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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 23. La amenaza populista

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Capítulo 23

LA AMENAZA POPULISTA

El año 2016 comenzó con el gobierno nacionalista de Varsovia buscando brega con Bruselas por la libertad de prensa, la independencia del poder judicial y el derecho al aborto. En su desafío a la Unión Europea podían contar con el aplauso de la «democracia» húngara, que el propio Viktor Orbán había calificado de «iliberal». Entre tanto, el Gobierno británico exigía negociar un distanciamiento del futuro de Europa. El primer ministro británico hizo saber a Bruselas que, por su parte, querría adoptar una posición proeuropea. Pero desde el principio, el enfoque de Cameron fue desconcertantemente transaccional: si no le concedían lo que exigía, amenazaba con liderar la campaña por la salida de la Unión Europea, en un referéndum previsto para el verano de 2016.

Los denominadores comunes de los desafíos planteados desde la derecha eran el nacionalismo y la xenofobia. Sin embargo, a diferencia de los máximos dirigentes de Ley y Justicia, Cameron se hallaba en una posición extraña. Lidiaba por conciliar un mar de fondo —el sentimiento popular promovido por los propagandistas de su propio partido— con un programa más general de globalismo proempresarial. Desde la década de 1970, la pertenencia a la Unión Europea había dado forma a la modernización competitiva de la economía británica. Los tories habían participado en este proceso tanto como cualquier otro partido. En su forma del siglo XXI, la City de Londres había emergido como uno de los puntos centrales de la relación entre la Unión Europea y el Reino Unido. Su posición offshore, de cierta distancia con la Unión Monetaria había definido los lugares tanto de Gran Bretaña como de Europa en las redes de la globalización financiera, así como en su relación con Estados Unidos. Pero en aquel momento, en una apuesta extraordinariamente peligrosa —con el afán de canalizar y dirigir la política del nacionalismo popular—, el gobierno tory arriesgaba la posición de Londres como nudo crucial en la red de la economía global.

I

No hacía ni diez años, la City estaba en la cresta de la ola. Era la joya más preciada de la corona económica del Nuevo Laborismo. Era el billete de acceso de Gran Bretaña a la importancia global. Era el estándar al que aspiraban los desreguladores de Wall Street; la ubicación preferida para las finanzas globales de mayor rapidez y ambición. Esto agravó todavía más el terremoto de 2008. La City pasó a ser un centro de crisis y fracaso.1 Decenas de miles de personas perdieron sus puestos de trabajo. Los dos bancos más resistentes del país —Barclays y HSBC— eludieron el programa de recapitalización del que Brown había alardeado. El gobierno tuvo que nacionalizar no solo Northern Rock, sino también Lloyds-HBOS y RBS. En la estela de la crisis, el «reajuste» era un programa compartido tanto por el laborismo como por la coalición gubernamental que lo reemplazó.2 La legislación bancaria británica iba mucho más allá que la legislación estadounidense de Dodd-Frank. La Autoridad de Servicios Financieros (FSA), de la que tanto se había hecho gala, se abolió, y el Banco de Inglaterra volvió a asumir la supervisión bancaria. El nuevo concepto de la macroprudencia no permitía establecer una distinción clara entre la regulación y las funciones de la política económica. La Ley de reforma bancaria de 2013 separó las funciones bancarias y blindó la actividad minorista. Los servicios financieros habían dejado de formar parte del relato del éxito nacional británico.

Pero a diferencia del caso de Wall Street, endurecer la regulación de los bancos británicos no es lo mismo que poner freno a la City de Londres. La City no es, antes que nada, un centro financiero nacional, sino que sus negocios son primordialmente globales. La conferencia de Londres del 26 de julio de 2012, en la que Draghi pronunció su famoso discurso, era un acto dirigido a inversores globales, concebido para exhibir la City. Ante la proximidad de los Juegos Olímpicos, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King, tenía el deporte en mente. La City de Londres —comentó— era como el All England Lawn Tennis and Croquet Club, que acoge Wimbledon.3 El emplazamiento es típicamente inglés, pero se trata de un torneo global. Aunque King no desarrolló la idea, implicaba que los bancos de Gran Bretaña, en relación con la City, eran como el programa de fomento del tenis británico, que no salía adelante: una preocupación nacional. En tal o cual circunstancia quizá produjeran un campeón, pero los tenistas británicos —y el resto de la economía nacional— no eran el atractivo principal de Wimbledon.

La City moderna se había levantado sobre el sistema del eurodólar. Había sobrevivido a la crisis gracias a la Reserva Federal. Pero los reguladores estadounidenses, por su parte, entendían que el papel de Londres había servido de plataforma para algunos de los riesgos más extremos que los bancos norteamericanos habían acumulado. Una figura destacada de la regulación de Estados Unidos declaró ante una comisión del Congreso, en 2012, que el país había permitido que sus riesgos emigrasen a Londres para luego «volver aquí mismo y estrellarse contra nuestras costas».4 Dentro de las múltiples posibilidades del marco de Dodd-Frank, los reguladores estadounidenses estaban endureciendo mucho la normativa aplicable tanto a los bancos extranjeros que operaban en el país como a las operaciones de los bancos nacionales en el extranjero.5 Los bancos europeos que habían simbolizado la relación de la City con Wall Street —por ejemplo Barclays y Deutsche Bank, UBS y Credit Suisse— quedaron sometidos a una enorme presión. En 2015, de todos los bancos europeos que habían aspirado a estar en lo alto de las clasificaciones de Wall Street, solo el Deutsche seguía compitiendo por una de las posiciones de cabeza en la banca de inversión global; y esto, de hecho, se interpretaba como un síntoma de la desesperación de esta entidad: Deutsche no tenía otra línea de negocio segura a la que replegarse.6 El tráfico, en su conjunto, procedía de Estados Unidos a Europa. Todos los grandes bancos estadounidenses mantenían aún una presencia señalada en Londres. Pero como signo de los nuevos tiempos, en 2014, Wall Street arrebató a la City —por primera vez— el liderazgo bancario global, según un informe tan influyente como el del Z/Yen Group.7

