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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Terry Lawson

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TERRY LAWSON

A TIEMPO PARCIAL

El paro no es tan malo como la seguridad social, dicen algunos. Otros dicen lo contrario. Un puto debate académico porque para mí todo forma parte de la misma mierda; cabrones que quieren meter las putas narices en tus asuntos. Sí, los muy hijos de puta me han convocado, así que bajo a Castle Terrace para acudir a mi cita. El menda está allí a la hora establecida, pero el sitio está abarrotado. Por el aspecto de la cosa, va a ser una pérdida de tiempo que te cagas. Así que espero sentado en los asientos de plástico rojo con el resto de pobres cabrones, intentando ponerme cómodo. Todo tiene el mismo aspecto: las escuelas, las comisarías, los trullos, las fábricas y las oficinas del paro y de la DHSS. Todos los sitios en los que procesan al respetable. Allí están las paredes amarillentas, las luces de neón azuladas y el tablón de anuncios con uno o dos carteles viejos. La primera palabra puesta en el cartel o la señal suele ser «No»; o eso, o lleva puesto uno de dos mensajes: Os estamos vigilando, cabrones, o: Hacednos el favor de delatar a vuestros amigos y vecinos. El que estoy leyendo ahora está por todas partes últimamente:

¿SABE DE ALGUIEN QUE DEFRAUDA?

DENOS UN SOPLO POR TELÉFONO

Hubo ligeras molestias la última vez que estuve aquí, en una de estas movidas. Mandaron a una puta vacaburra sobrada a ponerme las pilas, pero la cosa no salió del modo que los cabrones tenían previsto. Ella apareció con todos mis datos, contándome lo del trabajo ese que tenía que aceptar si no quería que me cortaran el subsidio.

Aquella mujer tenía el pelo tieso y quebradizo y llevaba un vestido estampado. Los orificios nasales de su pico estaban activados para ver si captaba los indicios del arrabal; los trujas, la cerveza, o cualesquiera prejuicios que la muy cabrona tuviese.

Eché un vistazo a los datos y después, sin la menor prisa, miré a la mujer. «Bueno, la verdad es que yo lo que buscaba es un empleo a tiempo completo», le expliqué.

Hay que reconocer que al menos tuvo la decencia de aparentar un poco de vergüenza mientras se explicaba. «Este puesto es a tiempo completo, señor Lawson, son, eh…, treinta y siete horas semanales.»

«Mmmm…, ¿no tienen ninguno de venta de gaseosas sin más?», le pregunto, «es que yo siempre he vendido refrescos a domicilio. De las furgonas, ¿sabe?»

«No, señor Lawson», dijo fríamente, «ya se lo hemos dicho antes mil veces. Ya no puede ir usted vendiendo gaseosas, como usted las llama, con la furgoneta por ahí. Hoy en día los refrescos ya no se venden al por menor de esa forma.»

«Pero ¿por qué?», le pregunto, asegurándome de que me quedo un poquito boquiabierto después de hacerle la pregunta.

«Porque resulta más sencillo para el consumidor», dice ella toda estirada.

Vacaburra condescendiente. Y corta que te cagas además. No tenía ni zorra idea de que sólo quería ganar un poco de tiempo. «Pues para la gente como yo no resulta más sencillo. Y conozco a gente que todavía hoy me pregunta cómo puede ser que no vendan refrescos en las barriadas…, amas de casa mayores que no pueden salir de casa y tal.»

Así que seguimos así un rato, pero ella no quiere saber nada del tema. Me dice que tengo que aceptar el empleo que tengo delante y punto.

Aquello era algo que simplemente no podía permitirme; así de sencillo. Era mucho más el factor tiempo que el factor dinero, aunque la paga fuera una broma de mal gusto. ¿Setenta y cinco peniques la hora por preparar hamburguesas? Pero lo del tiempo era peor; retenerte en una hamburguesería cuando podrías estar por ahí ganando dinero de verdad. No tengo tiempo para eso. ¿Treinta y siete horas semanales haciendo esa mierda? Que le den.

Pero tuve que aceptar. Y, para ser justo conmigo mismo, aguanté dos días. Trabajando sin parar con un chavalín lleno de granos que no iban a mejorar demasiado con toda aquella grasa a su alrededor; sirviéndole hamburguesas a borrachos tocahuevos, estudiantes tontos del culo y amas de casa con críos de uniforme y con cara de teleñeco.

Pero no por mucho tiempo.

Allí estaba yo, un domingo por la mañana, sentado en el pub de enfrente de la hamburguesería. Sí, tenía montones de testigos que dirían que había pasado toda la noche allí y darían fe de mi espanto cuando el viejo George McCandles entró alteradísimo para contarnos a todos que la nueva hamburguesería que habían abierto en Leith Walk estaba en llamas. Efectivamente, oímos los aullidos de las sirenas como si de una obra de teatro se tratara y salimos a la acera, pinta en mano, a ver los fuegos artificiales.

Mejor que la puta tele en cualquier momento.

La gran sorpresa fue que la policía no vino a buscarme de inmediato. Se presentaron bastante pronto en el lugar del crimen y me guiparon en la puerta del pub. «Ahí es donde trabajo yo, encima», le dije a uno de los monos, fingiendo indignación. «¿Qué voy a hacer?» Ralphie Stewart oyó aquello y soltó: «Desde luego, Terry, eso podría obligarte a ganarte la vida delinquiendo, ya lo creo.»

Así que al día siguiente fui y el sitio estaba reducido a cenizas. El gerente estaba allí con un tío de la casa madre y un tipo de una aseguradora. Me dijo que el sitio estaba cerrado y que tendría que subir al paro y volver a apuntarme. De modo que cuando llegué allí, la vieja vacaburra hizo un montón de insinuaciones. Pobre arpía, acabó comiéndose un marrón por pasarse de la raya. Ésa es la mejor táctica: conseguir que se confíen haciéndote el bobo, quedándote ahí sentado, asintiendo como si fueras el tonto del pueblo; entonces es cuando se pasan de sobraos y de gallitos. Entonces es cuando les disparas con ambos cañones. Esa expresión tan guapa de conmoción en sus caretos cuando se dan cuenta de que se la has metido doblada, que no se la estaban jugando con ningún teleñeco al que pueden estafar y que se tragará su mierda, sino que tienen que vérselas con un puto sobrao de verdad que tiene sentido de la oportunidad y está al quite.

