Conan

Conan


El Aposento de los Muertos

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El magistrado se abrió camino hasta la mesa de Conan. Desenvainando su espada, el cimmerio se colocó de espaldas a la pared. Sus ojos azules brillaban amenazadores y se podían ver sus dientes a la luz de las velas.

—¡Apresadme si podéis, perros! —exclamó—. ¡No he violado ninguna de vuestras estúpidas leyes!

Y agregó en voz baja, dirigiéndose a Semiramis:

—Coge el zurrón y sal de aquí. Si me detienen, lo que hay dentro es tuyo.

—Es que… ¡le tengo mucho miedo! —dijo la mujer lloriqueando.

—¡Ah, vaya! —dijo el magistrado riéndose—. ¿Conque no has hecho nada, eh? ¡Nada más que despojar a nuestros ciudadanos más eminentes! ¡Hay pruebas suficientes para cortarte la cabeza cien veces! ¿Acaso no mataste a los soldados de Néstor y lo convenciste para que se uniera a ti en la búsqueda del tesoro en las ruinas de Larsha? Lo encontramos al caer la noche, borracho y haciendo alarde de su hazaña. ¡El villano logró escapar, pero tú no lo conseguirás!

Mientras los guardias formaban un semicírculo en torno a Conan, con sus alabardas apuntando al pecho del muchacho, el magistrado vio el zurrón que había sobre la mesa.

—¿Qué es esto? ¿El producto de tu último robo? Veamos…

El obeso individuo metió la mano en el interior del zurrón y hurgó unos instantes. De repente sus ojos se abrieron desorbitados y lanzó un grito aterrador. Sacó rápidamente la mano del zurrón, y todos pudieron ver una serpiente viva de jade verde, enroscada alrededor de su muñeca, hundiéndole los colmillos en la carne.

Los presentes lanzaron gritos de horror y de asombro. Uno de los guardias saltó hacia atrás y cayó sobre una mesa, haciendo pedazos las jarras y volcando vino y cerveza por todas partes. Otro avanzó para sostener al magistrado, que se tambaleó y cayó al suelo. Un tercero dejó caer su alabarda y, gritando histéricamente, huyó hacia la puerta.

El pánico se apoderó de los presentes, que se apretujaron cerca de la puerta intentando salir. Dos hombres sacaron sus cuchillos y se pusieron a luchar, mientras que otro ladrón, enzarzado en una pelea con un guardia, caía al suelo muerto. Alguien tiró una de las velas, y luego otra, dejando la habitación tenuemente iluminada por la pequeña lámpara de barro que había sobre el mostrador.

En la semioscuridad, Conan tomó a Semiramis de la mano y la levantó. Apartó a la espantada turba golpeándola con la hoja del sable y se abrió paso entre el gentío hasta la puerta. Una vez fuera, corrieron dando muchas vueltas para despistar a sus perseguidores. Luego se detuvieron para recobrar el aliento.

—Esta ciudad va a ser condenadamente peligrosa para mí después de esto —dijo Conan—. Me marcho. Adiós, Semiramis.

—¿No te gustaría pasar aquí la última noche conmigo? —preguntó la mujer.

—Hoy no. Tengo que encontrar al bribón de Néstor. Si ese necio no hubiera hablado demasiado, los guardianes no me hubieran encontrado tan rápidamente. Él tiene la parte del tesoro que pudo cargar, mientras que yo me he quedado sin nada. Tal vez pueda convencerlo de que me dé la mitad. De lo contrario…

El cimmerio aferró significativamente la empuñadura de su espada.

Semiramis suspiró y dijo:

—Siempre encontrarás refugio en Shadizar, mientras yo viva. Dame el último beso.

Se abrazaron y Conan desapareció como una sombra en la noche.

