Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Terry Lawson

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Ella echa una bocanada de humo. «Yo lo odio. Fui al ayuntamiento a ver a Maggie. Le dije que quería uno de esos sitios nuevos que están construyendo ahí detrás. La estirada de mierda va y me dice: No puedo hacer nada por ti, Gail, el tuyo no es un caso urgente. Le solté: Vaya amiga tú, eh.

No es que la vea ahora. La muy guarra ni siquiera nos invitó a su boda.»

Ah, la pequeña Maggie. Ahora es concejala, está en el Comité de la Vivienda, además. «No pueden mostrar favoritismos», digo encogiéndome de hombros. «Eso sí, en su tiempo a mí me los mostró en abundancia.»

«Sí, ya sé de qué clase», se rió Gail. «Pero ahora se cree que es el no va más.»

No se lo montó mal, la pequeña Maggie. «Sabes, ni siquiera invitó a su tío Alec a la boda; aunque, claro, él estaba en la cárcel por allanamiento en ese momento. Suerte que tuvo, el pijeras ese con el que se casó se habría cagado patas abajo. No habría quedado bien en las fotos.»

Pienso en cómo las cosas pasan de unos a otros en las familias. Recuerdo una entrevista de Maggie en el Evening News, en la que decía sentir un «apasionado interés por la cuestión de la vivienda». ¡Seguro que eso lo sacó de Alec! ¡Simplemente lo canalizó en otra dirección!

Gail tiene buen aspecto con esa falda, así que le doy otro revolcón en el sofá. Ella se dispara; creo que cuanto más mayor me hago, mejor soy. Se nota que el capullo de Polmont no puede ser gran cosa, por lo poco que tarda Gail en correrse.

Decidimos tomar un taxi hasta un hotel que hay en Polwarth a tomar una copa. Ella me coge de los huevos doloridos en el asiento trasero del coche. «Eres un pedazo de guarro de mucho cuidado, hijo», me dice.

Es extraño, pero ahora estoy pensando en Gally, después en Viv, en cómo esos dos probablemente sean las dos personas que más me importan en el mundo, y en lo destrozados que se quedarían si supieran en qué andaba ahora mismo. En la manera en que siento cómo el puto rabo que tengo en los pantalones se pone tieso, y sé que soy débil y estúpido, y que por mucho que me engañe a mí mismo, siempre han sido las chavalas las que mandaban. Saben que no tienen más que mirarme y vendré corriendo.

Como ella. «Los demás… me dan dinero, pero tú eres el que mejor folla. ¿Cómo es que no eres millonario, Terry?», se ríe.

«¿Quién te ha dicho que no lo soy?», digo yo en tono jocoso. No quiero oírla poner a parir a Gally, ni siquiera al puto Mamonazo McMurray, ya puestos. Lo único que quiero que haga es follar conmigo. Después quiero que desaparezca, porque antes de echarle el polvo mola, la tensión que se va acumulando y tal, pero después no tiene nada que ver con cómo son las cosas con Vivvy. Aquí lo único que hay es lujuria. Con todo, es la sal de la vida, siempre lo he creído así. Si por mí fuera, el sexo y el amor serían dos cosas distintas. El sexo no debería conllevar complicaciones emocionales de ninguna clase. Hay demasiados reprimidos en el poder; iglesias, escuelas de pago y todo eso: ése es el puto problema que tiene este país. Cuando los que fijan la agenda sexual de todos los demás son unos maricones de tapadillo, ¿cómo puede sorprenderte que todo quisque se empalme pensando en invadir un trozo de roca del Atlántico Sur?

Ella se embolinga con rapidez en este bar de mierda lleno de gilipollas aburguesados; en realidad no sabe beber. Está soltando ponzoña, diciendo que todos los hombres son unos cabrones que sólo valen para follar y ganar un jornal. «Eso es lo que me gusta de ti, Terry, que no dices chorradas. Apuesto a que nunca en toda tu vida le has dicho a una chica que la querías en serio. Lo único que quieres es meterla.»

Ay, ¿será eso cierto?

Gally odiaba la forma en que se le iba la boca después de beber. A mí no me molesta. Tiene razón: con ella lo único que quiero es echar un polvo. Si ella piensa lo mismo de mí, tanto mejor. Pero fue ella quien quiso salir a tomar la copa. Yo podría haberme quedado a echarle otro clavo. Tengo unas ganas enormes de ir a Munich para alejarme de toda esta mierda. Es como si en el estado en que anda últimamente Gally todos necesitáramos un respiro. Fijo.

Para animar un poco la cosa, empiezo a decir chorradas. «¿Ya no llevas gafas?»

«No, ahora llevo lentillas.»

«A mí las gafas siempre me han parecido sexys», le digo, pensando en la vez que me la chupó y yo me la saqué, chorreando sobre la montura dorada que antes llevaba. Hablando de monturas, no me vendría mal montarla otra vez…

«Entonces póntelas tú», me suelta.

Nah, esto no sirve de nada.

Se va a los servicios y yo la observo. Pienso en cómo pude follármela, en cómo he traicionado a Viv. Ahora que lo he hecho una vez, por supuesto, puedo volver a hacerlo. En el centro hay multitud de chochos desesperados; en el Fluid los hay a montones. No quiero que Gail se piense que es especial. Le pido un boli al camarero y le dejo un mensaje en el posavasos:

G.

ACABO DE ACORDARME DE ALGO URGENTE.

NOS VEMOS PRONTO.

T. BESOS

Me largo rápidamente por la puerta y paro un taxi en la calle principal para ir al centro. Me entra la risa pensando en cuando vuelva y se encuentre con esa nota.