Así que ahí estaba yo, asintiendo sin parar como un tontolculo cuando ella me suelta: «Es curioso, señor Lawson», incapaz de ocultar que le hervía la sangre, «ésta es la segunda vez que esto sucede en sitios en los que usted acababa de empezar a trabajar.»

¡Bingo!

Metí la segunda. Me erguí en la silla y la enfilé con la mirada. Le eché aquella mirada de Birrell-antes-de-la-campana. «¿De qué vas?», le pregunté.

«Sólo decía…» Empezó a aturullarse, y le cambiaron la mirada, la postura y el tono de voz.

Yo la miré, apoyándome sobre su escritorio. «Pues yo sólo digo que me gustaría que llamara usted a su superior y repitiese lo que acaba de decirme ahora mismo. Estoy seguro de que a la policía también le interesará escuchar estas alegaciones. Antes de eso, claro está, me pondré en contacto con mi abogado. ¿De acuerdo?»

Ella empezó a supurar sudores, pedos y babas; el corazón le zumbaba como el badajo de una campana y su rostro gordinflón se puso más colorado que un cajón de remolachas. «Yo…, yo…»

«Llámele», sonreí fríamente, tamborileando alegre e insistentemente con los dedos sobre el escritorio, añadiendo: «o a ella. Si no le importa.»

Así que convocó tímidamente al superior; por supuesto, para entonces la vacaburra de mierda ya estaba conmocionada ante el hecho de que lo que había comenzado como el rutinario acoso de un capullo de pinta chunga procedente de una barriada había dado un giro total, transformándose en una situación de pesadilla. La puta mancha disciplinaria en un expediente por lo demás ejemplar. Sí, ese tipo de manchas puede ser muy tozudo y, sintiéndolo mucho señora, su Ariel y su Daz no le van a servir en esta ocasión. El caso es que aunque no hayan sido más que unas palabras, la próxima comisión de ascensos dirá: «Sí, la gorda cabrona puede que sea lo bastante maligna y retorcida para ser una buena supervisora de la seguridad social, pero carece de las imprescindibles cualidades de atención al cliente. Asignemos a esta bobalicona a tareas rutinarias de archivadora hasta que se presente la oportunidad de una jubilación anticipada o de un despido procedente.»

Así que aquella cabrona recibió un rapapolvo y yo una torpe carta de disculpa:

Estimado Sr. Lawson:

Le escribo para pedirle disculpas en nombre del Departamento de Empleo en relación con unos comentarios presuntamente dirigidos a usted por una de nuestras empleadas. Se acepta que los presuntos comentarios estaban fuera de lugar en lo que se refiere a la investigación de su caso, y que podrían haber sido malinterpretados.

Tenga la certeza de que el asunto está siendo resuelto internamente del modo más apropiado.

Atentamente,

R. J. Miller

Director

América: ése sería el sitio ideal para mí. Allí cada vez que algún cabrón se sobra, le meten un puto pleito por el culo, como dicen ellos. ¿Qué te dan aquí cuando uno de esos cabrones oficiales te insulta? Una torpe disculpa que no tiene el más mínimo sentido. ¿Presuntos comentarios? ¡Anda ya! Incluso yo, con mi título de graduado escolar y gracias, reconozco el inglés de mierda cuando lo veo. Nah, los yanquis lo tendrían todo bien pensado. Allí es todo cuestión de derechos, nada de la mierda esa del sistema de clases que tenemos aquí. A una puta esnob como ésa la pondrían en su sitio. Ya lo puedes creer, cariño; te metes unas cuantas canicas en la boca y crees que ya puedes frotarte tu viejo y reseco coño debajo de la mesa porque acabas de ver entrar a un tío que vive en una barriada. ¿Crees que yo voy a hacer de víctima en tu jueguecito de dominación?

Nein, mein schwester, nein, porque ich bin ein Municher pronto. Así que mantén quietecita y cortés la vieja lengua, porque oye, aquí te enfrentas a un hombre de mundo internacional.

Italia 90, follando por Escocia. Será igual en Munich. Fijo.

Hubo una cosa en la que acerté: la policía no mostró interés. Me sorprende que no fueran derechitos a casa de Birrell, con la reputación de incendiario que tiene. Aunque ahora ya no, como le dijo al tío del News cuando revelaron lo de sus condenas por incendio, «los únicos fuegos que enciendo en la actualidad son en el ring».

Pero hoy con los del paro, bueno, reconozcámosles lo suyo. Tengo que reconocer que esos capullos han aprendido la lección. Para empezar, la tía del mostrador que me convoca a su cubículo está muy bien y, para continuar, es mucho más enrollada, es la táctica del guante de seda.

«Es la tercera vez que me pasa esto», le explico, intentando que la sonrisita interior no me asome por fuera. «El último sitio en el que trabajé ardió cuando apenas había empezado a trabajar. El anterior tuvo que cerrar a causa de una inundación. ¡Empiezo a pensar que alguien me ha echado el mal de ojo!»

La inundación fue por lo de Italia 90, durante el verano. Sí, claro, voy a estar sentado en una piazza de Roma, rodeado de vino estupendo y chochos de primera clase cuando podría estar trabajando bajo el calor abrasador de la cocina de un restaurante a la entera disposición de algún deshecho de la escuela de bellas artes frustrado, alcohólico y con cara colorada que se hace llamar chef, y en pleno verano, por veinte peniques semanales.

Sí, claro. ¿Cómo no se me había ocurrido?

Pero la pequeña del escritorio se limita a devolverme la sonrisa. Sí, esta chavala es enrollada, ya lo creo. Mientras sus ojos se desplazan hacia los formularios le echo un vistazo a las tetas, pero sorprendentemente no está demasiado surtida en ese aspecto. Es curioso, pero tiene aspecto de que debería tener un buen par. Es la sonrisa, y la clase de autoconfianza, la puta vivacidad esa. Con todo, de todo tiene que haber en este mundo, y no le diría que no si me lo pusiera en bandeja, eso os lo digo gratis. Hay que hacerlo, es la sal de la vida; lo que digo siempre.

