Cosmos

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XI. La persistencia de la memoria

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Cuando nuestros genes no pudieron almacenar toda la información necesaria para la supervivencia, inventamos lentamente los cerebros. Pero luego llegó el momento, hace quizás diez mil años, en el que necesitamos saber más de lo que podía contener adecuadamente un cerebro. De este modo aprendimos a acumular enormes cantidades de información fuera de nuestros cuerpos. Según creemos somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca.

Un libro se hace a partir de un árbol. Es un conjunto de partes planas y flexibles (llamadas todavía hojas) impresas con signos de pigmentación oscura. Basta echarle un vistazo para oír la voz de otra persona que quizás murió hace miles de años. El autor habla a través de los milenios de modo claro y silencioso, dentro de nuestra cabeza, directamente a nosotros. La escritura es quizás el mayor de los inventos humanos, un invento que une personas, ciudadanos de épocas distantes, que nunca se conocieron entre sí. Los libros rompen las ataduras del tiempo, y demuestran que el hombre puede hacer cosas mágicas.

Algunos de los primeros autores escribieron sobre barro. La escritura cuneiforme, el antepasado remoto del alfabeto occidental, se inventó en el Oriente próximo hace unos 5000 años. Su objetivo era registrar datos: la compra de grano, la venta de terrenos, los triunfos del rey, los estatutos de los sacerdotes, las posiciones de las estrellas, las plegarias a los dioses. Durante miles de años, la escritura se grabó con cincel sobre barro y piedra, se rascó sobre cera, corteza o cuero, se pintó sobre bambú o papiro o seda; pero siempre una copia a la vez y, a excepción de las inscripciones en monumentos, siempre para un público muy reducido. Luego, en China, entre los siglos segundo y sexto se inventó el papel, la tinta y la impresión con bloques tallados de madera, lo que permitía hacer muchas copias de una obra y distribuirla. Para que la idea arraigara en una Europa remota y atrasada se necesitaron mil años. Luego, de repente, se imprimieron libros por todo el mundo. Poco antes de la invención del tipo móvil, hacia 1450 no había más de unas cuantas docenas de miles de libros en toda Europa, todos escritos a mano; tantos como en China en el año 100 a. de C., y una décima parte de los existentes en la gran Biblioteca de Alejandría. Cincuenta años después, hacia 1500, había diez millones de libros impresos. La cultura se había hecho accesible a cualquier persona que pudiese leer. La magia estaba por todas partes.

Más recientemente los libros se han impreso en ediciones masivas y económicas, sobre todo los libros en rústica. Por el precio de una cena modesta uno puede meditar sobre la decadencia y la caída del Imperio romano, sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños, la naturaleza de las cosas. Los libros son como semillas. Pueden estar siglos aletargados y luego florecer en el suelo menos prometedor.

Las grandes bibliotecas del mundo contienen millones de volúmenes, el equivalente a unos 1014 bits de información en palabras, y quizás a 1015 en imágenes. Esto equivale a diez mil veces más información que la de nuestros genes, y unas diez veces más que la de nuestro cerebro. Si acabo un libro por semana sólo leeré unos pocos miles de libros en toda mi vida, una décima de un uno por ciento del contenido de las mayores bibliotecas de nuestra época. El truco consiste en saber qué libros hay que leer. La información en los libros no está preprogramada en el nacimiento, sino que cambia constantemente, está enmendada por los acontecimientos, adaptada al mundo. Han pasado ya veintitrés siglos desde la fundación de la Biblioteca alejandrina. Si no hubiese libros, ni documentos escritos, pensemos qué prodigioso intervalo de tiempo serían veintitrés siglos. Con cuatro generaciones por siglo, veintitrés siglos ocupan casi un centenar de generaciones de seres humanos. Si la información se pudiese transmitir únicamente de palabra, de boca en boca, qué poco sabríamos sobre nuestro pasado, qué lento sería nuestro progreso. Todo dependería de los descubrimientos antiguos que hubiesen llegado accidentalmente a nuestros oídos, y de lo exacto que fuese el relato. Podría reverenciarse la información del pasado, pero en sucesivas transmisiones se iría haciendo cada vez más confusa y al final se perdería. Los libros nos permiten viajar a través del tiempo, explotar la sabiduría de nuestros antepasados. La biblioteca nos conecta con las intuiciones y los conocimientos extraídos penosamente de la naturaleza, de las mayores mentes que hubo jamás, con los mejores maestros, escogidos por todo el planeta y por la totalidad de nuestra historia, a fin de que nos instruyan sin cansarse, y de que nos inspiren para que hagamos nuestra propia contribución al conocimiento colectivo de la especie humana. Las bibliotecas públicas dependen de las contribuciones voluntarias. Creo que la salud de nuestra civilización, nuestro reconocimiento real de la base que sostiene nuestra cultura y nuestra preocupación por el futuro, se pueden poner a prueba por el apoyo que prestemos a nuestras bibliotecas.

