Conan

Conan


El Aposento de los Muertos

Página 15 de 39

El Aposento de los Muertos

Robert E. Howard & L. Sprague de Camp, 1967

Harto ya de la Ciudad de los Ladrones (y viceversa), Conan se dirige hacia el oeste, a Shadizar, la Ciudad del Mal, capital de Zamora, donde espera que sus beneficios sean mayores. Durante un tiempo, efectivamente, logra más éxitos en su profesión de ladrón que los obtenidos en Arenjun, si bien las mujeres de Shadizar pronto lo despojan de sus ganancias a cambio de iniciarlo en las artes amorosas. Ciertos rumores acerca de la existencia de un tesoro lo llevan a las ruinas cercanas de la antigua Larsha, donde llega poco antes que el destacamento de soldados enviado para arrestarlo.

El desfiladero estaba sumido en la oscuridad, a pesar de que el sol del atardecer había dejado una franja de color amarillo anaranjado con tintes verdosos en el horizonte. Sin embargo, un ojo agudo podía divisar aún las oscuras siluetas de las cúpulas y de las agujas de las torres de Shadizar, la Ciudad del Mal, capital de Zamora, la ciudad de las mujeres de negros cabellos y de torres llenas de embrujo y misterio.

A medida que se desvanecía la luz, comenzaban a aparecer las primeras estrellas en el firmamento. Las luces titilaban a lo lejos sobre las cúpulas y sobre las agujas de las torres como contestando a una misteriosa señal. En tanto que el fulgor de las estrellas era pálido y desvaído, las luces que brillaban en las ventanas de Shadizar eran de color ámbar intenso, como si dejaran traslucir los actos abominables que allí se cometían.

El desfiladero estaba en silencio, solo alterado por el chirriar de los insectos nocturnos. Pero este silencio fue pronto interrumpido por el alboroto de hombres que se acercaban. Por el desfiladero avanzaba un pelotón de soldados zamorios; eran cinco hombres con sencillos cascos de acero y jubones de cuero reforzados con clavos de bronce, conducidos por un oficial de bruñida coraza de bronce y casco coronado por una enorme crin de caballo. Sus piernas cubiertas por la armadura aplastaban la densa hierba que cubría el suelo del desfiladero. Sus arneses crujían y sus armas sonaban y tintineaban con ruido metálico. Tres de ellos llevaban arcos y otros dos traían picas; a un lado tenían colgadas pequeñas espadas y de sus espaldas pendían escudos. El oficial iba armado con una enorme espada y una daga.

En determinado momento, uno de los soldados dijo en voz baja:

—Si cogemos a ese Conan vivo, ¿qué le harán?

—Lo enviarán a Yezud y se lo echarán como alimento al dios araña, estoy seguro —replicó otro—. Lo que cuenta es si vamos a estar vivos para recoger la recompensa que nos han prometido.

—¿Le tienes miedo? —inquirió un tercero.

—¿Quién, yo? —dijo enojado el soldado que había hablado en segundo término—. Yo no le tengo miedo a nada, ni siquiera a la misma muerte. La cuestión es, ¿la muerte de quién? Ese ladrón no es un hombre civilizado, sino un bárbaro salvaje, que tiene la fuerza de diez. De modo que he ido al magistrado para hacer mi testamento…

—Es alentador saber que tus herederos recibirán la recompensa —dijo otro—. Lamento no haber pensado en ello.

—Bueno… —repuso el que había hablado en primer lugar—, ya encontrarán alguna excusa para engañarnos y no darnos la recompensa, aun cuando atrapemos a ese bribón.

—Pero lo prometió el prefecto en persona —aseguró otro—. Los ricos mercaderes y los nobles a los que Conan ha estado robando hicieron un fondo común. He visto el dinero; era una bolsa tan llena de oro que un hombre solo apenas podría levantarla. Después de esa exhibición pública, no se atreverán a dejar de cumplir la promesa.

—Pero supón que no lo cogemos —dijo el segundo—. Se ha dicho algo acerca de que lo pagaríamos con nuestras cabezas. —Y añadió levantando la voz—: ¡Capitán Néstor! ¿Qué dijeron acerca de nuestras cabezas…?

—¡Callad de una vez! —dijo bruscamente el oficial—. Se os puede oír hasta en Arenjun. Si Conan se encuentra en un radio de una legua, se pondrá sobre aviso. Dejad de parlotear, y procurad avanzar sin hacer tanto ruido.

El oficial era un hombre de estatura mediana, complexión fuerte y grandes espaldas; a la luz del día era posible ver sus ojos grises y su cabello castaño con algunas hebras canosas. Era un hombre de Gunderland, de la provincia más septentrional de Aquilonia, situada a unos dos mil quinientos kilómetros al oeste. La misión que le habían encomendado, de llevar a Conan vivo o muerto, lo tenía sumamente preocupado. El prefecto le había advertido que, en caso de fracasar, le esperaba un castigo severo, tal vez el hacha del verdugo. El mismo rey de Zamora fue quien ordenó la captura del proscrito, y el monarca era drástico con los vasallos que fracasaban en sus misiones. Una confidencia obtenida en los bajos fondos de la ciudad indicaba que habían visto a Conan dirigiéndose hacia ese desfiladero poco después del amanecer, y el comandante había enviado a Néstor rápidamente hacia allí, con los soldados que se encontraban en los cuarteles.

Néstor no confiaba en los hombres que iban detrás de él. Los consideraba unos bravucones capaces de salir corriendo en el momento de enfrentarse con el peligro, dejándolo a solas con el bárbaro. Y aunque el hombre de Gunderland era valiente, no se hacía demasiadas ilusiones acerca de las posibilidades que tenía frente a aquel feroz y gigantesco salvaje. Su armadura le serviría de muy poco.

A medida que se desvanecían por el oeste las últimas luces del día, aumentaba la oscuridad y las paredes del desfiladero se hacían cada vez más estrechas, escarpadas y rocosas. Los hombres de Néstor comenzaban a murmurar a sus espaldas una vez más.

