Coral

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Greg cuidó a su hermana durante toda la noche y el día siguiente, sin despegarse de su lado, mientras el estado de la enferma alternaba entre períodos lúcidos, en los que parecía ya recuperada, y recaídas momentáneas, en las que la fiebre volvía a subir y le provocaba escalofríos y alucinaciones. Al fin, al anochecer del segundo día, tras tomar el jarabe del médico, Amelie se quedó dormida plácidamente, sin pesadillas ni ardores, como un niño que descansa tras un agotador día de travesuras.

—Yo la cuidaré esta noche — dijo Coral, poniendo una mano sobre el hombro de Greg, que lucía oscuras ojeras bajo sus ojos claros. Él quiso negarse, pero ella insistió—. Está mucho mejor y tú necesitas descansar.

—No sé si...

—Estará bien.

Greg se puso en pie, pasándose una mano por la frente y, agotado, miró a Coral con una sonrisa torcida.

—De acuerdo. ¿Dónde dormiré, entonces?

—En mi habitación. — Coral notó que enrojecía, así que se dedicó a arreglar las mantas de la cama de la enferma para disimular su apuro—. Amelia duerme en la de mi tía.

—¿Y la señora Emilia sabe que voy a dormir en tu cama?

—No, no se lo he dicho. — Comprendió que se burlaba de su azoramiento y se enfrentó a él con gesto airado—. No hay otra habitación libre. Puedes escoger entre mi cama o el duro suelo.

—Creo que aceptaré tu amable invitación. — Con una risa contenida, Greg se inclinó, agradecido, y le besó la mano—. Será un placer dormir entre tus sábanas.

—Vete ya.

Coral abrió la puerta y le hizo gestos para que se marchara, aunque al final se contagió de su humor travieso y tuvo que morderse los labios para contener una carcajada.

Durante los dos días siguientes continuaron turnándose en el cuidado de la enferma. Amelie mejoraba a ojos vistas y las fiebres comenzaban por fin a remitir, lo que le permitía pasar más tiempo despierta, alimentarse adecuadamente y conversar de manera incansable con su hermano, siempre sobre tiempos pasados, amigos y familiares, y nunca sobre su breve matrimonio, que parecía incapaz de nombrar siquiera.

A la tercera noche, después de que Amelie hubiese cenado y comenzara a dormirse, Coral y Greg bajaron a la cocina para compartir una cena tardía, escoltados por la tía Emilia, que fingía estar muy ocupada colocando la vajilla mientras ejercía de carabina y les lanzaba fieras miradas cuando ellos no conseguían retener la risa.

—Tendré que ir a hablar con ese hombre — dijo al fin Greg, poniéndose serio.

—¿Es necesario?

—Prefiero adelantarme y no esperar a que descubra dónde está Amelie.

—No se atendrá a razones.

—Peor para él.

Coral recogió su plato y se acercó a la pila, donde lo enjuagó con agua. La preocupación formaba una honda arruga en su frente. Temía un duro enfrentamiento entre Greg y su padrastro.

—La ley está de su parte — dijo tía Emilia, sentándose a la mesa—. Es amo y señor de su esposa, y poco se puede hacer ante ello. Además, también están los votos en la iglesia. Las mujeres juran obedecer, ser fieles...

—Y los hombres juran protegerlas y cuidarlas. — Greg dio un golpe sobre la mesa de madera, furioso—. No voy a permitir que ese energúmeno vuelva a poner sus manos sobre mi hermana. Si las leyes humanas y divinas no pueden detenerlo, yo lo haré.

Emilia se santiguó ante sus palabras herejes, pero guardó un prudente silencio, puesto que comprendía las razones de su huésped. Coral se acercó a Greg y posó una mano conciliadora sobre su brazo. Él la miró a los ojos y, por un momento, la rabia se desvaneció de su rostro.

Un ruido en la puerta trasera los sobresaltó. Alguien trataba de abrirla desde fuera, tironeando con fuerza al notar que estaba cerrada. Emilia y Coral se miraron, preocupadas. Era demasiado tarde para que nadie se acercase a la casa, como no fueran malas noticias. Ambas mujeres miraron a Greg, que, comprendiendo su gesto, se puso en pie y abrió la puerta.

Sorprendido, el intruso cayó hacia dentro a trompicones. Greg lo sujetó por un brazo y lo zarandeó, extrañado por su ligereza. Lo arrastró hacia la luz y lo soltó al instante, al ver la toca que cubría su cabeza.

