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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 25. El mundo que viene

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Capítulo 25

EL MUNDO QUE VIENE

El 17 de enero de 2017, cuando el Foro Económico Mundial se reunió en Davos para analizar las consecuencias del brexit y de Trump, el presidente de China Xi Jinping subió a la tribuna para abrir la sesión plenaria. Desde numerosos ámbitos se consideró que su discurso anunciaba el nuevo papel de China como «pilar de la globalización».1 Ocho años antes, el gobernador del Banco Popular de China (PBoC) había saltado a los titulares del mundo entero al plantear un nuevo Bretton Woods. Aquella intervención sirvió para poner sobre la mesa la voluntad china de ocupar una posición destacada en la gobernanza económica global. En 2017, Xi ya no necesitaba derribar puertas. Le bastaba con repetir los tópicos más trillados de lo que antaño había sido el consenso global, reforzándolos con una dosis vigorizante de materialismo histórico, unos pocos proverbios antiguos y la tranquilizadora recitación del impresionante récord de crecimiento de China.2 Era exactamente el mensaje que deseaban escuchar en Davos los grandes ejecutivos, inversores y expertos en gestión política, y Xi era la persona idónea para transmitirlo. A diferencia de Trump, Xi era una persona claramente refinada. Es cierto que encabezaba un partido comunista, pero como «heredero» tenía el aire de alguien nacido para el poder. A diferencia a su vez de Angela Merkel, Xi no tenía que convencer a nadie de su capacidad y voluntad de actuar en una escala coherente con el lugar de China en los asuntos globales. Su autoridad evidente demostraba que China no solo había pasado a ser una de las principales economías del mundo, sino una superpotencia. En todo el mundo, y en particular en Europa, muchos consideraban ya que China era la gran superpotencia económica. En aquel ambiente de transición histórica, la memoria era débil. Se olvidó con facilidad que en la misma Davos, tan solo un año antes, no se hablaba de la hegemonía de China, sino de que su economía iba a provocar un desastre global.

I

Las economías de los mercados emergentes se hallaban en dificultades desde que, en 2013, la Reserva Federal anunció que reduciría su programa de adquisición de títulos. Dos de las economías que más habían levantado el vuelo en el nuevo milenio, Brasil y Suráfrica, habían sufrido un aterrizaje de emergencia. El hundimiento del precio de los productos básicos, en el otoño de 2014, asestó un duro golpe a los exportadores de petróleo, gas, hierro y otras materias primas. Rusia y buena parte del Asia central sobrevivían a duras penas por el impacto de las sanciones y la crisis de Ucrania. Dado que ni en Europa ni en Estados Unidos se crecía con decisión, la única fuerza que sostenía la economía mundial era el desarrollo incesante de China. Pero en 2015, de pronto, incluso esto parecía dudoso.

El 12 de junio de 2015, mientras Occidente estaba centrado en los acontecimientos de Grecia y Ucrania, el mercado bursátil chino empezó a caer. Desde un máximo de 5.166 puntos, en tres semanas, el Índice Compuesto de Shanghái perdió un 30 %. El «equipo nacional» de inversores —compañías y fondos dirigidos por el Estado— bombeó millones de yuanes en el mercado y los precios de los activos se estabilizaron provisionalmente. Pero a mediados de agosto se impuso el temor a una devaluación del yuan, el mercado cayó de nuevo y, en septiembre, alcanzó un nuevo mínimo de apenas 3.000 puntos. El gobierno intervino y logró elevar ese nivel de forma temporal. Pero el 4 de enero de 2016 se reanudó el derrumbe. En febrero, nuevas oleadas de venta redujeron el índice hasta los 2.737 puntos, poco más de la mitad del nivel de seis meses atrás.

Para el régimen fue una situación muy comprometida. En 2013 Xi había lanzado su nuevo gobierno bajo la promesa de un «Sueño Chino». Las fuentes propagandísticas del partido habían cometido la imprudencia de relacionar directamente ese sueño con la suerte de los mercados bursátiles.3 Cientos de millones de chinos habían confiado sus ahorros a ese mercado. Al mismo tiempo que el gobierno se preparaba para celebrar por todo lo alto el aniversario de la victoria frente a Japón, en 1945, esas inversiones se hundían. El 3 de septiembre, el desfile del Día de la Victoria debía ser un acto monumental, que cumpliera con el conjuro «No olviden jamás la humillación nacional» y respondiera celebrando la victoria. Putin era el invitado de honor. Resultaba apropiado que, a la vez, el yuan estuviera incrementando su reconocimiento como divisa internacional. En el otoño de 2015, el FMI estaba a punto de incluir la moneda china en su reserva de referencia, el DEG. Para que el yuan se incluyera en la cesta del Fondo, Pekín debía permitir que el yuan se moviera con más libertad. Durante varias décadas, el yuan se había movido en un solo sentido. El dólar estaba sobrevalorado y, contra eso, el yuan solo podía aumentar su valor. Pero cuando, en los primeros días de agosto de 2015, Pekín liberalizó la compraventa de divisas, el yuan sufrió una caída inmediata. Era evidente que algo estaba saliendo mal y, a diferencia de 2008, en esta ocasión la fuente del problema se hallaba dentro de la propia China. Durante varios años de crecimiento explosivo, sobrealimentado desde 2008 por un auge descomunal del crédito, la industria pesada china había acumulado una enorme sobrecapacidad. El sector inmobiliario estaba sobrecargado por el exceso de construcción. La bolsa se había inflado por efecto de una «exuberancia irracional» y una peligrosa oleada de operaciones de financiación de las garantías. En China, el sector bancario paralelo estaba claramente hinchado, lo que, por desgracia, recordaba mucho lo que había estallado en Europa y Estados Unidos en 2007-2008.4 Pero lo que más inquietaba a los observadores que estudiaban el escenario chino era la enorme avalancha de dinero que salía del país, a un ritmo de cientos de miles de millones de dólares al mes, buscando otros puertos seguros.5 ¿Sabían algo que el resto del mundo no sabía?