—Esto no me gusta nada. El camino conduce a las ruinas de Larsha la Maldita, donde acechan los fantasmas de los antiguos para devorar a los que pasan por ella. Y se dice que en esa ciudad se halla el Aposento de los Muertos…

—¡Calla! —gruñó Néstor volviendo la cabeza—. Si…

En ese preciso momento, el oficial tropezó con una soga de cuero tirada en el suelo y cayó de bruces. Se oyó el chasquido de la cuerda que había cedido.

En ese instante una avalancha de rocas y escombros cayó en cascada por la ladera izquierda con un ruido atronador. Cuando Néstor consiguió ponerse en pie, una piedra del tamaño de una cabeza golpeó su coraza y lo volvió a tirar al suelo. Otra le derribó el casco, y las piedras más pequeñas lo hirieron en otras partes del cuerpo. Detrás de él se escuchaban lamentos y gritos de dolor, así como el sonido metálico de las piedras sobre los cascos y corazas. Y después reinó el silencio.

Néstor se puso de pie tambaleándose, tosió a causa del polvo que había tragado y se volvió para ver lo que había ocurrido. Detrás de él, a pocos pasos, vio una enorme roca desprendida que bloqueaba por completo el desfiladero. Se acercó y vio que de los escombros sobresalía una mano y un pie. Llamó dando voces, pero no obtuvo respuesta. Al tocar las extremidades que se asomaban, descubrió que estaban sin vida. El alud de rocas provocado por él al pisar la cuerda había aniquilado a toda su tropa.

Néstor flexionó sus brazos y piernas para ver si se había hecho daño. Daba la impresión de que no se le había roto ningún hueso, aunque su coraza estaba abollada y tenía varias magulladuras. Levantó su casco lleno de ira y emprendió la marcha solo. El hecho de no haber capturado al ladrón hubiera sido nefasto, pero si además tenía que confesar que había perdido a todos sus hombres, podía dar por seguro que le esperaba una muerte lenta y terrible. Su única posibilidad ahora era conseguir atrapar a Conan, o al menos volver con la cabeza del cimmerio.

Con la espada en la mano, Néstor ascendió cojeando por los interminables vericuetos del desfiladero. Una luz delante de él le indicó que la luna, casi llena, se elevaba sobre el horizonte. El capitán aguzó la vista, temiendo que el bárbaro lo atacara desde cualquier recodo del barranco.

La garganta del desfiladero se hizo menos profunda y las paredes menos escarpadas. Había algunos orificios a derecha e izquierda, pero la base estaba llena de piedras y era cada vez más dispareja, lo que obligaba a Néstor a trepar con dificultad por rocas y malezas. Finalmente el desfiladero desapareció por completo. Trepando por una leve cuesta, el hombre de Gunderland se encontró en el extremo de una altiplanicie rodeada por lejanas montañas. A un tiro de flecha por delante y blancas como la nieve, a la luz de la luna, se alzaban las murallas de Larsha. Justo enfrente de él había una imponente puerta de entrada a la ciudad. El tiempo había desgastado las murallas, por las que sobresalían techos y torres semiderruidas.

El capitán Néstor se detuvo. Aseguraban que Larsha era muy, muy antigua. Según cuentan las leyendas, se remontaba a la época del Cataclismo, cuando los antepasados de los zamorios, o sea los zhemri, constituían una isla semicivilizada en un océano de barbarie.

Las historias de muerte que se cernían sobre aquellas ruinas iban de boca en boca por los mercados de Shadizar. Por lo que Néstor sabía, ninguno de los muchos hombres que en el pasado invadieran las ruinas en busca del tesoro que se decía que estaba oculto allí, había regresado jamás. Nadie conocía ninguna de las múltiples formas que adoptaba el peligro, porque nadie sobrevivió para contarlo.

Diez años antes, el rey Tiridates había enviado a la ciudad una compañía formada por sus soldados más valientes, a plena luz del día, mientras él esperaba fuera de las murallas. Se oyeron gritos y ruidos de pelea, y luego… nada. Los hombres que esperaban fuera emprendieron la retirada y Tiridates se vio obligado a huir con ellos. Este fue el último intento realizado para desvelar el misterio de Larsha por la fuerza de las armas.

Aunque Néstor tenía la habitual avidez de los mercenarios por el dinero fácil, no era imprudente. Años de servicio como soldado en los reinos que se encuentran entre Zamora y su tierra natal le habían enseñado a ser precavido. Mientras hacía una pausa sopesando sus posibilidades y los peligros que estas entrañaban, vio algo estremecedor que lo dejó paralizado. Cerca de la muralla divisó una figura humana que entraba furtivamente por la enorme puerta. Aunque el hombre se hallaba demasiado lejos para ser reconocido a la luz de la luna, era imposible confundir aquel andar de pantera. ¡Era Conan!

Lleno de furia, Néstor se dirigió hacia allí. Avanzó rápidamente aferrando la vaina de su espada para que no hiciera ruido. Pero por muy silencioso que fuera, el agudo oído del bárbaro lo puso sobre aviso. Conan miró hacia atrás y en seguida se oyó un silbido que cortó el aire. Había desenvainado su espada. Entonces, viendo que lo perseguía un solo hombre, el cimmerio se quedó en su sitio.

A medida que Néstor se iba acercando, el capitán examinaba el aspecto del otro. Conan medía casi un metro noventa de estatura y su raída túnica dejaba ver los fuertes contornos de sus poderosos músculos. De su hombro colgaba un zurrón de cuero. Su rostro era joven, pero duro, y estaba enmarcado por una melena recortada y espesa de color negro.

Nadie dijo una palabra. Néstor se detuvo para recobrar el aliento y echó a un lado su manto. En ese preciso momento Conan se abalanzó sobre él.

Las espadas brillaron como relámpagos a la luz de la luna, y el sonido metálico de los sables cortó el silencio sepulcral que reinaba allí. Néstor tenía más experiencia en la lucha, pero la fuerza y la impresionante rapidez del bárbaro anulaban esa ventaja. El ataque de Conan era tan elemental e irresistible como un huracán. Rechazando los golpes con astucia, Néstor se vio forzado a retroceder poco a poco. Observaba detenidamente a su enemigo, esperando que su ataque amainara a causa del cansancio. Pero el cimmerio parecía infatigable.

