Crash

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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 22. #thisisacoup

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Sin acceso al último tramo del programa de 2012, Atenas estaba a pocos días de la bancarrota. Como intento desesperado de obtener más apoyo, Tsipras salió con una nueva sorpresa.61 A la 1.00 de la mañana del 27 de junio, apareció en televisión para anunciar que convocaba un referéndum: el pueblo griego decidiría si aceptaba o rechazaba las exigencias de los acreedores. Tsipras, por su parte, declaró que haría campaña por el «no» y llamaría a la población griega a repudiar el «ultimátum chantajista».62 El Eurogrupo quedó horrorizado. Merkel comunicó que, si el Gobierno de Atenas hacía campaña en contra del acuerdo, no había nada más de qué hablar.63 El día siguiente, 28 de junio, el BCE apretó el gatillo: congeló en el nivel actual la liquidez de emergencia que ofrecía a los bancos griegos. Esto iba a desatar, en cuanto empezara la semana, una desastrosa estampida bancaria. El BCE podría haber ido más allá: podría haber puesto fin a la inyección de liquidez de emergencia y haber exigido la devolución. En la reunión de urgencia del consejo del BCE, desde luego, hubo votos a favor de adoptar una iniciativa así de drástica. Pero el poder del BCE era tan abrumador que Draghi quedó en una posición delicada.64 Como miembro de la troika y fuente principal de asistencia financiera para la supervivencia del sistema bancario griego, el BCE era al mismo tiempo «juez, jurado y verdugo».65 Draghi no quería que lo responsabilizaran de haber incrementado aún más la tensión o de «agravar deliberadamente las penalidades financieras de Grecia».66 Reducir el acceso de Grecia a la provisión urgente de liquidez ya era suficientemente drástico. Para evitar un hundimiento inmediato, se tomó la precaución de cerrar los bancos griegos, limitar las retiradas en efectivo a 60 € por día e instaurar controles para limitar la huida de capital. Los depositantes de clase media formaban colas impacientes para retirar sus fondos en metálico. Los medios de comunicación de propiedad privada estaban furiosos. Los radicales e irresponsables de Syriza —le decían a su público— habían arrastrado al país al precipicio.

Como los acreedores se negaban tanto a negociar como a hacer concesiones hasta que se conocieran los resultados del referéndum, el 30 de junio Atenas anunció que demoraba el pago de dinero debido al FMI. Esto no era una simple cuestión administrativa. El FMI está reconocido como el acreedor superprincipal de los préstamos internacionales. Atrasarse en los pagos al FMI incluyó a Grecia en una corta lista de morosos en la que figuraban Sudán, Somalia, Zimbabue, Afganistán y la Camboya de los Jemeres Rojos.67 Y la magnitud de su deuda carecía de precedentes.

Grecia debía devolver 26.000 millones de dólares al FMI en el transcurso de los diez años siguientes.

Pero en este momento crucial, el FMI no respondió como uno podría haber esperado. En el verano de 2015, la insatisfacción de una parte del Fondo con la forma en que Europa había abordado la crisis de la deuda griega salió finalmente a la luz. Entre una primera nota del blog de su economista en jefe, Olivier Blanchard, a mediados de junio, y la publicación oficial de un documento sobre la sostenibilidad de esa deuda, a mediados de julio, la principal autoridad prestataria del mundo declaró que la política de ampliar la ayuda y fingir que con eso bastaría, que se había venido practicando desde 2010, era insostenible tanto económica como políticamente. Era evidente que Grecia debería seguir adoptando decisiones difíciles, pero era necesario que la troika y el Eurogrupo dejaran de simular que con eso bastaría. Había que poner sobre la mesa la reestructuración de la deuda.68 Con el respaldo de los miembros estadounidenses del Consejo, que doblegaron la resistencia de los representantes europeos, el 2 de julio el FMI publicó un informe preliminar que destacaba el auténtico absurdo de los programas desarrollados hasta el momento. En vez de los 50.000 millones de euros en ingresos derivados de privatizaciones previstos en 2012, Grecia solo había recaudado 3.200 millones. El programa actual, y todas las variantes regateadas desde que Syriza había asumido el poder, no era realista. Nadie podía continuar defendiendo en serio, como escenario creíble, unos superávits primarios del 4 %, cambios estructurales de gran alcance y un crecimiento anual del 2 % del PIB.69 Después de las dificultades que el país había atravesado desde 2010, no cabía esperar que ningún partido político defendiera con convicción una combinación de medidas así de drásticas. Si nadie lo podía defender, ¿cómo esperar que pudiera hacerse realidad? El FMI solicitó una quita de la deuda de por lo menos 50.000 millones de euros, que se duplicara el período de devolución y se aportaran 36.000 millones de euros de financiación a corto plazo, para permitir que Grecia sobreviviera hasta 2018.70