Fuente: Brad Setser, «Asia Is Adding to Its FX Reserves in 2017 (China Included?)», Follow the Money (blog), 21 de agosto de 2017, https://www.cfr.org/blog/asia-adding-its-fx-reserves2017-china-included

Durante veinte años, el yuan había estado infravalorado, de forma constante, en los asuntos económicos internacionales. Ahora parecía que la situación se había invertido. ¿China estaba a punto de sumarse a los mercados emergentes cuyo auge había terminado mal y, por su magnitud, iba a provocar el estallido más colosal que se hubiera dado nunca en esos mercados? La idea era espeluznante y daba que pensar. Un país con un balance comercial tan potente y unas reservas descomunales, ¿cómo podía estar cayendo hacia una crisis monetaria? La posibilidad era inquietante, porque recordaba a 2008, cuando campeones de la exportación como Corea del Sur y Rusia habían visto a sus bancos en problemas, con una necesidad desesperada de financiación en dólares. La globalización funcionaba a través de canales distintos en niveles distintos. El canal comercial visible en el que países como Corea del Sur y China tenían una posición tan dominante era solo uno de los canales, y no el más decisivo para una crisis financiera. Una economía con un poderoso superávit comercial, amplias reservas de divisas extranjeras y una moneda al alza también podía tener bancos, empresas y ciudadanos que acumulaban deudas en moneda extranjera. En 2008, la necesidad de financiarse en dólares había sido el denominador común de los bancos surcoreanos, rusos y europeos. Había hecho que fueran demasiado vulnerables a novedades en los diferenciales de los tipos de interés o en los movimientos del tipo de cambio. Su vulnerabilidad no radicaba en el balance comercial, sino en los balances contables corporativos. En 2008 China todavía no se había incorporado plenamente a esta lógica. Su globalización seguía siendo «clásica»: estaba dominada por su cuenta comercial. Precisamente este rasgo familiar del desarrollo chino, y su paralelo en los «déficits gemelos» de Estados Unidos, había distraído a los analistas occidentales de las enormes tensiones monetarias que se estaban formando en los balances financieros del Atlántico Norte. Pero desde 2008, como China había continuado con su modernización vertiginosa, también había reforzado su integración financiera.

La lógica comercial que impulsaba la integración financiera de China era irresistible. Los negocios chinos invertían más de lo que nunca habían invertido. En China, los tipos de interés eran bajos; pero gracias a la expansión cuantitativa de Bernanke, en el mundo de los dólares eran aún más bajos. El yuan solía moverse al alza. Si sumamos los dos factores, tenemos los ingredientes para un «acarreo» provechoso: se piden préstamos en dólares, se invierte en yuanes, se devuelve el préstamo en dólares con los beneficios de una economía china floreciente, con un tipo de cambio del yuan al alza.6 Como las regulaciones cambiarias de China dificultaban importar directamente dólares de Estados Unidos, se añadieron uno o dos pasos adicionales: endeudarse en dólares; comprar productos básicos; usar los recibos de compra como garantía subsidiaria para endeudarse en yuanes; invertir los yuanes en China. Se podían obtener beneficios de tres maneras: por el diferencial entre los rendimientos chinos y los costes de financiación en dólares; por la depreciación del dólar frente al yuan; y por el incremento probable del valor de los productos básicos, empujado al alza por la expansión de la demanda china.

Según cálculos del BIS (por sus siglas en inglés), a finales de 2014, mientras las reservas oficiales de China ascendían a un máximo de 4 billones de dólares, las deudas transfronterizas contra negocios chinos se habían incrementado hasta 1,1 billones de dólares, en su mayoría denominados en dólares, con más de 0,8 billones en propiedad de grandes bancos occidentales.7 En total, el 25 % de las deudas corporativas chinas se expresaban en dólares, frente a tan solo un 8 % de sus beneficios empresariales. Este desequilibrio era provechoso, pero arriesgado. Si alguna de las condiciones subyacentes cambiaba —los tipos de interés, los tipos de cambio o los precios de los productos básicos—, entonces la posición podía generar pérdidas. En 2015 se modificaron las tres condiciones. La retirada de la expansión cuantitativa por parte de la Fed prometía que el margen de interés no tardaría en girar en sentido contrario. La ralentización del propio crecimiento de China y el hundimiento repentino de los precios del petróleo en 2014 invirtieron el impulso de los precios de las mercancías primarias. El hecho de que Xi actuara contra la corrupción en China hizo que algunas familias acaudaladas desplazaran activos fuera del país, y este flujo de salida ejerció una presión a la baja sobre el yuan. Para los que tenían una parte de los 1,1 billones de dólares expuestos en el extranjero, esta combinación de factores era una noticia muy negativa; como por otro lado era un hecho de conocimiento general, se corría el peligro de una estampida.8

