Core

Core


CORE » EN CONJUNCIÓN

Página 31 de 34

En el año 2007 llegó por primera vez a los tribunales de nuestro país una petición de eutanasia a nombre de J. Ś., un hombre de treinta y dos años que llevaba desde los catorce paralizado de cuello para abajo. Solicitaba que se le desconectara el respirador. En la solicitud explicaba claramente que no deseaba vivir más una vez hubieran fallecido sus padres. Estaba claro que cuando ellos no pudieran seguir ocupándose de él se quedaría completamente solo. Los órganos sociales responsables apenas se habían interesado por el caso, le habían fallado también los servicios sociales locales, así como, seguramente, los vecinos y la parroquia. La carta del enfermo era un grito desesperado. En realidad, lo que estaba pidiendo no era la muerte: se trataba de la llamada de un ser humano que sufría abandonado, completamente solo, pues los únicos que se ocupaban de él eran unos padres ancianos y cansados. «Deberíamos escuchar miles de veces más esas voces, las de todos aquellos que están encerrados en hospitales psiquiátricos aunque no deberían estar allí. Pienso en los autistas que mueren de neumonías que se ceban con ellos porque están pudriéndose en los hospitales, atados a sus camas; en las personas abandonadas, en los deficientes, en aquellos para los que cada vez queda menos sitio en nuestra sociedad»,[382] escribe la hermana Małgorzata Chmielewska, una persona excepcional que pertenece a la asociación El Pan de la Vida, dedicada a proporcionar vivienda a personas sin techo, a enfermos, a madres solteras, así como a servir de albergue para hombres y mujeres.

Menos de dos semanas después de la publicación en la prensa de la petición de eutanasia del enfermo, leímos en los titulares de los periódicos: «J. Ś. quiere vivir». Nos contaban que había vuelto a sonreír tras experimentar unas muestras de interés y apoyo con las que durante años no se había atrevido siquiera a soñar. Para poder volver a llevar una vida normal y sentirse útil, quería encontrar un trabajo. ¿Qué podía hacer alguien cuyo único órgano sano era el cerebro y necesitaba la ayuda constante de otras personas? Él mismo respondió a la pregunta: «Puedo hablar. No hay persona en el mundo que sea capaz de animar a otro en una situación terrible mejor que yo. Yo ya he pasado por todo eso. Ya sé lo que es tocar fondo».[383] La irreemplazable Ania Dymna, junto a la fundación para personas discapacitadas llamada A Pesar de Todo, ya se ha encargado de contratarlo y de conseguirle un teléfono que le mantenga en contacto con todo el país, así como una silla de ruedas. Había quedado claro que J. Ś., al pedir la muerte, en realidad lo que estaba haciendo era gritar a los cuatro vientos que quería vivir: una vida a la que empezó a acostumbrarse en unas pocas semanas.

¿Se puede hablar de mantenimiento artificial de la vida en el mencionado caso? No cabe duda de que J. Ś. se mantiene con vida gracias a un aparato médico, pero, «¡por Dios! ¡Precisamente para eso es para lo que se inventó!».[384] El concepto de eutanasia se ha ido volviendo cada vez más polisémico, como se puede ver en la creciente cantidad de términos para referirse a ella. Se habla de eutanasia, autotanasia, distanasia, ortotanasia, eutanasia eugénica, económica, y otras. Se habla de eutanasia pasiva y activa, mediada, directa, voluntaria, involuntaria… Ni la variedad de términos ni las extensas discusiones sobre el tema podrán borrar la diferencia que existe entre muerte natural y provocada, la sobrevenida y la deseada. La afirmación de que administrándole la muerte se preserva la dignidad del paciente, mientras que evitar que muera la socava, es una «perversión ética, pues discrimina a todos los enfermos, minusválidos y personas que sufren y que precisamente en nombre de su propia dignidad siguen con vida».[385]

Y por último, permítanme hacer una observación personal. Durante todos los años en los que llevo dedicándome a la medicina, nunca he oído a ningún enfermo solicitar la eutanasia. La hermana Chmielewska comparte conmigo esa misma experiencia, y eso que se ha dedicado exclusivamente a personas con grandes sufrimientos y enfermos incurables, de los que la mayoría «sabían que tenían los días contados. Pero sabían también que contaban con el apoyo de nuestro amor, que nuestro amor les rodeaba».