CLUBLANDIA

El Fluid está a tope de chochos de primera, y Carl en su salsa, como de costumbre. Su amigo Chris pincha mientras Carl acecha su oportunidad, pavoneándose por ahí, abrazando a todo dios, está toda la pesca. Tiene el brazo alrededor de una chica, y la reconozco como una de las hermanas Brook. Me ven, se acercan, y me incorporan a un pequeño abrazo en grupo. A la Brook la cojo fuerte y a él suave, porque él sabe que no me va demasiado esta mierda con otros tíos. Y todo ese puto rollo de besar a otros tíos me toca las pelotas, con éxtasis o sin éxtasis. «Venga Terry, Terry, Terry», suelta él, y entonces nos separamos.

«¿Buenas Jack ands?»[34]

«Las mejores Ter, las mejores. Las mejores que he tomado nunca.»

Para este cabrón todo es lo mejor. «¿Disfrutas con ellas, muñeca?», le pregunto a la hermana Brook. No logro acordarme de si ella es Lesley o la otra. Debería, porque me las he follado a las dos.

«Cojonudas», suelta la Brook, rodeando la cintura delgada y afeminada de Ewart con un brazo y apartándose el pelo de la cara. «Carl me va a hacer uno de sus masajes especiales, ¿no, Carl?»

Putos masajes especiales. Ewart.

El cabrón viscoso se limita a mirarle a los ojos y sonreír intensamente; después se vuelve hacia mí. «Esta chica es como una aparición, ¿no, Terry? Quiero decir, mírala, es todo un regalo para la vista.»

«De eso no hay duda», sonrío. Ewart es uno de esos tipos que se mete un éxtasis y se cree que esparce un reguero de amor por toda la habitación, pero es un reguero de cera lo que esparce el muy pelotillero.

«¿Ha venido usted sin compañía esta noche, señor Lawson? ¿Dónde está la encantadora Vivian?»

«Esta noche le toca salir con las compañeras de curro», miento. «¿No están Billy ni Gally?»

«Billy anda por aquí en alguna parte», dice Carl, echando una mirada a su alrededor, «y Gally, bueno, llegó con una chavala y los dos estaban realmente jodidos. Para mí que se había picado.»

La chavalilla Brook sacude la cabeza. «Con lo supermajo y cariñoso que es ese chaval; no necesita esa mierda.»

Estos capullos se meten un éxtasis y desde lo alto de su cuelgue moralista se creen con derecho a decirle al resto del mundo lo que tiene que hacer.

«Tenías razón, Terry, está diciendo muchas chorradas. Quiero decir, somos todos gente sensible, como diría Marvin Gaye, pero Gally es el más sensible de todos. Es como un clítoris de un metro sesenta con forma humana», dice, y yo me río con aquello mientras la hermana Brook lo medita detenidamente.

Entonces la hermana se vuelve hacia mí y suelta: «Habla con Andrew, Terry; es un chaval majísimo. Es uno de los chicos más hermosos que haya conocido nunca. Tiene unos ojos preciosos. Son como enormes charcos de amor, te dan ganas de tirarte de cabeza a ellos», y se abraza a sí misma, como si fuera a tener un puto orgasmo sólo de pensar en los ojos de picota enloquecido del mamoncete de Gally. Desde luego, esas pastillas tienen que ser cojonudas.

Carl me coge del brazo. «Escucha, Ter, empiezo a pinchar enseguida, tú encuentra a ese capullo y asegúrate de que no se meta en más líos. Mark dijo que había dado algún que otro problema en la puerta…»

«… sois tan enrollados con vuestros colegas, me encanta la forma en que os cuidáis unos a otros, lo noto de verdad y me doy cuenta porque ser una gemela te hace más sensible…», parlotea la gemela Brook sin parar.

Va siendo hora de largarme. «Vale», asiento, y me largo, dándole un beso en la mejilla y un apretón en el culo.

Me vuelvo y la veo pegada como una lapa a Ewart, que se esfuerza por llegar a la pista y acercarse a las torres.

Aunque esto está a tope de chochos. Pienso en buscar a Gally en el chill-out, pero no hay rastro de él. Después le veo tambaleándose por la pista de baile, mientras todos los ravers, que van hasta el culo, le dedican sonrisas de extrañeza. Así que me acerco hasta él. «¡Gally!»

Joder, cómo iba. Al reparar en mí, se quedó clavado en el sitio, pero bamboleándose de un lado a otro, como un armario de MFI. Por lo que pude inferir, el muy gilipollas había intentado entrar con el cabrón ese de Wylie, pero Mark, el de la puerta, le dijo que ni hablar, y menos mal. Wylie empezó a despotricar y una tía que estaba con ellos se lo llevó a casa.

Así que Gally está ahí con una vieja zorra a la que, vale, no me importaría echarle un clavo. Los dos tienen un no sé qué: apestan a jaco. Él probablemente lleva fuera de casa desde que le vi la otra noche en casa de Alec. Intento hablar con él pero está volado. No sé por qué Mark le dejó entrar, sea amigo de Carl o no. «¿Qué haces, colega?», le pregunto. Siento por él la misma clase de aversión impotente que debe sentir Gail, y ahora entiendo su punto de vista.

«Hibs… Dundee… trincaron a Rab Birrell… no se lo cuentes a Billy…», farfulla Gally.

«¿Le han trincado? ¿A Rab?»

Gally asiente. La chavala atontolinada esta se agarra a él mientras me mira y sonríe. No va de jaco, va hasta el culo de éxtasis, igual que la gemela Brook. «Y Larry apuñaló a Phil, y tuvimos que llevarle al hospital», suelta la tía. «Aunque a Muriel y a Larry no les dejaron entrar, ¿eh, Andrew?»

