Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Billy Birrel

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LAS COLINAS

Aquí voy que vuelo aunque el viento sople fuerte. Voy corriendo de cara a él, subiendo recto por la colina arriba, siempre haciendo colinas, haciendo el recorrido entero, como dice Ronnie, siempre como dice Ronnie.

Nosotros subimos las colinas.

Nosotros hacemos el recorrido entero.

Nosotros aumentamos la resistencia. Siempre nosotros; es alucinante.

Y en el cuadrilátero igual.

Nosotros podemos pegar más fuerte que ese tío. A

nosotros no pueden preocuparnos sus golpes. Pero nunca he visto a Ronnie encajar un puñetazo después de la campana o sin el casco puesto.

No, Ron, lo siento, en el cuadrilátero siempre estamos solos.

La cuesta se hace más empinada y ya veo la cima y todos los obstáculos que hay en mi camino. Casi todos. Morgan está a la vuelta de la esquina, pero ni siquiera puedo mirarle, voy a arrasarle y creo que ambos lo sabemos. Igual que Bobby Archer, tumbado en la cuneta a mis espaldas. No son más que escalones para llegar hasta Cliff Cook. Voy a por ti, Cookie, y vas a llevarte una buena paliza.

El viejo Cookie, el mejor de Custom House. Me cae bien además, probablemente más de lo que me conviene. Pero cuando lleguemos a estar el uno delante del otro en el cuadrilátero, ya no nos caeremos bien. Gane quien gane, después tomaremos una copa y hablaremos de ello. Así es; nunca volveremos a hablarnos de nuevo al margen de las amenazas y los insultos.

Nah, sí que lo haremos. La cosa mejorará. Así fue la última vez, cuando le zurré siendo aficionados. Yo me metí tarde a profesional, pero no demasiado tarde, Cookie. Te volveré a zurrar.

Aumenta la pendiente y empiezo a notarlo en las pantorrillas; Ronnie está obsesionado con las pantorrillas, las piernas, los pies. «El mejor puñetazo no procede del alma, sino de las suelas», me dice siempre, recorriendo el cuerpo y el brazo hasta llegar a la mano y conectar con la barbilla.

Ronnie me ha tenido haciendo mucho trabajo de combinaciones. Piensa que dependo demasiado de ese gran golpe aislado para tumbarlos. Aunque tengo que reconocer que está dando dividendos.

También le preocupan mis defensas: siempre voy hacia delante, reduciendo el espacio disponible, empleando mi potencia, acosando, dándoles caza.

Ronnie me dice que cuando me enfrente a alguno de auténtica categoría habrá ocasiones en las que tendré que dar marcha atrás. Estoy de acuerdo, pero yo sé la clase de púgil que soy. Cuando empiece a recular sabré que ha llegado el momento de colgar los guantes. Nunca voy a ser esa clase de boxeador. Cuando me fallen los reflejos y empiece a llevarme golpes, ya está, se acabó este negocio para mí. Porque el

verdadero coraje consiste en poner coto a tu propio ego y dejarlo en el momento apropiado. No hay espectáculo más penoso en el mundo que ver a un púgil viejo y costroso torturado como un toro malherido por un jovenzuelo al que habría vencido con los ojos cerrados unos años antes.

Llegar hasta la cima e iniciar el lento camino del descenso hasta el coche. Cuidándote de no hacerte ningún tirón por el camino cuesta abajo. El sol me deslumbra. A medida que el terreno va nivelándose delante de mí, termino con un esprint, en pleno trance agónico, haciéndome sentir como si me estuviera subiendo un pirulo. Paro y me lleno los pulmones de aire fresco, pensando que si Cookie intenta hacer lo mismo en Custom House o Morgan en Port Talbot, los pobres cabrones no durarán lo suficiente ni para subir conmigo al cuadrilátero. Y Ronnie me enjuga el sudor con la toalla, envolviéndome como si él fuera una madre primeriza y yo su primogénito recién nacido. Nos marchamos hacia el gimnasio en el coche.