En el Camino Corinthio que conduce al oeste desde Shadizar, y a tres tiros de flecha de las murallas de la ciudad, se encuentra la fuente de Ninus. Según la leyenda, Ninus era un rico mercader que sufría una enfermedad que lo consumía. Un día un dios lo visitó en sueños y prometió curarlo si construía una fuente en el camino que lleva a Shadizar desde el oeste, a fin de que los viajeros pudieran lavarse y saciar su sed antes de entrar en la ciudad. Ninus construyó la fuente, pero la leyenda no cuenta si se curó o no de su dolencia.

Media hora después de haberse escapado de la taberna de Abuletes, Conan encontró a Néstor sentado en el brocal de la fuente de Ninus.

—¿Qué has hecho con tus siete maravillosas piedras preciosas? —preguntó Néstor.

Conan le contó lo que había ocurrido con su parte del botín.

—Y ahora —agregó—, dado que gracias a tu lengua larga debo abandonar Shadizar, y puesto que no me queda nada del tesoro, sería justo que compartieras conmigo lo que te llevaste.

Néstor lanzó una carcajada estruendosa y triste y replicó:

—¿Mi parte? Ten, muchacho, aquí tienes la mitad de lo que me queda. —Mientras decía esto, extrajo de su cinto dos piezas de oro y arrojó una de ellas a Conan, que la cogió—. Te la debo por haberme salvado de morir debajo de aquella pared que casi me cae encima.

—¿Qué te ocurrió? —quiso saber el cimmerio.

—Cuando los guardias me acorralaron en la taberna, conseguí tirar una mesa y hacer rodar varias más. Luego recogí el oro en mi manto, lo colgué de mi hombro y me dirigí a la puerta. Le di una estocada a uno que trató de detenerme, pero otro consiguió hacer un tajo en mi manto. Inmediatamente todo el oro y las joyas que llevaba se desparramaron por el suelo y todo el mundo, desde los guardias hasta los magistrados, pasando por los clientes, se enzarzaron en una tremenda gresca para conseguir una parte del tesoro. —El capitán extendió el manto enseñándole un corte de unos sesenta centímetros. Luego agregó—: Pensando que el tesoro no me serviría de nada si mi cabeza iba a adornar el barrote de la Puerta Occidental, me escapé a tiempo. Una vez fuera de la ciudad, miré mi manto, pero todo lo que encontré fueron estas dos monedas que quedaron cogidas en un pliegue. Una de ellas es tuya.

Conan permaneció un momento en silencio con el ceño fruncido. Luego su boca se distendió en una amplia sonrisa, y lanzó una estruendosa carcajada. Siguió riéndose con la cabeza echada hacia atrás. Y cuando pudo hablar, dijo:

—¡Vaya par de buscadores de tesoros! ¡Crom, cómo se han divertido los dioses con nosotros! ¡Vaya broma!

Néstor esbozó una sonrisa forzada y dijo:

—Me alegro de que veas el lado divertido del asunto. Pero después de esto, creo que Shadizar no es un lugar seguro para ninguno de los dos.

—¿Hacia dónde vas? —inquirió Conan.

—Me marcho al este, en busca de un puesto de mercenario en Turan. Dicen que el rey Yildiz está contratando soldados para convertir esa horda de desarrapados en un verdadero ejército. ¿Por qué no vienes conmigo, muchacho? Tú tienes condiciones de soldado.

—Eso no es lo mío —contestó Conan negando con la cabeza—. No me gusta marchar todo el día de acá para allá en el campo de entrenamiento mientras algún oficial da órdenes chillando: «¡Adelante, march! ¡Presenten armas!». He oído que hay buenas oportunidades en el oeste. Lo intentaré por un tiempo.

—Bueno, que tus dioses bárbaros te acompañen —dijo Néstor—. Si cambias de opinión, pregunta por mí en los cuarteles de Aghrapur. ¡Adiós y buena suerte!

—¡Buena suerte! —contestó Conan.

Y sin decir más, emprendió la marcha por el Camino Corinthio y enseguida se perdió de vista en las sombras de la noche.

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