 

Lo que lleva la mayor parte de las veces a pensar en poner fin a la vida es el dolor. Se cuela en nosotros, no deja sitio para nada más, nos atrapa por completo. Sabemos que es algo ajeno, y, «como una palabrota o maldición, nos es fácil pronunciarla sólo en una lengua que no es la nuestra».[386] Los médicos de todos los tiempos—magos y chamanes—han intentado desde tiempo inmemorial mitigar el dolor. Para ello echaron mano de extractos de plantas; no ha habido medicamentos que acompañaran de manera más fiel a los humanos en su historia que los mitigadores del dolor: los salicílicos y los opioides. Hoy en día, el abanico de remedios calmantes se ha visto extraordinariamente ampliado, de la misma manera que se han perfeccionado las técnicas que permiten administrarlos de manera constante. Detenemos el avance del dolor, lo borramos de la conciencia. Parecería que el ideal al que aspiramos es una vida sin dolor; si es así, el ejemplo de unos cuantos jóvenes que llevan ese tipo de vida debería servirnos de advertencia.

Todo empezó con un niño de diez años que vivía en el norte de Pakistán y que actuaba en espectáculos callejeros: se clavaba cuchillos en las manos y andaba sobre brasas sin pestañear. Formaba parte de un grupo de seis niños que decían no haber sentido nunca dolor y que procedían de tres familias emparentadas, aunque los padres no poseían esa extraña cualidad. Un detallado estudio neurológico comprobó que los seis niños tenían perfectamente desarrolladas otras cualidades: reaccionaban al contacto, a la presión, diferenciaban temperaturas al contacto con varillas calientes y frías, se reían cuando se les hacía cosquillas, sentían perfectamente la posición del cuerpo. Todo era normal, lo único fuera de lo común era su inmunidad al dolor.

El dolor lo desencadenan determinados estímulos en unas terminaciones nerviosas, especializadas en esa tarea, que recorren los tejidos de nuestro cuerpo y algunas de sus partes internas. Se trata de los receptores del dolor o, en términos médicos, los nociceptores. A partir de ellos, de las terminaciones nerviosas, los impulsos viajan a través de los nervios mediante impulsos eléctricos hasta el cerebro. Sin embargo, la señal se origina en receptores especiales o, para ser más exactos, en las membranas celulares. Éstas disponen de canales que regulan el flujo de iones, lo que conlleva la generación de potenciales de acción. Así, por ejemplo, los canales de sodio están presentes en los receptores del dolor hasta en diez formas diferentes. El gen que controla uno de ellos, el «SCN9A, también llamado Nav1.7»,[387] presentaba mutaciones en los seis niños paquistaníes, lo que significaba que su receptor estaba dañado y no era capaz de recibir las sensaciones de dolor. Dado que esos receptores no se encuentran ni en el corazón ni en el sistema nervioso central, surgió la idea de buscar medicamentos que los bloquearan. Las señales de dolor que vienen del corazón y que son indicio de su falta de riego, por ejemplo en el caso de un ataque al corazón, quedarían, en el caso de estos hipotéticos fármacos, intactas. La cuestión está en que la inmunidad al dolor no hacía que los jóvenes paquistaníes fueran personas más sanas. Más bien todo lo contrario: todos ellos presentaban heridas en labios y lengua, ya que se la habían mordido constantemente en su primera infancia, hasta los cuatro años. Algunos habían perdido por este motivo partes distales de la lengua, otros debieron someterse a operaciones de cirugía plástica. Tenían el cuerpo cubierto de morados y de heridas. Se fracturaban fácilmente los huesos, cuya posterior soldadura se complicaba con infecciones debido a que el enfermo, al no sentir dolor, tampoco sentía la necesidad de inmovilizar la extremidad. El dolor, que para el resto de los mortales tiene exclusivamente connotaciones negativas por estar indefectiblemente asociado al sufrimiento, mostró en este caso su otra cara: su papel como alarma que nos advierte del peligro y que hace que se desencadenen los mecanismos de defensa: obliga a detenerse, impone la inmovilidad, nos hace buscar ayuda.