¿Cómo podía Londres recuperar su importancia? Después de la crisis, los grandes competidores de los bancos globales de Estados Unidos ya no eran europeos, sino asiáticos. El banco «británico» que mejor había sobrellevado la crisis era HSBC. Impulsado por la presión de la competencia, Londres se embarcó en un juego llamativo, muy propio del siglo XXI.8 Igual que había hecho para Estados Unidos, la City se reconstruiría como la puerta financiera de China al mundo. Aunque para ello hubiera que pasar por alto la geopolítica de la rivalidad sino-estadounidense, establecer una relación especial con China restauraría la capacidad competitiva de Londres. En la primavera de 2012, la Corporación de la City inició un proyecto que aspiraba a convertirla en un centro clave en el uso del renminbi. El resultado fue una serie de novedades espectacular. En 2012 HSBC ya había emitido el primer título denominado en renminbi, y Londres afirmaba manejar el 62 % de los pagos en renminbi realizados fuera de China. En junio de 2013, para consolidar este negocio en expansión, el Banco de Inglaterra suscribió un acuerdo de swap con el Banco Popular de China (PBoC, por sus siglas en inglés). Pekín confió a algunos gestores de activos radicados en Londres el privilegio de ser las primeras empresas occidentales a las que se permitía invertir directamente en acciones denominadas en renminbi. En octubre de 2014, el propio Tesoro británico emitió títulos por valor de 3.000 millones de renminbi.9 Durante mucho tiempo, Estados Unidos había pedido préstamos de China. Ahora el Reino Unido obtendría préstamos en la divisa china.

Al hacer estos movimientos, el Banco de Inglaterra citó explícitamente el modelo de los mercados del eurodólar en la década de 1970. La diferencia, por descontado, era que al facilitar la aparición del mercado de eurodólares, Londres había permitido que las finanzas globales escaparan de la regulación gubernamental. En cambio, al facilitar la internacionalización del renminbi, la City londinense y el Gobierno británico actuaban en estrecha colaboración con las autoridades de Pekín. Londres hizo hincapié en normalizar la relación: China era un mercado emergente crucial. Después de la internacionalización vendría la liberalización. Esto, sin embargo, suponía cerrar los ojos al hecho de que tanto Estados Unidos como China competían por la primacía geoeconómica. Pero la propuesta china del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés) puso de manifiesto el conflicto: que Washington reaccionara con furia ante la voluntad británica de sumarse al banco encabezado por los chinos fue un hecho revelador.

Las jugadas de Londres fueron muy atrevidas, y esto llama aún más la atención cuando se considera el contexto general en el que debemos situarlas. En la década de 1980, Gran Bretaña se había colocado en una posición similar, como centro de la inversión japonesa, tanto de sus bancos como de sus fabricantes. Gran Bretaña, como puerta de una inversión directa extranjera global, actuó como voz en defensa de la liberalización de los mercados en el seno de la Unión Europea. En el siglo XXI, enfrentarse a los estadounidenses y los chinos en los servicios financieros quizá podía compararse con la posición de Alemania en cuanto exportador global de productos de alta tecnología. Cuando Cameron visitó Pekín en 2013, esta parecía ser su visión del futuro. Ofreció a Gran Bretaña como un socio «singularmente bien situado para defender la intensificación de la relación comercial e inversora de la Unión Europea con China» y esbozó la idea de un «ambicioso y completo Tratado de Libre Comercio entre la UE y China».10 Pero esto convertía en especialmente urgente la duda de cuán seguro era el lugar del Reino Unido en la Unión Europea.

La crisis de 2008 marcó un antes y un después en las relaciones de Gran Bretaña con la Unión Europea. Cuando la economía británica entró en recesión, el descontento popular con Europa se incrementó. Desde la oposición, los tories no hicieron nada por moderar ese resentimiento; antes al contrario, el gran influjo de migrantes de la Europa del Este a los que los gobiernos de Blair y Brown habían dado la bienvenida era un palo estupendo contra los laboristas. Una vez que la coalición liderada por los conservadores empezó a imponer su programa de austeridad, se empezó a atacar sin descanso a la inmigración porque, supuestamente, era una carga para los servicios sociales y el sistema nacional de salud. El crecimiento británico, con su desequilibrio, agravó el sentimiento de frustración. Mientras que los sectores productores de la economía británica —fábricas, construcción, etcétera— se estancaron, entre 2010 y 2014 los servicios financieros crecieron por encima del 12,4%.11 Con el impulso de la riqueza de la City, en Londres y los alrededores, el precio de la vivienda se disparó un 50 % entre 2013 y 2016, con un crecimiento espectacularmente superior al del resto del país. Londres era la ciudad global y cosmopolita por excelencia, el hogar preferido de los oligarcas. En términos económicos, el «reajuste» era un mito; pero en lo político, no. En buena parte del Reino Unido, la opulencia cosmopolita de Londres despertaba una gran antipatía. Para la opinión conservadora próxima al UKIP, «“Londres” se ha convertido en la forma más breve de decir: “gente de fuera que no comprende los problemas de la nación”».12 Londres era una capital de esta élite; Bruselas, otra. El sensacionalista y populista Daily Express empezó a hacer campaña por el brexit en noviembre de 2010; fue el primer periódico que se alineó con el UKIP.13 En octubre de 2011, cuando la crisis del euro llegó a su paroxismo, ochenta parlamentarios de las filas conservadoras, sin un perfil especialmente destacado, rompieron con el gobierno y exigieron un referéndum sobre el tratado de Lisboa y cambios en la Constitución europea.14 Las encuestas de otoño de 2011 indicaban que apenas un tercio de los electores británicos deseaba continuar en la Unión Europea, mientras que más del 50 % ambicionaba abandonarla.15

