sara?

—¿Por qué has venido aquí?

Amanda adquirió un tono inusualmente amable.

—Tengo que decirte algo.

—No me importa —respondió él—. ¿Cómo sabías que…?

—Calla y escucha —ordenó ella—. ¿Me estás escuchando?

Will notó que el miedo se apoderaba de él nuevamente. Oyó la sirena acercarse. La ambulancia frenó de golpe delante de la casa.

—¿Me estás escuchando?

Will se quedó sin habla de nuevo.

—Es acerca de tu padre.

Dijo algo más, pero Will tenía los oídos amortiguados, como si oyese su voz debajo del agua. De niño, rompió el auricular de su transistor así, poniéndose el botón en la oreja y sumergiendo la cabeza en la bañera, pensando que aquello sería una nueva forma de escuchar música. Y lo había hecho en aquella misma casa. Dos plantas más arriba, en el baño de los chicos. Tuvo suerte de no electrocutarse.

Oyó un golpe seco en la planta de arriba cuando los paramédicos abrieron la puerta principal; luego sus pasos cruzaron la habitación. El rayo de luz de una linterna iluminó repentinamente el sótano. Will parpadeó. Se sintió mareado. Sus pulmones ansiaban un poco de aire.

Las palabras de Amanda resonaron en sus oídos de la misma forma que el sonido lo había hecho cuando se aferró al borde de la bañera y sacó la cabeza del agua.

—Escúchame —le ordenó.

Pero él no quiso hacerlo. No quería saber lo que tenía que decirle.

La junta de la condicional se había reunido. Habían dejado que su padre saliera de prisión.

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