De un rápido revés, Néstor hizo un corte en la túnica de Conan a la altura del pecho, pero no llegó a herirlo. Con fulminante rapidez, Conan esgrimió la espada y golpeó la coraza de Néstor, haciendo en ella una profunda abolladura.

Cuando el hombre de Gunderland daba unos pasos atrás ante otro violento ataque, resbaló sobre una piedra, y Conan lanzó un terrible mandoble contra el cuello del capitán. Si hubiera logrado su propósito, la cabeza de Néstor habría volado por los aires, pero dado que este perdió el equilibrio, el golpe dio en el casco, que resonó estrepitosamente e hizo caer a Néstor al suelo.

Respirando hondo, Conan avanzó empuñando la espada. Su perseguidor yacía inmóvil, mientras la sangre manaba de su casco partido. La excesiva confianza del bárbaro en la fuerza de sus golpes, sin duda producto de su excesiva juventud, convenció a Conan de que había dado muerte a su enemigo. Envainando la espada, el muchacho se volvió y encaminó sus pasos a la ciudad de los antiguos.

El cimmerio se acercó a la enorme puerta formada por un par de macizas hojas, dos veces más altas que un hombre, hechas de madera de casi medio metro de espesor y reforzadas con herrajes de bronce. El joven empujó las hojas refunfuñando, pero estas no se abrieron. Sacó la espada y golpeó el bronce con la empuñadura. Por la forma en que se hundió la puerta, Conan se dio cuenta de que la madera estaba podrida, pero el bronce era demasiado grueso para horadarlo sin que se estropeara el filo de su espada. Y había una solución más fácil.

A una distancia de treinta pasos en dirección norte, la muralla se había derrumbado, de modo que su punto más bajo estaba a menos de seis metros sobre el nivel del suelo. Además, había una pila de escombros al pie de la muralla, que llegaba a una altura alrededor de dos metros del borde.

Conan se acercó a la parte derruida, retrocedió y echó a correr. Brincó sobre la pequeña montaña de escombros, saltó tomando impulso y consiguió aferrarse al borde de la muralla. Dando un gruñido y haciendo un enorme esfuerzo, sin hacer caso de arañazos y magulladuras, se encontró del otro lado del muro, desde donde lanzó una mirada a la ciudad.

Del otro lado de la muralla había un claro donde la vegetación había estado luchando durante siglos contra el antiguo empedrado. Las losas de piedra estaban resquebrajadas y desniveladas, y por ellas asomaba la hierba, unas malezas y algunos pequeños arbustos.

Más allá se divisaban las ruinas de lo que parecía haber sido uno de los barrios más pobres. Se veían casas miserables de adobe de un piso, que habían quedado reducidas a montículos de barro y escombros. Detrás de estas, Conan divisó, a la luz de la luna, los edificios de piedra mejor conservados, entre los que destacaban los templos, los palacios y las mansiones de los nobles y de los ricos mercaderes. Como suele ocurrir en muchas ruinas antiguas, un aura maligna se cernía sobre la ciudad abandonada.

Aguzando el oído, Conan miró en todas direcciones. Nada se movía. El único sonido que se escuchaba era el chirriar de los grillos.

También el bárbaro había oído hablar de la maldición que pesaba sobre Larsha. Aunque lo sobrenatural provocaba un pánico atávico y aterrador en el espíritu del bárbaro, se sobrepuso y se dio ánimos pensando que cuando un ser sobrenatural adopta forma humana, puede ser herido o muerto con armas corrientes, como cualquier ser humano o monstruo. Se dijo que no había venido de tan lejos para que alguien, fuese hombre, animal o demonio, lo detuviera en su tentativa de conseguir el tesoro.

Según la leyenda, el fabuloso tesoro de Larsha se encontraba en el palacio real. Aferrando su espada envainada con la mano izquierda, el joven ladrón se dejó caer por el lado interior de la muralla en ruinas. Poco después, avanzaba por las sinuosas calles hacia el centro de la ciudad, sin hacer más ruido que una sombra.

Las ruinas rodeaban al bárbaro por todos lados. Aquí y allá se había derrumbado la fachada de una casa, lo que obligaba a Conan a desviarse o a saltar trepando por los montones de ladrillos y mármoles rotos. La luna creciente estaba ahora en lo alto del firmamento e inundaba las ruinas con una luz misteriosa y fantasmagórica. A la derecha del cimmerio se alzaba un templo semiderruido, cuyo pórtico, sostenido por cuatro macizas columnas de mármol, se mantenía intacto. Desde el borde superior del techo, había una fila de gárgolas de mármol; eran estatuas que representaban seres monstruosos del pasado, mitad demonios y mitad animales.

Conan trató de recordar algunas leyendas que había escuchado en las tabernas del Maul, relativas al abandono de Larsha. Recordaba algo acerca de una maldición lanzada hacía muchos siglos por un dios iracundo, como castigo por acciones tan terribles que a su lado los crímenes y vicios de Shadizar parecían virtudes…

Siguió avanzando hacia el centro de la ciudad, pero volvió a notar algo raro. Sus sandalias tendían a pegarse al destrozado empedrado, como si este estuviera cubierto de brea caliente. Las suelas producían extraños sonidos y chapoteos cuando levantaba los pies. Luego tropezó, se tambaleó y cayó al suelo. Este estaba cubierto por una fina capa de una sustancia incolora y pegajosa, ahora casi seca.

Con la mano sobre la empuñadura, Conan miró en derredor bajo la pálida luz de la luna. No oyó ningún ruido. Reanudó la marcha, y sus sandalias volvieron a producir el extraño chapoteo en cuanto levantaba los pies. Se detuvo y volvió la cabeza. Hubiera jurado que estaba oyendo un ruido similar a lo lejos. Por un momento pensó que podía tratarse del eco de sus propios pasos, pero ya había pasado por delante del templo semiderruido y no había muros a los lados que reflejaran el sonido y produjeran eco.