Con Ronnie hay muchos silencios. Eso me gusta, porque me gusta tener tiempo para aclararme. No me gusta cuando la mierda de la vida moderna te pasa volando por el coco. Es una pasada y te quita energías. Los verdaderos combates se libran en la cabeza, y eso siempre es así. Y puedes entrenar la cabeza además de entrenar el cuerpo; entrenarte para cribar toda la mierda con la que te bombardean a diario.

Atención.

Concentración.

No les dejes entrar. Nunca.

Por supuesto, puedes tomar el camino más fácil y ponerte hasta arriba de jaco o priva como algunos de los de por aquí. Esos lamentables perdedores tiraron la toalla hace años. Si pierdes el orgullo de ser tú mismo entonces ya no tienes nada.

Espero que Gally haya dejado esa mierda para los restos.

Los éxtasis son distintos, pero nadie sabe lo que te pueden hacer a la larga. Eso sí, todo el mundo sabe lo que el tabaco y la cerveza te hacen a la larga; te matan, y a nadie le corre prisa prohibirlos. Entonces, ¿qué es lo que van a hacerte los éxtasis que sea tan distinto?, ¿matarte dos veces?

Ronnie sigue sin hablar. Por mí estupendo.

El mundo tiene buen aspecto cuando te metes una y estás bailando al son de la música de Carl en su club; aunque se ha vuelto un pelín demasiado robotizada, como la llama él; demasiado tecno para mí; me gustaba más cuando llevaba un rollo más soulero. Con todo, son sus temas y le va bien. Se fijan en él, le respetan. Cuando voy de tiendas con él y por los clubs, se ve que ya no somos dos arrabaleros, somos N-SIGN el DJ y Business Birrell, el boxeador.

Lo único que obtenemos es el mismo respeto que nuestros padres recibían por ser obreros, por trabajar en una fábrica. Ahora a la gente así, la peña a la que en tiempos se le consideraba la sal de la tierra, se les considera unos pringaos.

Ronnie es de esa raza. Le pagaron el finiquito en los astilleros de Rosyth hace años. Ahora su vida gira en torno al deporte de las doce cuerdas. A lo mejor siempre fue así.

Aunque a Carl y a mí no nos toman por pringaos. Pero tendríamos que controlar un poco con lo de los éxtasis. Todos nos metemos demasiados; bueno, puede que Terry no, seamos justos con él, cosa que poca gente es. Sí, el mundo tiene buen aspecto cuando vas de éxtasis pero a lo mejor el yonqui con su jaco o el bolinga con su lata morada de Tennent’s o su botella de vino barato decían lo mismo al principio.

El silencio es oro, eh, Ronnie, colega.

Pero este silencio es distinto de la mayoría de los silencios de Ronnie. Algo le ronda la cabeza y yo sé lo que es. Me vuelvo hacia él; observo su cabello plateado y su careto rojo, como el de un verdadero bebedor. La gracia está en que Ronnie es abstemio y no se debe más que a su alta presión sanguínea. Pero qué mala suerte. Nunca lo dirías, porque Ronnie es hombre de pocas palabras. La procesión debe ir por dentro. A lo mejor a mí me pasará lo mismo, dicen que nos parecemos, nos toman con frecuencia por padre e hijo, dice Ronnie. No me gusta oír eso; él no es mi padre y nunca lo será. Pero sólo de pensarlo: yo corro diez kilómetros todos los días y dentro de unos años Juice Terry tendrá mejor cutis que yo. Mala suerte. Pero a la mierda con todo eso. Tremendo.

¡Y Ronnie habla! Reserven la primera página. «Me gustaría que reconsideraras lo de las vacaciones estas, Billy», dice. «Tenemos que hacer sacrificios, hijo.»

Otra vez NOSOTROS.

«Las reservas ya están hechas, eh», le cuento.

«Quiero decir», continúa Ronnie, «que nos tenemos que mantener en forma. Morgan no es ningún paquete. Tiene aguante y tiene huevos. Me recuerda al Bobby Archer ese, tenía ganas.»