Para los europeos, que los estadounidenses permitieran este resultado supuso una sorpresa desagradable. Poco antes, a principios de junio, en la amigable reunión del G7 en Baviera, Obama todavía había interpretado el papel de aliado leal. Pero el hecho de que la disputa interna hubiera visto la luz era, en sí mismo, una señal de la estabilidad que Europa había logrado por fin. La única consideración que había justificado que el FMI participara en el rescate de Grecia, en mayo de 2010, fue el riesgo del contagio sistémico. Gracias a la compra de bonos de Mario Draghi, ese peligro había dejado de existir. El FMI, por lo tanto, se podía permitir vocear sus diferencias sin temor a consecuencias prácticas. No pensaba participar de nuevo en el ejercicio de autoengaño de la zona euro. Pero no hizo lo único que habría ejercido verdaderamente presión sobre Berlín: no se retiró de la troika.

Para la población griega, la elección era aún más difícil. ¿Se atreverían a desafiar a los acreedores? ¿Un «no» acarrearía la expulsión de Grecia del euro e incluso de la Unión Europea? Aun a pesar de la intimidación directa y poderosa, el 5 de julio un destacable 61,31 % votó en contra de la propuesta de la troika. Como en ese punto, el FMI ya había descartado el plan, por inviable, el voto no fue tanto un acto alocado de desesperación política como una afirmación, valiente y muy necesaria, de sentido común. Ahora bien, la respuesta de los acreedores fue inflexible. Atenas tenía hasta el 12 de julio para presentar un plan todavía más austero —e insostenible— o se enfrentaba a la expulsión del euro. El 9 de julio, con ayuda del Tesoro francés, el gobierno de Syriza redactó a toda prisa una nueva propuesta, en la que se comprometía a emprender los recortes sociales e incrementos fiscales que había planteado la comisión, y lo acompañó de la petición de una modesta cancelación de deuda y nuevos créditos por valor de 53.000 millones de euros. Para el ala izquierda de Syriza, fue una rendición vergonzosa. Varoufakis, que había dimitido después del referéndum, se sumó a la oposición interna del partido. Entre tanto, Tsipras fue a Estrasburgo con la esperanza de reunir apoyos en Europa. El 10 de julio hizo aparición en el Parlamento Europeo, donde fue saludado con una lluvia de muestras de aprobación, no solo de la izquierda, sino también de la extrema derecha; desde el centro, en cambio, lo recibieron con abucheos y silbidos.71 La política europea se estaba dividiendo entre los defensores del statu quo y una multitud variopinta que denunciaba que la eurozona era como una prisión alemana.

El sábado 11 de julio, un día antes de la reunión de las figuras principales, los ministros de Hacienda se encontraron en Bruselas para una sesión previa. Pronto quedó claro que Berlín, lejos de moderar su posición, la había endurecido. Si Grecia quería permanecer en la zona euro —insistió Schäuble—, debía demostrar su credibilidad aceptando un fondo de garantía de 50.000 millones de euros, formado por activos nacionales griegos, bajo control directo de los acreedores. Una vez suscrito podría haber más préstamos y otro movimiento de ampliación (y ficción). Alternativamente, si Grecia prefería una vía soberana, Schäuble le ofrecía un «tiempo muerto» de cinco años fuera de la zona euro, que quizá se podría acompañar de una reestructuración de la deuda y asistencia «humanitaria».72 Se habló de aportar un suministro de emergencia de medicinas para los hospitales griegos. Lo que ya no estaba sobre la mesa era repetir el mecanismo de 2012: una gran reestructuración de la deuda sin que Grecia abandonara la eurozona. Que los bancos perdieran dinero era una cosa; que lo hicieran los contribuyentes alemanes, algo muy distinto. Grecia tendría que salir. Pero ¿y si en efecto lo hacía? ¿Y si Grecia aceptaba la posibilidad de salir durante un tiempo? Significaría que ser miembro de la eurozona había pasado a ser un estado condicional. ¿Cuánto tardaría Schäuble en plantearles lo mismo a Italia o España? Para los franceses, era inaceptable.73 Los alemanes pasaban por ser los paganos de Europa, pero si se producía una ruptura, Francia también tendría que soportar una pesada carga. Los franceses habían colaborado estrechamente con Atenas para redactar una última propuesta de acuerdo, que Schäuble se había limitado a descartar de un plumazo. Para despejar el ambiente, Michel Sapin, el ministro de Hacienda francés, planteó que «lo dejemos salir todo y nos digamos unos a otros la verdad, para desahogarnos».74