Avanzó una vez más y luego se detuvo. Volvió a oír el chapoteo, que esta vez no cesó cuando se quedó inmóvil, sino que por el contrario se hizo más audible. Sus aguzados oídos percibieron que venía de enfrente. Puesto que no veía a nadie en la calle que había delante de él, llegó a la conclusión de que el ruido provenía de alguna calle lateral o de alguno de los edificios en ruinas.

El ruido aumentó hasta convertirse en un indescriptible borboteo sibilante. Hasta los nervios de acero de Conan se estremecieron por la tensión de descubrir el origen desconocido de aquel sonido.

Finalmente, a la vuelta de la siguiente esquina apareció una enorme masa viscosa de color gris sucio a la luz de la luna, que se deslizó hacia la calle que tenía delante de él y avanzaba rápidamente y en silencio, con excepción del borboteo que producía su extraña forma de moverse. A ambos lados de la frente tenía un par de protuberancias a modo de cuernos, de más de tres metros de longitud, y un par más corto debajo. Los largos cuernos se curvaban hacia un lado y otro, y Conan vio que en cada uno de sus extremos tenía un ojo.

Ese ser vivo era, en realidad, una babosa parecida al inofensivo molusco de jardín que deja un rastro de baba en sus paseos nocturnos. Pero esta babosa medía unos quince metros de largo y era tan gruesa en su centro como lo que medía Conan de altura. Además, se movía tan rápidamente como un hombre corriendo. Se sentía un olor fétido en el aire a medida que se acercaba. Momentáneamente paralizado por el asombro, Conan se quedó mirando la gran masa de carne blancuzca que se acercaba a él. La babosa emitía un sonido similar al de un hombre escupiendo, pero mucho más alto y ensordecedor.

Decidido por fin a actuar, el cimmerio saltó hacia un lado. En ese preciso instante, un chorro de líquido atravesó el aire de la noche y fue a caer justamente en el lugar en el que él había estado. Una pequeña gotita le cayó sobre el hombro y lo quemó como una brasa ardiente.

Conan se volvió y echó a correr por donde había venido, cruzando como una flecha en la oscuridad. Tuvo que volver a saltar por encima de las montañas de escombros que había en las calles. Su oído le indicaba que la babosa lo seguía de cerca. Tal vez esta le iba ganando terreno. No se atrevió a mirar hacia atrás, pues temía tropezar con algún trozo de mármol y caer de bruces al suelo, porque entonces el monstruo lo tendría a su merced antes de que él consiguiera levantarse.

Conan volvió a oír ese sonido similar a un escupitajo. El muchacho saltó frenéticamente hacia un lado, y una vez más el chorro líquido pasó junto a él. Aun cuando lograra mantenerse delante de la babosa hasta llegar a las murallas de la ciudad, el próximo chorro probablemente daría en el blanco.

Entonces Conan se escondió detrás de una esquina a fin de interponer obstáculos entre él y la babosa. Corrió por una calle estrecha y zigzagueante, y luego dobló por otra esquina. Sabía que estaba perdido en el laberinto de callejuelas, pero lo más importante era seguir dando vueltas a fin de evitar que su perseguidor pudiera tenerlo frente a frente y lanzara su líquido mortífero contra él. El chapoteo y el hedor indicaban que el repugnante animal le seguía el rastro. En una ocasión, cuando se detuvo un instante para recobrar el aliento, miró hacia atrás y vio que la babosa se asomaba por la última esquina por la que él había doblado.

Siguió corriendo, intentando no avanzar en línea recta por el laberinto de calles de la ciudad antigua. Aunque no lograra correr más rápido que la babosa, tal vez consiguiera cansarla. Él sabía que un hombre a la larga podía ganar la carrera a cualquier animal; pero la babosa parecía incansable.

Al joven le resultaron conocidos los edificios que veía al pasar. Entonces se dio cuenta de que se hallaba cerca del templo semiderruido que había visto antes de encontrar a la babosa. Le bastó una rápida mirada para ver que la parte superior del edificio se hallaba al alcance de cualquier persona que trepara con agilidad.

Conan saltó por encima de un montón de escombros y escaló hasta lo alto del muro semiderruido. Saltando de piedra en piedra, trepó por el destrozado perfil de la pared hasta llegar a un sector que se hallaba intacto y daba a la calle. Se encontró sobre una parte del techo que había detrás de la fila de gárgolas de mármol. Se acercó con mucha precaución por miedo a que el techo semiderruido se desmoronara a causa de su peso, esquivando los agujeros por los cuales se podía caer a las habitaciones de abajo.

Podía oír el ruido y sentir el olor fétido de la babosa que se acercaba por la calle. Conan comprendió que el monstruo se había detenido delante del templo sin saber hacia dónde ir porque había perdido el rastro del joven. Con mucha cautela, pues estaba seguro de que la babosa podía verlo en la semioscuridad, Conan miró hacia la calle oculto entre dos estatuas.

Allí estaba la enorme masa grisácea, sobre la que se reflejaba la luna con un brillo húmedo. Los enormes cuernos con ojos se volvían en todas direcciones, tratando de encontrar a la presa. Debajo de estos, los cuernos inferiores, más pequeños, se deslizaban hacia adelante y hacia atrás a poca distancia del suelo, como si estuviera oliendo las huellas del cimmerio.

Conan estaba seguro de que la babosa no tardaría en encontrar su rastro. No tenía la menor duda de que podría ascender deslizándose por los lados del edificio tan rápidamente como él.

El joven apoyó su mano sobre una gárgola —una estatua que parecía una pesadilla con un cuerpo humanoide, alas de murciélago y cabeza de reptil— y empujó. La estatua se balanceó levemente con un débil crujido.

Al oír este ruido, los cuernos de la babosa giraron hacia arriba en dirección al techo del templo. La cabeza del animal se asomó y el monstruo curvó su cuerpo doblándose sobre sí mismo. La cabeza se acercó a la fachada del templo y comenzó a deslizarse hacia arriba por una de las enormes columnas, justo debajo del lugar en el que se encontraba oculto Conan, en cuclillas.