 

Nuestro tiempo de vida se alarga. Durante el siglo pasado nos tocó añadirnos de media unos veinticinco años. ¡Nada menos que un cuarto de siglo más en el

curriculum vitae! ¿No es acaso el principio de una carrera hacia la inmortalidad? Pero, con todo, seguimos sin ser capaces de devolver la juventud, y la inmortalidad sin la juventud—aseguraban los griegos—es una desgracia. Esta convicción que, como no podía ser de otro modo, encontró también su expresión en los mitos, era conocida por Miguel Ángel. En un fresco de la Capilla Sixtina, entre las cinco sibilas, únicamente pintó a una con cara de anciana: se trata de la sibila cumana, a la que Apolo le concedió la inmortalidad pero sin conservar el atractivo y la juventud. Con este motivo está relacionada también la historia de Eos-Aurora. Muchos poetas han cantado a la extrema belleza de esa mujer que abría cada día las puertas de oriente para luego saltar a su carro de pétalos de rosa y recorrer la bóveda celeste, enviando a la tierra el rocío de la mañana y cubriendo el cielo con estelas de luz en honor a su hermano el Sol. La noche y el sueño escapaban a su paso y las estrellas apagaban su fulgor. Eos era muy apasionada y tuvo amoríos con varios dioses, pero su gran amor fue el rey troyano Titonos. Lo llevó al Olimpo y le suplicó a Zeus que le concediera la inmortalidad. Vivieron mucho tiempo y fueron muy felices, pero con el tiempo Titonos empezó a envejecer: al solicitar para él la inmortalidad, Eos había olvidado pedir también su eterna juventud. Ante sus ojos se fue convirtiendo en un pequeño y seco anciano. Incapaz de soportar tal visión, lo encerró en una cajita de madera. De allí fue a liberarlo Zeus, que lo convirtió en una cigarra y lo envió a la tierra. En una litografía francesa del siglo XVII podemos apreciar a una Eos joven, bella y alada que se inclina hacia Titonos, que está debajo de un árbol, y le da un tierno beso de despedida mientras a él le va creciendo un abdomen de insecto.

 

La medicina moderna busca en la genética las respuestas a la pregunta por la eternidad. A nivel molecular, el envejecimiento consiste en una acumulación de defectos, de roturas del ADN, que va perdiendo progresivamente la capacidad de autorrepararse. Como resultado, disminuye el número de células madre que sería necesario para la renovación permanente del organismo pluricelular que somos. La fuente de células nuevas, jóvenes, se seca. Así nos explicamos qué es el envejecimiento, aunque estamos aún muy lejos de poder interferir farmacológicamente en este proceso extremadamente complejo. Lo que alarga nuestra vida hoy por hoy es la prevención y el tratamiento de las enfermedades comunes. También las restricciones calóricas, es decir, el adelgazamiento. Limitar la ingesta de calorías en un veinticinco por ciento (siempre que no lo hagamos de manera violenta y sin caer en la malnutrición) parece alargar la vida. Los experimentos realizados en animales son convincentes; en los seres humanos—debido a la necesidad de realizar observaciones a largo plazo—las evidencias aún no están completas. ¿Cuántos años podemos añadirnos? Quizá diez, o quince, pero en todo caso, nadie es capaz de imaginarse que la media de vida de las próximas generaciones vaya a superar el siglo. Es el límite, aunque difuso, que se vislumbra en el horizonte.

 

Algo diferente sucede con la vida fuera del cuerpo, con la vida

in vitro, en la probeta, donde la inmortalidad es un asunto que salta a la vista. Es destacable aquí el mérito de Alexis Carrel, que, enterado de los intentos que se estaban realizando para cultivar células embrionarias de ranas, desarrolló entre 1910 y 1912 un método original de cultivo de tejido de humanos adultos. Aunque sus sucesores, veinticinco años después, se burlaran de ese cirujano que, sin elaborar hipótesis alguna, se había lanzado a buscar soluciones a los problemas que le fascinaban, lo cierto es que las había encontrado. Y aunque también se le han recriminado—y con razón—las posturas racistas que adoptó al final de sus días, es indudable que sus trabajos sentaron las bases del cultivo de células. Hoy en día, esta práctica se realiza en miles de laboratorios de todo el mundo. En vida, Alexis Carrel fue famoso no por estas cuestiones, sino por el «corazón inmortal del pollo».[388] Carrel tomó un fragmento de corazón de un embrión de pollo y lo colocó en un recipiente de cristal. Las células aisladas latían rítmicamente separadas del organismo. Carrel consiguió mantenerlas con vida utilizando cambiantes fluidos nutritivos que había probado de antemano manteniendo la asepsia e introduciendo pequeños pero fundamentales cambios en técnicas ya existentes. Allí permanecieron las células latiendo un mes, otro, y otro más, hasta que la prensa se hizo eco del asunto. El corazón, símbolo de vida y de sentimiento que cualquiera podía notar llevándose la mano al pecho, latía ahora en solitario «en un frasco de pepinillos».