—¡Ay, madrina! — dijo la recién llegada mirando a Emilia—. Creí que nunca llegaba.

Por un momento, las fuerzas le fallaron. Greg la sujetó por la cintura, la ayudó a sentarse y le ofreció un vaso de agua.

—¿María? — Emilia miraba a la muchacha pálida, agotada, que se apoyaba sobre la mesa, al límite de sus fuerzas—. ¿De dónde sales, criatura?

—No me riña, madrina. He tenido que escaparme.

La muchacha, tan blanca como la toca que usaba, en contraste con el fúnebre color del resto de su hábito, bebió el agua con ansia y suspiró con placer al terminarla.

—¿Escaparte? ¿Del convento? No sabía que hubieras tomado los hábitos.

—No, no, no. Esto es sólo un disfraz. — La muchacha rió, se quitó la toca y sacudió su larga melena rubia como el trigo—. Se lo cogí prestado a las hermanas de mi antiguo colegio. Ellas me hubieran ayudado, pero tenían miedo a mi tío. Y no me extraña. Yo también le tengo miedo. Pero debía escapar. No me iba a casar con el memo de su hijo sólo porque él lo ordenara. A fin de cuentas, no es mi tutor, ni mi padre, ni manda en mí. Sólo es el esposo de mi tía. Y yo no le debo nada. Sólo faltaría...

—¡María Cristina de Ibarra!

Emilia se puso en pie, deteniendo el torrente de palabras de su ahijada, que la miró sobresaltada. Pareció que sus ojos, de un azul tan claro que resultaba transparente, iban a salírsele de las órbitas.

—¿Quieres dejar de hablar sin ton ni son y explicarte de una vez?

—¡Ay, madrina!, pero si ya se lo he dicho todo. Que mi tío Aurelio, el esposo de tía Hermitas, quería casarme con su hijo, el pobre Aurelito, que ya sabe usted que es tan tonto que tienen que darle de comer en la boca como a un bebé. Pero al tío se le ha metido en la cabeza que ya que no tendrá más hijos, porque la tía Hermitas no le ha dado ninguno, y de su primer matrimonio sólo nació ese pobre retrasado, pues ha pensado casar a Aurelito para que le dé un nieto. — María tendió su vaso hacia Greg, que se lo rellenó sin disimular la risa que le producían las explicaciones de la joven—. Un hijo del pobre Aurelito, ¿se imagina usted? ¿Y si sale igual que el padre?

—¿Tu hermano sabe algo de todo esto?

—Por supuesto que no sabe nada. Tío Aurelio me sacó del colegio y me llevó a su casa con la excusa de que ya era mayor para seguir con las monjas. Y ya sabes cómo es de mal genio y de tacaño. Pero no, desde que me llevó a su casa me trataba como a una hija, todo halagos y buenas palabras, y me compró un montón de cosas. Ahora que lo pienso, claro, me estaba haciendo el ajuar.

—¿Y cuándo te enteraste de lo que pretendía?

—Por casualidad, hace un par de días, lo oí hablando con tía Hermitas. Parece que lo tenían todo preparado. Nos casaría un cura amigo, en una pequeña iglesia del pueblo de mi tío, sin invitados, ni fiestas, ni nada. — María bebió de otro trago el segundo vaso de agua, mirándolos alternativamente con sus expresivos ojos—. Si viera, madrina, la forma en que me mira Aurelito, babeando...

—Déjalo, niña. No es necesario que te expliques más.

—¿Me ayudará? Por favor, por favor, madrina, no tengo a nadie más en España.

—Habrá que escribir a tu hermano.

—No puedo esperar a escribirle. La respuesta puede tardar meses. Lo que tengo que hacer es reunirme con él.

—Pero, María, no puedes cruzar el océano tú sola para ir en busca de tu hermano.

—Tengo que hacerlo. Diego tiene ahora su hogar en Santa Marta y no piensa volver a España, así que me iré a vivir con él. No voy a quedarme aquí esperando a que tío Aurelio me encuentre.

—¿Su hermano vive en Santa Marta? — preguntó Greg, apoyando las caderas en la mesa, cerca de la joven, que lo miró con interés.

—¿Conoce usted la isla?

—Un poco. Nací allí.

