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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Windows 90

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María Ewart sacó un pie del zapato y amasó la espesura de la alfombra con los dedos de los pies. La lujosa decoración de la casa de sus amigos tenía mucho en común con la suya. El hogar de los Birrell, como el de los Ewart, había sido equipado gracias a optimistas indemnizaciones por despido, una declaración de confianza, fe o esperanza en que algo aparecería, algo que asegurase aquel nuevo

statu quo.

Lo más destacado de aquella habitación era un enorme espejo en pan de oro que colgaba sobre el hogar. Daba la impresión de arrojar contra uno toda la habitación. Maria lo encontraba demasiado grande; quizá fuera aún lo bastante vanidosa como para considerar la mediana edad y los espejos como extraños compañeros de cama.

Sandra la sacó de su estado de ensueño aproximándose y llenándole la copa. Maria quedó fascinada por la perfecta manicura de las manos de su amiga; se habría dicho que pertenecían a una niña.

Habían venido a cenar y tomar una copa. Duncan y Maria Ewart visitaban a sus viejos amigos Wullie y Sandra Birrell. A Maria le avergonzaba un poco, pero aquélla era la primera vez que volvía al barrio desde que se trasladaron a Baberton Mains, hacía casi tres años. Y es que la mayor parte de la gente con la que tenían amistad se había ido marchando poco a poco. Y Maria siempre estaba hablando de la gente que había tomado su lugar, de cómo no sentían lo mismo por la zona, de cómo ya no había espíritu comunitario: aquello era un vertedero de problemas sociales y había ido cuesta abajo.

Ella era consciente de que llevar la conversación por aquellos derroteros deprimía a Duncan. Las cosas habían cambiado muchísimo, pero los Ewart y los Birrell seguían siendo íntimos amigos. Ninguna de las dos parejas había sido nunca muy proclive a hacerse visitas domésticas. Sólo lo hacían para Año Nuevo o en ocasiones especiales. Por lo general hacían vida social en la calle. Quedaban en algún salón-bar, en el Tartan Club o en el BMC.

A Duncan no le quedaba otro remedio que admirar las reformas que Wullie había hecho desde que le compró la casa al municipio. Lo de las ventanas y puertas nuevas resultaba previsible, pero Wullie y Sandra parecían haber adquirido un estilo que solía asociarse con gente más joven. El acabado satinado de las paredes había reemplazado al estucado y el funcionalismo Habitat había sustituido a la teca, pero curiosamente seguía pegándoles.

Wullie había dado rodeos a la compra de la casa hasta que su resistencia se convirtió en un gesto vacío y fútil. Los precios de compra para los inquilinos bajaron y los alquileres subieron hasta el punto de que, como le había dicho mucha gente, no hacía más que tirar piedras contra su propio tejado. Finalmente, cuando se hartó de verse estigmatizado abiertamente por los demás a este lado de la corta calle que separaba las viejas viviendas vecinales de los pisos, Wullie ingresó a regañadientes en el partido de los reformadores de puertas y ventanas.

Les insinuaron a él y a Sandra que estarían mejor al otro lado de la calle, en los pisos, dejando las viejas casas vecinales para los que querían «salir adelante». Wullie había disfrutado bastante con su obstinación, resistiéndose un tiempo, hasta que Sandra empezó a acosarle, uniendo su voz a la de los demás. Ahora Wullie se alegraba de haber cedido. Desde que se lanzó a la aventura y se gastó el dinero de la indemnización en la casa y las ventanas, Sandra había vuelto a poder conciliar el sueño sin alcohol ni pastillas. Tenía mejor aspecto. Había engordado, pero la gordura de la mediana edad le sentaba mejor que estar esquelética y hecha una ruina. Sandra seguía teniendo tendencia a ser muy nerviosa y a Wullie le tocaba la peor parte. Billy se había marchado de casa hacía mucho tiempo, aunque Robert seguía allí. Sus chicos: siempre los había tenido en un pedestal.

A veces Wullie se entristecía al ver la diferencia que había entre su relación y la de Duncan y Maria. La forma en que aún se miraban, cómo siempre eran el centro del universo para el otro. Carl era un invitado muy querido en su fiesta, pero seguía siendo

su fiesta. Wullie, por otra parte, sabía que en cuanto aparecieron, sus hijos le habían sustituido instantáneamente en los afectos de Sandra.

Ahora Wullie Birrell se sentía a menudo inútil. El paro era un término que al parecer significaba más que la mera pérdida de un empleo. Aprendió a cocinar para poder prepararle comidas a Sandra cuando volvía de su trabajo a tiempo parcial como asistenta de hogar. Pero no era suficiente. Wullie se había ido encerrando cada vez más en su propio mundo, y aquel proceso lo consolidó su segunda gran adquisición, un ordenador; disfrutaba enormemente mostrándole a Duncan cómo funcionaba.