Bobby Archer de Coventry. Mi último combate. Tenía ganas, pero le noqueé en tres asaltos. Tener ganas está bien, pero viene bien saber boxear un poco y que tu mandíbula no sea como el cristal de Edimburgo.

En cuanto conecté con aquel crochet de derecha, me di la vuelta y me fui a mi esquina. Asunto terminado.

«Las reservas ya están hechas», le repito. «Sólo estaremos fuera dos semanas.»

Ronnie se mete abruptamente por la esquina mientras el coche se tambalea sobre los adoquines hasta llegar al gimnasio. El gimnasio se encuentra en un viejo edificio Victoriano que parece un cagadero visto por fuera. Por

dentro a veces parece una cámara de torturas, cuando Ronnie te pone a trabajar.

Ronnie para el coche y no hace ademán de salir. Cuando voy a hacerlo yo, me coge de la muñeca. «Tenemos que mantenernos en forma, Billy, y no veo cómo vamos a poder hacerlo si te vas a un festival cervecero en Alemania durante dos semanas con esa pandilla de golfos con la que andas.»

Esto ya empieza a tocarme los huevos. «Estaré perfectamente», vuelvo a explicarle. «Seguiré yendo a correr y me pondré en contacto con un gimnasio de allí», le digo. Durante la última semana no hemos hablado más que de esta mierda.

«¿Y qué hay de tu chavala? ¿Ella qué tiene que decir al respecto?»

Hay que reconocer que, para ser un tío que casi no suelta prenda, Ronnie sabe pasarse de la raya ampliamente. ¿Qué tiene que decir Anthea? Lo mismo que Ronnie. Muy poco. «Eso es asunto mío. Pero te diré una cosa, el que empieza a hablar como una nena eres tú. Déjalo estar.»

Ronnie frunce el entrecejo y después se pone melancólico, mirando por el parabrisas. No me gusta hablarle así, no nos hace bien a ninguno de los dos. En la vida cada cual tiene que tomar sus propias decisiones. De acuerdo, la gente tiene derecho a aconsejarte. Pero deberían tener la sensatez de saber que una vez que te has decidido, se acabó.

Así que a callar.

«Si te hubiera cogido dos años antes ahora serías campeón de Europa y habrías tenido opción a pelear por el título mundial», dice Ronnie.

«Ya», le digo con bastante frialdad, cortándole. No pienso volver a entrar en estas tonterías. Para mí es una falta de respeto hacia mis viejos. Mi padre me consiguió ese aprendizaje; significó mucho para él. Mi madre no quiso que boxeara jamás. Punto. Y lo de hacerme profesional, lo de pelear por dinero: para ella aquello ya fue pasarse de la raya del todo.

Pero Ronnie me insistía en que me hiciera profesional; tenemos que perseguir nuestros sueños, decía. Otra vez NOSOTROS. Lo que Ronnie nunca entenderá es que fue mi padre, no él, la causa de que me hiciera profesional. Cuando me llevó a Londres al QPR aquel sábado por la noche del ocho de junio de 1985. Barry McGuigan contra Eusebio Pedroza.

Fuimos con mi tío Andy, que vive allí, en Staines. Recuerdo el tráfico que había en Uxbridge Road; nosotros íbamos en el autobús 207, a paso de tortuga, preocupados por perdernos el combate. Cuando llegamos allí, había veintiséis mil irlandeses intentando entrar. Yo quería ver a Pedroza porque era el mejor. Había defendido triunfalmente el título en diecinueve ocasiones. Le consideraba invencible. Me gustaba McGuigan, pensaba que era un tío muy majo, pero ni de coña iba a ganarle al Amo.