La terapia de grupo no funcionó bien. La conversación posterior fue descrita por uno de los participantes como «extremadamente dura, violenta incluso». Significativamente, la batalla fue más allá de los intereses nacionales. En palabras del joven ministro de Economía francés, Emmanuel Macron, Grecia estaba provocando una auténtica guerra civil, una «guerra de religión» con los nórdicos, europeos del Este, Alemania y los Países Bajos en un bando, y Francia, Italia, España y el resto en el otro.75 Se alcanzó un clímax penoso cuando Schäuble y Draghi chocaron con fuerza y el ministro de Hacienda alemán terminó echando pestes y afirmando que él «no [era] un idiota». En ese momento, Dijsselbloem consideró preferible concluir el acto. El acuerdo tendrían que lograrlo los jefes de gobierno, al día siguiente.

Cuando empezó la cumbre crucial, en la tarde del domingo 12 de julio de 2015, acudió la Unión al completo, pero las negociaciones se redujeron a cuatro actores: Merkel; Tsipras, aconsejado por su nuevo ministro de Hacienda; Donald Tusk, como presidente del Consejo Europeo, y Hollande, que de hecho representaba los intereses generales de los demás Estados miembros. La concertación fue laboriosa y dolorosa. Merkel prescindió de la propuesta de Schäuble sobre la salida temporal de Grecia, pero se agarró al fondo de garantía. Tsipras concedió crear el fondo, pero no podía aceptar que se dirigiera desde Bruselas o Luxemburgo; controlaría activos griegos, así que el cuartel debía radicarse en Atenas. Hollande insistió en que «se trataba de una cuestión de “soberanía”».76 Merkel cedió. El fondo se radicaría en Grecia y, llegado el caso, podría utilizarse para recapitalizar a bancos griegos u otros fines de inversión nacionales. Pero incluso con este aspecto resuelto, en las primeras horas del 13 de julio todavía no había acuerdo. A las 7.00 de la mañana, después de toda una noche de conversaciones, Merkel y Tsipras seguían separados por 2.500 millones de euros. Al parecer, los dos querían marcharse, tan frustrados como agotados. En este momento fatídico, Tusk intervino. Las dos partes podían abandonar la mesa, pero si lo hacían, él no vacilaría en decirle al mundo que habían permitido que «Europa fracase» por algo que, visto con la suficiente distancia, representaba una cantidad comparativamente trivial. Merkel no recuperó el sentido común por la perspectiva de un desastre económico, sino por las probables repercusiones políticas de dejar caer a Grecia. En el momento decisivo, no se sintió atada por la lógica financiera. No quería ser la canciller que había «roto Europa». Eso era más importante que resolver por fin la cuestión de la deuda griega. Se quedaría en el punto medio. Alemania aceptaría otro rescate más. Grecia recibiría nuevos préstamos de Europa, por un total de 86.000 millones de euros. A cambio, Atenas aceptaría una intrusión grave en su soberanía. Se le exigía que impusiera todavía más recortes en un plazo de cuarenta y ocho horas. La soberanía parlamentaria quedó reducida a una simple formalidad.

No hubo ruptura. Grecia continuó en la zona euro. Europa había recobrado la capacidad de actuar colectivamente, y no con poca brutalidad. El BCE había demostrado el potencial pacificador de la intervención del banco central. Grecia se mantuvo en la senda de la «reforma», según exigía la troika. Pero como había puesto de manifiesto la actuación del FMI, la cuestión era también política, y no solo de gestión de una crisis financiera. Los acreedores europeos se habían negado obstinadamente a analizar el único tema de importancia: la reestructuración de la deuda. Lo que estaba en juego no era el rendimiento macroeconómico, sino imponer disciplina a un verso libre de la zona euro. Después de protegerse del contagio financiero, se había impuesto un acuerdo económico netamente conservador a un gobierno de izquierdas con un poderoso mandato democrático. El efecto perverso de la intervención «liberadora» del BCE, con la expansión cuantitativa, fue que permitió continuar abordando la deuda con ampliaciones y ficciones, y su compañero ineludible e inflexible: la austeridad.