Como a Wullie, la vida sin un empleo le resultaba dura a Duncan, mientras se esforzaba por terminar de pagar la hipoteca de su casita de Baberton Mains. De haber tenido Duncan una buena y sólida vivienda de promoción municipal como la de Wullie y Sandra, se habría quedado en el barrio, la habría comprado y la habría reformado. Porque con los pisos no valía la pena, no se podía hacer nada con ellos. Pero eran tiempos de vacas flacas. Carl ayudaba, le iba bien con su club y su trabajo como DJ. A Duncan no le gustaba que el chico le diera dinero; tenía su propia vida, su propia vivienda en el centro. Aunque en una ocasión le había salvado de que se la embargaran. ¡Pero aquella música! El problema era que lo que tocaba no era verdadera música, no era más que flor de un día y pronto la gente volvería a querer el artículo genuino.

No era un trabajo como estaba mandado y no duraría, pero, después de todo, ¿ahora qué trabajos lo eran? En ciertos aspectos, tanto Wullie como Duncan reconocían que se alegraban de haberse librado del trabajo. La vieja fábrica seguía tirando mal que bien como unidad de alta tecnología que no daba empleo más que a un puñado de gente. Paradójicamente, las condiciones habían empeorado mucho y sobre todo los pocos supervivientes de los viejos tiempos estaban todos de acuerdo en que ya no tenía nada de divertido. Había una arrogancia y una presunción en torno a la organización que hacía que fuera como estar otra vez en el colegio.

Maria estaba en la cocina, ayudando a Sandra con la lasaña. Las madres compartían la preocupación por sus hijos. El mundo poseía ahora una mayor riqueza superficial que aquel en el que ellas habían crecido. Y sin embargo algo se había perdido. A ellas les parecía un lugar más cruel, más áspero y desprovisto de valores. Peor aún, parecía que la gente joven, a pesar de su decencia fundamental, tenía ahora la obligación de adquirir una mentalidad que hacía de la perversidad y la traición un recurso siempre a mano.

Las mujeres trajeron la comida a la mesa, después las botellas de vino, aunque Duncan y Wullie se miraron el uno al otro y se aferraron de modo tranquilizador a sus latas rojas de McEwan’s Export. Todos se sentaron a comer.

«No se oye otra cosa sobre los

raves y los clubs: drogas, drogas y más drogas.» Maria sacudió la cabeza.

Sandra hizo un gesto de asentimiento.

Duncan ya había oído todo aquello antes. En los sesenta se suponía que el LSD y el cannabis estaban destruyendo el mundo, y sin embargo aquí estaban todos ellos. Pero el LSD no había cerrado fábricas, ni minas, ni astilleros. No había destruido comunidades. El abuso de las drogas parecía uno de los síntomas de una enfermedad, más que la propia enfermedad. No se lo había contado a Maria, pero Carl había estado encima de él para que probara una de aquellas pastillas de éxtasis y había estado mucho más tentado de lo que a su hijo le había dado a entender. A lo mejor lo haría. Pero Duncan estaba mucho más preocupado por lo que consideraba la mala calidad de la música que se hacía en la actualidad. «Eso no es música, es bazofia. Robar los temas de otra gente para revendérselos. Delincuencia, música thatcherista, eso es lo que es. Los hijos de Thatcher. Vaya que sí», refunfuñó.

Sandra pensaba en Billy. No estaba metido en drogas, pero pensar que su chiquillo se ganaba la vida pegándole a la gente… Ella no había querido que se hiciera profesional, pero le iba bien y ganaba mucho dinero. Su última pelea había salido en el programa

Fight Night de STV. Una victoria explosiva, habían dicho los entendidos. Pero le preocupaba. No se podía pegar indefinidamente a la gente porque al final te acaban pegando a ti. «Incluso cuando no toman drogas, te sigues preocupando. Mira Billy con el boxeo. Podrían matarle de un solo golpe.»

«Pero él está en forma, no toma drogas», discrepó Maria. «Es una buena cosa con los tiempos que corren.»

«Ya, supongo», se mostró de acuerdo Sandra, «pero me sigo preocupando. Basta un solo golpe.» Se estremeció, llevándose el tenedor lleno de comida a la boca.

«Para eso están las madres», le dijo Wullie alegremente a Duncan, lo que le valió una mirada glacial de Sandra.

¿De qué iba su marido? ¿No había visto a su ídolo, Muhammad Ali? ¿No había visto lo que el boxeo le había hecho a aquel hombre?

Maria se irguió en su silla, indignada. «Se van todos de vacaciones a Munich con Andrew y…», bajó la voz y la vista, «el tal Terry Lawson.»