Cuatro adquisiciones tempranas de la biblioteca de libros humanos. Arriba, dos páginas de Sphaera Mundi de Joannes de Sacro Bosco. Publicado por Erhard Ratdult, Venecia, 1485. Se discute el origen de los eclipses lunares y solares.

Ilustración sobre tela de cosmología y cosmografía jainista. Publicada en Gujarat, India, en el siglo dieciséis.

Izquierda: la ascensión de Mahoma sobre Buraq. Del manuscrito turco del siglo dieciséis Da ver Si yar-e Nabi («Vida del Profeta») de Mustafá ibn Yusuf. Derecha: la constelación de Acuario, el Aguador. De De Sideribus Tractatus por Caius Hygnius, Italia, hacia 1450. Todos los libros cedidos por la Colección Spencer, Biblioteca Pública de Nueva York, Fundaciones Astor, Lenox y Tilden. (Fotografía Bill Ray).

Si la Tierra iniciara de nuevo su carrera con todos sus rasgos físicos repetidos, es muy improbable que volviera a emerger algo parecido a un ser humano. El proceso evolutivo se caracteriza por una poderosa aleatoriedad. El choque de un rayo cósmico con un gen diferente, la producción de una mutación distinta, puede tener consecuencias pequeñas de entrada, pero consecuencias profundas más tarde. La casualidad puede jugar un papel poderoso en biología, como lo hace en historia. Cuanto más atrás ocurran los acontecimientos críticos, más poderosa puede ser su influencia sobre el presente.

La constelación Cáncer de la obra de Julius Schiller Coelum Stillatum Christianum Concauum (páginas 72-73). Este libro, publicado en el monasterio Augusta Vindelicorum en Alemania en 1627, fue un intento fracasado por eliminar la mitología «pagana» de los cielos. Aquí el autor ha sustituido Cáncer por San Juan el Evangelista. (Cedida por la Colección Spencer, Biblioteca Pública de Nueva York, Fundaciones Astor, Lenox y Tilden. Fotografía Bill Ray).

Consideremos por ejemplo nuestras manos. Todos tenemos cinco dedos, incluyendo un pulgar oponible. Nos van muy bien. Pero creo que nos irían igual de bien con seis dedos incluyendo un pulgar, o con cuatro dedos incluyendo un pulgar, o quizás con cinco dedos y dos pulgares. No hay nada intrínsecamente superior en nuestra configuración particular de dedos, que consideramos normalmente como algo natural e inevitable. Tenemos cinco dedos porque descendemos de un pez del devónico que tenía cinco falanges o huesos en sus aletas. Si hubiésemos descendido de un pez con cuatro o seis falanges, tendríamos cuatro o seis dedos en cada mano y lo consideraríamos perfectamente natural. Utilizamos una aritmética de base diez únicamente porque tenemos diez dedos en nuestras manos.[73] Si la disposición hubiese sido distinta, utilizaríamos base ocho o base doce para la aritmética y relegaríamos la base diez a las nuevas matemáticas. Creo que lo mismo es válido para aspectos más esenciales de nuestro ser: nuestro material hereditario, nuestra bioquímica interna, nuestra forma, estatura, sistemas de órganos, amores y odios, pasiones y desesperaciones, ternuras y agresión, incluso nuestros procesos analíticos: todos los cuales son, por lo menos en parte, el resultado de accidentes aparentemente menores en nuestra historia evolutiva inmensamente larga. Quizás si una libélula menos se hubiese ahogado en los pantanos del Carbonífero, los organismos inteligentes de nuestro planeta tendrían hoy en día plumas y enseñarían a sus jóvenes en nidadas de granjas. La estructura de la causalidad evolutiva es un tejido de una complejidad asombrosa; nuestra comprensión es tan incompleta que nos hace humildes.