Si el ala modernizadora de los tories, próxima a la gran empresa, quería mantener el control, era indudable que debía resolver la cuestión europea de una vez por todas. La presión llegaba desde dos lados: desde el exterior de Gran Bretaña, pero también desde el interior.16 La reacción a la crisis que se percibía en Europa se consideraba un mal augurio desde Londres. Como de costumbre, los franceses eran el enemigo. Sarkozy y Trichet parecían resueltos a desplazar a la City —que consideraban una fuente de inestabilidad financiera— del núcleo de las finanzas denominadas en euros. Mientras los Gobiernos de Europa se esforzaban por contener la crisis de confianza de la eurozona, era inevitable que pareciera anómalo que la mayor parte del movimiento de euros, y de las transacciones de derivados denominados en euros, se desarrollara en Londres. Muchos Estados miembros aprobaban la idea de un impuesto a las transacciones financieras. Desde los bancos de la oposición, tanto los socialistas franceses como el SPD alemán impulsaban la idea. Dada la debilidad política de sus socios de coalición, Merkel no podía permitirse hacer caso omiso de ellos. Un estudio de la Comisión llegó a la conclusión inevitable de que cualquier impuesto de ese tipo generaría como mínimo un 62 % de los ingresos en la City.

Estas tensiones desembocaron, en diciembre de 2011, en el desastroso choque entre el Reino Unido y el resto de la Unión Europea sobre el pacto fiscal. Es revelador que Cameron acudiera a las conversaciones de la zona euro en Bruselas, que serían a cara de perro, con un punto clave en su programa: proteger la City.17 Los planes que Van Rompuy pregonaba —de una mayor integración, hasta llegar a los eurobonos— resultaban inaceptables por igual para Berlín y Londres. Cameron, en consecuencia, pensaba que había base para un acuerdo. Él ayudaría a bloquear el programa federalista y, a cambio, Merkel prometería a Cameron eximir a la City de cualquier regulación onerosa. La idea demostró ser un error. Para resolver la crisis de la eurozona, Merkel necesitaba a Sarkozy, y al SPD en el Bundestag, mucho más de lo que necesitaba a Cameron. Este se sintió traicionado y vetó el acuerdo, con lo cual quedó como un defensor inflexible de los intereses de la City.18 Entre tanto, el gran pacto fiscal de Merkel y Sarkozy quedó reducido a un convenio intergubernamental.

La gestión del enfrentamiento, por parte de Cameron, fue terrible, pero no carecía de lógica. Para controlar la crisis de la eurozona, era evidente que Berlín y París debían avanzar hacia una mayor integración fiscal y financiera. En cada reunión del Consejo Europeo, en el G20, en el G8, en público y en privado, el Gobierno británico instó a la Unión Monetaria a seguir esta lógica.19 Para los economistas anglófonos, esta necesidad funcional era, sencillamente, ineludible. El «lo que haga falta» de Draghi se recibió con gran alivio. Pero, aunque era necesario consolidar el euro, para los líderes del Partido Conservador esto tenía consecuencias políticas serias. La unión bancaria, y una unión fiscal, eran inaceptables para un amplio espectro de la opinión británica, no solo para los eurófobos. Si una mayor integración de la zona euro no era cuestión de si se hacía o no, sino solo de cuándo se hacía, entonces Londres debería obligar a Bruselas a admitir abiertamente el modelo de una Europa de varios niveles y velocidades.

Es fácil olvidarlo, una vez pasado el tiempo, pero el referéndum del brexit no se concibió como una elección entre un SÍ o un NO pertenecer a la Unión Europea «tal cual». Tampoco era un simple mecanismo para forzar concesiones menores. Londres actuaba con el orgullo de creer que Gran Bretaña podía cambiar el curso de la UE. Mientras los países del euro seguían progresando en el camino de la integración, Gran Bretaña obligaría a Bruselas a reconocer oficialmente un modelo no solo de varias velocidades, sino también multidireccional. El Reino Unido no avanzaba despacio hacia una unión más firme; si los tories conseguían su objetivo, la meta era distinta. Hacía falta que Bruselas aceptara tanto este hecho como las consecuencias que ello acarrearía para la economía política de Europa. La City de Londres era un núcleo financiero offshore, situado a la vez dentro y fuera, y esa condición debía recibir un reconocimiento permanente como tal. El enfrentamiento era inevitable y para Londres había llegado el momento de resolver el asunto. Para dejar atrás la crisis de 2010-2012, para consolidar las estructuras institucionales de la zona euro, sus miembros tendrían que abordar la espinosa cuestión de modificar el tratado. Estas negociaciones complejas empezarían en 2013, una vez que la eurozona se hubiera estabilizado, y concluirían, como muy tarde, en 2016. Durante estas negociaciones delicadas, Gran Bretaña dispondría de una situación especialmente ventajosa. El hecho de que la zona euro se viera obligada a buscar la consolidación por todos los medios abriría una ventana de oportunidad estratégica, que permitiría a Cameron negociar una nueva exención.