Durante el invierno de 2015-2016, en palabras de The Economist, «una calamidad» se cernía amenazadora sobre la economía mundial.9 El auge de los mercados emergentes, que durante tanto tiempo había dado energía al relato de la globalización, había sufrido un parón estremecedor. Rusia, el Asia central, Brasil y Suráfrica ya estaban en recesión. Era fácil que una implosión de la economía china, con un yuan que perdiera valor con rapidez y una huida apresurada de los inversores, empujara a la economía mundial a la recesión. The Economist dibujó un escenario horrendo en el que los fondos que escapaban de China y una sobrecapacidad ciertamente desmedida amplificaban un ciclo global de deflación cuya inercia habría sido más imparable que en 2008. Las fuentes de productos primarios e industriales caerían en la insolvencia. Al mismo tiempo, si se rompía el tipo de cambio fijo del yuan, no sería la única divisa en devaluarse. En los diversos mercados emergentes se producirían acarreos con el dólar que provocarían una crisis financiera general, a la que tampoco serían inmunes los bancos occidentales.

El escenario era aterrador. La mera posibilidad de su existencia fue suficiente para sembrar el pánico. Los mercados de productos básicos estaban sumamente nerviosos. Después de haberse despeñado por un precipicio en noviembre de 2014, el petróleo se había estabilizado, en la primavera de 2015, a unos 60 dólares por barril. Pero ahora China era el mayor importador de crudo del mundo. La perspectiva de una crisis china, unida tanto a la abundancia en el suministro de pizarra bituminosa líquida de Estados Unidos como a la intransigencia del Gobierno saudí, llevó de nuevo a los mercados hasta el límite.10 Entre el verano de 2015 y enero de 2016, los precios se redujeron a la mitad, hasta los 29 dólares por barril. Esto —como sin duda pretendían los saudíes— asestó un duro golpe a la industria de las pizarras bituminosas de Estados Unidos, muy apalancada, y la angustia se extendió por los mercados financieros estadounidenses. Incluso en las economías avanzadas apuntaladas por la expansión cuantitativa, se corría el riesgo de una deflación. En enero de 2016, en Davos, la cuestión no era cómo lideraría China la economía mundial, sino cómo resistiría en aquellas circunstancias. ¿Pekín sería capaz de evitar el colapso? ¿Una implosión china haría que las dificultades de los mercados emergentes se convirtieran en una auténtica estampida? Un año más tarde, esta es la crisis global que la administración de Trump no heredó. ¿Por qué no?

Toda respuesta debe empezar por las iniciativas que se tomaron en Pekín. Gracias a la respuesta radical que había dado a la crisis de 2008, el régimen chino tenía una reputación formidable en lo que respectaba a la eficacia de su política económica. Pero en 2015, la respuesta inicial de China a la crisis fue de todo menos tranquilizadora. Los torpes intentos de estabilizar la bolsa de Shanghái pusieron de manifiesto que Pekín no era tan competente como afirmaban los mitos en vigor.11 La expansión cuantitativa, con las características chinas, no fue un éxito. La liberación de la compraventa de divisas, de agosto de 2015, se gestionó mal. Pero Pekín conservó los nervios. En vez de permitir que el yuan siguiera bajando, el PBoC estabilizó un nuevo tipo de cambio fijo. Se intensificaron los controles de capital, a la vez que el PBoC permitía revertir las posiciones en dólares más expuestas. Si se trataba de ajustar los balances contables sin caer en un pánico general, era lo que había que hacer. Desde el máximo de 4 billones de dólares del verano de 2014, las reservas de divisas de China habían caído, a principios de 2017, hasta los 3 billones. Observar cómo las reservas iban menguando por valor de decenas de miles de millones cada mes resultaba angustiante, pero a la postre se estabilizaron en el nivel inferior. Para reanimar la demanda, a principios de 2016, Pekín inició otro auge crediticio y estímulo fiscal, al mismo tiempo que emprendía una purga de aquellos sectores de la industria pesada con una sobrecapacidad insostenible. Los medios occidentales que normalmente destacan por abogar por la libertad de los mercados no podían ocultar el alivio por el hecho de que Pekín hubiera recuperado el control. Según afirmó The Economist: «El capital, cuando se vio acorralado, fluyó en buena parte hacia el mercado inmobiliario local: los precios de las casas se dispararon, primero en las grandes ciudades, luego más allá. Los impuestos a la venta de coches pequeños se redujeron a la mitad. Con estas medidas, los controles y estímulos cumplieron su objetivo».12 Como reacción, los precios de los productos básicos y las manufacturas prosperaron por toda Asia, lo que permitió que la gigantesca capacidad fabril de China se alejara del precipicio. La amenaza de una deflación global desapareció.