Hago caso omiso de la tía y cojo a Gally por las orejas, obligándole a mirarme a los ojos. «Escucha, Gally, cuando decías que han trincado a Rab, ¿quieres decir que fue la policía o algún grupo de tíos?»

«La policía… zurró a un tío…»

Un verdadero récord, que hayan trincado a Rab Birrell. Siempre pensé que era demasiado cagueta para que jamás le arrestaran por armar broncas. Aunque Gally me dijo que en el fútbol estaba totalmente por la labor. La cuestión es: ¿qué hace Gally yendo al fútbol con una banda, y después poniéndose hasta arriba de jaco con alguien de la cuerda de Wylie? Como el agua y el aceite. Este cabrón no ve las cosas claras, ya lo creo, y no se va a sentir mejor si se entera de que me he estado cepillando a su ex. «Intenta calmarte, colega, ven aquí y siéntate.» Le acompaño hasta la parte del chill-out.

«Hemos venido a bailar», gimotea la tía, enjugándose el sudor de la frente. Pues con Gally no va a ser, el capullo apenas puede mantenerse en pie.

Gally dice algo arrastrando las palabras acerca de comprar unos éxtasis. Le pillo un par y me excuso, dirigiéndome hacia el corazón de los bajos. Que le cuide la chavala empanada esa. Hay unas tías de aspecto guay, pero a mí siempre me ha gustado ligar con las chavalas en los pubs, más que en los clubs. La música echa a perder el arte de la conversación.

Hay una que me gusta particularmente, verdadera serie A, al estilo italiano. Después de divertirme en Italia, he decidido que a partir de ahora para mí los chochos tienen que ser de la gama superior. Te complicas con tías de barrio y al principio no está mal, pero todo este rollo de Gail y Gally me queda demasiado cerca.

Sí, la de la barra. Me dejó destrozado nada más guiparla. Estaba preciosa que te cagas: camiseta ajustada, pantalones de cuero. El pelo largo y liso, fresca como la pinta llena de lager que tenía en la mano. Ella sí que es una visión y ahora se acerca directamente al afortunado de Carl Ewart, que está de pie pinchando discos desde detrás de las torres. Yo la sigo.

«¿Eres N-SIGN? ¿Tú eres N-SIGN?», pregunta con voz bastante pija. El listillo goza siendo DJ. «Sí», sonríe, y estaba a punto de decir algo más cuando ella le arroja la pinta de lager a la cara.

«¡ESCORIA NAZI!», le grita ella, y Carl está completamente atónito; se limita a quedarse allí de pie, estupefacto y chorreando cerveza. ¡Es guapo que te cagas, Ewart con el pico cerrado del todo!

La Brook hace ooohhh e intenta confortar a Carl, diciendo que si hay unas vibraciones estupendas y que por qué la gente tiene que estropearlo, toda esa mierda, y entonces todo el mundo se acerca. Ewart está fuera de sí por lo que el muy bobo considera como la más absoluta de las injusticias. Empieza a soltar un sermón de mierda acerca de él y Topsy; que si no fue más que una borrachera idiota con unos viejos colegas y un sentido del humor estúpido, manipulación mediática y provocación policiaca y a sacar a colación su estimadísima posición política, socialista y libertaria.

La tía esa no quiere saber nada, porque sigue gritándole a nuestro un tanto empapado señor Ewart, que entonces se ve obligado a reaccionar ante la cerveza que cae sobre sus vinilos, sus platos y sus amplis, de forma que ahora emplea frenéticamente su sudadera como fregona antes de que se cortocircuite todo el mogollón.

Mark, uno de los seguratas, se acerca a toda prisa; ella, su amiga y al empanao alterado con pinta de no haber roto nunca un plato, que puede que sea su novio. Billy Birrell se mete, lo ha visto todo y también se acerca raudo.

Birrell intenta decirle a la chavala que se marche, de forma amable, en mi opinión, y su novio se le planta delante. «¿Con quién coño crees que estás hablando?», le pregunta. El acento es de sobrao, pero no es más que un numerito de teatro para impresionar a las tías. Por más que el cabrón lo intente, no puede remediarlo: rezuma cantazo a estudiante por todos y cada uno de sus poros.

Birrell hace caso omiso y le dice a la chavala: «Mira, haz el favor de irte.»

Entonces ella empieza a gritarle a él, llamándole nazi y fascista y toda esa mierda que a los estudiantes pijos les gusta llamarle a la gente, generalmente porque están lejos de su casa por vez primera y descubren que odian a su padre y a su madre y no lo saben llevar.

Pero Billy se mantiene tranquilo que te cagas. Sabe que no tiene nada que demostrarle a gente como ésta, así que se vuelve y se aleja. El mamón del tío es tan estúpido como para cogerle por el hombro y Billy se vuelve con un movimiento veloz e instintivo y le estrella el tarro en la cara. El tío se tambalea hacia atrás, con la nariz chorreando sangre. La chavala se queda helada de espanto. Billy la mira a ella mientras a él le señala con el dedo. «Tu novio tiene bastantes huevos. Se merece algo mejor que una vacaburra atontada como tú. ¡Llévale a casa!»

Mark el segurata se acerca, todo preocupado por Birrell. «¿Estás bien, Billy? ¿La mano la tienes bien? No habrás tenido que arrearle un puñetazo a ese tío, ¿verdad?»

«Ni soñarlo. Le he metido un tarrazo», explica Birrell.