McGuigan llevaba hasta la bandera blanca de la paz porque no le iba la mierda esa de la tricolor ni la de la mano roja del Ulster. Para mí, sin embargo, aquello parecía un acto de rendición antes de soltar un solo golpe. Entonces subió al cuadrilátero un tío mayor, que luego supimos que era el padre de McGuigan, y empezó a cantar

Danny Boy. Todo el público se sumó, todos aquellos católicos y protestantes de Belfast unidos. Yo miré a mi padre y fue la primera y única vez que le vi con lágrimas en los ojos. Mi tío Andy también. Qué momento más guapo. Entonces sonó la campana y pensé que Pedroza estropearía la fiesta nada más empezar. Pero sucedió algo asombroso. McGuigan se lanzó sobre él y le daba por todos lados. Pensé que se quedaría sin fuelle de tanto lanzar golpes, pero para el segundo asalto había encontrado su distancia y lanzaba combinaciones por todos lados. Tú seguías esperando que el chico se quedara sin fuelle, pero en ningún momento lo hizo, simplemente arremetió sin piedad contra el tío. Y tampoco hacía tonterías, utilizaba la cabeza además del corazón; seguía lanzando combinaciones pero sin descuidar las defensas y haciendo retroceder a Pedroza. Los brazos largos de McGuigan, su extraña guardia; intentar golpearle debió ser como intentar quitarle la pelota a Kenny Dalglish en el área de castigo. Pedroza había sido un gran campeón, pero aquella noche en Loftus Road le vi envejecer que te cagas.

Después de la pelea nos sentamos con una bolsa de comida para llevar que mi tío Andy había sacado de un pub abarrotado que permaneció abierto toda la noche. Sencillamente nos quedamos sentados debajo de unos árboles en Shepherd’s Bush Green, disfrutando del ambiente, hablando de la pelea, de la increíble noche de la que habíamos formado parte.

Entonces fue cuando pensé que, bueno, a mí no me importaría algo así. Llevaba años boxeando y siglos yendo a ver combates. Aunque para mí lo primero siempre fue el fútbol. Incluso cuando era evidente que era mejor boxeador. Pero el fútbol no me había dado nada; unas pruebas cochambrosas para el Dunfermline y un año en los seniors de la parte este con el Craigroyston.

Era una pérdida de tiempo, bueno, en realidad no porque lo disfrutaba, pero yo quería algo más.

Así que ahora sin duda perseguimos los sueños de Ronnie. Y sí, puede que esperara demasiado tiempo. El dinero no ha faltado, pero para mí lo que importa es el respeto que te tributan. Ahora me gusta cuando la gente me llama Business. Al principio era un corte, me daba vergüenza, pero ahora empieza a encajar.

Empieza a encajar como un guante.

Salimos del coche y nos metemos en el gimnasio, donde me ducho y me cambio. Salgo completamente fresco, y me fijo en Eddie Nicol en el cuadrilátero, haciendo guantes con algún golfillo al que está poniendo a caldo. Aunque Eddie no sé. Tiene mucho oficio. De acuerdo, cuando es bueno, es bueno, pero a veces notas en él una incertidumbre; es como si supiera que muy pronto alguien le va a dar una paliza y que el tío que tiene delante podría muy bien ser ese alguien.

Hay un tío hablando con Ronnie, con un traje de verano color crema hecho de un tejido ligero pero caro. Lleva la cabeza afeitada al uno y unas gafas de sol fotosensibles. Mientras me aproximo a él pienso que el traje le sentaría bien a alguien que fuera mejor persona. «Business», dice, tendiéndome la mano. Es Gillfillan, y es un sobrao de élite. Es el representante de Power, que también es promotor, como Ronnie no para de recordarme. Me aprieta la mano con esa fuerza que les gusta poner a los julandrones mayores como forma boba de sobrarse. Les dices que de qué van y te contestan: «No es más que un apretón de manos», como diciendo aquí somos todos hombres, ¿no?, y toda esa mierda. Aunque este gilipollas está haciendo fuerza de verdad. La señalo con la mano libre. «¿Llevas un anillo de compromiso en la otra? ¿De qué vas?», pregunto.

Me suelta la mano. «No es más que un apretón de manos», se ríe.