Este triple cálculo —el intento de los líderes metropolitanos del Partido Conservador de afirmar su control sobre la base tory; la convicción orgullosa de que Londres poseía el poder suficiente para imponer cuestiones estructurales a la Unión Europea, y la valoración de que había llegado el momento de hacerlo— culminó en el fatídico discurso de Cameron en la nueva sede del servicio de noticias de Bloomberg, en la City, el 23 de enero de 2013.20 No fue un discurso abiertamente antieuropeo, pero Cameron insistió en la necesidad de redefinir los objetivos de la Unión Europea más allá de la Unión Monetaria. Había prometido frenar la entrada de inmigrantes al Reino Unido; con este fin, quería limitar los derechos de los ciudadanos de la UE a recibir asistencia en Gran Bretaña. Quería salvaguardar a los miembros de la Unión Europea que no eran de la zona euro contra las nuevas decisiones del núcleo del Eurogrupo que conllevaran más integración. Quería (al menos en lo que respectaba a su país) trazar un límite a la promesa europea básica de una unión cada vez más estrecha. Exigió abrir negociaciones y, sobre esta base, prometió que se celebraría un referéndum, a más tardar en 2017.

Era una estrategia coherente, pero arriesgada. En el verano de 2013 ya resultaba obvio que los británicos se habían excedido en su optimismo, al imaginar que la zona euro pasaría de la crisis de 2010-2012 a una renegociación completa de los tratados. Esto quizá tenía sentido, desde el punto de vista de la gobernanza económica, pero Berlín, París y Bruselas eran muy conscientes de que tales negociaciones los dejarían en situación de vulnerabilidad. Después de que las elecciones europeas de mayo de 2014 tuvieran un resultado tan terrible, toda renegociación de los tratados se pospuso a un futuro indeterminado. La ventana de oportunidad con la que Cameron contaba nunca se abrió. La idea de un gran pacto entre británicos, neerlandeses y alemanes para negociar una nueva visión liberal del mercado común murió antes de nacer.21 En verano de 2014 se eligió a Juncker como nuevo presidente de la Comisión, pese a que Gran Bretaña había expresado con firmeza su oposición; fue un signo de que la capacidad de influencia de Londres estaba menguando con rapidez.22 En 20142015, Europa se vio sacudida por la crisis de Ucrania, la pelea por Grecia y la crisis de los refugiados; en tal estado de cosas, la Unión Europea parecía ir mal, Gran Bretaña parecía destacar por su falta de cooperación, y el programa reformista de Cameron parecía trivial. El primer ministro británico hablaba con grandilocuencia de su novedosa concepción del futuro europeo, pero ¿acaso no se reducía todo aquello a una irresponsable condescendencia con los xenófobos y los intereses egoístas de la City?23

Sin embargo, Cameron no podía dar marcha atrás, menos cuando, en mayo de 2015, los tories se hicieron con la mayoría, de forma inesperada. La cuenta atrás para el anunciado referéndum no se detenía. Aunque no se negociara un nuevo tratado, ¿Cameron podía obtener al menos alguna concesión importante de Bruselas? Berlín estaba dispuesta a ayudar. Merkel quería evitar el terremoto que el brexit comportaría para el equilibrio de poder en Europa. Pero después de la debacle de diciembre de 2011, y la brutal campaña de Londres contra Juncker, Gran Bretaña estaba señalada como un elemento tóxico.24 Ni siquiera los nacionalistas polacos podían ver con buenos ojos la exigencia de limitar la libertad de movimiento; a fin de cuentas, esta se dirigía precisamente contra muchos polacos. Tusk, desde la presidencia del Consejo Europeo, podía ofrecerle poco a Cameron. La Unión Europea no podía permitir que el Reino Unido siguiera dictando el curso futuro de la integración. Tanto la libertad de movimiento como la igualdad de derechos de los ciudadanos de la UE eran innegociables. Ante la urgente necesidad de presentar a los votantes británicos alguna clase de acuerdo, el 20 de febrero de 2016 Cameron se conformó con un «freno de emergencia» que permitía que el Reino Unido limitara el pago de prestaciones a los inmigrantes durante un período «único» de siete años.25 Por su parte, Tusk se mostró partidario de que la Unión reconociera «que el Reino Unido [...] no se compromete con una mayor integración política en la Unión Europea [...] Toda referencia a una unión más estrecha no se aplica al Reino Unido». Ahora bien, en palabras de un experimentado representante británico en el Parlamento Europeo: «En realidad, esas declaraciones apenas tienen efecto. Quizá nada cambie, a fin de cuentas. Todos los tratados podrían seguir aplicándose al Reino Unido, como hasta ahora».26 Así pues, a Londres le tocaba hacerse valer. En enero de 2013, Cameron había prometido que Gran Bretaña pondría en marcha un replanteamiento fundamental de los propósitos de la Unión Europea; pero la realidad no se parecía en nada a los deseos. Era mucho menos de lo que el primer ministro británico necesitaba para mantener unido al Partido Conservador. De inmediato, dos pesos pesados de los tories —el alcalde de Londres, Boris Johnson, y el ministro de Educación, Michael Gove— tomaron distancia y lanzaron la campaña por el brexit, la posición «dominante» entre los conservadores, en el referéndum cuya celebración se había fijado para el 23 de junio de 2016.

II

Cuando se enfrentó a Syriza, un año antes, el ministro de Hacienda alemán, Schäuble, había declarado que a su entender no se podía permitir que unas elecciones interfiriesen con los fundamentos de la política económica. La economía de Grecia representaba un 1 % del PIB de la Unión Europea. En el referéndum del brexit, una mayoría simple decidiría el futuro de un país cuya economía representaba el 17% del total. Para el Reino Unido, era mucho lo que había en juego. La mitad del comercio británico (cerca de 200.000 millones de dólares) iba a la Unión Europea. Si Gran Bretaña acumulaba 1,2 billones de dólares en inversión directa extranjera, la mitad procedía de la Unión Europea. Tanto los inversores europeos como los no europeos preferían Gran Bretaña precisamente por ser miembro de la Unión. La industria del automóvil japonesa tenía en el Reino Unido su base principal de exportaciones al resto de Europa. En 2015, 3,2 millones de ciudadanos de la Unión Europea vivían en el Reino Unido, de los que 2,3 millones estaban trabajando: el 7 % de la población activa; 1,2 millones de ciudadanos británicos vivían de forma permanente en la UE. Por descontado, aunque el Reino Unido no fuera miembro de la Unión Europea habría habido comercio, inversión y migración entre las islas y Europa. Pero ¿cuánto? Según los mejores cálculos de los economistas, el comercio con otros miembros de la UE era un 55 % superior a lo que cabía esperar sin la pertenencia a la Unión.27 Para la City, la situación era aún más acuciante. Decenas de miles de puestos de trabajo y miles de millones de libras empleados en negocios dependían de los «derechos de pasaporte», que permitían que los bancos de Londres operasen como si se hallaran dentro de la eurozona. Se trataba de una ficción útil para las empresas financieras europeas, británicas, estadounidenses y asiáticas. Pero Londres no podía confiar en mantener esta concesión si dejaba de pertenecer a la Unión Europea.