Esta chavala es más dulce que una devolución de impuestos inesperada. Acordamos que tendré que seguir resistiendo dignamente al pie del cañón hasta que puedan mandarme a hacer algo apropiado. «Fue al terminarse lo de las camionetas de refrescos, eso es lo que a mí me puso en jaque», le expliqué.

Además es cierto; después de aquello cambié de profesión.

Hablando de lo cual, es hora de ir a ver al tío Alec, porque tenemos trabajo de verdad que hacer. Aún no conozco a ningún cabrón que se haya enriquecido preparando hamburguesas.

MOVIDA DOMÉSTICA

A Alec le llamo «tío Alec» en broma, porque conocí al viejo cabrón hace siglos, cuando me estaba follando a su sobrina. Así que entro en el Western Bar y allí está, mirando a la gogó pero sin mirar realmente, si me explico. Personalmente, a mí nunca me han ido las gogós; me gusta ver a las tías quitarse la ropa cuando quieren que se las follen, no cuando sólo quieren bailar. La cosa me resulta demasiado remota. No es lo bastante romántico, joder. Pero es que yo soy así.

Está en la barra leyendo su ejemplar del Daily Express. Así de rancio es el cabrón; una reminiscencia de los tiempos en que el Express tenía la mejor sección de carreras de caballos. Ni dios lo compra ahora. Sus ojos se desplazan de los resultados de las carreras a los resultados de las gogós. «Alec», le suelto, abriéndome paso hasta llegar junto al viejo cabrón.

«Terry…», dice arrastrando la voz. El capullo va medio bolinga otra vez. «¿Qué te apetece tomar?»

Echo una mirada alrededor del bar abarrotado. Por aquí hay demasiadas miradas indiscretas. Visualizo al capullo borracho gritándome al oído para contarme lo del golpecito este que ha organizado, y la música deteniéndose y todo el puto bar enterándose de lo que tramamos. Nah. Empieza a preocuparme esto de que yo sea el que cada vez más a menudo tiene que pensar por los dos. Y encima es todo cuestión de cosas elementales, eso es lo que me toca las pelotas, que son las putas cosas más elementales, cosas de las que el muy cabrón tendría que estar al tanto. «Nah, vámonos a dar una vuelta por Ryrie’s.»

«Vale…», me suelta, terminando la pinta y siguiéndome hasta la calle.

Así que vamos pateando por Tollcross y por Morrison Street, y empiezo a apretar el paso porque delante parece haber un hermoso y prieto culo.

Sí… una muñequita que te cagas. Falda corta, y unos muslos guays.

Alec está resollando porque no consigue mantener el mismo ritmo. «Espera, Terry, ¿dónde está el puto incendio?»

«Aquí abajo», le digo, dándome una palmadita en la entrepierna e indicando con la cabeza el motivo.

Alec carraspeó y arrojó a la canaleta unas flemas amarillas y verdes sin aminorar el ritmo.

«Sólo puedes hacerte una idea exacta de cómo será el culo comprobando los muslos», intento explicarle al cabrón mientras vamos dando botes por la calle tras unos cabellos largos y ese culo tan mono. Por supuesto, es una pérdida de tiempo tratar de explicárselo a un borrachín que no ha echado un polvo en años, qué digo años, décadas, y que pasaría por encima de una multitud de supermodelos desnudas para llegar hasta una lata de Tennent’s Super, pero ya veis.

La cuestión que intentaba aclararle a Alec, de haberse mostrado receptivo, es que hay peña que le ve el culo a una tía y dicen fua, qué culo, pero que ésos no son más que aficionados. La cuestión está en que no ven más que el culo. El profesional siempre inspecciona los muslos (y la cintura) y la relación entre éstos y el culo. Así se puede evaluar a la tía como un todo. Buen culo lo puede tener cualquiera, dos nalgas, pero ¿cómo encaja eso con lo demás?

Bueno, pues en este caso de puta madre. Los muslos están bien torneados y firmes, son lo bastante gruesos como para sugerir potencia y lucir el culo pero no lo bastante grandes como para dominarlo o ensombrecerlo. Unos buenos muslos tienen que hacer lucir un culo al máximo. Todo trofeo necesita una peana decente. Es la sal de la vida.

Alec tiene la cabeza en otra parte. «Es un queo guapo», me explica resollando, refiriéndose a la casa a la que vamos a darle el palo la semana que viene, esa casa grande en la Grange. «La seguridad es una mierda… el tío es profesor en la uni… ha escrito un libro sobre el nuevo estado securitario en Gran Bretaña. Dice que las compañías de seguridad privadas organizadas por gangsters están reemplazando a la ley y al orden…, así que el cabrón no tiene alarmas ni nada…, está pidiendo a gritos que se la hagan… ¡Espera, Terry!»

Dice que está pidiendo a gritos que se la hagan. Y que lo digas, pienso yo, pero la tía se mete por una bocacalle y empieza a subir la cuesta.

Ése fue el mayor logro de los tories: hacer que tener principios te costara dinero. La sanidad privada, las ventas de casas municipales, hipotecas, vender las industrias nacionalizadas, si no te unes y acatas la disciplina eres un pringao, incluso cuando lo único que estén haciendo es facilitarse a sí mismos la tarea de meterte la mano en el bolsillo para el resto de tu vida. Pero estás tan contento con tu pedacito de papel y tu trocito de plástico que no puedes verlo. Sí, los principios cuestan. Pues bien, a este capullo le van a costar bastante caros muy pronto, y su seguro, si es que lo tiene, eso fijo.

«… la familia está de vacaciones en la Toscana durante dos semanas así que avanti a toda máquina», jadea, mientras entramos en Ryrie’s y pedimos una pinta para mí y media pinta con un whisky para él. La cara de Alec está aún más colorada de lo normal mientras saluda a sus amigotes con la cabeza. Probablemente sea la primera pizca de ejercicio que hace en años.