Hace exactamente sesenta y cinco millones de años nuestros antepasados eran los mamíferos menos atractivos de todos: seres con el tamaño y la inteligencia de topos o musarañas arbóreas. Se hubiese precisado un biólogo muy audaz para imaginar que estos animales llegarían eventualmente a producir un linaje que dominaría actualmente la Tierra. La Tierra estaba llena entonces de lagartos de pesadilla; terribles, los dinosaurios, seres de inmenso éxito que llenaban virtualmente todos los nichos ecológicos. Había reptiles que nadaban, reptiles que volaban y reptiles —algunos con la estatura de un edificio de seis pisos— que tronaban sobre la faz de la Tierra. Algunos tenían cerebros bastante grandes, una postura erecta y dos pequeñas piernas frontales bastante parecidas a manos que utilizaban para cazar mamíferos pequeños y rápidos probablemente entre ellos a nuestros distantes antepasados para hacer una cena con ellos. Si estos dinosaurios hubiesen sobrevivido, quizás la especie inteligente dominante hoy en día en nuestro planeta tendría cuatro metros de altura con piel verde y dientes aguzados, y la forma humana se consideraría una fantasía pintoresca en la ciencia ficción de los saurios. Pero los dinosaurios no sobrevivieron. Todos ellos y muchas de las demás especies de la Tierra, quizás la mayoría, quedaron destruidos en un acontecimiento catastrófico.[74] Pero no las musarañas arbóreas. No los mamíferos. Ellos sobrevivieron.

Nadie sabe qué barrió a los dinosaurios. Una idea evocadora propone que fue una catástrofe cósmica, la explosión de una supernova cercana, una supernova como la que produjo la Nebulosa Cangrejo. Si hubiese habido por casualidad una supernova a diez o veinte años luz del sistema solar hace unos sesenta y cinco millones de años, habría esparcido por el espacio un flujo intenso de rayos cósmicos, y algunos de estos rayos habrían penetrado la envoltura aérea de la Tierra y habrían quemado el nitrógeno de la atmósfera. Los óxidos de nitrógeno generados así habrían eliminado la capa protectora de ozono de la atmósfera, incrementando el flujo de radiación solar ultravioleta en la superficie y friendo y mutando la gran cantidad de organismos imperfectamente protegidos contra una luz ultravioleta intensa. Algunos de estos organismos pueden haber sido elementos básicos de la dieta de los dinosaurios.

La muerte de los dinosaurios. Una hipótesis astronómica la atribuye a la explosión de una supernova cercana, que en esta pintura de Don Davis aparece en el cielo a la derecha. Otra hipótesis supone que un gran asteroide chocó contra la Tierra; los escombros finos del impacto se mantuvieron en la estratosfera, redujeron la luz solar disponible para las plantas que los dinosaurios comían, y enfriaron la Tierra. Estos dos acontecimientos debieron suceder por lo menos una vez a lo largo de centenares de millones de años. La extinción de los reptiles inteligentes bípedos dejó el escenario libre para la evolución de los mamíferos y de los humanos.