No estaba claro que la Unión Europea contara con el apoyo popular de los británicos. Para la derecha nacionalista, Bruselas era como un capote rojo. Los banqueros y la «élite» de Londres tampoco gozaban de aprecio.

La campaña por la permanencia (Remain) optó por jugársela a doble o nada. Estableció su campamento base en la City. Como estrategia, renunció a convencer a los votantes de las bondades de la Unión Europea; se consideró que no había forma de vender eso. Se pidió a los políticos europeos que no hicieran aparición en Gran Bretaña, pues solo conseguirían empeorar las cosas. La campaña por la permanencia, encabezada por el principal equipo de relaciones públicas del Partido Conservador, con el apoyo de liberales y laboristas, tenía como mensaje principal: «Los votantes británicos nunca amarán la Unión Europea. Pero quizá podamos aterrorizarlos para que no quieran abandonarla».28 La estrategia se bautizó, adecuadamente, como «Proyecto Miedo», con un concepto acuñado algo antes, en el contexto del referéndum de independencia de Escocia, en 2014. Sus arquitectos fueron un gurú australiano de las relaciones públicas, Lynton Crosby, y Jim Messina, que había trabajado con Obama en la Casa Blanca. A juicio de Messina, se trataba de lo siguiente: «Vivimos tiempos de incertidumbre económica, y lo último que deberíamos hacer es poner en peligro las economías del Reino Unido y la Unión Europea con esta medida aventurada [el brexit]».29 Cuando Messina y sus colegas hablaban de «la economía», querían decir «el mundo de los negocios». Así pues, la campaña se propuso conquistar la voluntad de la mayoría popular con un expediente simple y claro: si la UE era buena para los negocios del Reino Unido, lo mejor para Gran Bretaña era quedarse.

Se convenció a cincuenta grandes empresas británicas de que suscribieran una declaración según la cual Gran Bretaña sería «más fuerte, más segura y más rica» en el seno de una «Unión Europea reformada».30 Entre bambalinas, la Confederación de la Industria Británica intentaba convencer a sus miembros más destacados de que incluyeran avisos contra el brexit en sus informes anuales.31 La Corporación de la City hizo caso omiso de las objeciones de los contrarios a la Unión Europea y dio su apoyo expreso a la permanencia.32 Algunas figuras empresariales se lamentaron (con un exceso de delicadeza) de que enumerar la pérdida de puestos de trabajo o la cancelación de proyectos de inversión que el brexit probablemente acarrearía podía interpretarse como un chantaje. En lo que respectaba al menos a los sindicatos, la cuestión la tenían clara. El parlamentario laborista Pat McFadden, ex ministro y copresidente de la campaña laborista por la permanencia, afirmó: «Creo que las empresas tienen una voz legítima en el debate, y si quieren dar a conocer su punto de vista, tienen todo el derecho a hacerlo».33 Unite, el mayor sindicato británico y a su vez principal donante del Partido Laborista, que contaba con cerca de medio millón de afiliados, envió un recado claro: «El mensaje para nuestros afiliados de BMW, Airbus, etc., es muy directo: se trata de trabajo, de derechos, de quedarse [en la Unión Europea]».34

El mismo mensaje halló ecos en todo el mundo. El 12 de abril, el FMI anunció que si Gran Bretaña optaba por el brexit podía causar «graves daños globales y locales». Según el Fondo, el mero hecho de celebrar el referéndum era tan perjudicial para la confianza de los inversores que el Fondo se veía obligado a reducir su previsión del crecimiento británico un 15 %: del 2,2 % al 1,9 %. Las consecuencias de abandonar la Unión —advirtió Lagarde— serían «en el mejor de los casos, muy negativas».35 La cumbre del G7 en Tokio hizo saber que «si el Reino Unido deja la Unión Europea, revertirá la tendencia creciente de la inversión y el comercio globales, y los puestos de trabajo que esta crea, y compromete gravemente el futuro crecimiento». En palabras de Angela Merkel, el G7 quería enviar «la señal de que todos los que estábamos aquí queremos que Gran Bretaña siga en la Unión Europea».36 En la propia Gran Bretaña, el Tesoro británico dio a conocer un extenso informe que valoraba que, con el brexit, cada unidad familiar perdería entre 2.600 y 5.200 libras anuales. En 2030 el PIB habría bajado quizá hasta un 6 %, lo que costaría al gobierno una reducción de los ingresos fiscales de entre 20.000 y 45.000 millones de libras, lo que se traduciría en un recorte importante de los servicios públicos o un incremento paralelo de los impuestos.37