IV

Tras ser lanzado por simpatizantes de Syriza en Barcelona, durante la noche del 12 al 13 de julio, #ThisIsACoup («#EstoEsUnGolpe») se hizo viral en Twitter. En cuestión de horas, 377.000 usuarios de todo el mundo adoptaron la etiqueta, que fue vista mil millones de veces en tan solo unos días.77 Por su parte en Atenas, miembros de la Plataforma de Izquierda, dirigida por Panagiotis Lafazanis, el ex ministro de Energía y Medio Ambiente, se reunieron en el hotel Oscar, en la noche del 14 de julio, para analizar cómo podrían hacer realidad el grexit que Schäuble había ofrecido pero Merkel, Tusk, Hollande y Tsipras se habían empeñado en evitar. Había sido un error no romper con Bruselas con anterioridad, en febrero. Ahora, antes de que la puerta de la prisión se cerrara una vez más, debían efectuar una ruptura; si era necesario, por medios radicales. El objetivo era la Fábrica de Moneda, que creían que albergaba 22.000 millones de euros en reservas, lo suficiente para cubrir las pensiones y otras facturas esenciales del gobierno hasta que hubieran acuñado una nueva divisa nacional. Si Yannis Stournaras, el gobernador del banco central, se resistía (y contaban con ello), lo arrestarían. La reunión distó de ser clandestina. El hotel estaba rodeado de periodistas. Resulta difícil evaluar la seriedad de aquel encuentro. Pero según recordaba un participante: «Era obvio que se trataba de un momento de suma tensión [...] [E]n la sala [...] se percibía un auténtico espíritu revolucionario».78 No se llegó a tanto. Tsipras y el grueso de Syriza impusieron las medidas necesarias a través del Parlamento. El ala izquierda se escindió de Syriza, pero en las elecciones generales de septiembre obtuvo un resultado humillante; el liderazgo de Tsipras, en cambio, se consolidó, con una mayoría casi intacta y el nuevo préstamo en vigor. Se constató que los griegos, en su mayoría, querían pertenecer a la zona euro, aunque fuera bajo la supervisión continua de la troika.

En toda Europa, lo que conmocionó a los centristas fue la violencia de los choques de julio. Donald Tusk, que había visto de cerca la última ronda de negociaciones, se mostró de acuerdo con los radicales griegos: en el aire se palpaba la impaciencia revolucionaria. Para Tusk, un liberal veterano de la guerra fría y de Solidarność, la situación era alarmante en verdad. «[D]emasiado Rousseau, demasiado poco Montesquieu», afirmó, dejando perplejo a su público de periodistas financieros.79 Jürgen Habermas, el equivalente más próximo a esos pensadores de la Ilustración que Europa podía ofrecer, estaba horrorizado. En declaraciones para The Guardian, consideró que Merkel había «llevado a cabo un acto de castigo» contra el gobierno izquierdista griego. «Me temo que el gobierno alemán, incluido el componente socialdemócrata, ha dilapidado en una noche todo el capital político que una Alemania mejor había acumulado a lo largo de medio siglo.» Alemania, «después de revelarse como la más implacable de las autoridades disciplinarias de Europa, había reclamado abiertamente, por primera vez, la hegemonía continental».80