«Bien hecho», dice Mark, aliviadísimo, y le da una palmada en la espalda a Billy. Mark es un gran fan de Birrell y no quiere que su próximo combate se retrase porque se haya jodido los nudillos con algún imbécil. Se vuelve hacia los capullos estudiantiles. «¡VALE, VOSOTROS A LA CALLE! ¡VENGA! ¡YA LO HABÉIS OÍDO!»

Carl le pide a todo el mundo que se tranquilice. Tengo que reconocer que intenta darle coba a la tía para ligársela. Está venga a largar que si no hay problema, que si sólo ha sido un malentendido… El muy caradura tiene la jeta de decirle a Birrell: «Eso no ha sido demasiado útil, Billy.»

Billy enarca las cejas, como diciendo: Lo he hecho por ti, tonto del culo.

Aunque siguen armándola a tope, sobre todo la tía que ha empapado a Carl. Gally se acerca ahora y les grita: «¿Quién cojones sois de todos modos… sois… sois…?», pero está tan destrozado que sólo consigue quedar como un capullo.

Entonces la puta maricona redomada de Carl Ewart continúa, sacudiendo la cabeza: «Hay demasiada testosterona flotando en el ambiente…»

Si no hubiera habido tanta testosterona flotando entre Topsy y él, no habría salido en el periódico para empezar, y ahora ya estaría a medio camino de echarle un clavo a la estudiante esa. Siempre hay demasiada testosterona para él cuando es la de los demás. Nunca parece importarle cuando son sus propias pelotas. Adoro a Carl, pero no puedo evitar pensar que lo que esa chavala le ha hecho a ese cabrón arrogante ha estado guay.

¡Chúpate ésa, señor DJ!

La jeta del muy cabrón es que nos lo debe a nosotros. Si no hubiera sido amigo mío y de Birrell, en el colegio le habrían acosado hasta la muerte, de eso no hay la menor duda. Fijo, el jodido pelopaja. Y entonces no habría tenido la confianza para andar dando saltitos detrás de un conjunto de torres como si tuviera una polla del tamaño de la torre de Blackpool. Vale, en la actualidad el muy listillo se cree un regalo de los dioses para los chochos, pero yo me acuerdo de cuando le estaba agradecido a cualquier feto que dejara que se la tirara. Se creía la leche, con el grupo de mierda aquel que tenían Topsy y él, pero los chochos de primera categoría ni le miraron hasta que se pilló las torres y sus noches de club y su fajo de billetes.

Este chochito de élite cervecero sigue gritándole a Billy, incluso mientras su amiguita intenta llevársela. Es el barquito que va a remolque: una gachí regordeta con un vestido negro, pelo rizado y una piel bastante llena de manchas. Sí, no es sólo testosterona, también hay un buen pizco de estrógenos circulando por ahí, y la mayor parte procede de la tía de la lager. Para mí eso significa que le pica algo y que no le rascan, su novio no, en todo caso. Él sigue sosteniéndose la nariz. «¿Es que nadie va a decir nada acerca de eso?», dice señalándole, «¿es que nadie va a hacerles frente?»

Qué duda cabe, esta chavala tiene la tubería atascada, ¡así que lo único que queda es hacer que traigan a Dyno-varilla Lawson! Doy un paso al frente, guiñándole un ojo a Billy. «¿Es eso lo que te pone, Birrell, aterrorizar a la gente, defender a los fascistas? Puedes meterte tu club en el culo», escupo, volviéndome hacia la Chica Lager, su amiga Ricitos y el novio vulnerado, «¡Yo me largo de aquí!»

Efectivamente, nada más salir por la puerta, ellos no andan muy a la zaga. Mark y su colega se aseguran de que se queden fuera, además. Al pobre capullo lo meten en un taxi y le envían a casa o a Urgencias por su cuenta. La tía que le hizo la aguadilla a Ewart está que no puede ni ver al pobre cabrón. «Es un inútil total», cacareó mientras el taxi se alejaba a toda leche.

«¿Te encuentras bien?», le pregunto.

«¡Sí, me encuentro bien!», me grita. Pongo las manos en alto.

Su colega la agarra, y después se acerca a mí, tirándome de la manga. «Lo siento, gracias por dar la cara ahí dentro.»

La chavala que remojó a Ewart está supertensa. Se muerde el pellejito de las uñas. Le guiño el ojo de modo totalmente conciliador; ella me devuelve una sonrisa tensa.

«Escucha», le digo a su amiga, «creo que tu amiga está un poco alterada. Voy a parar otro taxi.» La chavala, la Ricitos, me hace un gesto de gratitud.

Me sitúo en mitad de la calzada y paro uno, metiéndome en la parte de atrás y abriendo la puerta. Ellas me miran durante un instante, y después se meten una detrás de otra.

Nos dirigimos al piso de ellas en South Clerk Street. Le tiro los tejos a Ricitos, pensando que si le presto un mínimo de atención, tengo el doble de posibilidades de que me pidan que suba. Efectivamente, me invitan a tomar una copa y un porro. Es un queo más guapo de lo que esperaba, más yuppie que estudiante. Nos sentamos a hablar de clubs y de política. Yo me relajo, dejando que sean ellas las que lleven el peso de la conversación, pero son las típicas chorradas de estudiantes y debo reconocer que me cuesta fingir interés. El principal objetivo es lanzar esporádicamente una mirada elocuente, cosa que hago. La macarrilla cervecera está demasiado alterada para fijarse, pero a su amiga se le cae la baba.

Ambas parecen un poco desinfladas, como si estuvieran de bajada, y me cuentan que han estado castigándose un poco desde que salieron el viernes por la noche. «Ojalá pudiéramos conseguir más pastillas», dice Chica Lager.

Yo saco el par que me dio Gally y las reparto. «Probad éstas, son buenísimas.»