Sea cual fuere, el desastre que eliminó a los dinosaurios del escenario mundial eliminó también la presión sobre los mamíferos. Nuestros antepasados ya no tuvieron que vivir a la sombra de reptiles voraces. Nos diversificamos de modo exuberante y florecimos. Hace veinte millones de años nuestros antepasados inmediatos probablemente todavía vivían en los árboles. Más tarde se bajaron porque los bosques retrocedieron durante una gran era glacial y fueron sustituidos por sabanas herbosas. No es muy bueno estar adaptado de modo perfecto a vivir en los árboles si quedan muy pocos árboles. Muchos primates arbóreos debieron desaparecer con los bosques. Unos cuantos se ganaron a duras penas la existencia en el suelo y sobrevivieron. Y una de estas líneas evolucionó y se convirtió en nosotros. Nadie sabe la causa de este cambio climático. Puede haber sido una pequeña variación de la luminosidad intrínseca del Sol o de la órbita de la Tierra; o erupciones volcánicas masivas que inyectaron polvo fino en la estratosfera, la cual reflejó entonces más luz solar al espacio y enfrió la Tierra. Puede haberse debido a cambios en la circulación general de los océanos. O quizás al paso del Sol a través de una nube de polvo galáctico. Sea cual fuere la causa, vemos de nuevo hasta qué punto está ligada nuestra existencia a acontecimientos astronómicos y geológicos casuales.

Después de bajar de los árboles, evolucionamos hasta una postura erecta; nuestras manos quedaron libres; poseíamos una visión binocular excelente; habíamos adquirido pues muchas de las condiciones previas para hacer herramientas. Ahora, poseer un cerebro grande y comunicar pensamientos complejos suponía una ventaja real. Es mejor ser listo que tonto si todo lo demás no varía. Los seres inteligentes pueden resolver mejor los problemas, vivir más tiempo y dejar más descendencia; hasta la invención de las armas nucleares la inteligencia ayudaba de modo poderoso a la supervivencia. En nuestra historia le tocó a una horda de pequeños mamíferos peludos que se ocultaba de los dinosaurios, que colonizó las cimas de los árboles y que luego se esparció por el suelo para domesticar el fuego, inventar la escritura, construir observatorios y lanzar vehículos espaciales. Si las cosas hubiesen sido algo distintas, podrían haber sido otros seres cuya inteligencia y habilidad manipuladora los habría llevado a logros comparables. Quizás los listos dinosaurios bípedos, o los mapaches o las nutrias o el calamar. Sería bonito saber hasta qué punto pueden ser diferentes otras inteligencias; por esto estudiamos las ballenas y los grandes simios. Podemos estudiar historia y antropología cultural para enterarnos un poco de qué tipo de civilizaciones distintas son posibles. Pero todos nosotros —las ballenas, los simios, las personas— estamos emparentados demasiado estrechamente. Mientras nuestros estudios se limiten a una o dos líneas evolutivas en un único planeta, continuaremos ignorando la gama y esplendor posibles de otras inteligencias y de otras civilizaciones.

En otro planeta, con una secuencia distinta de procesos aleatorios para conseguir una diversidad hereditaria y con un medio ambiente diferente para seleccionar combinaciones concretas de genes, las posibilidades de encontrar seres que sean físicamente muy semejantes a nosotros creo que son casi nulas. Las probabilidades de encontrar otra forma de inteligencia no lo son. Sus cerebros pueden muy bien haber evolucionado de dentro hacia fuera. Pueden tener elementos de conexión análogos a nuestras neuronas. Pero las neuronas pueden ser muy diferentes; quizás superconductores que funcionan a temperaturas muy bajas en lugar de aparatos orgánicos que funcionan a temperatura ambiente, en cuyo caso su velocidad de pensamiento sería 107 veces superior a la nuestra. O quizás el equivalente de las neuronas en otros mundos no está en contacto físico directo, sino comunicándose por radio, de modo que un único ser inteligente podría estar distribuido entre muchos organismos diferentes, o incluso muchos planetas distintos, cada uno con una parte de la inteligencia total, cada uno contribuyendo por radio a una inteligencia mucho mayor que él mismo.[75] Puede haber planetas en los que los seres inteligentes tengan unas 1014 conexiones neurales como nosotros. Pero puede haber lugares donde el número sea 1024 o 1034. Me pregunto qué pueden saber estos seres. Porque habitamos el mismo universo que ellos y por lo tanto tenemos que compartir información sustancial. Si pudiésemos entrar en contacto, en sus cerebros habría muchas cosas que serían de gran interés para nosotros. Pero lo contrario también es cierto. Creo que las inteligencias extraterrestres incluso seres que han evolucionado bastante más que nosotros estarán interesadas en nosotros, en lo que sabemos, en lo que pensamos, en la estructura de nuestros cerebros, en el curso de nuestra evolución, en nuestras perspectivas de futuro.