La sensación fue enorme, el experimento disparó la imaginación. Asombro, admiración, pero también miedo: «la sangre se hiela en las venas como cuando uno escucha los relatos de Edgar Allan Poe», se escribió. El corazón dejó de latir a los ciento cuatro días, pero las células siguieron multiplicándose, siguieron con vida, aunque con el paso de los meses y los años se convirtieron en tejido fibroso. Sin embargo, la prensa siguió celebrando el primero y luego el segundo aniversario del «palpitante corazón de pollo». El propio Carrel, influido por la filosofía de Bergson, lo llamó «vida sustraída al poder del tiempo», una vida «atemporal», y hablaba no ya de una «vida permanente», sino de una «vida inmortal», de «inmortalidad». Pero la verdadera inmortalidad

in vitro nos la descubrió una mujer joven que acudió al hospital Johns Hopkins de Baltimore en 1951.

Se llamaba Henrietta Lacks y era negra. Había acudido al médico por unas hemorragias vaginales que sufría entre las menstruaciones. La biopsia arrojó un diagnóstico: cáncer de cuello de útero. El fragmento de tejido tomado se envió a un pequeño laboratorio en el que se intentó cultivar las células con el objeto de diagnosticar la malignidad del cáncer, acción para la que a Henriette nadie le pidió permiso ni opinión alguna. Sus células asombraron a los científicos. Estaban fenomenalmente vivas.

In vitro se reproducían sin parar. Habían soportado perfectamente el trance de ser transportadas y suponían un alimento estupendo para los virus, entre ellos, para el virus de la polio, contra el que se estaba buscando en ese momento una vacuna en América entera. Las células HeLa, pues así se las empezó a llamar en honor a la enferma de las que procedían, empezaron a trasladarse de laboratorio en laboratorio, de una costa a otra de Estados Unidos, y posteriormente, al mundo entero. Para entonces, hacía tiempo que Henrietta había muerto. Sólo había sobrevivido ocho meses después del diagnóstico. Pero sus células seguían con vida. Las células HeLa están disponibles actualmente en los catálogos de tiendas de materiales biológicos y médicos con los que trabajan decenas de miles de laboratorios en todo el mundo, incluido el de quien esto escribe. Más de medio siglo después, las células hierven con la misma vitalidad y energía, el mismo

élan vital que hervían el día en que abandonaron a Henriette Lacks.

 

De esta manera, la vida salió del cuerpo para asentarse en los recipientes de vidrio que le habíamos predestinado. La vida resultó ser extremadamente práctica y capaz de aguantar los distintos experimentos e intervenciones a los que la sometíamos. Podemos congelarla, detenerla en el sentido literal, llevándola a una temperatura inferior a menos ochenta grados centígrados o más baja, y mantenerla en este estado muchos años para luego sacarla de él, despertarla, sincronizar el tiempo de las células y revivirlas. Si a una cobaya muy joven le extraemos un trozo de piel y lo congelamos durante un año para luego volver a trasplantárselo, entonces todas las células de nuestro animalito compartirán el mismo repertorio genético, pero su edad será distinta. La cobaya será entonces una «quimera de tiempo» creada por nosotros. Estos experimentos y otros parecidos cada vez tienen más que decir sobre la manera en que entendemos qué es la vida y el tiempo en biología. Si supiéramos, además, hacer viajar al hombre en el tiempo y hacer retroceder las manecillas de su reloj biológico, el destino de Henrietta Lacks habría sido muy otro. La enfermedad que se la llevó tan rápidamente es el segundo tipo de cáncer más habitual en las mujeres. Cada año se diagnostican medio millón de nuevos casos, pero el ochenta por ciento de las muertes tienen lugar en los países pobres. El causante del tumor es el virus del papiloma humano, que se transmite por vía genital. Se ha desarrollado ya una efectiva vacuna profiláctica contra la cepa más común de ese virus, y a mediados de 2007 la agencia estadounidense Center for Disease Control (Centro para el control de enfermedades) lanzó la recomendación de vacunar a todas las niñas de entre once y doce años. De esta manera, se controlará y podrá ser erradicada de los países desarrollados una enfermedad más. La esperanza es que el remedio alcance los continentes y países donde este tipo de cáncer causa más estragos. Aunque tampoco podemos excluir la posibilidad de que el virus, al sentirse amenazado, empiece a escabullirse, a mutar. Si eso sucede, tendremos que perseguirlo con nuevas vacunas y seguramente con nuevos fármacos antivirales de los que no disponemos en este momento.