«Guau…, snowballs. ¿Estás seguro?»

«Adelante», digo encogiéndome de hombros.

«Es tan amable de tu parte», dice Chica Lager sonriéndome. Yo me lo monto de tranqui, porque esta clase de chochos no hace más que calentarte la polla hasta que te explotan los huevos si te ven con demasiadas ganas.

En cosa de media hora ya estaban otra vez animadas. Al novio le estaban llamando de todo, pero ahora estábamos sentados en el sofá, abrazados unos a otros con la calefacción a tope y ellas venga a decirme lo majo que soy, acariciándome la cara, el pelo, la ropa y todo eso. Un bálsamo para el puto ego, vaya que sí. Pero en realidad yo nunca he tenido problemas con el puto ego, a mí lo que me interesa es el puto ello. Estaba pensando que a lo mejor debería mantener la cabeza sobre los hombros, pero ahí está el viejo pervertido anfetamínico dentro de mi cabeza, caliente, sórdido, licencioso e incitándome a cometer más actos de depravación. «¿Qué, chicas, tenemos quorum?», pregunto. «Dos en cada bando y uno en el banquillo, ¡ésa es la clase de partidos que a mí me gustan!»

Ellas me miran a mí, después la una a la otra, y de forma lenta pero segura empiezan a quitarse la ropa y pasamos una nochecita estupenda.

Por la noche me desperté y le eché un vistazo a ambas mujeres de la vida. El sueño puede ser muy tramposo; les da una especie de porte y aire inocente injustificado. ¿Pero aquí qué coño pasa? ¡Anda ya el sueño! Es la inconsciencia. Cualquier empleado de funeraria podría lograr que un Charlie Manson muerto pareciera «pacífico» en media hora.

Me visto y salgo a la fría calle en plena noche, sintiéndome más solo y más culpable que en toda mi vida y con grandes deseos de ver a Viv. Pero primero hay unos aromas y unos fluidos de los que debo desprenderme.

COMPETENCIA

Desde luego, lo de este garito parece tirado que te cagas. Alec hizo una buena labor de reconocimiento, en eso tengo que darle la razón al viejo apestoso. Menos mal, porque yo nunca tuve oportunidad de hacerlo, a cuenta de que me parara Secret Squirrel[35] como lo hizo.

La casa no está adosada y tiene un jardín trasero y delantero con un camino de entrada boscoso a un lado que conduce hasta un garaje. Desde la carretera no se ve el sendero de al lado a causa de los arbustos y de las ramas de los árboles que cuelgan por encima, me había explicado Alec como si fuera un agente inmobiliario.

Eso sí, sin parecerse a uno para nada.

Después de pasar por delante un par de veces en la furgoneta salí y abrí la verja de madera pintada de negro y Alec se dispone a conducirla por uno de los laterales de la casa. Me fijo en que las puertas del patio traseras son caras y tienen dobles ventanas. Alec aparece enseguida, el primo ha entrado por una puerta acristalada sencilla del camino lateral que «permite acceder» a la cocina.

Alec está resoplando y resollando con la vieja furgona. Al principio, el muy atontado intenta entrar con el morro por delante, lo que significa que en caso de urgencia tendríamos que salir dando marcha atrás. Ni hablar. El viejo gilipollas la está cagando de mala manera, olvidando sus propias normas. «La salida, Alec, recuerda lo de las salidas», le espeto, dando un golpecito en el parabrisas.

Repite la maniobra, saliendo torpemente al camino de la entrada en marcha atrás. Mientras entramos y yo cierro la verja, guipo una vieja furgoneta azul aparcada justamente en plena calle. Está hecha polvo, más todavía que la nuestra. Parece abandonada, ni de coña puede ser un vehículo policial sin marcas. Si la han abandonado, mal rollo, porque eso significa que muy pronto alguno de los capullos entrometidos de por aquí llamará a los cabrones de la grúa.

El factor riesgo va aumentando, ya lo creo.

Alec baja de la furgona y mira tímidamente el cristal de la puerta de la cocina. Cuando entramos me doy cuenta del motivo de su consternación. Lo han roto. «¿Qué cojones pasa aquí?», cuchichea. «¡Esto no me gusta, metámonos en la furgona y salgamos pitando de aquí!»

De eso nada. «Ni de coña…, ¡algún cabrón está tratando de mangarnos nuestro queo! ¡Vamos a aclararle las cosas!»

Abrimos la puerta y entramos en la cocina de puntillas en la oscuridad. Mi bota hace crujir unos cristales rotos. Mientras caminamos por el suelo embaldosado, de repente se oye un enorme estrépito y casi me cago. Me doy cuenta de que es Alec, que se ha caído de culo. «Qué cojones…», le escupo al torpe borrachín en la oscuridad.

«He resbalado con algo…», gimotea.

Hay un pestazo infernal además, acre que te cagas, y es tan fuerte que al pobre Alec empiezan a darle arcadas. Empiezo a pensar que el bolinga asqueroso ha rematado la faena cuando me doy cuenta de que alguien se ha cagado en el suelo, y que es con eso que ha resbalado Alec. «Putos guarros…», jadea, mientras estuca las baldosas con sus potas.

Entonces, delante de nosotros, veo una silueta en el marco de la puerta. Capto un destello gracias a la luz de la luna y me doy cuenta de que lleva un cuchillo en el cazo. Es un chico joven, de unos dieciocho años, y está cagado. Tiembla, mientras agita el cuchillo por delante. «¿Vosotros qué queréis? ¡Danny!» Vuelve la cabeza y sisea escaleras arriba.

Alec se levanta, señalando al hombrecito. «¿Esa cagada es tuya, guarro cabrón?»