«¿Dónde está eso?»

«Italia», dice, mirándome como si fuera un cretino. «¡Pensaba que no hacía tanto que habías vuelto de allí!» Sacudió la cabeza mientras echaba un trago.

Bueno, allí no habría mundiales de fútbol, y además la geografía siempre se me dio de culo en el colegio. Eso sí, sé cómo llegar a la Grange y volver a nuestro local en Sighthill y con eso ya me conformo, muchas gracias.

Aunque Italia estuvo guay; el Mundial. El nivel de los chochos era magnífico, en particular el de las tías jóvenes. Parece que empiezan a entrar en carnes en cuanto se ponen el anillo de bodas, como en aquel viejo sketch de Benny Hill. ¿De qué irá todo ese rollo?

Alec se ha pulido la media pinta y saca otra ronda, a pesar de que apenas llevo consumida un par de centímetros de la mía. Es el mejor desvalijador de pisos que hay, o al menos lo era antes. Ahora me supone una lucha constante para que no pierda los papeles. No puede ser que nadie la cague cuando estás currando. Así que no es que no confíe en él, sólo que me apetece ir hasta la Grange para comprobarlo todo personalmente y quedarme satisfecho. Pero no puedo decírselo al viejo cabrón; se pillaría un mosqueo que te cagas. Para él sigo siendo el joven aprendiz y siempre lo seré, pero tras otra pinta me excuso y me cojo un tequi para allá.

HOGAR EN LA GRANGE[29]

Llueve a mares en la Grange, y me encuentro de pie bajo un gran olmo, uno de los que sobrevivieron a la plaga de grafiosis del olmo que golpeó estos lares hace unos años. Así es el puto Edimburgo, hasta los putos árboles tienen su propia epidemia. Me sorprende que los weedgies no le sacaran más punta. Con todo, me alegro del cobijo que me proporciona este capullo porque enseguida empieza a caer una tromba de las que no deja ni ver. Aquí las calles secundarias son todas muy raras: son todo pensiones. Eso no me gusta; demasiadas idas y venidas. Nuestra calle es más residencial, pero no me quedo parado demasiado tiempo. Cuando hago un reconocimiento en esta zona, siento abrirse las cortinas en señal de alerta antibarriobajera cada vez que me aparto de una de las calles principales. Sí, la casa parece bastante aislada, pero sería de locos acercarse demasiado en este estado de paranoia. A lo mejor vuelvo a acercarme más tarde, cuando haya oscurecido.

Voy caminando hacia la parada del autobús cuando noto que un coche se detiene junto a mí.

Es la puta poli. Fijo.

Joder.

Oigo a algún cabrón gritar mi nombre y anunciarse como la pasma y casi salto de miedo, pero me quedo tranqui y me vuelvo lentamente; es el puto Birrell en su coche. Así que me meto, contento de que me lleve, porque ya vuelve a caer a mares. Birrell lleva el pelo bastante más largo que de costumbre; lo lleva mojado y ha empezado a apelmazársele sobre el cuero cabelludo. El coche huele como el dormitorio de una puta, a aftershaves, espumas y geles. Los deportistas son los mayores maricones de tapadillo que hay en el mundo. Y realmente no creo que a las tías les mole ese rollo putón en un tío. Prefieren los olores corporales más naturales, cuando menos las tías de verdad. Aunque supongo que a la clase de tías que le va a Birrell —zorrillas remilgadas y anoréxicas con cara de amargadas que visten ropa cara, y que reventarían si les metieran un rabo decente— probablemente les encante esa mierda.

Así que cascamos un rato sobre Italia y empezamos a hacernos ilusiones con lo de Munich en octubre, aunque como este golpecito no salga bien no tendré nada con lo que hacerme ilusiones.

Cuando llegamos a nuestro barrio y estamos a punto de adentrarnos en él, guipo a Gail con la cría, justo delante de las tiendas. Después miro por la calle ¡y veo al puto Mamonazo y a Gally, preparándose para pegarse!

¡Hostia puta!

A Gally se le ve todo gallito y Mamonazo está pero que bien preocupado. «Billy, para aquí, mira donde las tiendas.»

Birrell se pega una frenada y una marcha atrás guay en plan Corrupción en Miami y salimos disparados del coche. Billy suelta un grito y Gally se vuelve hacia nosotros. Mamonazo se larga por la puta calle abajo como si su puta vida dependiera de ello. Y así es, además; ese cabrón se va a llevar lo suyo. Y no es que Gally ni ningún otro necesite ayuda alguna con ese gilipollas.

EL WHEATSHEAF

Gally está un poco alterado, así que me lo llevo al Wheatsheaf, donde había medio quedado con Alec. Birrell se ha rajado como una nena para mantenerse en forma para su pelea. Le meto mucho caña, pero le deseo suerte. Se le da bien además; no es mal boxeador. Aunque no creo que sea tan bueno como todo quisque hace ver; se les sube a la cabeza toda esa mierda del «héroe local». Pero eso no puedes decirlo; todo el mundo piensa que no son más que celos. Pero le deseo buena suerte de todos modos.

Gally y Alec, vaya pareja. Gally empieza que si la chavalilla, después que si Gail, que si Mamonazo, el capullo de Polmont, y Alec lloriquea con la cerveza delante sobre su mujer, la que murió en el incendio, y sobre cómo su hijo no le habla. Es triste, pero de eso hace siglos, y tendría que ponerse un poco las pilas. No hay gran cosa que pueda decirles a ninguno de los dos. Menuda copa que ha resultado ser esto. «¡Venga, chicos, que estamos echando unos traguitos!»

Ambos me miran como si hubiera insinuado que fuéramos a hacer un poco el pederasta.

Acabamos en casa de Alec con una bolsa de comida para llevar, pero la noche sigue la misma tónica deprimente durante un rato; Gally y Alec están tocando la vieja canción de mierda «la hemos cagado del todo».

Gally se quedó realmente hecho polvo cuando Gail le dijo que estaba follando con Polmont.