Así es como lo cuenta el relato triunfalista. China no es otro mercado emergente más, proclive a las crisis. Pekín lo controla. En China surgió la posibilidad de una crisis que amenazaba con desestabilizar la economía mundial, pero la propia China la contuvo. Hasta aquí, todo perfecto, se podría decir. Pero 2015 no solo puso de manifiesto que China ni era invulnerable ni competente hasta el extremo. Demostró un hecho más relevante aún: que no era autónoma. En 2008 se había planteado la cuestión de si China se desharía de sus participaciones en dólares y desestabilizaría con ello a Estados Unidos. Ocho años después, como China había aumentado su integración financiera, la situación se invirtió. Mientras Pekín se esforzaba por dominar la bolsa y la pérdida de divisas, la cuestión no era si China se desharía de sus dólares, sino si la Fed colaboraría con el esfuerzo chino de estabilización del yuan.

Para Janet Yellen y la junta de la Fed, no era un dilema de fácil solución. El año 2015 se había iniciado con el FOMC decidido a continuar el proceso abierto cuando se puso fin a la expansión cuantitativa, en diciembre de 2014. Iban a subir los tipos. La cuestión era hasta dónde y con qué calendario. Después del jaleo que se armó en 2013, cuando la Fed lanzó la advertencia de que reduciría la compra de títulos, la entidad era más que consciente de las consecuencias que ello podía tener para los mercados emergentes.13 Pero en aquel momento en que la economía estadounidense iba avanzando despacio hacia el pleno empleo, querían alejarse del cero, aunque solo fuera para disponer de margen de maniobra cuando se produjera el siguiente revés. Más en general, había un deseo poderoso de «normalizar» la situación. Por mucho que se hubiera hablado del «estancamiento secular», era difícil aceptar, como rasgos permanentes de la economía mundial, que los tipos de interés debieran quedarse al cero, o el balance contable de la Fed, seguir extraordinariamente inflado. Pero ahora, una crisis china amenazaba con bloquear la vía de la normalización. En 2013 la Fed había alardeado de que solo le interesaba la suerte de la economía nacional de Estados Unidos. ¿Podía adoptar la misma perspectiva en el caso de China?

Durante el verano de 2015, la Fed fue dando largas, pero en la reunión de septiembre, el FOMC ya no pudo evitar la cuestión. La mayoría de los analistas esperaban que la Fed subiría los tipos un escalón. Pero entonces se produjo la gran devaluación del yuan y el segundo hundimiento de la Bolsa de Shanghái. Por limitado que estuviera el mandato de la Fed, los mercados eran globales. No se podía hacer caso omiso de una amenaza como la crisis china. El 24 de agosto, el Dow Jones estadounidense perdió 1.000 puntos y la Fed dio marcha atrás. La normalización de la política económica estadounidense quedaba en suspenso y Janet Yellen no tuvo reparos en exponer el razonamiento de la junta. La inestabilidad en China era la clave. En la conferencia de prensa del 18 de septiembre de 2015, cuando Yellen explicó la decisión del FOMC, los periodistas contaron seis referencias a China y diez a factores «globales». A diferencia de lo sucedido en 2013, cuando la presión afectaba a Turquía y la India, los problemas de China podían tener consecuencias demasiado graves en Estados Unidos. De hecho, el efecto de la deflación china en la economía mundial era tan potente que la Fed no podía agravar más la situación con un incremento de los tipos de interés.14

Para Pekín, que la Fed tuviera paciencia fue un alivio. A los chinos les complacía la idea de que la Fed reconociera la interdependencia. En octubre de 2015, el ministro de Hacienda Lou Jiwei se atrevió a decir, en una sesión del FMI, que la Fed no podía elevar los tipos de interés porque eso ponía en peligro a China. «Estados Unidos todavía no necesita subir los tipos de interés y, por su responsabilidad global, no puede subir los tipos», dijo Lou. A su entender, Estados Unidos «debería asumir responsabilidades globales» porque el dólar se había convertido en una divisa global.15 En Estados Unidos, la reacción fue más heterogénea. Algunos analistas, inquietos por la suerte de los mercados, se apresuraron a apuntar que el hecho de que Yellen condicionara las medidas de la Fed a la situación de China complicaba enormemente las posibilidades de interpretar el siguiente movimiento de la Fed. Los mercados dominaban las predicciones de la Fed como si de una ciencia se tratara. En Occidente, sin embargo, nadie estaba seguro de cómo leer los movimientos de Pekín.16

En diciembre de 2015, como el mercado laboral estadounidense estaba mejorando, el FOMC dio un paso adelante y subió los tipos. Era el primer incremento de tipos desde 2006.17 Yellen lo anunció precisando que la Fed pretendía emitir la señal de que la recuperación se había consolidado. Pero la medida se acogió con un gran descontento en las dos alas de la política estadounidense. Los partidarios de Bernie Sanders se manifestaron frente al edificio de la Fed de Nueva York, exigiendo saber: «¿Qué recuperación?». En Estados Unidos había millones de personas que ni de lejos habían recuperado las condiciones de vida de 2008. En el otro lado, la opinión conservadora, a la que se acabó sumando Donald Trump, estaba furiosa por el hecho de que Yellen no hubiera actuado antes. Los mercados tampoco emitieron mensajes unívocos. Al principio, en diciembre de 2015, los inversores recibieron con alivio que la Fed hubiera emprendido por fin la normalización. Pero luego volvieron al primer plano las incertidumbres en China y los mercados emergentes, así como el hundimiento de los precios del petróleo. 2016 se inició con un importante nivel de ventas en el mercado. Mediado el mes de febrero, el S&P 500 había perdido un 11 %. Una vez más la Fed optó por hacer una pausa, en una decisión que se demostró razonable durante el verano, cuando los mercados respondieron al brexit con una venta espectacular. Entre los que no comprenden la derrota de Hillary Clinton en noviembre de 2016, a menudo se pasa por alto con cuánto nerviosismo se contemplaba la situación económica del país. Transcurridos ocho años desde 2008, la carrera de Sanders-Clinton-Trump no se desarrollaba frente al telón de fondo de un auge económico. Imperaba tanta inseguridad que la Fed no consideró seguro elevar los tipos hasta finales de año, cuando el índice bursátil subía por el «efecto Trump» y por fin se había dejado atrás el temor a una deflación global.