«Terry es majo», dijo Duncan, «no es mal chico. Ahora tiene otra novia y parece maja. Me los encontré el otro día por el centro», les contó. Duncan siempre daba la cara por Terry. De acuerdo, el chico era un poco golfo, pero no había tenido una vida fácil y tenía un gran corazón.

«No sé», dijo Sandra, «ese Terry puede ser un salvaje de cuidado.»

«No, es como lo que le pasa a Robert», sostuvo Wullie. «Toda esa historia de los

casuals[25] y tal no es más que parte del proceso de maduración. El Jubilee Gang. Los Valder Boys. Después el Young Leith Team y los Young Mental Drylaw. Ahora son los

casuals. Historia social, muchachos que van haciéndose hombres.»

«Y ahí está el problema, ¡se está haciendo la misma clase de hombre que el tal Lawson!», espetó Sandra.

«Pero en los partidos de ahora detiene a cualquiera, Sandra», le aseguró Duncan, al tiempo que sentía acumularse la ira en su propio pecho. «Es como lo de Carl con ese puñetero estúpido…, el muy idiota, con ese bobo saludo nazi en el periódico. Son chorradas, chicos tontorrones fardando delante de los amigos. No tienen mala intención. Los han demonizado a todos de forma desproporcionada para que la gente no piense en lo que este gobierno lleva años haciendo, el

auténtico vandalismo. Vandalismo contra los servicios sanitarios, contra la educación…» Duncan se fijó en las cejas enarcadas de Maria y Sandra y la risa de Wullie. «Lo siento, querido público, ya os he vuelto a echar el mitin», dijo tímidamente, «pero lo que intentaba decir, Sandra, es que Rab es un chico estupendo y tiene la cabeza en su sitio. Es demasiado sensato para meterse en algo verdaderamente malo.»

«Es cierto, Sandra, hazle caso a Duncan», imploró Wullie.

Sandra no estaba dispuesta a transigir. Dejó el tenedor sobre la mesa. «¡Uno de mis hijos golpea a otros hombres en un cuadrilátero para ganarse la vida y el otro lo hace en la calle para divertirse! ¿Qué es lo que os pasa a los hombres? ¿Cómo es que sois tan estúpidos y tan bobos?», gimoteó; se levantó llorando y salió disparada hacia la cocina, seguida por Maria, que se volvió y señaló con el dedo a Duncan: «¡Y mientras tanto tu hijo comportándose como un camisa negra fascista! Vale, Terry ha tenido una vida dura. Yvonne también y no ha salido así. Sheena Galloway también, ¡y nunca ha estado en la cárcel ni ha ido hasta arriba de drogas como el chico de los Galloway!» Maria siguió a Sandra.

Wullie y Duncan se miraron entornando los ojos. «Uno a cero para las chicas, Wullie», dijo Duncan con aire burlón.

«No le hagas caso a Sandra», se disculpó Wullie, «siempre se pone así después de cada combate de Billy. No me malinterpretes, no es que a mí no me preocupe, pero él sabe lo que se hace.»

«Ya, Maria es igual. Vio todo aquello que decían de Carl en uno de esos periódicos musicales, diciendo tonterías acerca de las drogas que toma. A mí me ha dicho que es todo mentira, sólo lo dicen por la publicidad, porque eso es lo que la prensa quiere oír. Antes de meterse en todo este rollo de los

raves y las drogas de diseño llegaba a veces en unos estados que ni te digo. Ahora parece estar realmente en forma. Le he visto algunas mañanas cuando se ha quedado levantado hasta las tantas y ni rastro de resaca. Si eso es lo que le está matando lo único que puedo decir es que lo está haciendo de miedo», dijo Duncan con un gesto de la cabeza y mirando hacia lo lejos. «Aunque te confesaré, Wullie, que

yo sí que podría haberle matado aquella vez que salió haciendo el saludo aquel en el

Record. A ver, que mi padre, que vive en Ayrshire, perdió media pierna luchando contra esos hijos de puta… Cogí el coche y me fui allá abajo a verle, y aunque no dijo nada, sabía que lo había visto. Mi anciano padre; tendrías que haber visto la expresión de desilusión que tenía en la cara. Te habría partido el corazón…» El propio Duncan parecía a punto de llorar. «No importa», se rió, recuperando los ánimos y señalando hacia la cocina, «dejemos que lloriqueen un poco. ¿Tienes la pelea de Billy grabada en vídeo?»

«Claro», dijo Wullie, cogiendo el mando. «Fíjate en esto…»

La imagen apareció en pantalla. Allí estaba Billy Birrell, con expresión de concentración absoluta, mirando fijamente a Bobby Archer, de Coventry. Entonces sonó la campana y salió de su esquina como una exhalación.

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