La campaña del Remain suponía trasladar el legendario eslogan de los tiempos de Clinton —«¡Es la economía, estúpido!»— en su variante más literal y masiva. Se hacía eco del determinismo de Thatcher, del «No hay alternativa» de Merkel. La alineación de intereses y de la opinión de los expertos era tan absoluta que llegaba a causar incomodidad. El canciller de Hacienda Osborne puso voz al desasosiego que muchos sentían pero casi nadie expresaba en público. Si la opinión autorizada era plenamente unánime en su respaldo a la pertenencia a la UE, le dijo a la prensa, «no es una conspiración. Se llama consenso [...] [L]a lógica económica de esta argumentación está fuera de toda duda».38

Sin embargo, la opinión nunca fue tan monolítica como habrían deseado los defensores de la permanencia. Como el resultado era incierto y estaba claro que una gran parte de la población prefería abandonar la Unión Europea, las compañías corrían un riesgo si se identificaban demasiado abiertamente con el Remain.39 La City tampoco era unánime. Un ala libertaria se sentía atraída por la idea de romper con Bruselas. La posición de los principales inversores extranjeros de la City era aún más reveladora. Los que más claramente alzaban la voz por la Unión eran los bancos de inversión estadounidenses. Dado su papel en la City, para ellos había mucho en juego y no les daba miedo afirmar que el Reino Unido debía continuar en la Unión Europea: Londres era su puerta a la economía europea y los negocios de la zona euro. Según apuntaron economistas de Goldman Sachs, las estadísticas del BPI mostraban que, a finales de 2015, los bancos estadounidenses poseían 424.000 millones de dólares en derechos (en activos) sobre prestatarios británicos, incluidos 46.000 millones de dólares prestados a bancos del Reino Unido. Sumando los derivados, las garantías y los compromisos de crédito, el total ascendía a 919.000 millones de dólares. La exposición de los bancos británicos con respecto a Estados Unidos era aún superior: de 1,4 billones de dólares en derechos financieros.40 Ante tales inversiones, no fue de extrañar que Goldman Sachs, J. P. Morgan y Morgan Stanley se destacaran pronto por sus importantes donaciones a la campaña del Remain.41 Jamie Dimon, de J. P. Morgan, se presentó en público abiertamente al lado de Osborne.42

El presidente Obama acudió en persona a Londres, el 22 de abril de 2016, a decir que Estados Unidos no era indiferente a la posición de Gran Bretaña en Europa. La visita respondía a una petición expresa de Cameron. Obama, que era muy popular entre la opinión pública británica, no se reprimió. En palabras de la BBC, el presidente estadounidense se «entregó sin reservas a convencer a los británicos de que siguieran en la Unión Europea». La relación especial entre los dos países, la segunda guerra mundial y los desafíos del presente, todo ello exigía que el Reino Unido siguiera integrado en Europa.43 Obama entendía que podía ser delicado que un extranjero se dirigiera a los británicos en un momento crucial como aquel, pero «les diré, con la sinceridad de un amigo, que el resultado de su decisión reviste un enorme interés para Estados Unidos». Más aún, el pueblo británico debía saber que cuando los partidarios del brexit afirmaban que en breve tiempo se firmaría un nuevo tratado entre una Gran Bretaña «independiente» y Estados Unidos, se basaban en una esperanza infundada. Estados Unidos enfocaba sus negociaciones comerciales hacia los grandes bloques. La clave del futuro era el TTIP: la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, suscrita entre Estados Unidos y la Unión Europea en paralelo al acuerdo transpacífico, el TPP del ámbito asiático. «Quizá en algún momento pueda llegar a alcanzarse un acuerdo comercial entre el Reino Unido y Estados Unidos», pero «no es algo que vaya a pasar pronto [...] El Reino Unido tendría que ponerse al final de la cola».44

El poder y el dinero de Estados Unidos estaban indicando con claridad qué querían que Gran Bretaña votara. La extensión de Wall Street en Europa —la City londinense, que había definido las finanzas internacionales desde la década de 1970— estaba en peligro. No es de extrañar que la principal publicación intelectual de la izquierda describiera la alternativa como sigue: «[E]l voto por la permanencia, sea cual fuere su motivación, funcionará en este contexto como un voto a favor de la clase dirigente británica que durante mucho tiempo ha canalizado las peticiones de Washington hasta las salas de negociación de Bruselas, frustrando la esperanza de una “Europa social” desde el Acta Única Europea de 1986».45

III

El foco monolítico de la campaña por la permanencia no solo apuntaba a «dar importancia a la economía, la empresa y el hecho de que estarás mejor [si votas por la permanencia]»; al hacerlo así también trazaba una línea entre la política razonable y la irracional. Al quedarse sin argumentos económicos, los partidarios del brexit se verían relegados a terrenos más marginales, sobre todo la inmigración y el «aislamiento de Gran Bretaña frente al mundo».46 El equipo proeuropeo confiaba en que esto haría pasar a primer plano a los elementos más excéntricos e inquietantes del brexit, en particular Nigel Farage y el UKIP. Con su retórica incendiaria, distanciarían a los votantes más moderados. En tanto que táctica, tuvo el efecto buscado: la campaña del brexit puso en primer plano el tema de la inmigración. Sin embargo, los unionistas subestimaron los riesgos. No cayeron en la cuenta de que, aparte de que mucha gente tenía ganas de mandar a hacer puñetas al establishment, la inmigración y la xenofobia eran, de hecho, cartas ganadoras. La política racial no se frenaba siquiera ante la persona del presidente de Estados Unidos. Boris Johnson exigió saber con qué derecho Obama sugería a los británicos que hicieran cesiones de soberanía que Estados Unidos nunca aceptaría. ¿Por qué Gran Bretaña iba a confiar en un presidente que había eliminado el busto de Churchill del Despacho Oval? «Había quien decía que era hacer un desaire a Gran Bretaña. Había quien decía que era un símbolo del disgusto ancestral que un presidente de ascendencia keniata sentía por el imperio británico, un imperio que Churchill siempre había defendido con fervor. Había quien decía que quizá Churchill había perdido importancia con el tiempo; quizá sus ideas estaban anticuadas y ya no estaban vigentes». La discreta pero deliberada referencia de Johnson a la «ascendencia keniata» del presidente cumplió su cometido como cuando se llama a los perros: Johnson silbó y Farage se presentó corriendo. Donde Johnson se andaba con evasivas, Farage soltó un inequívoco gruñido racista. Al líder del UKIP no le cabía duda de que «Obama, por su abuelo y Kenia y la colonización, está resentido contra nuestro país».47