II

En 2015-2016, la economía mundial evitó un tercer episodio de la crisis global. Las recesiones de los mercados emergentes quedaron restringidas a economías concretas (Rusia, Brasil, Suráfrica) y productos específicos (en particular, el petróleo). Las dificultades no se generalizaron, no se extendieron a las economías avanzadas. La Unión Europea, Gran Bretaña y Estados Unidos continuaron con su lenta recuperación. Este hecho —que se olvida con demasiada frecuencia— debería enmarcar nuestra comprensión de la extraordinaria agitación política y geopolítica que hemos vivido desde 2013. En la crisis de Ucrania, el hundimiento del precio de los productos básicos, de hecho, benefició a Occidente porque multiplicó la presión de las sanciones contra Rusia. Entre tanto, el drama griego de 2015, el brexit y la elección de Trump se produjeron, todos ellos, en un contexto de calma nerviosa. En 2017 no nos enfrentamos, en toda su fuerza, a la pregunta planteada por Paulson: ¿Cómo le habría ido a Estados Unidos y al mundo si Trump, al inaugurar su mandato, se hubiera enfrentado a la clase de desafíos que aguardaban a Obama en 2009?

Pero aunque en 2015-2016 se evitó la crisis, cada vez había más en juego. Si volvemos al período anterior a 2008, por entonces se preveía una «crisis en China». Pero lo que inquietaba a los analistas era la posibilidad de una venta masiva de activos denominados en dólares por parte de los gestores de las reservas chinas. Cuando se vio que se avecinaba una tormenta, la gran prioridad del Tesoro de Paulson fue sostener a China; y Paulson estaba dispuesto a pagar un precio político muy elevado. La broma de Brad Setser daba en el clavo: Fannie Mae y Freddie Mac eran entidades «demasiado chinas», no se podía permitir que cayeran.18 Nacionalizarlas ayudó a impedir una crisis simultánea en China y el Atlántico, cuyas consecuencias habrían sido impensables. Pero la diplomacia financiera de Paulson también pone de relieve el hecho de que, en 2008, gestionar la relación financiera sino-estadounidense todavía era en buena medida un asunto de relaciones intergubernamentales. En 2015-2016, en cambio, no solo se cernía una amenaza sobre los chinos, sino que los que movían el dinero eran inversores y empresas privadas. En menos de diez años, la integración de China, en los planos comercial y financiero, había llegado ciertamente muy lejos. Si lo contextualizamos con el relato que se ha desplegado en este libro, las consecuencias resultan inquietantes.

Este libro ha examinado la lucha por contener la crisis en tres zonas interconectadas de profunda integración financiera: el sistema financiero transatlántico, basado en el dólar; el euro; y la esfera postsoviética de la Europa del Este.

Los desafíos eran colosales. La implosión enredó en un círculo vicioso las finanzas tanto públicas como privadas. Las quiebras bancarias obligaron a realizar una escandalosa intervención gubernamental en rescate de oligopolistas privados. La Fed se saltó las fronteras para proporcionar liquidez a bancos de otros países. La crisis se extendió hasta convertirse en una cuestión de relaciones internacionales: Alemania y Grecia, el Reino Unido y la eurozona, Estados Unidos y la Unión Europea. Y todos estos asuntos se plantearon no en un vacío de poder político, sino en un campo de fuerza geopolítico, como se percibe claramente en los choques con Rusia por la suerte de Georgia y Ucrania. Eran desafíos de una complejidad abrumadora, muy técnicos, de una escala descomunal y de cambios acelerados. Entre 2007 y 2012, la presión fue incesante.

En sus propios términos, en tanto que esfuerzo de estabilización del sistema capitalista, la respuesta que pergeñaron entre el Tesoro de Estados Unidos y la Fed fue notablemente exitosa. Pretendía restaurar la viabilidad de los bancos. No solo consiguió ese fin, sino que también proporcionó un estímulo monetario y una liquidez extraordinaria a todo el sistema financiero basado en el dólar, a Europa y a los mercados emergentes de más allá. Más reveladora aún fue la situación del Partido Demócrata, que, en términos políticos, fue el más castigado por el esfuerzo de capitalización. De hecho, tanto el programa TARP como los rescates se convirtieron en palabras prohibidas y la Fed sufrió una pérdida de legitimidad espectacular. Con el recuerdo vivo de 2008, las elecciones de 2016 emitieron un veredicto crudo. Con Trump como presidente y el Congreso dominado por los republicanos, no está claro que el sistema político estadounidense vaya a respaldar siquiera a las instituciones más básicas de la globalización, menos aún, que vaya a emprender alguna aventura para luchar contra las crisis ya sea en el ámbito nacional o en el global.