«Sí…, eh…», suelta mientras vuelve a blandir el cuchillo. «¿Vosotros quiénes sois?»

Es el momento de aclarar las cosas. «Suelta ese puto cuchillo, so mamón, porque como tenga que ir hasta allí y quitártelo, te lo voy a meter por ese culo cagón que tienes», le advierto. Sabe que no bromeo, además. Doy un paso al frente y él retrocede.

Entonces aparece detrás de él una silueta desgarbada, temblorosa y sudorosa que me resulta familiar. «Terry», dice de modo entrecortado, «Terry Lawson… ¿qué cojones haces tú aquí, tío?»

«Spud…, hostia puta, ¿qué pasa? ¡Éste era nuestro golpe, tío, llevamos meses controlando este garito!»

Es Murphy, Spud Murphy, de Leith.

«Nosotros llegamos primero, como quien dice», insiste él.

«Lo siento, colega», digo sacudiendo la cabeza, «no es nada personal, pero hemos invertido demasiado tiempo en este golpe para que dos putos yonquis lo echen a pique. Tendréis que mover…»

«Yo no soy un yon…», empieza a protestar el chavalín.

«¡Y tú, guarro cabrón, mira que cagarte en el suelo! ¡Puto cerdo!», ruge Alec, señalando la mancha que había en su chaqueta Harrington.

«Es su primer trabajo, Alec», protesta Spud.

«Ya, jamás lo habría adivinado si no me lo dices», digo yo, sacudiendo la cabeza. «¿No consigues reclutar personal últimamente, eh colega?»

Spud se pasa la mano por la cara, enjugándose la frente con la manga de la chaqueta. El pobre cabrón parece completamente destruido. «Hoy parece que nada salga bien…», suelta, y después levanta la vista: «… Mira, tendremos que ir a medias…, repartir.»

Yo miro a Alec. Los dos sabemos que tenemos que irnos a tomar por culo de aquí pronto. No se puede perder tiempo. El chavalín no lleva guantes y Spud lleva lo que parecen ser un par de estúpidos mitones con los que no se puede coger nada. Estos capullos se conformarán con algunos compacts para venderlos en el pub. «Vale, vosotros os lleváis los compacts.»

«Tiene una colección muy grande y tal», admite Spud. «Vídeos también.»

Me lleva a hacer un pequeño recorrido. Spud no se encuentra nada bien. Estúpido yonqui. Gally solía andar por ahí con su amigo aquel, el tal Matty Connell. Le dije que nunca se mezclara con esos tíos. Nunca te puedes fiar de un yonqui, y jamás se trabaja con uno de ellos. Aquí nos estamos saltando todas las putas reglas. Esto empezó de forma sencilla y se ha complicado a toda velocidad. Mientras subo las escaleras me acerco a Spud. Sé que no hay que fiarse de los yonquis y él es la prueba evidente, porque un amigo suyo les dio el palo a él y a sus colegas. Habían concertado un gran negocio de jaco en Londres, ¡y el tío se fugó con el botín!

«Me contaron que el tal Renton os dejó tirados, colega. A ti, a Begbie y a Sick Boy; eso me contaron», dije yo. «¿De qué iba esa historia, eh?»

«Ya…, de eso hace un par de años. No le he visto desde entonces.»

«¿Cómo están los demás, Sick Boy y tal?»

«Ah, pues Sick Boy sigue en Londres. Aunque subió a ver a su madre hace unas semanas y echamos unos tragos.»

A nunca me ha llamado, el muy cabrón. Aun así, Sick Boy siempre me ha caído bien. «Estupendo. Dale recuerdos cuando le veas. Un tío cojonudo, Sick Boy. ¿Y qué hay de Franco? ¿Sigue en el talego, eh?»

«Sí», dice Spud. La sola mención de ese nombre le incomoda un tanto.

Estupendo, pienso yo; es el mejor sitio para ese cabrón. El tío no sabe mantener la cabeza sobre los hombros. Ese cabrón acabará matando a alguien o alguien le acabará matando a él, no hay cosa más segura. Es peor que Doyle, ese capullo. Pero me preocupa más el contenido de esta casa que el contenido de la mente de Begbie, más bien escaso por otra parte. El sistema de sonido y los amplis son de lo mejorcito. Igual que la tele. Son una familia con inclinaciones musicales, además: dos violines y uno de esos órganos Hammond. Los chavales tienen unos juegos de ordenador y hay un par de bicis nuevas. En el dormitorio hay algunas joyas, pero sólo una o dos que parezcan realmente valiosas. Hay un par de mesas antiguas que irán a parar a algún anticuario corrupto por mediación de Peasbo. Los compacts y elepés no valen una puta mierda, Spud y su amiguito pueden llevárselos todos y venderlos a cambio de cualquier clase de mierda que les apetezca preparar y chutarse por la vena.

La fase siguiente consiste en sacar la mercancía de la casa, meterla en la furgona y dejarla en el local. Aunque no quería que Spud y el chavalín vinieran hasta allí con nosotros, se supone que un lugar secreto es secreto, y no lo sería por mucho tiempo si lleváramos a ese par de charlatanes a remolque.

«¿Por qué no dejaste tu furgona en la entrada, Spud?»

«Pensé que la gente podría verla desde la casa de al lado.»

«Nah, la tapan los árboles», le digo mientras entramos al dormitorio. «¿No estarías pensando en salir por la puerta principal con una parte del lote, no?»

«Sí, sólo un viaje con las bolsas de deporte llenas», suelta, mirándome esperanzadamente después, «no tenemos sitio para guardar las cosas más grandes.»

