Conan

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La cosa de la cripta » 3. La cosa del trono

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3. La cosa del trono

Aunque la sangre se le había helado en las venas y se le habían puesto los pelos de punta, el muchacho se dominó a sí mismo con todas sus fuerzas. Se dijo que sus temores eran infundados y avanzó con paso firme a través de la cripta para examinar de cerca aquella cosa muerta desde hacía tanto tiempo.

El trono era una roca cuadrada, negra y lisa, rústicamente tallada en forma de asiento sobre una especie de tarima de unos treinta centímetros de altura. El hombre desnudo había muerto sentado en el trono o bien lo habían colocado en esa posición después de muerto. La ropa que tuviera puesta entonces se había hecho jirones hacía mucho tiempo. Las hebillas de bronce y los trozos de cuero de su arnés aún yacían a sus pies. Un collar de irregulares pepitas de oro colgaba de su cuello; piedras preciosas sin tallar brillaban en los anillos de oro que lucían sus manos, que parecían garras y todavía se aferraban a los brazos del trono. Un casco de bronce, ahora cubierto con una capa de moho verde y ceroso, coronaba la parte superior de aquella cosa espantosa, reseca y marrón que había sido su rostro.

Con nervios de acero, Conan se obligó a sí mismo a mirar aquella cara carcomida por el tiempo. Los ojos se habían hundido, dejando dos agujeros negros. La piel casi había desaparecido de sus labios resecos, por donde asomaban unos dientes amarillentos esbozando una sonrisa macabra.

¿Quién había sido? ¿Qué era esta cosa muerta? ¿Un guerrero de la antigüedad, algún jefe temido en vida y aún entronizado después de muerto? Imposible saberlo. Unas cien razas habían poblado y dominado aquellas montañas fronterizas desde que Atlantis se hundió bajo las aguas de color esmeralda del océano Occidental, hacía ocho mil años. Por su casco de cuernos se podía deducir que el cadáver tal vez hubiera sido un jefe de los primeros vanires o aesires, o del primitivo rey de alguna olvidada tribu hibórea perdida en las sombras de los años y enterrada bajo el polvo del tiempo.

Entonces Conan bajó la mirada y vio la enorme espada colocada encima de las huesudas piernas del cadáver. Era un arma aterradora, un sable con una hoja de más de un metro de largo, hecha de hierro azulado y no de cobre ni de bronce, como era de esperar por su antigüedad. Quizá fuera una de las primeras armas de hierro que empuñó el hombre; las leyendas del pueblo de Conan hablaban de la época en la que los hombres combatían con rudimentarias armas de bronce, cuando aún no se conocía el hierro. Seguramente esta espada había visto muchas batallas en el remoto pasado, ya que su ancha hoja, aunque aún afilada, tenía muescas en varios lugares en los que, con fragor metálico, se había enfrentado a otras espadas y hachas en medio de la confusión de la lucha. Manchada por el tiempo y llena de herrumbre, todavía era un arma temible.

El joven sintió que su pulso se aceleraba. La sangre de Conan, que había nacido para ser guerrero, hirvió en sus venas. ¡Crom, qué espada! Con un arma como aquella podría enfrentarse ventajosamente a los hambrientos lobos que estaban al acecho dando vueltas y gruñendo en el exterior. Cuando tendió la mano ansiosamente para coger la empuñadura, no alcanzó a ver el destello de advertencia que brilló en las sombrías y hundidas cuencas vacías de la calavera del antiguo guerrero.

Conan levantó la espada. Era pesada como el plomo; se trataba de una espada muy antigua. Tal vez algún fabuloso y heroico rey del pasado la había empuñado, algún legendario semidiós como Kull de Atlantis, rey de Valusia antes del hundimiento de Atlantis bajo la agitada superficie de los mares…

El muchacho blandió la espada, sintiendo que su espíritu se henchía de poder y su corazón latía más deprisa por el orgullo de poseer aquella arma extraordinaria. ¡Dioses, qué espada! ¡Con semejante arma no había destino al que no pudiera aspirar un guerrero! ¡Con una espada como aquella, hasta un joven bárbaro semidesnudo de las rudas tierras de Cimmeria podría abrirse camino por todo el mundo y vadear los ríos de sangre hasta ponerse a la altura de los más importantes reyes de la tierra!

De espaldas al trono de piedra, Conan movía de un lado a otro la hoja acerada y cortaba el aire con la espada, experimentando la sensación que producía la antigua empuñadura contra la palma de su mano. La afilada espada silbaba en el aire denso de humareda y la hoja del sable reflejaba los haces de luz de las llamas sobre las toscas paredes de piedra de la cueva como pequeños meteoros dorados. Con aquella poderosa espada en la mano, no solo podría enfrentarse a los hambrientos lobos que aullaban fuera, sino también a una nutrida tropa de guerreros. El muchacho respiró hondo ensanchando su pecho, y lanzó el salvaje grito de guerra de su tribu. Los ecos del grito resonaron estruendosamente en las paredes de la cueva, agitando las antiguas sombras y sacudiendo el polvo del tiempo. Conan no se detuvo a pensar que semejante desafío, en ese lugar, podría levantar algo más que sombras o polvo: cosas que debían permanecer eternamente dormidas.

De repente se detuvo con un pie delante, al oír un ruido, un crujido seco e indescriptible, que procedía del trono situado al lado de la cripta. Volviéndose bruscamente vio… y sintió que se le ponían los pelos de punta y que la sangre se le helaba en las venas. Todos sus terrores supersticiosos y sus primitivos miedos nocturnos se le aparecieron de golpe, y lanzó un alarido que llenó su mente de sombras de locura y horror. Porque la cosa del trono estaba viva.

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