En mayo, a medida que la campaña por el brexit se aceleraba, la inmigración pasó todavía más al primer plano. El propio Cameron se había puesto palos en las ruedas: cinco años antes había prometido que la cifra de inmigrantes se reduciría a «unas decenas de miles».48 A finales de mayo de 2016, sin embargo, la Oficina de Estadística Nacional informó de que la migración neta del año anterior había ascendido, de hecho, a 333.000 personas: el segundo registro más elevado de la historia. El 16 de junio, el ala de Farage en la campaña por la salida de la Unión Europea mostró su póster más extremo. Se titulaba «Punto de inflexión» y mostraba una columna de míseros refugiados sirios de camino hacia lo que, en realidad, era la frontera eslovena. Tenía poco que ver con el brexit como tal, pero daba un nuevo sentido al eslogan de recuperar el control. Había que defender Gran Bretaña frente al desorden de Europa.49 Aquel mismo día, un neonazi enloquecido mató, a plena luz del día, a una figura popular de la campaña por la permanencia: la parlamentaria Jo Cox. Al Proyecto Miedo le había salido competencia.

El día del referéndum, los proeuropeos estaban relativamente confiados. Sin embargo, en las primeras horas del 24 de junio se supo que el brexit, aunque por poco, había ganado. Si se echa la vista atrás, en realidad hacía cierto tiempo que las encuestas predecían este resultado. La salida de la Unión Europea venció en las mismas zonas en las que el UKIP había triunfado en 2014, y entre un electorado similar. Algunos votantes típicos de los tories, como la clase media de provincias y de cierta edad, votaron en masa por el brexit; es probable que esto ya estuviera decidido. Pero les acompañó una larga serie de electores con menos formación e ingresos más bajos que, desde la década de 1990, habían ido derivando hacia la derecha. Según una empresa de estudios de opinión, el 60 % de los grupos socioeconómicos de clase media y alta —profesionales liberales y gestores de empresas— respaldaban la pertenencia a la Unión Europea, mientras que entre los parados y los trabajadores no cualificados el porcentaje se invertía.50 El 60 % de los votantes laboristas optaron por Europa. Pero esto en realidad era una señal de que, en buena parte del país, el laborismo se había distanciado de los votantes más pobres y peor formados. Aparte de la educación, la segunda variable socioeconómica que influyó claramente en la decisión fue el efecto acumulado de la austeridad desde 2010, y ese se había notado más donde la decadencia era un fenómeno de largo plazo.51 Pero otro factor tuvo aún más importancia que el nivel de formación o de ingresos: el autoritarismo. En la clase de mapas culturales que suelen trazar los expertos en mercadotecnia, el voto antieuropeo se hallaba muy cerca de valores como la seguridad, la defensa de la pena de muerte o la idea de que los agresores sexuales deberían ser azotados en público.52

Un voto contra la Unión Europea, fuera cual fuese su motivo, añadía leña al fuego del nacionalismo. Está menos claro que votar por el brexit fuera hacerlo en contra de la globalización, pese a que esta idea la repitieron incontables comentaristas de todo el mundo.53 No era una idea irrazonable, si se partía de la interpretación convencional del efecto probable del brexit. Pero suponía comprender mal la mentalidad de los partidarios de abandonar la Unión Europea, porque estos, de hecho, imaginaban que salir de Europa era una forma de devolver a Gran Bretaña su grandeza y su libertad. En tanto que voto nacionalista contra Europa, el brexit no pedía que Gran Bretaña disminuyera el papel que interpretaba en el mundo; antes al contrario, exigía que el país interpretara su papel pero con independencia de Europa, no subsumido en la Unión. En palabras de la secretaria de Interior y futura primera ministra Theresa May, el 23 de junio Gran Bretaña había votado por «salir de la Unión Europea y dirigirse al mundo [...] En ese momento elegimos crear una Gran Bretaña verdaderamente global».54 Votar por el brexit, en suma, representaba votar por la autonomía. O, por decirlo con menos cortesía, pero más fidelidad al espíritu del voto: optar por el aventurerismo nacional. Y ciertamente, al Reino Unido le aguardaba toda una aventura.

IV

Cuando se anunció el resultado del referéndum, la libra sufrió la mayor caída de su historia en un único día.55 En los fondos de inversión inmobiliaria, por un momento, cundió el pánico. Si la libra se hundía, ¿terminaría con las inversiones internacionales en Londres? El viernes 24 de junio, los mercados bursátiles globales perdieron 2 billones de dólares en valor de las acciones;56 el lunes siguiente, las pérdidas ascendieron a 3 billones. Donde los inversores habían confiado en que los tipos de interés seguirían subiendo a medida que la Fed abandonaba la expansión cuantitativa, y por lo tanto habían estado reequilibrando sus carteras con menos títulos de renta fija, de pronto el capital se centró en activos seguros como los títulos del Tesoro estadounidense, lo que impulsó el rendimiento a la baja.57 ¿Era acaso el preludio de otro 2008?