Dejo caer la mano. «Tengo las manos para hacer su trabajo, no para que alguien venga a mostrarme lo sobrao que es», digo mirándole directamente a los ojos.

«Tranquilízate, Billy», dice Ronnie.

Gillfillan me golpea suavemente en el hombro. «No le tranquilices demasiado, Ronnie, eso es lo que le convierte en Business Birrell, eso es lo que va a convertirle en campeón, ¿no, Billy? No aguantarle tonterías a nadie», sonríe.

Sigo mirando al soplapollas directamente a los ojos. La parte negrita. Se ensancha y los labios le tiemblan de modo apenas perceptible. «Sí, me alegro de que estemos de acuerdo en que eso no ha sido más que una tontería», digo yo. Eso no le ha gustado. Entonces vuelve a sonreír y me guiña el ojo y me señala con el dedo. «Espero que hayas pensado en mi propuesta, Billy. El Business Bar. Te guste o no, ahora eres conocido en esta ciudad. Una celebridad. Tus combates han captado la imaginación de la gente.»

«La semana que viene me voy de vacaciones. Hablaremos cuando vuelva», le digo.

Gillfillan asiente lentamente. «No, no. De verdad creo que deberíamos hablar ahora, Billy. Hay alguien que quiere conocerte. No llevará mucho tiempo. Recuerda, estamos todos en el mismo bando», sonríe. Después se vuelve hacia Ronnie: «Háblale tú un poco, Ronnie», dice.

Ronnie asiente y Gillfillan empieza a alejarse hacia donde Eddie Nicol y el otro chaval están haciendo guantes.

Cuchicheándome con un siseo casi inaudible, Ronnie dice: «No le mosquees, Billy, no hace ninguna falta.»

Yo me encojo de hombros. «Puede que sí, puede que no», le digo.

«Es uno de nuestros promotores, Billy. Ya hace algún tiempo que lo es. Y es un matón de la hostia. No hay que morder la mano que te da de comer.»

«A lo mejor necesitamos cambiar de promotores.»

La cara de Ronnie se encoge hasta que aparecen las arrugas de preocupación. Esto no es fácil para él. «Billy, tú nunca has sido estúpido. Nunca jamás he tenido que darte las cosas masticadas.»

Yo no digo nada. No sé de qué va todo esto, pero sé que es algo que me conviene saber.

Ronnie hace una pequeña pausa; después, cuando ve a Gillfillan mirando el reloj, se da cuenta de que no tiene tiempo suficiente. «Espabila, Billy», suelta, mientras se señala la mandíbula. «¿Ves esa cicatriz que tienes en la barbilla?»

La veo todos los putos días en el espejo. Claro que la veo. «Sí, ¿qué pasa con ella?»

«Tuviste problemas con algún tío en tiempos. Con el venao que te hizo eso. Ahora ya no te da problemas. ¿Te has preguntado alguna vez por qué?»

«Porque lo senté de culo de una hostia», le digo a Ronnie.

Ronnie sonríe con severidad y sacude la cabeza. «¿De verdad crees que te tiene miedo un chalado como ése?»

Doyle. Nah. Puedes tumbarle todas las veces que quieras. Seguirá viniendo a por más, y algún día tendrá un golpe de suerte.

«¿Crees que Doyle te tiene miedo?», repite Ronnie, nombrándolo esta vez.

«No.»

No lo pensaba, siempre me había preguntado por qué no había habido represalias.

Ronnie me sonríe con tristeza y me aprieta el brazo. «Hay un motivo por el que Doyle no te ha dado guerra. Es porque te asocia con gente como Gillfillan y Power.»

Así que eran Gillfillan y Power los que le habían puesto el freno a Doyle. Tiene sentido. Yo pensaba que eran los colegas de Rab en los

casuals, Lexo y tal. Pero ellos conocen a Doyle, y Lexo es hasta pariente de Marty Gentleman, así que no tendrían por qué ponerse de mi parte.