Frente a la abdicación de Estados Unidos, en otros tiempos uno habría sugerido que quizá la zona euro podría representar una alternativa. Pero el fracaso del BCE, Alemania y Francia a la hora de desarrollar estrategias viables para combatir la crisis, hizo que, por el contrario, entre 2010 y 2015 el euro fuera una fuente de riesgo e inestabilidad para la economía mundial. Si se pudo salvar el euro, fue en gran medida gracias a la ayuda y la presión externas. No resulta tranquilizador que Alemania —el miembro más poderoso de la Unión Monetaria— se resistiera, durante un tiempo penosamente largo, a aplicar las medidas necesarias. Así pues, lejos de ver en Europa a un socio prometedor para la gobernanza económica global, Pekín y el resto del G20 se hallaron preguntándose, una y otra vez, a qué narices estaban jugando los europeos.19 Alemania repetía sin descanso que estaban enseñando disciplina, obligando a Europa a prepararse para un futuro de competencia global. Pero ¿qué utilidad podía tener eso cuando no solo Grecia, sino Irlanda, Portugal, España e Italia estaban abrumadas por la crisis inmediata? Finalmente, en 2012, se superó lo que Monti había descrito amablemente como un «bloqueo mental». El activismo recobrado del BCE estabilizó los mercados de títulos. Pero el progreso adicional en los fundamentos financieros esenciales de una unión bancaria se había desarrollado con una lentitud lamentable, y Berlín sigue bloqueando el camino para que Europa emita eurobonos.20 Como siempre, la clave está en el eje franco-alemán. En 2017, votar por Macron fue votar por Europa. No por la Europa actual, sino por un cambio de rumbo.21 Esto depende de Alemania. En mayo de 2017, ante el desastre de Trump en materia de política exterior, Merkel ha afirmado que Europa debe forjarse un camino propio. Pero no está claro que Berlín vaya a ser socio de tal clase de proyecto, después de las elecciones alemanas de 2017. El ascenso de Alternativa para Alemania no augura nada bueno. En la actualidad se lo conoce sobre todo como partido racista, contrario a los refugiados y los inmigrantes. Pero en 2013, la AfD nació como furiosa reacción de la derecha contra Draghi y el BCE. También tiene consecuencias importantes, para Europa, el final de la gran coalición. El papel del FDP, en la forma en que Merkel manejó la crisis de la eurozona en 20102012, fue funesto; lo mismo cabe afirmar de otro partido de la derecha, la CSU bávara. En el momento de escribir estas páginas, Europa aguarda a que se forme un nuevo gobierno en Alemania.

La relación transatlántica no se basa exclusivamente en el dinero, por supuesto. Se entrelaza con profundas relaciones culturales, políticas, diplomáticas y militares. Y estas se habían hecho extensivas (al menos, así lo pareció) a la Europa del Este, que en los primeros años de la década de 2000 se integró con entusiasmo en la Unión Europea y la OTAN. En el Asia oriental, el sistema de alianzas de Estados Unidos siempre tuvo un tejido más laxo. Y la victoria de Occidente en la guerra fría distó de ser completa. El triunfo económico de China es un triunfo del Partido Comunista. Esta sigue siendo la razón fundamental para dudar de que pueda existir una auténtica cooperación con China en la gobernanza económica global. A diferencia de Corea del Sur, Japón o Europa, China no es un elemento subordinado de la red global norteamericana. Cuando Estados Unidos extendió líneas swap en 2008, actuaba en una zona que es un reino despolitizado de actividad económica, enmarcado sin embargo por una profunda relación de poder. La política de la inversión extranjera china, y las sospechas sobre qué papel interpretan las empresas de propiedad estatal, sugieren que será mucho más difícil desarrollar intereses económicos verdaderamente compartidos, de la clase que legitimó las líneas swap de la Fed para Europa. Y la experiencia vivida en la frontera del poder occidental, en la Europa del Este, difícilmente permite ser optimistas con respecto a la capacidad, ni de Washington ni de los europeos, de ejercer la diplomacia financiera en áreas de auténtica tensión geopolítica. Durante la fase más grave de la crisis de 2008-2009, Occidente, por decirlo sin ambages, desatendió a la Europa del Este, prescindiendo del hecho de que las referencias a una expansión de la OTAN habían conducido a una guerra con Rusia en Georgia, tan solo unas semanas antes de que estallara la crisis en agosto de 2008. Es relevante que, en 2009, quienes advertían sobre la posibilidad de que la Europa occidental y la oriental se volvieran a distanciar eran veteranos de la administración de George Bush padre. Luego, en 2013, la Unión Europea entró sin darse cuenta en un enfrentamiento con Putin, por Ucrania. Todo ello en un momento en el que la administración de Obama impulsaba el TPP —que en Pekín se veía como un acto de contención agresiva— y Japón y China rivalizaban por unas islas rocosas del mar de la China Meridional. Sin duda, el gobierno de Trump es impredecible; pero no olvidemos que las relaciones con Rusia y China llegaron a este grado de tensión en los tiempos de Obama, con Hillary Clinton como secretaria de Estado. Rusia sobrevivió a las sanciones gracias a sus reservas. Los recursos de China son muy superiores. Quizá son tan elevados que permitirán un mundo sin una cooperación verdaderamente estrecha entre la Fed y el PBoC. Pero esas reservas chinas son el fruto del sistema de regulación financiera y control de las divisas que Occidente ha criticado durante mucho tiempo. Para impedir que sus reservas de divisas siguieran esfumándose, China ha recurrido a reforzar de nuevo esos controles. Desde el punto de vista de la economía, esto representó solo un éxito parcial. Y dentro de la propia China ha conllevado una lucha de poder entre los sectores de la élite cuya inquietud principal es situar sus fortunas a buen recaudo y, por otro lado, los gestores del régimen empeñados en mantener la estabilidad. Aún podría estallar una gran tormenta financiera. Según la mordaz observación del gran economista Abba Lerner, «la Economía se ha ganado el título de Reina de las Ciencias Sociales eligiendo como dominio problemas políticos ya resueltos».22 Sin embargo, el futuro de la economía política de China y sus relaciones con Occidente no pertenece a ese dominio.