Ya puede olvidarlo. No se trabaja jamás con un yonqui. «Lo siento, colega, en eso no puedo ayudarte, pero los compacts y los vídeos podrás meterlos en las bolsas de deporte esas.»

Le miro a la espera de una fuerte discusión, pero está jodido. Y tampoco es que sea de los que discuten. Un gachó estupendo, pero demasiado relajado, ése es su problema. Así que todo el mundo le vacila. Triste, pero cierto. Se sienta en la cama con cabecera de latón. «Estoy chungo, tío…»

«Ese mono que llevas en la chepa se está haciendo notar, ¿eh, colega?», digo mientras reviso los cajones. Una ropa interior de seda muy bonita.

«Sí…», dice temblando Spud, tratando de cambiar de tema. «Entonces, ¿por cuánto tiempo van a estar fuera los tíos de este queo?»

«Dos semanas.»

Ahora Spud está tumbado en la cama, hecho un ovillo, sudoroso y con aspecto de que vayan a empezar a darle los retortijones. «A lo mejor podría pasar unos días aquí, tío…»

«Venga, colega, aquí no puedes quedarte», digo medio riéndome.

Ahora respira con dificultad. «Escucha, tío, sólo pensaba que a lo mejor éste podría ser el sitio para desengancharme…, una casa guapa como ésta… las vibraciones del mono…, sólo un par de días…, hibernar y hacer lo del mono…»

Este capullo vive en el mundo de los sueños. «Como quieras, Spud, pero no esperes que yo te haga compañía. Tengo asuntos que resolver, jefe.»

Bajo las escaleras con todo el botín que soy capaz de llevar, deseoso de alejarme del tontolculo este e irme a tomar por saco de aquí. Alec apesta; todavía huele a la mierda escurridiza del pequeño hijo de puta ese y la ha estado extendiendo por toda la casa. Ha intentado limpiársela él mismo, pero ahora que ha encontrado el armario de las bebidas le está pegando al whisky. Esto ya empieza a mosquearme. «Venga tú, puto bolinga, ¿de qué cojones vas?»

«No es más que para despejarme», resuella Alec, intentando sentarse derecho en un enorme sillón forrado de cuero, «un chupito dorado», sonríe. Entonces mira al chavalín, que está rebuscando entre los vídeos y los compacts. «Que te ayude, el muchacho a cargar, ¡es lo menos que puede hacer después de llenarme de mierda!»

El chavalín parece totalmente abatido. Entonces se le ilumina la cara y nos enseña la de Toro salvaje. «¿Os parece que me quede con ésta?»

«Ya veremos, colega, pero de momento échanos una mano con la tele», le digo, y no le hace gracia pero la coge por un extremo y salimos por la cocina, tratando de evitar esa mierda resbaladiza. «¿No te ha dicho nadie que la cagada es lo último que haces, después de haberte llevado todo lo que quieras mangar?»

Parece ausente.

«Además, uno no se caga en el camino por donde tiene pensado salir», le advertí.

De todos modos, es buen currante, y pronto tenemos llena la furgona. Pobre cabroncete. Hace años, cuando había mogollón de trabajos manuales para las clases trabajadoras, un capullín como éste habría currado a tope, trabajando para el almacén de la empresa hasta caer redondo metiendo muebles en casa de algún rico cabrón. Pero habría sido un ciudadano respetuoso con la ley. Ahora, aparte del suicidio, el crimen es la única opción abierta para los de su cuerda.

Veo dos alfombras en la pared por el rabillo del ojo. Sé que eso es cosa de ricos cabrones, pero pienso que deben de ser valiosas si no quieren que las pisotee cualquiera. Parecen de la mejor calidad, así que les echo el guante y las enrollo, mientras el viejo apestoso de Alec llena una bolsa de deporte con alpiste. Lo suyo con la priva ya pasa de castaño oscuro. Si ese cabrón pudiera colarse en Fort Knox, juro que saltaría por encima de las pilas de lingotes de oro para llegar al armario donde algún segurata guarda sus bebidas.

«¿Dónde está Danny?», pregunta el chavalín. Casi me había olvidado; ése es el verdadero nombre de Spud.

«Arriba, está chungo», le explico, señalando después el extremo de todas esas alfombras que he reunido, y diciéndole: «Coge por ese extremo, macho.»

«Vale», dice, y lo levanta. Me suelta una sonrisilla. «Siento lo de la cagada en el suelo y tal. Es que me ha emocionado por estar aquí…, no lo he podido remediar.»

«Todo el mundo lo hace la primera vez, normalmente en mitad del suelo. Ésa siempre es la manera de saber si el palo te lo ha dado un novato o un aficionado, la presencia de mierda en el suelo.»

«Danny… eh, Spud también dijo eso. Me pregunto por qué, ¿eh?»

Ésta ha sido una cuestión debatida entre los chorizos desde los tiempos del Antiguo Testamento. «Alguna gente dice que tiene que ver con la lucha de clases. Un poco del tipo vosotros tenéis la guita pero nosotros os hemos ganado, hijos de puta. Pero yo considero que más bien tiene que ver con una cuestión de reciprocidad.»

Este capullín parece empanao otra vez. Nunca trabajará como diseñador para la NASA, eso es seguro. «Dejar algo a cambio», le explico. «Por lo mismo que a nosotros nos incomoda darle dinero a un borracho en la calle, incluso si en ese momento vamos forrados. Dicen que en una transacción uno no se siente feliz si uno recibe y el otro da. Aunque a mí nunca me ha incomodado, siempre y cuando fuera yo el que recibía. Pero eso dicen.»

El capullo asiente, pero te das cuenta de que no se entera.