Era obvio, desde luego, que Merkel y Schäuble habían recurrido a la coerción. Pero ¿en qué, exactamente, habían salido ganando? Los derechistas alemanes estaban molestos no por la dureza del enfrentamiento por Grecia, sino porque Alemania no había obtenido ningún fruto claro. A fin de cuentas, ¿quién era el vencedor en los encuentros decisivos del 12 y 13 de julio de 2015? Schäuble no, ciertamente, porque su propia canciller lo había desautorizado. Había prevalecido la determinación de «preservar Europa» a costa de otro pacto de rescate insostenible. Para la derecha alemana, Merkel había traicionado a su país en la crisis griega, como preludio coherente con la desastrosa traición que a su juicio la canciller perpetraría aquel otoño a propósito de la crisis de los refugiados sirios. De todo ello se benefició la AfD, el partido de derechas, favorable a los mercados, que se había creado en abril de 2013 para protestar contra las interminables cesiones de Berlín en la crisis de la zona euro. Schäuble comentaría, en tono sarcástico, que el ascenso de la AfD había que agradecérselo, en un 50 %, a Draghi; la otra mitad, probablemente, a su jefa y su postureo liberal con respecto a los sirios.81 Schäuble no era xenófobo. Históricamente, había mucho en juego. Con su serie de cesiones vacilantes, Merkel estaba poniendo en peligro la misión histórica de la CDU: domar el nacionalismo alemán y atarlo a Europa. La derecha alemana veía algunas cosas con claridad. Entendía que, por poderosa que fuera Alemania, su dominio era, en el mejor de los casos, incompleto. Lo que había estabilizado la zona euro en 2012 fue un impulso tímido hacia una mayor integración, amparado por la percepción de los mercados de que Draghi por fin estaba dándole al BCE un enfoque «estadounidense». En 2015, una vez más, no solo había triunfado el conservadurismo alemán. La contención de Syriza tenía un complemento necesario: la expansión cuantitativa. Como había ocurrido en Estados Unidos, el paquete poseía una complementariedad perversa. La austeridad, sin la expansión cuantitativa, habría paralizado la economía. La expansión cuantitativa, sin austeridad, habría sido insostenible, desde el punto de vista político, para los conservadores.82 La estrecha asociación entre las dos se evidenciaría en la segunda mitad de 2015, cuando las tensiones que había dejado la crisis de la eurozona siguieron sacudiendo la política europea. El frente anti-Syriza del Eurogrupo tenía razones para estar inquieto. Primero en Portugal, en octubre de 2015, y luego en España, en diciembre de 2015, las elecciones asestaron golpes poderosos a los partidos centristas y conservadores que se habían ajustado a la exigencia de austeridad desde 2010.

En las elecciones generales de España, en diciembre de 2015, el sistema bipartidista de los conservadores y socialistas, que había dado forma a la transición a la democracia desde la muerte del general Franco en 1975, se hundió. El Partido Popular se quedó en el 28 %, y los socialistas, en el 22 %, de modo que entre los dos solo conquistaron a la mitad de los votantes.83 El resto, en su mayoría, confió en dos partidos completamente nuevos: Podemos y Ciudadanos. Podemos obtuvo un 20,7%, decepcionante solo si se comparaba con las cifras superiores al 30 % que reflejaban las encuestas poco después de que se formara, en 2014. En 2015 perdió apoyo en parte por la forma en que se estaba apaleando a Syriza, pero en parte también por el ascenso de Ciudadanos, un partido aún más nuevo en la política nacional, que se describía a sí mismo como «progresista» y abrazaba un programa de liberalismo social, cultural y económico. Tanto Podemos como Ciudadanos prometieron ser inflexibles con la corrupción, y a los dos les fue notablemente bien. Pero el resultado de las elecciones no fue concluyente; ningún bando contaba con una mayoría de gobierno clara. La distancia entre los socialistas y Podemos era demasiado grande para permitir que se formara un gobierno de izquierdas. En 2016, en segunda ronda, el tenaz presidente conservador, Rajoy, logró mantenerse en el poder. Con una economía que, aun renqueante, estaba resucitando, se hizo hincapié en que España —e igualmente Irlanda— eran una demostración de la conveniencia del ajuste y el equilibrio presupuestario.