Que iba a dejarle por Polmont, precisamente. Podría haber sido cualquier otra persona de este puto mundo, pero no. Se pelearon, y Gail es del mismo tamaño que Gally, y no sé por quién habría apostado yo.

Recuerdo que después hablamos de ello. Ewart dijo que Gally hizo mal en pegar a Gail, pasara lo que pasara. Billy no dijo palabra. Así que le pregunté a Carl si Gail había hecho bien en pegar a Gally. Entonces le tocó no decir palabra a él. Y ahora Gally vuelve a narrarle todo lo que pasó aquella noche a Alec, que está sumido en su propia miseria. «Le grité, y ella me gritó a mí. Nos zurramos el uno al otro. Ella soltó el primer golpe. Perdí los papeles y la cogí por los pelos. Entonces Jacqueline entró desde el dormitorio para impedir que su mamá y su papá se hicieran daño el uno al otro.» Gally tosió y miró a Alec. «Gail tenía las manos alrededor de mi garganta. Le solté el pelo y cerré el puño, recogiendo el brazo para pegarle. Golpeé a Jacqueline en la cara con el codo, quebrándole el pómulo como si hubiera sido el esqueleto de algún… pequeño mamífero. No sabía que había entrado en la habitación. No podía mirar su carita destrozada. Gail llamó a la ambulancia y a la policía y volví a la cárcel.»

«Esto es de lo más alegre», digo yo.

«Lo lamento…, lamento ser un coñazo. A la mierda con Gail y con ese cabrón», suelta él. Tras una larga pausa en la que estuvimos todos allí sentados como pollas de repuesto, saqué otra tanda de cervezas de la nevera. Fui a poner algo de música. Alec tiene una colección inmensa, el problema es que es una colección de ejemplares del Daily Record:[30] ejemplares viejos tirados por todas partes. Encontré una cinta de Dean Martin, que es casi lo único que merece la pena escuchar. La bebida acaba haciendo efecto y ellos notan cómo desaparecen sus penas. Pero las penas nunca las ahogas, sólo las sumerges hasta el día siguiente.

Alec acaba quedándose sobado. Este queo suyo es como un continente olvidado por el tiempo. La chimenea Sunhouse con las cosillas esas que giran sin parar y los faldones de teca barnizada ha conocido tiempos mejores. Esa alfombra está tan desgastada e impregnada de años de mierda que uno podría patinar sobre ella como si fuera la pista de patinaje sobre hielo de Murrayfield. En la pared hay un gran espejo rajado, con uno de esos marcos estrambóticos en oro de imitación. El espectáculo más deprimente son las fotos familiares arrugadas, colocadas en marcos sobre la repisa de la chimenea y la tele. Parece como si las hubieran aplastado manualmente en un arrebato alcohólico, y después hubieran sido amorosamente restauradas al día siguiente con sobrio autoaborrecimiento. Sobre el respaldo del sofá, lleno de quemaduras de cigarrillo y con muelles desvencijados asomando por la parte de abajo, hay ropa vieja amontonada. El aire huele a tabaco, a cerveza pasada y fritanga rancia. Aparte de nuestras latas y de un trozo de queso enmohecido, la nevera está vacía y el cubo de la basura desborda su contenido sobre el linóleo. Que le den por culo a Glasgow con toda esa mierda de la Ciudad Europea de la Cultura; hay muchas más culturas en los platos de Alec, todos amontonados en el fregadero, cubiertos de moho verde y cieno negro. Menuda juerga ha debido de montar.

Al día siguiente Gally no está y yo me levanto espeso. Puede que sólo haya bajado a por tabaco. De todos modos, no pienso quedarme a ver cómo esos cabrones se montan una orgía de autoaborrecimiento. Es hora de largarse antes de que Alec me arrastre a otra sesión lacrimógena.

Estoy en el autobús y veo pasar el barrio de Chesser. Voy empalmao que te cagas y ni siquiera he visto un chocho. Empiezo a sentir un poco de náuseas; a veces los autobuses me hacen ese efecto. Así que decido bajarme y volver atravesando el parque para respirar un poco de aire fresco. Me olisqueo los sobacos y decido que el sudor fresco no se puede aguantar.

Se están jugando unos cuantos partidos; hay un equipo vestido de azul destrozando a otro negro y oro. Tienen aspecto de tener diez años menos y de estar cinco veces más en forma que los tíos de negro y oro. Sigo mi camino y paso por donde los columpios, y me detengo porque veo a alguien que me resulta familiar.

La pequeña está en la glorieta y ella la vigila, pero está sumida en sus propias reflexiones. Me acerco a ella sigilosamente, experimentando el revuelo que nunca dejo de sentir cuando estoy cerca de ella. «Hola, hola», le suelto.

Ella se vuelve y me mira lentamente, con una expresión de hastío, ni hostilidad, ni aprobación. «Terry», dice cansinamente.

«Menudo número el de ayer, eh.»

Se rodea el cuerpo con los brazos, me mira y dice: «No quiero hablar de él… o del otro, de ninguno de los dos.»

«Por mí, perfecto», sonrío, aproximándome un paso. La pequeña sigue jugando en la glorieta.

No dice palabra.

Pienso en el aspecto que tiene hoy. Ya hace un tiempo, cuatro o cinco años largos. Cuando Gally volvió a la cárcel, y después de que yo pasara una temporadita a la sombra. Ella y yo… siempre fuimos un par de guarros el uno con el otro. Siempre ha habido algo…, siento ese leve cosquilleo en la polla y las palabras me salen de la boca: «¿Qué haces esta noche, pues? ¿Pensáis salir de marcha?»

Me mira de una forma que dice: Vale, ya empezamos otra vez, jugando a nuestro bobo jueguecito. «No. Va a estar en Sullum Voe quince días.»

«No deja de ser dinero, ¿no?», digo encogiéndome de hombros, pensando en cualquier cosa menos en el dinero. Los dos nos sabemos estas gilipolleces de carrerilla.

Ella se limita a sonreír de una forma bastante triste, haciéndome saber que las cosas no van a las mil maravillas entre ellos, y dándome margen para hacer mi jugada.