Si hay seres inteligentes en los planetas de estrellas bastante próximas, ¿es posible que sepan de nosotros? ¿Es posible que tengan alguna idea de la larga progresión evolutiva, desde los genes a los cerebros y a las bibliotecas, que ha ocurrido en el oscuro planeta Tierra? Si estos extraterrestres se quedan en casa, hay por lo menos dos maneras posibles para enterarse de nuestra existencia. Una sería escuchar con grandes radiotelescopios. Durante miles de millones de años habrían oído solamente una débil e intermitente estática de radio provocada por los relámpagos y los electrones y protones silbando atrapados dentro del campo magnético de la Tierra. Luego, hace menos de un siglo, las ondas de radio que salen de la Tierra se habrán vuelto más potentes, más intensas, menos parecidas a ruidos y más semejantes a señales. Los habitantes de la Tierra han descubierto al final la comunicación por radio. Hoy en día hay un vasto tráfico de comunicaciones internacionales por radio, televisión y radar. En algunas frecuencias de radio la Tierra se ha convertido con mucho en el objeto más brillante, la fuente de radio más potente del sistema solar, más brillante que Júpiter, más brillante que el Sol. Una civilización extraterrestre que siguiera la emisión de radio de la Tierra y recibiera estas señales no podría dejar de pensar que algo interesante está ocurriendo aquí en los últimos tiempos.

A medida que la Tierra gira, nuestros transmisores de radio más potentes barren lentamente el cielo. Un radioastrónomo en un planeta de otra estrella estaría en disposición de calcular la longitud del día en la Tierra a base de los tiempos de aparición y desaparición de nuestras señales. Algunas de nuestras fuentes más potentes son transmisores de radar; unos cuantos se utilizan para la astronomía de radar, para sondear con dedos de radio las superficies de los planetas cercanos. El tamaño del haz de radar proyectado contra el cielo es mucho mayor que el tamaño de los planetas, y gran parte de la señal se va más lejos, fuera del sistema solar y hacia las profundidades del espacio interestelar, a disposición de cualquier receptor sensible que pueda estar a la escucha. La mayoría de las transmisiones de radar sirven objetivos militares; rastrean los cielos temiendo constantemente un lanzamiento masivo de misiles con cabezas nucleares, un augurio con quince minutos de adelanto del fin de la civilización humana. El contenido informativo de estos pulsos es negligible: una sucesión de formas numéricas sencillas codificadas en forma de bips.

En general la fuente más difundida y perceptible de transmisiones de radio procedentes de la Tierra son nuestros programas de televisión. Puesto que la Tierra gira, algunas emisoras de televisión aparecerán en un horizonte de la Tierra mientras las otras desaparecen por el otro. Habrá un revoltijo confuso de programas. Una civilización avanzada en un planeta de una estrella cercana podría incluso separarlos y ordenarlos. Los mensajes repetidos con mayor frecuencia serían las sintonías de las emisoras y los llamamientos en favor de la compra de detergentes, desodorantes, tabletas contra la jaqueca, automóviles y productos petrolíferos. Los mensajes más obvios serían los transmitidos simultáneamente por muchas emisoras en muchas zonas temporales: por ejemplo discursos en tiempos de crisis internacional por el presidente de los Estados Unidos o por el primer ministro de la Unión Soviética. Los contenidos obtusos de la televisión comercial y los integumentos de las crisis internacionales y de las guerras intestinas dentro de la familia humana son los mensajes principales sobre la vida en la Tierra que seleccionamos para emitir hacia el Cosmos. ¿Qué pueden pensar de nosotros?