En Portugal, la recuperación económica fue más lenta. A diferencia de España, el país había tenido que soportar un programa de la troika con toda su dureza. En 2015, la tasa de desempleo juvenil ascendía casi hasta el 60 % y el paro de larga duración rondaba el 40 %. La coalición de centro-derecha Portugal à Frente, encabezada por Pedro Passos Coelho, que había llegado al poder en junio de 2011, había librado una larga batalla por la estabilización de la zona euro. Al iniciarse la campaña electoral, parecía que PàF sufriría una derrota contundente. Pero la agitación en Grecia y la protección ofrecida por la expansión cuantitativa del BCE ayudaron a cambiar el panorama. El 4 de octubre de 2015, Coelho y PàF perdieron un 12 % de los votos, en comparación con los resultados de 2011. Pero con su 38,6 %, dejaron bastante atrás a los socialistas, que se quedaron en el 32,3 %. Con alivio, el presidente Cavaco Silva, un experto en economía financiera, de corte conservador, instó a Coelho a formar gobierno. Pero aunque PàF había ganado por mayoría simple, esta no era viable por sí sola. Los socialistas, aunque su resultado había sido decepcionante, contaban con más opciones. Si estaban dispuestos a forjar una alianza con el Bloco de Esquerda (la izquierda radical, el equivalente portugués de Syriza) y la Coligação Democrática Unitária (ex comunista), tendrían la mayoría. Esta alianza requeriría romper con los tabúes de la guerra fría, así como con las convenciones de la democracia portuguesa desde el fin de la dictadura, en la década de 1970. Como sucedía en Alemania con el SPD y Die Linke, hasta entonces los socialistas portugueses se habían negado a pactar con los ex comunistas. Pero después de varios años de austeridad, el líder socialista António Costa se lanzó a la piscina e inició negociaciones para crear un gobierno tripartito de izquierdas.84

¿Cómo respondería el presidente Silva? Para él representaba un dilema complejo, puesto que, según declaró con notable franqueza, «en cuarenta años de democracia», los gobiernos portugueses nunca habían dependido de los partidos de la izquierda radical, que ponían en duda el tratado de Lisboa, el acuerdo presupuestario de la UE, la unión bancaria, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, el euro y la inclusión en la OTAN.85 El presidente dejó claro que, a su entender, el derecho a gobernar Portugal pasaba por comprometerse con esas instituciones y los valores que representaban. En 2015 había aún otra circunstancia. Portugal necesitaba que se lo aceptara en el programa de expansión cuantitativa del BCE. Draghi, con la adquisición de títulos, había protegido Portugal frente a la tormenta griega. La inclusión en este programa, a su vez —por decisión expresa del BCE—, dependía de la calificación de las agencias de crédito internacionales. Entre ellas, las más conocidas —Fitch, Moody’s y Standard & Poor’s— habían degradado Portugal a la categoría de «bono basura» en 2011. La única excepción era DBRS, la menos conocida entre las agencias de calificación internacional. Que Portugal pudiera estar en el «club de los respetables» de Europa dependía, pues, de cómo calificara DBRS el bono nacional portugués.86 Si el país quedaba fuera del programa del BCE, las consecuencias financieras serían catastróficas y, en lo que atañía al presidente portugués, esto no se podía pasar por alto. Nos hallamos, afirmó Silva, en «el peor momento para un cambio radical de las bases de nuestra democracia [...] Después de haber llevado a cabo un costoso programa de ayuda financiera, que ha supuesto sacrificios enormes, es mi obligación, dentro de los poderes que me otorga la Constitución, hacer todo lo posible para evitar que se envíen señales falsas a las instituciones, los inversores y los mercados financieros».87 Permitir que la mayoría de izquierdas accediera al poder sería precisamente una «señal falsa».

Como era de esperar, tras lo sucedido en Grecia, Angela Merkel no titubeó a la hora de comunicar su aprobación: la perspectiva de una coalición de izquierdas en Lisboa, contraria a la austeridad, era «muy negativa».88 Pero ¿qué alternativa tenía el presidente Silva? No podía convocar unas nuevas elecciones, si había posibilidad de que se formara un gobierno. El 24 de noviembre, Silva admitió lo inevitable y nombró a Costa primer ministro de Portugal. Pero no permitió que el principio de la mayoría se impusiera; antes bien —con una solución constitucionalmente dudosa— Silva condicionó el nombramiento de Costa a diversas promesas.89 El gobierno debía respetar los compromisos de Portugal con el pacto de estabilidad de la Unión Europea, que exigía a todos los miembros de la moneda común que redujeran el déficit presupuestario por debajo del 3 % del PIB. Debía cumplir con la integración en la OTAN. Debía continuar la reestructuración del achacoso sistema bancario portugués, según el plan ya previsto. Debía limitar la influencia de los sindicatos en las decisiones gubernamentales y respetar el equilibrio existente entre los empresarios y los trabajadores. Schäuble había anunciado que unas elecciones no podían redundar en un cambio de la política económica, y el presidente portugués, a todas luces, era de la misma opinión. Así, la coalición de izquierdas asumió el poder vigilada por el presidente portugués, los gobiernos acreedores de la Unión Europea, el BCE, las agencias de calificación y los mercados de títulos. ¿De qué le serviría el poder político? ¿La democracia portuguesa, en el marco del euro, era también una forma de continuidad y simulación? La respuesta a estas preguntas dependería de la habilidad del gobierno a la hora de eludir las restricciones que le habían impuesto. Al menos, a diferencia de Grecia, la aritmética de la deuda portuguesa no condenaba al país desde el principio.