La espada le serviría de muy poco contra aquel monstruo, se dijo Conan. Al igual que otros seres inferiores de la escala biológica, no resultaría afectada por las heridas que destruirían instantáneamente a seres más evolucionados.

La cabeza de la babosa asomó por detrás de la columna, con los cuernos oscilando en todas direcciones. Teniendo en cuenta la longitud del monstruo, su cabeza llegaría al borde superior del edificio mientras la mayor parte de su cuerpo estaría todavía en la calle.

En ese momento Conan intuyó lo que tenía que hacer. Se apoyó sobre la gárgola y, empujando con todas sus fuerzas, la dejó caer desde el borde superior. En lugar del estruendo que semejante masa de mármol normalmente habría producido al estrellarse contra el suelo empedrado, se oyó un sonido blando y húmedo, como viscoso, seguido de otro más fuerte, cuando la parte anterior de la babosa cayó al suelo.

Cuando Conan se atrevió a mirar por encima del parapeto, pudo comprobar que la estatua se había hundido en el cuerpo de la babosa hasta quedar casi enterrada. La enorme masa grisácea se retorcía y azotaba el aire como un gusano en el anzuelo del pescador. Con un golpe de su cola hizo temblar la fachada del templo, y en algún lugar del interior cayeron con estrépito unas piedras sueltas. Conan temió que toda la estructura estuviera a punto de venirse abajo y lo sepultara entre los escombros.

—¡Esto es para ti! —dijo el cimmerio con un gruñido.

Anduvo entre la fila de gárgolas hasta que encontró otra que estaba suelta y la arrojó directamente sobre el cuerpo de la babosa. La gárgola cayó produciendo un sonido blando. Una tercera erró el blanco y se estrelló sobre el empedrado. El muchacho levantó con sus brazos una cuarta estatua que, aunque era más pequeña, hizo que sus músculos crujieran por el esfuerzo, la arrojó sobre el monstruo y cayó en la cabeza, que se retorcía.

Cuando Conan vio que disminuían las convulsiones del animal, lanzó otras dos gárgolas, para mayor seguridad. En cuanto observó que su cuerpo dejaba de retorcerse, bajó a la calle. Se acercó con cautela a la enorme masa fétida empuñando la espada. Finalmente, haciendo acopio de valor, hundió la hoja de la espada en la carne fláccida. De esta fluyó un licor oscuro y la piel húmeda y gris se contrajo con movimientos ondulantes. Pero aunque algunos miembros del animal mostraran aún signos de vida, la babosa estaba muerta.

Conan estaba acuchillando aún con furia al animal, cuando oyó una voz que le hizo volver la cabeza.

—¡Ahora te tengo en mis manos! —dijo alguien a sus espaldas.

Era Néstor, que se acercaba con la espada en la mano y un vendaje manchado de sangre en la cabeza, en lugar del casco. Cuando vio a la babosa se detuvo lleno de asombro y preguntó:

—¡Mitra! ¿Qué es esto?

—Es el fantasma de Larsha —dijo en lengua zamoria con acento extranjero—. Me persiguió por media ciudad hasta que la maté.

Puesto que Néstor seguía mirando asombrado sin dar crédito a sus ojos, el cimmerio continuó diciendo:

—¿Qué haces aquí? ¿Cuántas veces debo matarte para que te mueras realmente?

—Ya verás lo muerto que estoy —contestó Néstor con tono amenazador desenvainando su espada.

—¿Qué ha sido de tus soldados?

—Murieron en el alud, como morirás tú enseguida.

—Escucha, necio —dijo Conan—, ¿por qué desperdicias tus energías con la espada, habiendo aquí más riquezas, según cuentan las leyendas, de lo que los dos juntos podemos llevarnos? Eres un hombre emprendedor: ¿por qué no nos unimos para robar el tesoro de Larsha?

—¡Debo cumplir con mi deber y vengar a mis hombres! ¡Defiéndete, perro bárbaro!

—¡Por Crom que pelearé si tú quieres! —gruñó Conan, desenvainando la espada—. ¡Pero recuerda esto, hombre! Si vuelves a Shadizar, te crucificarán por haber perdido a tus hombres, aun cuando lleves mi cabeza, lo que dudo que consigas. Si solo fuera verdad una décima parte de lo que dicen, obtendrás más con tu parte del botín de lo que puedas ganar en cien años como mercenario.

Néstor bajó la espada y retrocedió. Luego permaneció en silencio, profundamente pensativo.

—Además —agregó Conan—, nunca conseguirás que estos cobardes zamorios se conviertan en verdaderos guerreros.

El hombre de Gunderland suspiró y luego envainó lentamente su espada.

—Tienes razón, maldito seas —dijo—. Mientras dure esta aventura, lucharemos codo con codo y nos repartiremos el tesoro a partes iguales. ¿Estás de acuerdo?

Y diciendo esto, tendió la mano a Conan.

—¡Trato hecho! —repuso el muchacho envainando la espada a su vez y estrechando la mano del capitán—. Si tenemos que escapar y nos separamos en la huida, podemos encontrarnos en la fuente de Ninus.

El palacio real de Larsha se alzaba en el centro de la ciudad, en medio de una gran plaza. Era el único edificio que no había sufrido los embates del tiempo, y ello se debía a una simple razón: había sido tallado en una enorme montaña rocosa que antes sobresalía de la uniforme meseta sobre la que se asentaba Larsha.

Sin embargo, la construcción de este edificio había sido tan cuidadosa que era necesario examinarlo muy de cerca para descubrir que no se trataba de una compleja estructura arquitectónica. Había incluso unas líneas marcadas en la negra superficie basáltica imitando las uniones que existen habitualmente entre las piedras de los edificios.

Avanzando sin hacer ruido, Conan y Néstor miraron el oscuro interior del edificio.

—Necesitamos luz —dijo Néstor—. No me gustaría encontrarme con otra babosa como aquella en la oscuridad.