«Lo único que el tío te pide, Billy, es una hora de tu tiempo para discutir algo que podría hacerte ganar algún dinero. Algo legal. Es bastante razonable, ¿no?», casi me suplica Ronnie.

Este club es una tarea que ha supuesto entrega y pasión por parte de Ronnie. Ahora los sitios como éste necesitan patrocinadores para poder mantenerse. Patrocinadores empresariales.

«De acuerdo», digo yo, haciendo un gesto hacia Gillfillan.

Lo que sé acerca de los tipos como Gillfillan y Power es que sólo son versiones mejor situadas de Doyle. Sobraos. Y a los sobraos nunca les sacudes en el cuadrilátero. Los que están entre las cuerdas son aquellos a los que

puedes sacudir y salirte con la tuya para compensarte por la frustración de no poder inflar a aquellos a los que

quieres golpear.

Gillfillan se acerca. «Bien, Billy, no vamos a hacerte perder demasiado tiempo. Sólo quiero enseñarte algo y presentarte a alguna gente. Te veré en George Street dentro de unos quince minutos. El número ciento cinco. ¿Vale?»

«De acuerdo.»

«Hasta el martes que viene, Ronnie», dice Gillfillan, dando media vuelta y marchándose.

Ronnie se despide con la mano, en plan amiguete. Ése no es Ronnie y da vergüenza ajena verle lamer el culo a ese gilipollas. Creo que sabe que no estoy nada contento.

Me voy a telefonear al piso a ver si Anthea ha vuelto de su trabajo en Londres. Su primer trabajo de verdad, un vídeo pop. Es mejor que ir por los bares repartiendo chupitos gratuitos y camisetas promocionales y escuchar las lindezas de los borrachos que intentan ligar contigo y meterte mano. El

glamour de la moda.

No contestan.

Esperando un poco, escucho su voz en el contestador: «Ni Billy ni Anthea están disponibles en este momento. Por favor, deja tu mensaje después de la señal y uno de nosotros te devolverá la llamada.»

Le digo al contestador que la veré luego, que me voy a ver a mi madre. Es curioso, pero siempre pienso en casa de mi madre como mi casa. El piso que comparto con Anthea, en la urbanización esa de Lothian House con esa piscina tan maja es como ella. Es agradable y tiene buen aspecto, pero no creo que vaya a ser algo definitivo.

Dejo a Ronnie y salgo fuera. Escucho un ruido sordo y la oscuridad del cielo se abre y tengo que echar a correr hasta el coche para no quedarme empapado.

Me miro la cicatriz en el espejo retrovisor, justo a la derecha del mentón. Si llega a estar un centímetro más hacia la derecha sería Kirk Douglas. Hacía poco que me había hecho profesional y me estaba preparando para un combate. Había terminado de entrenar en el gimnasio, haciendo horas extras con Ronnie. El caso es que iba de camino a casa. Sólo decidí bajarme del autobús al ver a Terry en el West End, saliendo del Slutland[26] (como llamaban al Rutland).

Aquel sábado por la noche había un ambiente enrarecido por el centro y entonces me di cuenta de por qué. Los del Aberdeen habían bajado a jugar contra los Hibs y tenían cada uno las dos bandas de

casuals más grandes del país. Estarían buscándose unos a otros, no todos a la vez, probablemente, sino en grupos reducidos para burlar a la policía. Eché a correr y a darle gritos a Terry. Me dijo que iba a encontrarse con mi hermano Rab y Gally en un pub que había en Lothian Road.

Tanto Rab como Gally iban de

casuals. Rab se había metido en el tema por medio de sus colegas, pero le encantaba la ropa, las etiquetas y todo eso. Gally no era más que un majaroncillo. Las cosas entre él y su mujer, Gail, iban fatal. Por si fuera poco, ella se había estado viendo con Polmont.

Gally y Gail tuvieron la pelea aquella y la pequeña Jacqueline resultó gravemente herida por el fuego cruzado. En ese momento, el caso seguía pendiente de juicio, y Jacqueline seguía en el hospital, sometida a cirugía estética para arreglarle la cara. Una nenita de apenas cinco años. Un pasote inconcebible. Gally había ido al hospital a verla desafiando el mandato del juez. La estuvo mirando un rato, no se sintió capaz de enfrentarse a ella y se largó.