Es imposible hacer regresar estos programas de televisión. No hay manera de enviar un mensaje más rápido que les dé alcance y revise la transmisión anterior. Nada puede ir a velocidad mayor que la de la luz. La transmisión en gran escala de programas de televisión en el planeta Tierra no se inició hasta fines de los años 1940. Por lo tanto hay un frente de onda esférico centrado en la Tierra que se expande a la velocidad de la luz que contiene a Howdy Doody, el discurso de las Damas del entonces vicepresidente Richard M. Nixon y las inquisiciones televisadas del senador Joseph McCarthy. Puesto que estas transmisiones se emitieron hace sólo unas décadas, están a sólo unas decenas de años luz de distancia de la Tierra. Si la civilización más próxima está más lejos todavía, podemos respirar tranquilos un rato. En todo caso confío que encuentren estos programas incomprensibles.

El disco interestelar

Voyager. Las dos naves espaciales

Voyager, después de explorar los planetas gigantes, abandonarán el sistema solar, y por ello llevan mensajes dirigidos a cualquier civilización interestelar que pueda encontrarlos. La cubierta del disco (derecha) da instrucciones en notación científica para tocar el disco e indicaciones sobre la posición y época actual de la Tierra. Dentro está el disco (izquierda). Durará mil millones de años.

Las dos naves espaciales

Voyager van camino de las estrellas. Llevan cada una un disco fonográfico de cobre con un cartucho, una aguja y en una cubierta de aluminio del disco instrucciones para su uso. Enviamos algo sobre nuestros genes, algo sobre nuestros cerebros, y algo sobre nuestras bibliotecas a otros seres que podrían estar surcando el mar del espacio interestelar. Pero no quisimos enviar primariamente información científica. Cualquier civilización capaz de interceptar al

Voyager en las profundidades del espacio interestelar, con sus transmisores muertos hace mucho tiempo, sabrá mucha más ciencia que nosotros. Quisimos en cambio decir a todos estos seres algo sobre lo que parece ser exclusivo de nosotros. Los intereses de la corteza cerebral y del sistema límbico están bien representados; el complejo R menos. Aunque los receptores quizás no sepan ninguno de los lenguajes de la Tierra, incluimos saludos en sesenta idiomas humanos, y además saludos de las ballenas yubartas. Enviamos fotografías de hombres de todas las partes del mundo que cuidan de sus semejantes, que aprenden, que fabrican herramientas y arte, y que se enfrentan con problemas. Hay una hora y media de música exquisita procedente de muchas culturas, música que expresa nuestra sensación de soledad cósmica, nuestro deseo de acabar con nuestro aislamiento, nuestras ansias de entrar en contacto con otros seres del Cosmos. Y hemos enviado grabaciones de los sonidos que se habrían oído en nuestro planeta desde los primeros días, antes del origen de la vida, hasta la evolución de la especie humana y de nuestra más reciente tecnología, en pleno crecimiento. Es, como los sonidos de cualquier ballena yubarta, una especie de canción de amor lanzada a la vastedad de las profundidades. Muchas partes de nuestro mensaje, quizás la mayoría, serán indescifrables. Pero lo hemos enviado porque era importante intentarlo.

De acuerdo con este espíritu incluimos en la nave espacial

Voyager los pensamientos y sensaciones de una persona, la actividad eléctrica de su cerebro, corazón, ojos y músculos, que se grabaron durante una hora, se transcribieron en sonido, se comprimieron en el tiempo y se incorporaron al disco. En cierto sentido hemos lanzado al Cosmos una transcripción directa de los pensamientos y sensaciones de un ser humano en el mes de junio del año 1977 en el planeta Tierra. Quizás los receptores no sacarán nada de él, o pensarán que es una grabación de un púlsar, porque se parece a ella de un modo superficial. O quizás una civilización increíblemente más avanzada que nosotros será capaz de descifrar estos pensamientos y sensaciones grabadas y de apreciar nuestros esfuerzos por compartirnos con ellos.