El diagnóstico de los datos económicos era, en sí mismo, una cuestión política. Para los partidarios de la permanencia, el brexit representaría un desastre. Habían anunciado un escenario apocalíptico. Una vez conocido el resultado, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, se atuvo al guion. Se estaba padeciendo —dijo en julio a la prensa— un «trastorno económico, de estrés postraumático, en las casas y las empresas, al igual que en los mercados financieros».58 Se preparó la reactivación de las líneas swap; aunque la libra se había derrumbado, la liquidez en dólares no escasearía. El 4 de agosto, Carney apretó al consejo del Banco de Inglaterra para que aprobara, como estímulo de emergencia, un paquete de adquisición de títulos. Desde la perspectiva sombría de un derrotado, como defensor de la permanencia, esto tenía pleno sentido: Carney hacía cuanto podía para prevenir lo peor. Pero llegados a ese punto, las condiciones las dictaban los partidarios del brexit, que se enfurecieron con Carney. Que el Banco de Inglaterra activara líneas swap y se apresurara a emprender otra tanda de expansión cuantitativa era poner de manifiesto una crisis que los acérrimos de la salida negaban. A su entender, en vez de calmar a los mercados, la reacción del Banco de Inglaterra era desmedida, alimentaba la incertidumbre e inducía el pánico que Remain había predicho, pero que no se había producido.59 Para Ashoka Mody, un economista del FMI de posición poco tradicional, que había visto de cerca la crisis irlandesa de 2010, se trataba de una historia sobradamente conocida. Aunque los instrumentos de Carney eran otros —no se negaba a la expansión cuantitativa, sino que la implantaba—, era una estrategia de tensión, como la que había desarrollado el BCE durante la crisis de la zona euro. Pero si el Banco de Inglaterra mantenía la calma y permitía que la libra oscilara lo necesario y la economía británica se reajustara, no había motivo para temer una crisis. Ruth Lea, una economista contraria a la permanencia, declaró: «Las medidas del Banco de Inglaterra del 4 de agosto han sido prematuras y podrían acabar siendo, más que innecesarias, incluso de hecho contraproducentes [...] Me habría parecido mucho mejor que se quedara callado y se limitara a esperar a que tuviéramos datos contrastados».60 Cuando la conmoción inicial pasó, la demanda de los consumidores, lejos de hundirse, aumentó con fuerza, gracias a una oleada de créditos baratos, porque las familias intentaban adelantarse a cualquier posible subida de precios.61 El puñado de economistas que había apoyado el brexit pidió a los colegas de Remain que se disculparan por haber confundido al público respecto de las consecuencias más probables.62

Estaban en lo cierto: no había habido una implosión. Pero tampoco había habido un brexit. Se comprobó que estaban delante de un proceso, no de un momento único y decisivo. Un proceso, por lo demás, incalculablemente complejo y prolongado. Los partidarios de salir de la Unión Europea habían prometido libertad y control; habían prometido un cambio de régimen. En palabras de Adam Posen, a la sazón presidente del influyente grupo de expertos del Peterson Institute, en Washington D. C., y antes del Comité de Política Monetaria del Banco de Inglaterra: «Los cambios de régimen no son neutrales. Las Constituciones reflejan los intereses de quienes dominaban en ese momento».63 Pero ¿a quién correspondía el dominio en la Gran Bretaña posterior al brexit? Precisamente eso no estaba nada claro.

Resulta difícil pensar en otro momento de la historia reciente de Gran Bretaña donde el lugar del poder fuera menos evidente que después del referéndum. La coalición de la permanencia incluía a los líderes de los dos principales partidos políticos y lo que la mayoría de personas identificaría como la clase dirigente. Habían perdido una votación crucial por un corto margen y habían cedido la autoridad a sus oponentes, que pusieron de relieve que no estaban en absoluto preparados para la victoria. ¿Cuántas veces había fantaseado la izquierda con un episodio tal de desempoderamiento? Pero este no era un nuevo amanecer. Después de unas pocas semanas de caos en el campo conservador, Theresa May emergió como la nueva primera ministra. Era una elección lógica. May se había dado a conocer como una rigurosa secretaria de Interior que se esforzaba por introducir restricciones a la inmigración.64 Aunque en la campaña se había mostrado discretamente a favor de seguir en la Unión Europea, era una buena candidata para representar a la mayoría insular. Y afrontó los hechos. La población británica había votado a favor del brexit, y ella se lo daría.

Para la City y el mundo de la gran empresa británica, el voto supuso todo un golpe. Algunas voces consideraron que, precisamente por la dureza del revés sufrido, había que ir pensando en un gran reajuste. ¿Era el momento idóneo para romper con las estructuras de poder y dinero que se habían consolidado en torno de la City desde la década de 1970? Mody celebró el resultado porque había hecho añicos «el nexo de unión entre un sector financiero cada vez más extenso y una libra fuerte [...] Los únicos que verdaderamente salen perdiendo con la depreciación de la libra son los que habían pedido prestados dólares a corto plazo para invertir en activos inmobiliarios a largo plazo. Esta “élite” sigue controlando los micrófonos de la gestión política y sus palabras reverberan por toda la prensa económica».65 Hacía tiempo que la riqueza de Londres desplazaba el resto de la economía británica; quizá ahora, con una libra devaluada, la industria nacional podría recuperar su competitividad.66 En realidad, claro está, los principales exportadores fabriles británicos se habían mostrado netamente a favor de seguir en la Unión Europea, y no les faltaban razones. Dada la ferocidad de la competencia global, lo último que necesitaban eran varios años de incertidumbre sobre el acceso a los mercados. Grandes sectores industriales, como el del automóvil, eran de propiedad extranjera (en su mayoría, alemana y japonesa). Estos inversores quizá interpretarían el brexit como una señal de retirada. La devaluación de la libra tan solo suponía una ventaja marginal, porque la mayoría de las exportaciones del Reino Unido poseen una escasa elasticidad de precio, y el aumento de la competitividad lo compensaba en buena medida el incremento en el coste de los materiales importados.67

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