—No siento su extraño hedor; no creo que haya otra babosa —respondió Conan—, aunque bien pudiera haber otro guardián cuidando el tesoro.

Se volvió y cortó un retoño de pino que crecía entre el derruido empedrado. Luego cortó sus ramas, las convirtió en astillas con la espada y encendió un pequeño fuego frotando pedernal y acero. Después recortó los extremos de dos leños y les prendió fuego. La madera resinosa ardió intensamente. Conan le entregó una antorcha a Néstor, y ambos se colocaron algunas astillas en el cinto. Luego, con las espadas en alto, se acercaron al palacio.

Dentro del arco de acceso, las vacilantes llamas doradas de las antorchas se reflejaron en los pulidos muros de piedra negra, pero el polvo acumulado en el suelo tenía varios centímetros de espesor. Algunos murciélagos que colgaban de unos salientes de piedra chillaron con furia y se alejaron en la oscuridad.

Los hombres pasaron entre estatuas de aspecto aterrador, colocadas en nichos que flanqueaban su paso. A ambos lados se abrían oscuros pasadizos. Finalmente llegaron hasta la sala del trono. Este estaba tallado en la misma piedra negra, al igual que el resto del edificio, y todavía se mantenía en pie. Otras sillas y divanes hechos de madera, en cambio, estaban convertidos en polvo, y solo quedaban restos de clavos, ornamentos metálicos y piedras semipreciosas desparramados por el suelo.

—Esto debe de haber estado vacío durante miles de años —susurró Néstor.

Atravesaron varios recintos, que quizá hubieran sido las habitaciones privadas del rey, pero era difícil saberlo debido a la ausencia de muebles. De repente se encontraron frente a una puerta. Conan acercó su antorcha.

Se trataba de una puerta maciza, encajada en un arco de piedra y hecha de gruesas maderas unidas entre sí con herrajes de cobre ahora cubiertos por una capa de moho verdoso. Conan hundió su espada en la madera. La hoja entró con facilidad, y cayó un polvillo de madera muy fino, que parecía casi blanco a la luz de las antorchas.

—Está podrida —gruñó Néstor dándole una patada, y su bota penetró en la madera casi con la misma facilidad que la espada de Conan, pero en ese momento cayó al suelo un herraje de cobre con un sordo ruido metálico.

En pocos minutos los hombres habían echado abajo las maderas podridas en medio de una gran nube de polvo. Luego inclinaron las antorchas y las pasaron a través del orificio. La luz, reflejada en la plata, el oro y las alhajas produjo infinitos destellos.

Néstor pasó por la abertura, y volvió a salir a tal velocidad que chocó contra Conan.

—¡Hay hombres allí! —dijo en voz baja.

—Veamos —dijo Conan asomándose por el orificio y mirando en todas direcciones—. Están muertos. ¡Entremos!

Una vez dentro, miraron detenidamente a su alrededor hasta que las antorchas casi les quemaron las manos y tuvieron que encender otras. Esparcidos por la habitación había siete guerreros gigantescos, de más de dos metros de altura, caídos sobre sillones de piedra. Sus cabezas se apoyaban contra los respaldos de los sillones y tenían la boca abierta. Estaban ataviados con ropas antiguas; sus cascos de cobre con plumas, así como las escamas de cobre de sus corazas, estaban cubiertos de cardenillo por el paso del tiempo. Su piel era de color marrón y aspecto ceroso, como la de las momias, y las barbas entrecanas les llegaban hasta la cintura. Junto a ellos había alabardas y picas con hojas de cobre apoyadas sobre las paredes o tiradas en el suelo.

En el centro de la habitación se alzaba un altar de basalto negro, como el resto del palacio. Cerca del altar, en el suelo, había varios cofres que parecían haber almacenado tesoros. La madera estaba podrida, los cofres estaban destrozados y su reluciente contenido se encontraba desparramado por el suelo.

Conan se detuvo cerca de uno de aquellos guerreros inmóviles y le tocó la pierna con la punta de la espada. El cuerpo yacía inmóvil.

—Los antiguos deben de haberlos momificado —murmuró Conan—, como me han dicho que hacen los sacerdotes de Estigia con los muertos.

Néstor miró con desasosiego los siete cuerpos inmóviles. Las débiles llamas de las antorchas no alcanzaban a iluminar las oscuras paredes ni el techo de la habitación.

El bloque de piedra negra que había en el centro de la sala le llegaba a la cintura. En su parte superior lisa y pulida había finas incrustaciones de marfil, que formaban un diagrama de círculos y triángulos entrelazados, creando una estrella de siete puntas, y en los espacios que había entre las líneas se apreciaban signos de una escritura que Conan no reconocía. Sabía leer y escribir en lengua zamoria a su manera, y tenía conocimientos rudimentarios de hirkanio y de corinthio, pero aquellos enigmáticos jeroglíficos le resultaban irreconocibles.

De todos modos, le interesaban más los objetos que se encontraban encima del altar. En cada una de las puntas de la estrella, centelleando bajo la luz rojiza e incierta de las antorchas, había una enorme gema verde del tamaño de un huevo de gallina. En el centro del diagrama había una estatuilla verde de una serpiente con la cabeza levantada, que parecía de jade.

Conan acercó la antorcha a las siete enormes y resplandecientes gemas y gruñó:

—Yo quiero esas piedras preciosas. Tú te puedes quedar con todo lo demás.

—¡De ninguna manera! —dijo Néstor tajante—. Estas piedras preciosas valen más que todos los tesoros que hay en esta habitación. ¡Me las llevaré yo!

Hubo un momento de gran tensión entre los dos hombres, y sus manos aferraron las empuñaduras de sus espadas. Se quedaron un instante en silencio, mirándose fijamente. Finalmente, dijo Néstor:

—Entonces las repartiremos, tal como habíamos convenido.

—No se pueden dividir siete gemas entre dos —dijo Conan—. Echémoslo a suertes con una de estas monedas. El que gane se llevará las siete piedras preciosas, y el otro se llevará el resto. ¿De acuerdo?