«Bueno, pues si puedes librarte de la cría, a mí no me importaría llevarte por ahí esta noche», le digo.

Eso le hace perder los estribos un poco; empieza a mirarme de arriba abajo.

«Seré un perfecto caballero», le digo.

Así que me devuelve una sonrisa tan desprovista de humor que podría quebrar un puto plato. «Entonces paso», dice ella, y no es broma.

Eso volvió a ponerme en danza. ¿Por qué cojones vuelvo a empezar con todo esto? Las cosas van tan bien entre Viv y yo. Es la erección posresaca. Tienes demasiada sangre que debería estar en la cabeza dirigiéndose a la polla, atontándote, haciéndote decir cosas que sabes que no deberías decir. Pero ¿qué dices, qué haces? En caso de confusión, siempre se vuelve a los estereotipos. En caso de duda, adúlese. «Bien, haré todo lo posible por atenerme a mis buenas intenciones, pero estoy seguro de que me será imposible resistirme a tus encantos. Hasta la fecha nunca han fallado.»

Eso le sienta bien; se nota por la dilatación de las pupilas y la sonrisa retorcida que se le pone. Esos labios. Siempre ha hecho unas mamadas de primera; podría chuparla para la selección escocesa. «Pásate a las ocho», dice, toda coqueta, como una chiquilla, lo cual, si conoces el percal, es ridículo que te cagas. Aunque ahora mismo el percal es lo último en lo que estoy pensando.

«Entonces a las ocho, pues.»

Así que ahí me tenéis, con una cita caliente. Me siento como un hijo de puta total pero sé que estaré allí. Me largo, dejándola a ella con la cría, que sigue jugando sin parar.

No creo que la pequeña Jacqueline me viera siquiera.

Mientras me alejo, observo a las demás mamás jóvenes que hay allí, preguntándome si a todas les irá el mismo rollo que a ella. Puede que algunas tengan maridos que están trabajando fuera, ignorando como benditos el hecho de que mientras ellos pencan para poner el pan en la mesa, algún espabilao le saca brillo a la tubería de su señora. Algunas de las que están allí van en el mismo barco, eso es seguro. No es posible que a todas las tías lo que les vaya sea pasarse el día sentadas en parques, en casas o en tiendas con un par de críos. Que le den por culo a atender a algún cabrón exhausto y hecho polvo cuando vuelve a casa, al que probablemente ya no le atraigas y que se pasa el día tirándole los tejos a otra en el trabajo.

Aquí hay algunas mujeres de la misma edad que chavalas que se pasan toda la noche bailando en almacenes y en pleno campo, recorriendo el país de una punta a otra y pasándoselo de cine. A estas pobres bobas les tiene que apetecer un poco de eso: algún cabrón joven, delgado y bien parecido, con una polla enorme y sin preocupaciones que se las folle toda la noche, diciéndoles que son lo más bonito que jamás han visto, y además diciéndolo en serio. Claro, todos queremos nadar y guardar la ropa; todos queremos el dinero, la diversión, todo el puto mogollón. ¿Y por qué no, cojones? Es la sal de la vida. Yo no entiendo que en los tiempos que corren haya gente que espere que las tías sean distintas.

Paso por la entrada del parque, y la calle principal se abre ante mí. El barrio está afanándose; bueno, al menos esta parte de él. Al otro lado de la calle, donde están las casas viejas que nosotros, los de los pisos, pensábamos antaño que eran los cuchitriles, la cosa está boyante. Lo tienen todo, puertas y ventanas nuevas, jardines bien cuidados. Aquí, en los dúplex que nadie quiere comprar, todo se cae a trozos.

Decido que ir a casa me supera. La vieja está mosca que te cagas desde que volví y Vivían aún no habrá llegado del curro. Tengo las tripas reposadas pero la cabeza aún la llevo cargada. Opto por un Evening News y una cerveza en el Busy. No está haciendo honor a su nombre; está vacío salvo por Carl y Topsy, que están jugando al billar, Soft Johnny en la tragaperras y un tipo llamado Tidy Wilson, un capullo de cincuenta y cinco tacos que está en la barra con su jersey de golfista. Supero la ronda de gestos de reconocimiento y ocupo mi posición. Resulta curioso ver a nuestro amigo el señor Ewart por el barrio; ahora ya no viene por aquí tan a menudo; ya no, con su piso en el centro y ahora que su madre y su padre se han mudado a algún sitio de postín.

Carl se acerca y me da una palmada en la espalda. Lleva una gran sonrisa en la cara. El cabrón puede ser muy engreído a veces, sobre todo ahora que lleva el club este, el Fluid, pero en realidad adoro a este hijoputa. «¿Todo bien, señor Lawson?», me suelta.

«No va mal», digo estrechándole la mano. Después agarro la de Topsy. «Señor Turvey», le suelto.

«Tez», dice él, guiñándome un ojo. Es un chaval lleno de vida, delgado e inquieto, que siempre aparenta ser un poco más joven de lo que es pero es un echao palante que te cagas. Fue uno de los top boys de los Hearts durante un tiempo, hasta que su vieja banda se evaporó cuando los casuals de los Hibs se hicieron con el centro de la ciudad. Lexo le dio un palizón de muerte; después de aquello nunca volvió a ser el mismo. Pero a mí siempre me ha caído bien, es de la vieja escuela. Un poco nazi, eso sí: así es como metió en el lío aquel a nuestro amigo el señor Ewart. Pero Carl cree que el sol sale todos los días del culo de Topsy, siempre fueron como uña y carne los dos. Sin embargo, hacen una extraña pareja, el señor Ewart y el señor Turvey.

«¿Y qué es lo que te trae por los barrios bajos, Carl?», suelto yo.

«Te estoy controlando a ti, cacho cabrón, asegurándome de que sigues apuntado para el Festival de la Cerveza de Munich.»

«Estaré allí, por eso no te preocupes. Birrell también está fichado. Del que hay que preocuparse es de Gally.»

«¿Sí?», suelta Carl, interesado.