La información de nuestros genes es muy vieja: la edad de gran parte de ella es de millones de años, algunas partes tienen miles de millones de años. En cambio la información de nuestros libros tiene como máximo unos miles de años de edad, y la de nuestros cerebros es de sólo unas décadas. La información de más larga vida no es la información característicamente humana. Debido a la erosión de la Tierra nuestros monumentos y artefactos no sobrevivirán, en el curso natural de los acontecimientos, hasta un futuro distante. Pero el disco

Voyager está viajando hacia el exterior del sistema solar. La erosión en el espacio interestelar debida principalmente a rayos cósmicos y a los impactos de granos de polvo es tan lenta que la información en el disco durará mil millones de años. Los genes, los cerebros y los libros codifican la información de modo distinto y persisten a través del tiempo a un ritmo diferente. Pero la persistencia de la memoria de la especie humana será mucho más larga que los surcos metálicos impresos del disco interestelar

Voyager.

El mensaje

Voyager se desplaza a una lentitud desesperante. Es el objeto más rápido lanzado nunca por la especie humana, pero tardará decenas de miles de años en recorrer la distancia que nos separa de la estrella más próxima. Cualquier programa de televisión atraviesa en horas la distancia que el

Voyager ha cubierto en años. Una transmisión de televisión que acaba de estar ahora mismo en el aire, en unas cuantas horas dará alcance a la nave espacial

Voyager en la región de Saturno, y más allá, y continuará su carrera hacia las estrellas. Si va en la correspondiente dirección alcanzará Alpha Centauri en algo más de cuatro años. Si dentro de unas décadas o de unos siglos alguien en el espacio exterior oye nuestras emisiones de televisión, espero que piense bien de nosotros, porque somos el producto de quince mil millones de años de evolución cósmica, la metamorfosis local de la materia en consciencia. Nuestra inteligencia nos ha dotado recientemente de poderes terribles. No está todavía claro que tengamos la sabiduría necesaria para evitar nuestra propia destrucción. Pero muchos de nosotros están luchando duro por conseguirlo. Confiamos que muy pronto, en la perspectiva del tiempo cósmico, habremos unificado pacíficamente nuestro planeta con una organización que respete la vida de todo ser vivo que lo habita, y que esté dispuesta a dar el siguiente gran paso, convertirse en parte de una sociedad galáctica de civilizaciones en comunicación.

El mensaje interestelar de Arecibo. El día 16 de noviembre de 1974 se transmitió una señal de radio desde el observatorio de Arecibo hacia el cúmulo globular M13, que dista unos 25.000 años luz, lejos del plano de la galaxia Vía Láctea. La señal contenía 1679 bits de información. Pero 1679 = 73 × 23, es el producto de dos números primos, lo cual sugiere ordenar los bits en una matriz de 73 x 23, que da esta imagen. La fila superior establece una convención para contar en binario; la segunda especifica los números atómicos de los elementos químicos hidrógeno, carbono, nitrógeno, oxígeno y fósforo, de los cuales estamos compuestos (capítulo 9). Los bloques verde y azul representan en estos términos, de modo respectivo y numérico, el espinazo del ADN formado por nucleótidos y fosfato de azúcar (capítulo 2 ). El bloque blanco vertical representa el número de nucleótidos en los genes del ser rojo, cuya población total es el número de la derecha, y cuya estatura está indicada por el número de su izquierda (en unidades de la longitud de onda de la transmisión, 12,6 centímetros). El sistema planetario de este ser está en amarillo, y su tercer planeta tiene alguna importancia especial. En violeta está el radiotelescopio que transmitió el mensaje. Su tamaño viene dado entre las líneas horizontales. (Cedido por el observatorio de Arecibo; Centro Nacional de Astronomía y de la Ionosfera, Universidad de Cornell).

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