Conan cogió una moneda de uno de los montones que indicaban el lugar en el que habían estado los cofres. Aunque había visto muchas monedas en su vida de ladrón, aquella le resultaba completamente desconocida. De un lado había una cara, pero no se sabía si era de hombre, demonio o búho. El otro lado estaba lleno de símbolos semejantes a los que había en el altar.

Conan enseñó la moneda a Néstor. Los dos buscadores de tesoros emitieron un gruñido de aprobación. El cimmerio echó la moneda al aire, la atrapó y la puso de un manotazo sobre la muñeca izquierda. Extendió la mano, con la moneda cubierta encima, y miró a Néstor.

—Cara —dijo el hombre de Gunderland.

Conan levantó la mano de la moneda. Néstor miró y gruñó:

—¡Ishtar la maldiga! Tú ganas. Sostén mi antorcha un momento.

Conan, atento a cualquier movimiento traicionero del otro, cogió la antorcha. Pero Néstor simplemente se desató el manto, lo extendió sobre el suelo polvoriento y comenzó a arrojar sobre él puñados de oro y de piedras preciosas que cogía de los montones que había en el suelo.

—No cargues demasiado; de lo contrario no podrás correr —dijo Conan—. Aún no hemos salido de aquí, y nos espera un largo viaje hasta llegar a Shadizar.

—Yo podré con ello —respondió Néstor.

Ató las esquinas del manto, se echó el bulto a la espalda y tendió la mano para coger la antorcha.

Conan se la dio, se acercó al altar y recogió una de las enormes gemas verdes, que echó en el zurrón de cuero que colgaba de su hombro.

Cuando cogió las siete piedras preciosas del altar, se detuvo frente a la serpiente de jade y dijo mirándola:

—Por esto también me pagarán bien.

La cogió rápidamente y la metió en la bolsa en la que llevaba el botín.

—¿Por qué no te llevas parte del oro y las joyas que quedan? —le preguntó Néstor—. Yo me llevaré todo lo que sea capaz de cargar.

—Has elegido las mejores piezas —contestó Conan—. Por otra parte, no necesito más. ¡Hombre, con estas joyas me puedo comprar un reino! O bien un ducado, y todo el vino que sea capaz de beber y mujeres y…

Los ladrones oyeron un ruido que los hizo volver. Se quedaron estupefactos. Los siete guerreros momificados estaban cobrando vida. Levantaron la cabeza, cerraron la boca y el aire silbó en sus antiguos y resecos pulmones. Sus articulaciones crujieron como bisagras oxidadas cuando los gigantes recogieron sus picas y sus alabardas y se pusieron de pie.

—¡Corre! —gritó Néstor arrojando su antorcha sobre el gigante que estaba más cerca de él y desenvainando la espada.

La antorcha golpeó al gigante en el pecho, cayó al suelo y se apagó. Conan siguió sosteniendo la suya mientras sacaba la espada. La llama vacilante de la antorcha iluminó débilmente los arneses verdosos de cobre a medida que los gigantes se acercaban a los hombres.

Conan esquivó el golpe de una alabarda y desvió de un manotazo una pica dirigida contra él. De pie entre el muchacho y la puerta, Néstor se enfrentaba a un gigante que trataba de bloquearle la salida. El hombre de Gunderland eludió un golpe y le dio un violento revés que alcanzó a su enemigo en un muslo. La hoja del sable se hundió en su cuerpo, pero casi no le hizo efecto; era como cortar madera. El gigante se tambaleó y Néstor golpeó a otro. La punta de una pica relució frente a su abollada coraza.

Los gigantes se movían lentamente, pues de lo contrario los buscadores de tesoros habrían caído al primer golpe. Saltando, esquivando y girando, Conan eludió varios golpes que lo habrían dejado sin sentido sobre el suelo polvoriento. La espada se hundió una y otra vez en la carne seca y leñosa de sus atacantes. Golpes capaces de decapitar a cualquier ser vivo solo hacían tambalear a estos seres de otra era. El cimmerio hundió la espada en el cuerpo de uno de sus contrincantes y le cortó una mano, lo que hizo caer la pica al suelo.

A continuación esquivó otro golpe de pica e hizo un corte en el tobillo del enemigo presionando con todas sus fuerzas.

La hoja de la espada se hundió hasta la mitad y el gigante cayó derrumbado al suelo.

—¡Salgamos de aquí! —bramó el joven, saltando sobre el cuerpo caído.

Conan y Néstor salieron corriendo de la habitación y atravesaron varias salas y habitaciones. Por un instante, el cimmerio temió que estuvieran perdidos, pero en ese momento divisó una luz enfrente. Los dos hombres salieron precipitadamente por la puerta principal del palacio. Podía oír detrás de ellos los pesados pasos y el sonido estrepitoso de los guardianes. Al salir vieron que el cielo clareaba y las estrellas se extinguían con la llegada del alba.

—Vamos hacia la muralla —dijo Néstor jadeando—. Creo que lograremos sacarles ventaja.

Cuando llegaron al extremo opuesto de la plaza, Conan miró hacia atrás.

—¡Mira! —exclamó el cimmerio.

Los gigantes iban saliendo uno a uno del palacio, y uno tras otro, a medida que se exponían a la luz del alba, caían al suelo convertidos en polvo. Al final solo quedó una pila de cascos de cobre con plumas, corazas y armas amontonados sobre las losas de la plaza.

—Bueno, asunto terminado —dijo Néstor—. Pero ¿cómo lograremos volver a Shadizar sin que nos arresten? Será de día cuando lleguemos allí.

Conan esbozó una sonrisa burlona y afirmó:

—Hay una forma de llegar que solo nosotros, los ladrones, conocemos. Cerca del ángulo que está al nordeste de la muralla hay un conjunto de árboles. Si apartas los matorrales que cubren el muro, verás una especie de alcantarilla, que supongo que sirve para desaguar la ciudad cuando las lluvias torrenciales inundan sus calles. Solía estar cerrada por una reja de hierro, pero está desgastada por la herrumbre. No siendo demasiado gordos, podríamos deslizamos por ella. La salida se halla en un solar en el que se arrojan los escombros y desechos de las casas destruidas.