Así que le cuento la historia de lo que pasó el otro día, y lo raro que Gally ha estado últimamente.

«¿Crees que ha vuelto a picarse?», pregunta Carl. Se preocupa por Gally. Es de idiotas, pero yo también. Es uno de los cabritos más echaos palante que uno pueda llegar a conocer, pero siempre ha tenido un algo de vulnerable. Sabes que los de la calaña de Ewart, Birrell y Topsy siempre saldrán adelante, pero a veces te preocupas por Gally.

«Más le vale que no. No pienso irme de vacaciones con un puto yonqui. Que le den.»

Topsy mira a Carl, y después a mí. «En cierto modo se lo merece, la puta Gail esa…, menuda guarra», suelta. «A ver, que yo me la tiré hasta cansarme en su día, lo hizo todo el mundo, pero uno no se casa con una guarra como ésa.»

«Vete a la mierda, cabrón», dice Carl. «¿Qué problema hay con que a una tía le guste follar? Estamos en los putos noventa.»

«Ya», suelta Topsy, «de acuerdo, pero cuando te casas, quieres estar seguro de que haya cambiado de registro. Y ella no lo hizo», dijo, lanzándome una miradita.

Yo hago chitón. Topsy está de vacile, pero algo de razón lleva. Gail no vale más que para follar, pero supongo que en aquel entonces, al salir del trullo juvenil todavía virgen, eso es lo único que Gally querría. Es más fácil criticar la comida basura desde Hampstead que desde Etiopía. Es curioso, fui yo el que los presentó y todo. Los junté cuando Gally salió del trullo. En el momento creí estar haciendo de Cupido, bueno, en cualquier caso, organizándole un polvo a Gally.

A veces no lo puedes remediar si tu mejor colega es un pringao.

PERSISTENCIA DE LOS PROBLEMAS PARA FOLLAR

El sentido de culpa y el sexo son tan inseparables como el pescado y las patatas fritas. El sentido de culpa y el sexo de calidad. En Escocia tenemos sentido de culpa católico y sentido de culpa calvinista. Quizá fuera por eso por lo que el éxtasis tuvo tanto éxito aquí. Le hablé de ello a Carl en el pub y el capullo empezó a hablar de que si los placeres ilícitos eran los mejores. Y es cierto. Para mí el problema siempre ha sido la fidelidad. Para mí el amor y el sexo nunca han sido lo mismo; lo mismo dirá la mayor parte de los tíos, pero escogen vivir una mentira. Entonces es cuando todo se desborda y empiezan los grandes problemas. Como reza el dicho, el Nilo no sólo es el nombre de un puto río egipcio.[31]

Vivvy es todo un pimpollo y estoy enamorado de ella. Mi madre la odia, le echa la culpa de que Lucy y yo nos separáramos. En realidad eso es totalmente injusto. Lo que le pasa es que está picajosa porque el kraut[32] se fue a tomar por culo. ¡Adiós y buen viaje! Vale, quiero a Vivían, pero lo que pasa es que cuando llevo unos seis meses con una tía, empiezo a tener ganas de tirarme a otras chavalas.

No puedo remediar la forma en que estoy hecho. Aunque a veces, cuando la veo tendida junto a mí después de hacer el amor, durmiendo plácidamente, casi podría pedir a gritos estar hecho de otra pasta.

Pero eso nunca sucederá.

Cuando llego a casa, mi madre anda por ahí; ha puesto la tetera. «Hola», le suelto. No contesta. Pero está armando un escándalo en la cocina, cerrando las puertas de los armarios, haciendo ruido con las cacerolas y las sartenes, acumulando fuerzas para algo. Se respira en el ambiente, como dice el hortera de Phil Collins, ah kinfeel it comin in thee air to-ni-hite… oh yeah…[33]

Y ha hecho una puta ensalada e incluso patatas cocidas en lugar de patatas fritas. Si hay una cosa que odie son las putas ensaladas. ¡Y hasta le ha echado remolacha, poniéndolo todo perdido!

Acabo de echar unos tragos con Carl, Topsy y Soft Johnny. La vieja me lo nota. No soporta que beba durante el día. Aunque tal y como yo lo veo, hay que disfrutar de tus placeres ahí donde los encuentras.

«¿A ti qué mosca te ha picado?», me pregunta. «¡Una rica y saludable ensalada! Tendrías que comer más verdura. ¡No es bueno alimentarse a base de fish and chipsFish and chips y comida china! Eso no es bueno ni para el hombre ni para los animales.»

Eso me pone a pensar en lo bien que me vendría ahora mismo un poco de pollo con limón con arroz frito y trocitos de tortilla, en lugar de esta mierda. El pollo con limón del chino siempre está de vicio. «No me gustan las ensaladas. Es comida para conejos, joder.»

«Tú empieza por traer a casa un sueldo como está mandado y entonces podrás escoger lo que comas.»

Menudo morro tiene. Intento surtirla cada vez que voy bien de pasta. «Ahí te estás pasando. ¡Te ofrecí dinero la semana pasada, doscientas libras, y no quisiste cogerlas!»

«¡Ya, porque sé de dónde habían salido! ¡Sé de dónde sale todo tu dinero!», salta, mientras me siento a comerme la mierda esta en silencio, embutiéndola entre dos rebanadas de pan. Entonces me suelta: «Hoy he visto a Lucy con el pequeño. En el centro de Wester Hailes. Fuimos a tomar un café.»

Qué agradable. «¿Sí?»

«Sí. Me dijo que hace tiempo que no vas a verla.»

«¿Y de quién es la culpa? Cada vez que me acerco por allí ella y el gilipollas grandullón ese me tratan como a un apestado.»

Se queda en silencio un rato y a continuación dice en voz baja: «Y llamó la otra. La tal Vivian.»

Llamo a Vivvy, diciéndole que me olvidé que había quedado para participar en un torneo de billar, y que nos veremos mañana. Y eso significa que por primera vez en el tiempo que llevamos saliendo juntos, por vez primera desde el mundial de Italia, no juego en casa.