«Así que quieres dejar atrás un regalito, una tarjeta de visita», le explico, haciendo una pedorreta. El chavalín se ríe con eso; ése es su nivel, eh. «Aunque te diré una cosa, colega, tendrías que cambiar de dieta, comer menos fibra y un poco más de hierro, si quieres estar en condiciones para este negocio. Prueba a pasarte de la lager a la Guiness.»

«De acuerdo», dice, como si pensara en serio que sería una buena opción profesional.

Alec se tambalea hacia la furgona con la bolsa a punto de estallar por el peso de las botellas que lleva dentro.

Agarro al viejo bolinga e intento levantarle, ayudarle a subir a la parte delantera de la Transit, detrás del volante. Se esfuerza denodadamente, pero se agarra a esa bolsa como si llevara dentro las putas joyas de la corona. Por fin consigue entrar. «¿Quieres que conduzca yo?», pregunto, porque él está bien jodido.

«Nah, nah, estoy bien…»

Acercándome por detrás, cierro la puerta trasera y abro la verja. El chavalín se queda mirándome y después me pregunta: «¿Y Spud y yo qué? ¿Cuándo recibimos nuestra parte?»

Me río del capullín empanao y me subo al asiento del copiloto. Cojo un ejemplar del Daily Record que estaba sobre el salpicadero. Es de hará una semana. «¿Tú de qué signo eres, colega?»

Me mira durante un instante. «Eh… Sagitario…»

«Sagitario…», suelto yo, haciendo como que lo busco en el periódico. «Como Urano está muy activo, en el área laboral tus actividades serán lucrativas, en particular si haces caso a compañeros con más experiencia…, ¡ahí lo tienes, colega! Fíjate en esto: los discos compactos y las cintas de vídeo constituyen una inversión muy buena en esta época del año, y es probable que pregonar estos bienes por los pubs del barrio a cambio de la moneda de curso legal vigente te proporcione un dinerito guapo.»

«Eh…»

«Lo que dice el periódico, colega, es que tu parte sigue dentro de la casa. ¡Esos vídeos y demás valen un fortunón! Y en cuanto a los compacts…»

«Pero…», balbucea.

«¡Nosotros nos estamos jugando el cuello! Todo esto», digo haciendo un gesto a mis espaldas, «lo vamos a tener que colocar, y todo es localizable. Nosotros somos los que corremos los riesgos. La próxima vez que te vea, te invitaré a una pinta y a unas gelatinas de metadona por las molestias.»

«Pero…»

«No, colega, vete ahí dentro y mete esos compacts y vídeos en esas bolsas de deporte. ¡Date prisa o la cagarás!»

Lo medita un poco y entonces sale disparado hacia dentro, mientras nosotros salimos a toda prisa de la entrada y a la calle. «Pringaos», me río, mientras me llega el tufillo de Alec, aún más hediondo que de costumbre.

Esta furgona es un poco como Alec; puede que esté llena de combustible, pero está cansada y resuella. Además, hace un estruendo que te cagas. Mientras Alec gira la esquina un poco justo, se oye un traqueteo en la parte trasera que indica que no hemos apilado la mercancía tan bien como yo había pensado. «¡Hostia puta, Alec, ralentiza o preséntate otra vez al examen de conducir! Conseguirás que la policía se nos eche encima. ¡Espabila!»

Eso parece enderezarle un poquito, pero para cuando llegamos al polígono ya está tomando las curvas a la carrera y se oye otro estruendo en la parte trasera.

Esta vez decido no decir nada. El blanco de sus ojos se ha puesto amarillo y eso no es buena señal. Es como si de aquí a un minuto fuera a empezar a abatir demonios imaginarios. Llegamos hasta el local, metemos la furgona y la descargamos; soy yo el que hace casi todo el curro, puesto que Alec, entre sudores y quejidos, vomita dos veces. Las paletas esas están abarrotadas hasta tocar el techo, parecemos un puto almacén de descuentos. «Este local está casi lleno del todo Alec, tendremos que llevarle parte de este mogollón a Peasbo.»

«Su tienda todavía está hasta arriba de cosas», dice Alec, reposando sobre un gran amplificador Marshall.

Ya empiezo a estar mosqueado con todo esto. «Pues empieza a ser ridículo que te cagas, Alec, parece que sólo demos golpes para pagar el alquiler de un local lleno de mercancía que ni siquiera somos capaces de vender.»

«El problema es que ahora, Terry», carraspea Alec, «… si tienes unos electrodomésticos durante más de seis meses, nadie los quiere… depreciación de bienes… se quedan obsoletos… la tecnología y eso…»

«Lo sé, pero no se puede tener mercancía robada en las tiendas, Alec, la policía sólo necesita localizar un artículo, algún capullo se caga y larga y ya estamos jodidos.»

«… cambio… se queda obsoleto… tecnología…»

El mito de los chivatos consiste en decir que la gente chota sobre todo por malicia y por rencor, o bien por interés. Quizá suceda así en los niveles más altos de delincuencia, o en el otro extremo, a algún pobre cabrón que está pintando y decorando un poco y le cortan el subsidio por culpa de algún hijo de puta ponzoñoso. Pero para los de nuestra cuerda, la mayoría de chivatos no son más que burros que te chotan por estupidez. No es su intención, pero se van de la boca en el pub, les confunden y les intimidan en la sala de interrogatorio y a los polis experimentados les resulta fácil conseguir que se desmoronen.

«… las cosas están cambiando… los bienes se quedan obsoletos… en un periquete… las cosas están empeorando», advierte Alec. «Y se van a poner peor…»

De eso puedo estar seguro, si sigo por ahí con un bolinga inútil como él.

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