III

Los acontecimientos de 2015-2016 en China recuerdan otro de los grandes temas de este libro. Incluso para un régimen tan competente y bien informado como el chino, los reveses económicos se produjeron de una forma repentina e inesperada. Para todo ello podemos emplear diversas palabras —pánico, crisis, paralización, implosión, estampida, parada súbita, freno repentino, incertidumbre— y todas estas descripciones de lo que ha ocurrido o habría podido ocurrirle al sistema financiero global desde 2007 apuntan a una cosa: el hecho de que, además de las tensiones estructurales, de desarrollo lento, que la integración global puede generar, también produce rupturas repentinas, sucesos que no se pueden explicar del todo o reducir a sus términos estructurales o regulados por la ley. Hay crisis que son difíciles de predecir o definir por adelantado. No hay avisos previos y a menudo son de una tremenda complejidad. Y son urgentes. Estos momentos requieren una intervención, exigen actuar para contrarrestarlos. Esta yuxtaposición ha sido el marco de la narración de este libro: por un lado, grandes organizaciones, estructuras y procesos; por el otro decisiones, debates, argumentos y acción.

Estos momentos se pueden concebir, por ejemplo, con las metáforas de la emergencia, por ejemplo de una intervención de los bomberos. Entre los responsables de combatir la crisis desde Estados Unidos, ha sido habitual recurrir al vocabulario militar: fuerza máxima, la Doctrina Powell, conmoción y pavor, gran bazuca. Pero también cabría afirmar que lo que se necesita es algo volátil e intangible: acción y liderazgo político. Esto pasa por formular planes y programas, buscarles respaldo y vencer los reparos de la oposición.

Cuando se produjo la escalada de la crisis financiera, en los últimos días del gobierno de Bush, en 2008, había muchas dudas sobre el liderazgo en Estados Unidos. En lo que respectaba al Partido Republicano, las dudas estaban más que justificadas. En aquel momento crítico, el partido no acertó a actuar como punto de unión entre su base popular y los imperativos de la estabilización sistémica. Fue la experiencia que Paulson vio que se repetía en 2016, de una forma aún más extrema, con la pérdida de poder de la élite republicana y la selección de Trump como candidato. En 2008, era obvio que el sistema necesitaba un rescate, a uno y otro lado del Atlántico. Pero en sus elementos políticos básicos, hizo falta una frágil coalición entre partidos, forjada por una élite republicana y los líderes demócratas, para mantener la cohesión de Estados Unidos y hacer posibles las iniciativas de estabilización global de la Fed y el Tesoro. La posterior polarización política de Estados Unidos, y la elección de Trump en 2016, vuelven a poner de manifiesto, de nuevo, la importancia histórica de aquella coalición.

Esta es la faceta estadounidense del drama. Como tal ya tiene relevancia global. Pero además tuvo equivalentes en todos los demás lugares afectados por la crisis: en Europa, también en Asia. La crisis del euro planteó la cuestión una y otra vez. ¿Cómo se podían formar coaliciones capaces de tomar decisiones esenciales pero impopulares? ¿Qué disposición a los acuerdos se impondría, qué voluntad, coraje, resistencia e intereses? Es algo escandaloso que este grado de indeterminación caracterice uno de los pilares esenciales del orden global. Pero formar coaliciones políticas específicas que respondan a ocasiones concretas es requisito para una gobernanza democrática del sistema capitalista. En el siglo XX, es lo que creó la diferencia entre el tratado de Versalles y el Plan Marshall, o entre la forma en que respondieron a la Gran Depresión Herbert Hoover y F. D. Roosevelt. Cuando hablamos de «economía política» es necesario tomarse en serio las exigencias de la política.