—¿De verdad? — María se arregló con coquetería su hermosa melena sin dejar de mirar a su apuesto interlocutor—. ¿Es un lugar tan hermoso como dicen? Mi hermano vive allí desde hace cinco años y me escribe cartas diciéndome que es el paraíso.

—Es un bello lugar, no hay duda, pero no puedo ser imparcial cuando se trata de mi tierra natal. Dígame, ¿su hermano es el ayudante del gobernador? ¿Diego de Ibarra, no?

—Sí, así es. ¿Le conoce?

—Apenas. Hace unos meses asistimos a un enlace matrimonial en la oficina del gobernador. Su hermano era el testigo. — Greg cruzó los brazos, recordando con una sonrisa la apresurada boda de Devin Wallace y Terry Demarest—. Desde entonces he estado viajando en mi barco y no he tenido la oportunidad de volverle a ver.

—¿Tiene usted un barco? — Greg asintió—. ¿Vuelve pronto a Santa Marta? ¿Me llevará con usted?

—Me temo que no tengo previsto partir en breve, y por lo que veo, tiene usted auténtica prisa por reunirse con su hermano. Pero podría hacer unas gestiones en el puerto de La Coruña para buscarle un barco con una tripulación de confianza.

—Le estaría tan agradecida...

—Bueno, bueno, ya hablaremos más detenidamente de todo esto mañana. — Emilia se puso en pie e hizo una seña a su ahijada para que la siguiera—. Todos estamos cansados y tú pareces a punto de quedarte dormida de pie. Ven, tendremos que compartir habitación; me temo que la casa está llena. No sé por qué extraño motivo esta casa se ha convertido de repente en el refugio de todas las jóvenes que deciden huir de su destino. — Abrió la puerta de la cocina e hizo una seña a la rubia jovencita para que la precediera—. Coral, tú también pareces cansada. Retírate ya. Mañana las doncellas recogerán la cocina. Buenas noches. Buenas noches, señor Hamilton.

—Buenas noches, señora Emilia.

Cuando se hubieron marchado, Coral se puso en pie, inquieta, y recogió los platos y los vasos usados y los dejó en la pila.

—Déjalo estar — le pidió Greg, tomándola de las manos—. Tu tía tiene razón. Estás cansada. Te acompañaré arriba.

—Es cierto que esta casa últimamente parece haberse convertido en un refugio para inconformistas.

—Me gustan las personas que no se resignan a su destino. — Greg acariciaba sus manos, jugueteando con sus finos dedos—. ¿Conocías a María?

—De cuando éramos pequeñas, sí, aunque han pasado muchos años y me ha costado reconocerla. Es... es una muchacha muy hermosa.

—Sí, lo es. — Greg le separó un mechón de pelo que le había caído sobre los ojos y se lo puso tras la oreja, acariciándole el lóbulo con gesto tierno—. Pero no tanto como tú.

—Yo... debería...

Nerviosa, hizo un gesto hacia la puerta.

—Sí, deberías.

Greg la enlazó por el talle y la acompañó en silencio por la casa a oscuras, subiendo las escaleras, hasta la puerta de su habitación.

—¿Volverás a dormir en ese incómodo diván?

—Eso, o el duro suelo — bromeó Greg, recordándole sus palabras.

La última noche había dormido en el diván de la habitación de su hermana, pero aún recordaba la deliciosa sensación de dormir en la cama de Coral, donde le envolvían sus mantas y su suave perfume.

Coral abrió la puerta y entró en la alcoba sin cerrarla detrás de ella. Depositó la vela que llevaba en la mano en un candelabro que había al lado de la cama.

—Tus cuidados han dado fruto. Hoy Amelie estaba muchísimo mejor. Greg entró y cerró la puerta detrás de él, en silencio.

—Coral..., no olvido que tenemos algo pendiente. Tú y yo.

Ella asintió. Su rostro pálido quedaba enmarcado por la luz de la vela.

—Estos días... he comprendido lo poco que sé de ti, de tu vida en Santa Marta, tu familia, tus amigos... Apenas somos ahora más extraños de lo que lo éramos hace dos años.

—¿Extraños?

Greg se acercó aun cuando ella se empeñaba en darle la espalda. La sujetó por la cintura, obligándola a recostarse contra su pecho, y enterró la cara en el hueco de su cuello.

—¿Notas la forma en que tu cuerpo encaja con el mío? Es como si nos hubieran creado para estar así, siempre juntos, unidos piel con piel. Te deseo, Coral, tanto o más de lo que te deseaba hace dos años, desde el primer momento en que puse mis ojos en ti.

