Cobra

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COBRA I » ENANA BLANCA

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La Señora, recién levantada, legañosa y descalza, un moño de nylon prendido a sus canas con una ensarta de ganchos, se le apareció al otro día.

—Cobra —le dijo después de una pausa-café— bueno es lo bueno pero no lo demasiado. —Y se dejó caer sobre un diván; de entre los cojines salieron huyendo tres gatos barcinos—. Eres como antes. O casi. El invierno ya nos ha abandonado y la envidiosa Cadillac: los ríos y tu cuerpo han crecido. Prepárate ahora a la penuria. A la carencia. Al monito retozón mordiéndote la nuca.

—Apreste el espectáculo —respondió Pup—. Despida al Maestro. Que la lluvia del verano atraviese mi sombrero.

Pasó dos días sin nieve. Tomaba agua de coco para aplacar la sed; la chupaba por un huequito que abría en la nuez con un clavo, echaba la cabeza para atrás, ponía los ojos en blanco. A la tercera noche se despertó sudando.

Abrió las ventanas del jardín.

Los árboles estaban cuajados de frutas redondas, rojas y abrillantadas, tantas que no se veían las hojas. Entre las ramas dormían gallos plateados; las colas, que a ratos sacudían temblores ligeros, como si cayeran de sombreros de pajes asustados, chorro de plumas blancas, llegaban hasta el suelo.

Cerró las ventanas. Se acostó. Oyó aletear pájaros.

O el chirrido de un aspa.

Volvió a levantarse. Abrió las ventanas.

El mar estaba negro.

Entre las plumas jugueteaban conejos.

De una canasta de mimbre sacó unas tijeritas. Pinchó con ellas el cubrecama chino —con trigramas de oro, regalo, ay, de la Señora—. A partir del borde, rápida, voraz, sí, rápida y voraz le cortó una tira recta, con sus flecos y todo, una banda, otra. Con la misma aplicación, rápida, voraz, cuando terminó el cubrecama atacó las cortinas, los cojines, los mantelitos tan monos bordados a mano, de tafetán con pespuntes matizados en canevá, y el tapiz, el tapiz para ser más alevosa según sus propios colores: de este a oeste una banda negra, de norte a sur una blanca, de oeste a este una roja, de sur a norte una verde. Y mientras clavaba, frenética, su punzón en el centro amarillo, ávida pajarita de pico bífido, vociferaba con voz de caramillo:

“un tiempo de decrepitud un tiempo de espesamiento,

un tiempo de derrumbe un tiempo de muerte,

un tiempo de yang un tiempo de yang”.

Le entraron calambres en las extremidades superiores y cucas en las inferiores, estornudos, frío y calor, ahogos y temblores; le pestañeaba un solo ojo,

reía sin reír,

aunque sin náuseas quería vomitar,

no hacía más que gemir,

por los muros quería trepar.

Descuartizó el vestido que traía puesto,

y los de reina, uno por uno.

Se cortó las uñas,

las cuatro greñas que le quedaban,

los vellos de las verijas,

las cejas y las pestañas.

Se ahogaba.

Tomó aire por la boca.

Le entraron mil demonios fétidos

que le envenenaron las membranas.

Oró.

Se orinó en el colchón.

Mordió la pata de la cama.

Buscando el estuche de nieve forzó la puerta de la cocina. Tiró al suelo todas las gavetas. Arrancó los postigos de la despensa. Con los dientes partió un pomo de azúcar —con los vidrios escupió sangre—. Viró al revés la mesa. Con un cascanueces destrozó un frutero. Lo encontró en el fondo del latón de la basura, cubierto por las sobras. Tenía la llavecita puesta. Quedaban dos puñados. Se los tragó de un tiro. Empezó a cantar un samba.

Menos mal que la Señora la encontró. Era una Virgen de la Fertilidad declarada apócrifa, un fetiche apaleado para expulsar los demonios que diezman la cosecha: por el suelo, desnuda, con los ojos en blanco, rodeada de platanitos y anones apolimados, lichís y manzanas. La coronaban aros de vasos rotos, saleros al revés, pimientos, clavos, racimos de ajo, un jamón, cucharones de cobre y un molino de café cuya manigueta seguía dando vueltas.

—He fracasado —gimió la Decana, que en unos minutos había encanecido completamente.

Enderezó la mesa.

Puso el mantel y la acostó encima.

La frotó con un estropajo de aluminio y luego con un paño de cocina humedecido en vinagre.

Encendió una vela.

Pasó la noche rociándola con café caliente —tenía las mandíbulas trabadas—, recitándole conjuros al oído.

Al amanecer, todavía estaba viva, aunque —la Belleza es efímera— ya se iba contrayendo.

Cuando Cobra volvió de la India la encontró tan raquítica como de costumbre.

De lo que le contaron no creyó nada.

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