Cuando Terry y yo llegamos al pub, estaba hasta los topes de seguidores de los Hibs. Estaban los

casuals, tratando de averiguar por dónde andaban los del Aberdeen y Otros tíos más mayores de los viejos tiempos de los hinchas. Los tíos mayores sólo estaban por ahí de tragos. Muchos de ellos probablemente se habrían metido si los del Aberdeen hubieran entrado por la puerta, pero eran de otros tiempos, y no les molaría la idea de recorrer las calles en busca de unos tíos más jóvenes. Sólo habían salido a trasegar cerveza, como Terry.

Rab, Gally y el colega de Gally, Gareth, estaban sentados tomándose unas Beck’s en la barra con algunos tíos a los que yo no conocía. Aquello estaba a reventar. No paraban de entrar tíos diciendo que los del Aberdeen estaban en William Street o Haymarket o Rose Street o que iban de camino hacia acá. Se mascaba un verdadero ambiente de violencia contenida.

Así que aquello ya era una mezcla explosiva de antemano. Entonces les vi, sentados en una esquina apartada de la barra, bebiendo. Dozo Doyle, Marty Gentleman, Stevie Doyle, Rab Finnegan y un par de tipos mayores. Eran todos gangsters de barrio más que verdaderos Hibs boys. Yo siempre había percibido ciertos celos hacia los

casuals por parte de los tíos de mi edad y más mayores. En tanto que los de nuestras generaciones se habían zurrado en el centro y por las barriadas, los

casuals habían unificado a la suya y habían sacado el espectáculo de gira. Doyle y compañía estaban comprobando a ver de qué iban, y se notaba que los tíos mayores, como Finnegan, no se enteraban de ninguna manera. Ahora estaban en el pub.

Y Polmont estaba con ellos.

Gally no les había visto, acababan de llegar. Yo esperaba que no les viese, ni ellos a él. Era sábado y estaba absolutamente hasta arriba. Pero entonces los guipó. Durante un rato se quedó allí sentado, murmurando en voz baja. Terry fue el primero en darse cuenta. «Aquí no se te ocurra empezar ningún follón, Gally», le dijo.

Gally tenía ganas, pero había oído lo que decía Terry. Ya tenía suficientes problemas a causa del juicio pendiente. Le llevamos a la esquina más apartada del pub, la que estaba junto a la puerta, y nos sentamos con él. Cuando eché un vistazo a donde estaban ellos, vi a Doyle incitando a Polmont. Pensé que debíamos apurar, porque si algún capullo la montaba aquí, todo el sitio acabaría patas arriba y no había forma alguna de averiguar de qué modo se repartirían las cartas.

Era demasiado tarde. Polmont se acercó, y Dozo y Stevie Doyle le seguían a pocos pasos de distancia. Yo miraba más allá de ellos, hacia la enorme silueta de Gentleman, que se erguía lentamente de su asiento.

Polmont se situó a unos pasos de donde estaba sentado Gally. «Espero que estés satisfecho, Galloway», dijo. «¡Una cría, tu propia cría, hospitalizada por tu culpa! ¡Como vuelvas a acercarte a Gail o Jackie eres hombre muerto!»

A Gally le palidecieron los nudillos sobre la pinta que sostenía. Se levantó. «Tú y yo, ahí fuera», dijo con calma.

Polmont dio un paso atrás. Si algún cabrón iba a matar a Gally, no sería él. Ni siquiera estaba por una pelea limpia. Dozo Doyle se adelantó, me miró a mí y luego a Terry. «¿Vosotros estáis con este trozo de mierda?»

«Es asunto de ellos, Dozo, no nos concierne ni a nosotros ni a ti», dijo Terry.

«¿Y quién cojones lo dice?» Dozo miró a Terry.

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