V

Contra los gobiernos de izquierdas, en los países débiles y dependientes de la zona euro, la táctica de la presión financiera resultaba eficaz. El proyecto del Eurogrupo, basado en la disciplina económica y política, se impuso. Por muchas bravatas que soltaran, por intensa que fuera la emoción que despertaron tanto en sus países como en el extranjero, los Gobiernos de Tsipras y Costa no prometían la revolución. Prometían autonomía nacional, respeto por uno mismo y, sobre todo: una mejora social. Esto los hacía vulnerables a la amenaza de una asfixia económica inmediata. A fin de cuentas, ¿de qué servía un modesto aumento de la pensión, o una reducción en las listas de vivienda social, si el BCE cortaba la inyección de liquidez y los ciudadanos no podían sacar dinero del banco?

Pero el desafío al statu quo de la Unión Europea no procedía solo de la izquierda. Aunque la batalla con Grecia había eclipsado la oleada de nacionalismo que ya se había podido notar en las elecciones parlamentarias de mayo de 2014, esta seguía cobrando más fuerza.

En 2014 saltaron a los titulares el FN francés, el UKIP británico y el Partido Popular Danés. Un año más tarde, en Gran Bretaña, el Partido Conservador obtuvo una mayoría clara —e inesperada— en las elecciones generales de mayo de 2015. Los conservadores británicos acogían ideas bastante diversas. David Cameron había guiado al partido por el desierto de la oposición, por la vía de la modernización cultural. Pero el ala derecha se encuadraba netamente en el campo nacionalista: un tradicionalismo preocupado por la soberanía y la inmigración, y dado a ondear la bandera nacional.90 Más a la derecha acechaban los disidentes del UKIP, contrarios a la Unión Europea, que en la convocatoria anterior se habían quedado fuera de Westminster pero habían sido los triunfadores en las elecciones europeas de 2014. A las pocas semanas de la victoria conservadora, el partido Ley y Justicia, que apelaba a un nacionalismo franco y al conservadurismo cultural, se hizo con la presidencia del país.91 También eran nacionalistas hostiles al intrusismo de Bruselas y la amenaza del «dominio» alemán. Durante el verano y otoño de 2015, el drama de la crisis de los refugiados sirios, y la respuesta de Angela Merkel —tan bienintencionada como torpe— avivaron las llamas de los nacionalismos. Alemania no solo pretendía mandar sobre los otros; además estaba abriendo las puertas a una invasión extranjera. Para los demagogos del nacionalismo, ello representaba un doble peligro. En otoño de 2015, Ley y Justicia controlaba no solo la presidencia de Polonia, sino también el Parlamento y el gobierno.

En conjunto, Polonia y el Reino Unido sumaban 100 millones de ciudadanos de la Unión Europea, el 20% del total, con gobiernos que condescendían con los elementos más eurófobos y escépticos. En Bruselas se vivía con inquietud, pero la cuestión tenía también otras ramificaciones. Históricamente, Gran Bretaña había sido el gran aliado de Estados Unidos en Europa, en la OTAN e igualmente como pilar del sistema transatlántico del eurodólar. Desde los primeros años del nuevo siglo, Polonia se había destacado al frente de lo que Donald Rumsfeld denominaba la «nueva Europa». Era el Estado de la Europa del Este más claramente afín con el proyecto geopolítico estadounidense. Aquel mismo año, algo antes, Syriza había intentado aumentar su peso negociador interesando a los actores globales en su situación de necesidad. Estados Unidos, China y Rusia habían declinado pronunciarse, porque no querían entrometerse en la esfera de influencia de Alemania. Polonia y el Reino Unido representaban desafíos para el statu quo de la Unión Europea que no resultaría tan fácil contener.

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