Desde 2007, la escala de la crisis financiera ha generado una enorme presión sobre la relación entre la política democrática y las exigencias de la gobernanza capitalista. Esta tensión no se ha manifestado en una crisis de la participación popular, o en el control último de las medidas adoptadas por los líderes electos; ante todo se ha traducido en una crisis de los partidos políticos que, históricamente, han actuado como mediadores de los dos elementos. Ha supuesto poner a prueba sus programas, su coherencia y su capacidad de movilizar apoyos; y numerosos grupos no han superado la prueba. En muchos países, la crisis ha borrado del mapa a los partidos de la izquierda moderada, muy en particular en Grecia y Francia. Han pagado su incapacidad de contrarrestar de forma constructiva las tensiones de la crisis de la moneda común. En 2017, en las elecciones al Bundestag, los dos grandes partidos de Alemania —el país que, desde casi todos los puntos de vista, se vio menos afectado por la crisis— vieron caer su popularidad a mínimos históricos. En Estados Unidos y Gran Bretaña, los partidos que han sufrido la fractura crítica han sido los representantes tradicionales de la derecha, con consecuencias extraordinarias, como el brexit, y de un alcance potencialmente mayor aún, como la creciente incoherencia de los republicanos, en Estados Unidos. El «Grand Old Party» republicano maneja una organización impresionante, en la captación de votos; una maquinaria de comunicación que no hace prisioneros, y una enorme capacidad de recaudar fondos. Pero a juzgar por la historia de los últimos diez años, no es capaz de legislar ni de cooperar para que el gobierno sea eficaz.

Dado que hace no tanto había estado de moda afirmar que vivimos en la era de la posdemocracia, o incluso la pospolítica, la gran importancia de estos procesos estrictamente políticos podría sorprendernos. De resultas de su peso colosal, sistemas sociales complejos como los mercados financieros, y aparatos como el Estado moderno y el sistema interestatal en el que habita, dan impresión de solidez. Nos hacen dudar de si podemos someterlos al debate político, a la acción y las decisiones políticas. Sospechamos —a menudo, con algo de razón— que en todo lugar hay usurpación y acciones preventivas por parte de una tecnocracia. Hay formas de describir el funcionamiento de esos sistemas que anulan la presencia de la política. Pero si una historia como la del presente libro tiene algún sentido, consiste en poner de manifiesto la pobreza de esos relatos. En esta narración hallamos constantemente acciones, ideologías y decisiones políticas, con consecuencias de enorme calado; no son simples factores de ruido, sino reacciones vitales a la enorme volatilidad y contingencia generadas por el mal funcionamiento de los «sistemas», las «maquinarias» y los aparatos gigantescos de la ingeniería financiera. El éxito y el fracaso, la estabilidad y la crisis, pueden pivotar de hecho sobre las decisiones concretas de un momento dado. No en vano hablamos de un «momento Lehman». Y ha habido otros: Deauville; Cannes, 2011; «lo que haga falta»; por no mencionar el referéndum del brexit o las alucinantes elecciones de noviembre de 2016 a la presidencia de Estados Unidos.

Si volvemos a 1500 y el nacimiento conjunto del capitalismo y el sistema de Estado moderno, estos momentos decisivos de contingencia, elección y los dramas consiguientes han sido elementos constitutivos de nuestra idea de la historia moderna. Aunque esta impresión puede haber quedado en suspenso después de 1989, ha regresado con fuerza al primer plano. Tales momentos son las coordenadas de la memoria y la conmemoración. Se convierten en motivos de acciones: después del 15 de septiembre de 2008, evitar otro Lehman se asentó como idea fija de los gestores de crisis en todo el mundo. Forman la línea del tiempo de los relatos narrativos e históricos. Definen aniversarios, invitan a debatir y examinar de nuevo los temas. Dada la agitación de los primeros años del siglo XX, en el inicio del siglo XXI han abundado los centenarios. 2014 nos trajo el mayor de todos: el centenario de 1914. Recordar el estallido de la primera guerra mundial, y dialogar al respecto, se recibió con un profundo interés en todo el mundo. Los historiadores trajeron a la memoria el Urtrauma del siglo XX.23 Lo hicieron en el contexto de los conflictos de Ucrania y el Asia oriental, que hacían que las lecciones de 1914 parecieran especialmente pertinentes. En un sentido menos literal, 1914 también puede ser una buena manera de pensar sobre la clase de problema histórico que representa la crisis financiera de 2008.

Hay una semejanza llamativa entre las preguntas que formulamos sobre 1914 y sobre 2008.24 ¿Cómo termina una gran moderación? ¿Cómo crecen riesgos colosales que se comprenden poco y apenas resultan controlables? ¿Cómo se desarrollan los grandes movimientos tectónicos del orden global, en terremotos repentinos? ¿Cómo se combinan los «horarios de ferrocarril» de sistemas técnicos gigantescos para crear desastres? ¿Cómo sucede que marcos de referencia anacrónicos y sin actualizar nos imposibilitan comprender qué está pasando a nuestro alrededor? ¿Sucedió que entramos en una crisis sin darnos cuenta o había fuerzas oscuras que nos empujaban hacia allí? ¿A quién debemos culpar del desastre posterior, que fue una obra humana? El desarrollo desigual y combinado del capitalismo global ¿actúa como motor de toda inestabilidad? ¿Cómo afectan las pasiones de la política popular a las decisiones que adopta la élite? ¿Cómo aprovechan los políticos esas pasiones? ¿Hay caminos que lleven al orden nacional e internacional? ¿Podemos lograr una paz y una estabilidad perpetuas? ¿La ley es la respuesta que buscamos? ¿O debemos confiar en el equilibrio de terror y valoración de los técnicos y los generales?

Son las preguntas que llevamos formulándonos, desde hace un siglo, sobre 1914. No es un accidente que las que nos asaltan sobre 2008 y sus consecuencias sean del mismo tipo: son las preguntas que siempre acompañan a las grandes crisis de la modernidad.

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