 

Las enfermedades cambiarán: las de hoy se esconderán en las sombras y serán sustituidas por otras nuevas. Algo nos dice que seremos capaces de arreglárnoslas, de vencerlas. De esta forma de pensar seguramente sea responsable el positivismo, que vio en el avance de la ciencia una garantía de poder solucionar los problemas y las cuitas de la humanidad. Pero, como dijo el poeta, «el paraíso de los positivistas ha resultado estar vacío».[389] Aunque por otro lado, tenemos derecho al optimismo, pues ¿acaso podemos tildar los logros de la medicina de otra manera que no sea de asombrosos? Sí, pero ¿nos acercan a conocer el alma? De momento no lo parece. ¿Cómo vamos a conocer aquello que hemos desterrado al reino del no-ser, negándole el derecho a la existencia? El alma y la muerte. Primero expulsamos de nuestra lengua y pensamiento al alma, a lo inmortal, y ahora, en nuestro pensamiento, en nuestras conversaciones, en la vida cotidiana, silenciamos la muerte. Nos sumergimos en el presente. Vivimos en un

reality show, en un

talk show, incluso nos inventamos una nueva vida en un mundo virtual. En Second Life,[390] el nuevo fenómeno de Internet, un juego de ordenador llamado MMO (

Massively Multiplayer Online) que tiene enganchados a millones de usuarios, no nos hacen correr con una espada ni aniquilar monstruos. Salimos de la realidad a otro mundo donde nos está esperando una casa virtual, un coche virtual, una esposa virtual. En Second Life vamos a trabajar, ahorramos. La agencia Reuters cuenta ya con un corresponsal permanente, y cada vez más países cuentan con su embajada. Allí uno puede embellecerse el rostro, modelar su silueta, encontrar enemigos y amigos, enamorarse, pasear, pasar horas de tiendas comprando con divisas reales que se descuentan automáticamente de la tarjeta de crédito.

Nature, una de las revistas más prestigiosas del mundo, anima a los científicos a presentar los resultados de sus investigaciones en una conferencia virtual en un anfiteatro del que ya se dispone.

 

Para Heráclito, el alma era el mayor de los misterios. Y si bien advirtió de que no llegaremos nunca a conocer sus límites, por mucho que recorramos todos sus caminos, él «se buscaba a sí mismo». Contrario a la opinión de que el alma es inasible, pero de acuerdo con su teoría de que en los opuestos se encuentra la armonía, buscaba esta alma en su interior. El alma, la esencia del ser. Si volvemos la mirada hacia ella, podremos preguntarnos de nuevo si existe el alma de la medicina. Podemos quedarnos mirándola fijamente, como hemos hecho en todos los ámbitos en los que la medicina ha estado presente: en algún lugar entre la vida y la muerte, entre la salud y la enfermedad, la ciencia y el arte, y también en el amor. En esa búsqueda, en nuestro viaje, la hemos visto brillar por momentos en los ojos de un enfermo que se despierta de un coma profundo, en el corazón trasplantado de la mujer que fue capaz de coronar el monte Cervino, en el dolor y el sufrimiento aplacados por el arte médico, en la mirada de un científico que ha descubierto un nuevo medicamento. ¿Y si concentráramos, como en la pupila del ojo, todas esas situaciones en un solo cuadro? En el cuadro veríamos a un enfermo en la consulta del médico. El enfermo acude con su dolor, su sufrimiento, con un grito de socorro. Y el médico, sin prestar atención al temor del enfermo (ni al suyo propio), sabiendo lo poco que sabe (siempre demasiado poco), le dice: «Estoy a tu lado, juntos miraremos al peligro a la cara». Y en ese momento habrán de caer todos los velos con los que nuestra mente ha ido adornando al alma durante siglos. La niña, Core, se nos presenta en la pupila del enfermo. Sale a la luz, clara y nítida justo en el momento en que escucha nuestra llamada: «Estaré contigo. No te abandonaré. No te quedarás solo».

Ir a la siguiente página

Report Page