—Bien —repuso Néstor—. Yo…

Un terrible estruendo interrumpió sus palabras. La tierra se estremeció, se sacudió y tembló arrojando a Néstor al suelo y haciendo tambalear al cimmerio.

—¡Cuidado! —gritó Conan.

Cuando Néstor consiguió ponerse en pie, Conan lo cogió por un brazo y lo arrastró hacia el centro de la plaza. En ese momento, la pared de un edificio cercano se vino abajo estrepitosamente, desmoronándose en el preciso lugar en el que habían estado unos segundos antes. El ruido que hizo al caer quedó apagado por el estruendo del terremoto.

—¡Vámonos de aquí! —gritó Néstor.

Guiándose por la luna, que se veía a lo lejos en el horizonte, corrieron en zigzag por las calles. A ambos lados, los muros y las columnas se inclinaban y se desplomaban con estrépito, produciendo un ruido ensordecedor. Las nubes de polvo que levantaban hacían toser a los fugitivos.

Conan se deslizó, se paró y dio un salto atrás para evitar que lo aplastara la fachada del templo que se desmoronaba. Se tambaleó mientras nuevos temblores sacudían la tierra bajo sus pies. Saltó sobre las montañas de escombros, viejos y nuevos. Dio un salto desesperado cuando vio que se le venía encima una enorme columna. Recibió una avalancha de fragmentos de piedras y ladrillos, y uno de ellos le produjo un corte en la mandíbula. Otro le dio de lleno en la espinilla, lo que le hizo maldecir a los dioses de todas las tierras que había conocido.

Por fin, llegó a lo que quedaba de la muralla de la ciudad, que había sido reducida a un montón de escombros.

Cojeando, tosiendo y jadeando, Conan trepó sobre el montículo de piedras y se volvió a mirar. Néstor no estaba a su lado. Probablemente —pensó— el hombre de Gunderland había sido aplastado por una pared. El joven aguzó el oído, pero no oyó ningún grito de auxilio.

Ya no se oía el estruendo del terremoto ni de los edificios desmoronándose. La luz de la luna, muy baja ya, hacía brillar la enorme nube de polvo que cubría la ciudad. Poco después empezó a soplar la brisa del amanecer, que arrastró poco a poco el tupido velo de polvo.

Sentado sobre la pila de escombros que indicaba el antiguo emplazamiento de la muralla, Conan miró hacia Larsha. La ciudad tenía ahora un aspecto totalmente distinto del que ofrecía cuando llegó a ella. No quedaba un solo edificio en pie. Incluso el monolítico palacio de basalto negro en el que él y Néstor habían encontrado el tesoro quedó convertido en un montón de escombros y de piedras rotas. Conan abandonó la idea de volver al palacio en otra ocasión para recoger el resto del tesoro. Sería necesario un ejército de trabajadores para quitar los escombros antes de encontrar algo de valor.

Toda la ciudad de Larsha era un montón de ruinas y de cascotes. Por lo que podía ver, ahora que había más luz, no había señales de vida. Lo único que se oía era el sonido de una piedra que caía de cuando en cuando.

Conan palpó el zurrón, en el que guardaba el tesoro, para asegurarse de que conservaba el botín, y encaminó sus pasos hacia el oeste, en dirección a Shadizar. El sol, cada vez más alto en el horizonte, arrojó un haz de luz sobre las anchas espaldas del cimmerio.

A la noche siguiente, Conan entró con gesto jactancioso en su taberna preferida, la de Abuletes, en el Maul. El antro de techos bajos y paredes manchadas de humo apestaba a sudor y a vino rancio. En las mesas abarrotadas había ladrones y asesinos bebiendo vino y cerveza, jugando a los dados, discutiendo, cantando, peleándose y dando gritos. Se consideraba que había sido una noche aburrida si al menos uno de los clientes no resultaba apuñalado en una reyerta.

Conan vio en el otro extremo de la taberna a su chica actual, Semiramis, una mujer grande, de cabellos negros y varios años mayor que el cimmerio.

—¡Hola, Semiramis! —exclamó Conan abriéndose camino entre los parroquianos—. ¡Quiero enseñarte algo! ¡Eh, Abuletes, trae una jarra de tu mejor vino de Kiria! ¡Estoy de suerte esta noche!

Si no hubiera sido tan joven, Conan hubiera tenido la precaución de no hacer alarde de su botín, y mucho menos de mostrarlo en público. Sin embargo, el cimmerio se acercó a la mesa de Semiramis y abrió el zurrón de cuero en el que llevaba las siete enormes piedras preciosas.

Las gemas cayeron en cascada sobre la mesa, golpearon la madera húmeda de vino y se convirtieron al instante en montoncitos de fino polvo verde que centellearon a la luz de la vela.

Conan dejó caer el zurrón y se quedó boquiabierto, mientras los borrachos de las mesas de al lado estallaban en sonoras carcajadas.

—¡Por Crom y Mannanan! —dijo el cimmerio al fin cuando recobró el aliento—. Me parece que esta vez me pasé de listo.

Luego, recordando la serpiente de jade que tenía en el zurrón, agregó:

—Bueno, esto servirá para pagar una buena juerga.

Llevada por la curiosidad, Semiramis cogió el zurrón que estaba encima de la mesa, pero enseguida lo dejó caer lanzando un grito:

—¡Está… está viva! —exclamó.

—¿Cómo? —dijo Conan, pero una voz que se escuchó desde la puerta lo interrumpió.

—¡Ahí está, soldados! ¡Apresadlo! —ordenó el hombre.

Se trataba de un magistrado gordo que había entrado en la taberna seguido de un pelotón de soldados de la guardia nocturna, armados con alabardas. Los presentes se callaron, mirando en forma inexpresiva hacia el techo como si no conocieran a Conan ni a ninguno de los otros bribones que formaban la clientela habitual de Abuletes.

Ir a la siguiente página

Report Page