LIBERTAD DE ELEGIR

El problema de la nicotina se está poniendo serio; la mancha amarilla de mi dedo queda bien resaltada por la blancura del timbre. Pulso el botoncito de su puerta y arma un estruendo de la hostia. Casi me quedo alucinado al verla. Tres horas después de haberla visto va teñida de rubia. No estoy seguro de que le siente muy bien, pero lo que tiene de novedad me pone cachondo. Por primera vez me doy cuenta de que tiene un moreno estupendo. Se fueron a Florida; ella, la cría y Mamonazo.

«Hola», dice ella, mirando las casas que hay a ambos lados en busca de miradas indiscretas. «Pasa.»

«¿La cría está en casa de tu madre?», le pregunto mientras entro.

«En casa de mi hermana.»

Sonrío y meneo el dedo. «Si no te conociera mejor, pensaría que has planeado seducirme.»

«No sé qué puede haberte hecho pensar cosa semejante», dice ella.

«La nueva imagen me gusta…», empiezo, pero ella ya está desabrochándose el cinturón de sus vaqueros y bajándoselos y pataleando para quitárselos. También se quita el top.

Me dan ganas de decirle que no se embale, porque quería saborear un poco la tensión dramática. Puede que sea la sal de la vida, pero la sal hay que paladearla, no tragársela a lo bestia. Pero es evidente que se muere de ganas, así que a la mierda, ella manda. Empiezo a quitarme la ropa, metiendo la vieja barriga cervecera. Hace ya algún tiempo que no le daba lo suyo, y estoy empezando a ponerme fondón.

«¿Llevas un condón?», me suelta.

«No…», dije yo. A punto estuve de decir, antes nunca eras tan quisquillosa, pero las cosas han cambiado mucho desde que follábamos con regularidad. La diferencia entre lo que se dice y lo que se hace. Supongo que el hecho de que Gally se picara y tal ha debido hacerla pensar en ese tipo de cosas.

Ella se va a la cocina. Sobre la encimera hay un par de bolsas de la compra del Safeways. Dentro de una de ellas hay un paquete de condones. Me pasa uno y me lo pongo.

Ella se vuelve, apoyando los codos en la encimera y mostrándome el culo, en el que se aprecia claramente la raya del bikini procedente de esas vacaciones en Florida. Hay que reconocer que sabe cómo gastar la guita de Mamonazo. Se palpa una de las nalgas. «Siempre te gustó mi culo. ¿No crees que empieza a ponerse un poco fofo?»

Se nota que lo ha estado castigando haciendo aeróbic o step, porque yo lo noto más firme que nunca. «Yo lo veo bien», digo, «pero necesita una pequeña prueba de más», le digo, arrodillándome y regalando mi lengua con ambos orificios. A la mierda la ensalada, siempre he sido carnívoro. No tarda mucho en mostrar su aprecio. Me gusta que las tías sean así, que te hagan ver cómo va el marcador. Yo también tiendo a ser bastante ruidoso con el sexo. No soporto ver el fútbol en un pub sin el volumen puesto.

Después de un rato, ella me suelta: «Métemela ahora, Terry. Métemela. ¡Ahora!»

«¿Eso quieres?»

«Sí, ahora», dice. «Venga, Terry, no estoy de humor para que me calienten…, ¡métemela ya, joder!»

«¿En qué agujero?»

«En los dos…», suelta ella.

Señora, sólo tengo una puta polla, ése es el problema. «Eso ya lo sé, pero ¿en cuál primero?»

«Elige tú…», dice ella.

Muy bien. Veamos si puedo sorprenderla a ella y a mí mismo metiéndosela en el coño.

Nah.

Se la endiño en el culo mientras ella jura ruidosamente: «Joder…» No se ha quitado la goma negra del pelo; le resalta el rubio teñido. Mientras le tiro del pelo y le empujo la cara, tiene una expresión de alelada en el rostro que me hace preguntarme si esto es amor o sexo u odio o qué. Es curioso, pero soy yo el que hace todo el ruido; bazofia venenosa y retorcida que me sale de la boca en un gruñido grave y primario, para pasar acto seguido a inconexas chorradas románticas. Esto es algo tan chungo que requiere comentario. Con la otra mano le pellizco el coño, frotándole el clítoris y notando cómo se corre; quiero sacársela del culo y meterla en el primer agujero, pero eso no se puede hacer sin lavársela antes, así que descargo con fuerza dentro de su culo y le empujo la cara contra el armario de la cocina, y sus ojos, con grandes círculos debajo, están que se le salen de las órbitas ¡y parece que lo que sale de ellos es amor!

Mientras se la saco parece sufrir las pequeñas convulsiones esas y suelta un pedo atronador que me devuelve a la realidad de toda la asquerosa animalidad de lo que somos y de lo que hemos estado haciendo; no puedo mirarme la polla. Me voy directamente escaleras arriba a la ducha para quitarme los olores.

La sodomización heterosexual: el nuevo amor que no osa pronunciar su nombre. Eso hasta que te tomas una docena de pintas y entonces sueltas toda la mierda, y por lo general es eso precisamente: mierda. Soy capaz de distinguir a un tío que nunca le ha dado por culo a una tía del mismo modo que hace un montón de años podía distinguir a uno que no había follado aún. ¡Un paso al frente, señor Galloway! ¡Un paso al frente, señor Ewart! ¡Un paso al frente, señor Deportista-Pedazo-de-Pan Birrell! Turvey no sé, pero probablemente le haya dado por culo a algún tío. Siendo Jambo y nazi a la vez, es imposible que no sea maricón.

Vuelvo a bajar las escaleras, y espero a que ella se asee y se cambie de ropa. Hago una rápida inspección del garito y, como era de esperar, es un queo claramente de pareja y crío, cuidado y ordenado, pero sin nada de verdadero valor. No es que yo le fuera a dar el palo, es sólo que Polmont McMurray podría guardar algo por aquí. Pero de eso no hay indicio alguno. Me huelo que va a seguir el mismo camino, si es que no lo sigue ya, que el pobre Gally.

«No está mal este queo», le digo a ella, mirando en torno del cuarto de estar bien amueblado. Estos queos de Chesser están muy solicitados.

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