—Sólo es pasión, lujuria.

Coral negaba con la cabeza, pero todo su cuerpo sollozaba de placer por su contacto. De repente, su piel se había vuelto exquisitamente sensible. Notaba cada una de las horquillas que le sujetaban la melena clavadas entre sus rizos; cada ballena del corsé apretando sus costillas; las ligas de las medias envolviendo sus muslos.

—No, no crees lo que dices. Si sólo fuera eso, hubiera saciado mi ansia de ti en aquellas noches que pasamos juntos. — Coral cerró los ojos como si así pudiera dejar de escucharle. Pero lo sentía, pegado a su espalda, su cuerpo fuerte, endurecido de deseo, envolviéndola—. No ha habido otra desde entonces, créeme, Coral. No podía pensar en otros labios que no fueran los tuyos, no podía desear otro cuerpo más que el tuyo.

—Greg, no...

—Dime que tú no lo deseabas. Dime que no me deseas ahora.

No podía contestarle. Estiró un brazo para sujetarse de su cuello y volvió el rostro sobre su pecho, aupándose para buscar sus labios.

Se besaron como sedientos que beben el más delicioso de los néctares. Todo a su alrededor desapareció en el tiempo que duró el beso. Flotaban en una bruma placentera que alejaba los muebles y las paredes, las personas y las convenciones. Nada importaba ya; sólo estar así, morir así, con sus bocas unidas, sus cuerpos en contacto, sus sentidos excitados hasta el infinito Impaciente, Greg comenzó a desabrocharle los botones que cerraban el severo vestido de Coral hasta el cuello, besando cada centímetro de piel desnuda que iba descubriendo, hasta deshacerse del corpiño y dejarla sólo cubierta con el corsé. Besó sus clavículas y sus hombros, murmurando palabras casi ininteligibles sobre su belleza, la suavidad de su piel, su dulce olor a flores frescas. Al poco, la falda también cayó al suelo, junto con las enaguas, mientras sus manos rápidas, conocedoras, deshacían las cintas del corsé.

Poco dispuesta a ser sólo un testigo pasivo, Coral comenzó a su vez a desnudarle. Empujó su chaqueta por los hombros, hasta que él la dejó caer, y luego le deshizo el lazo del cuello y comenzó a desabotonar su camisa blanca. Greg detuvo sus caricias, sus manos sobre la cintura de Coral, ya sólo cubierta por la finísima camisola interior, mientras ella repetía sus gestos, besándole el pecho que iba dejando descubierto. Cada vez más excitado, se quitó con rápidos movimientos las botas y los pantalones, y entonces, envolviéndola entre sus brazos, la hizo caer sobre la cama y la cubrió con su cuerpo.

Era el regreso al paraíso perdido, al sueño que habían creído irrepetible y que un capricho del destino les había devuelto. Sus cuerpos repitieron los antiguos rituales, la danza sensual que ambos recordaban, sin prisas, deteniéndose en cada caricia, en cada beso, como si fuera el último.

Palabras de amor y juramentos apenas susurrados se escapaban de entre sus labios mientras el oleaje creciente de la pasión los iba meciendo, cada vez a más altura, hasta que Coral ahogó un grito contra el pecho de Greg y lo arrastró con ella en su delirio.

Tiempo después, con su cuerpo desnudo envuelto en las mantas que olían a deseo y pasión, Coral observaba somnolienta cómo Greg se vestía.

—El diván me espera — bromeó él, sentándose al borde de la cama para darle un último beso —.

¿Pensarás en mí mientras duermes en tu mullida cama?

—Tal vez sí. — Coral le ofreció una sonrisa dubitativa, tratando de imitar su tono ligero—. Si el sueño no me vence pronto.

Ahogó un bostezo falso, cerrando los ojos para que él no viera todas las dudas que se agolpaban en su mente.

—Ya veo. — Greg la besó de nuevo, en el cuello, saboreando su olor como si temiera poder olvidarlo—. Te adoro, Coral — susurró muy bajito—. Que tengas dulces sueños.

Y salió de la habitación sin que ella volviera a abrir los ojos. Cuando la puerta al fin se cerró detrás de él, Coral apretó los párpados, pero aun así no logró contener una lágrima solitaria que se deslizó lentamente por su mejilla.

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