Cobra

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COBRA I » A DIOS DEDICO ESTE MAMBO

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A DIOS DEDICO ESTE MAMBO

Como cuello de ganso el brazo de la envidiosa Cadillac en la bruma ondula, blanco emplumado en el andén lúgubre. Y es que se van las tres, o las dos que suman tres7 a las morismas en busca de un aunque oculto señalado galeno, el relevante doctor Ktazob, que en taimado raspadero tangerino arranca de un tajo lo superfluo y esculpe en su lugar lúbrica rajadura, coronando el ingenio con punturas de un bálsamo mahomético que trueca en meliflua siflautilla hasta la voz de un brigante napolitano, achica a lo Ming los pies, bizantiniza el gesto y en el pecho hincha dos turgencias nacaradas, remedos de las que en un plato ostenta Santa Olalla.

La escritura es el arte de la elipsis. Paso pues sobre el encuentro de nuestras deambulantes con cuatro monjes mercedarios —fondo negro, manto blanco— que en Madrid quisieron disuadirlas, discurriendo, con ademanes ovalados, como si acariciaran invisibles palomas que en una cinta, para rematar cada argumento, trajeran el latín pertinente, sobre la mutación a que aspiraban, para concluir, aunque intransigentes carismáticos, que era “violencia contra la res extensa, dádiva entre todas del Santísimo, de cuya sabia providencia están pendientes todas las criaturas —y señalaron, sobre el marco de una ventana (a lo lejos un convento, un beato consolando paralíticos) un libro con una manzana encima— ... ergo pecado”.

Consigno sin embargo, y con qué cuidado, el diálogo que la Señora sostuvo en Guadalupe con el padre ILLescas, teólogo esclarecido y prior de Jerónimos.

Franqueados los sargazos, llegaban por entonces al convento serrano, desde los lejanos islarios, a deprender a fablar, recibir el bautizo y morir de frío, indios mansos, desnudos v pintados, orondos con sus cascabeles y cuentecillas de vidrio; traían los suavemente risueños papagayos convertidos que recitaban una salve, árboles y frutas de muy maravilloso sabor, avecillas de ojos de cristal rojo, yerbas aromáticas y, cómo no, entre tanto presente pinturero, de arenas doradas las pepitas sordas que la fe churrigueresca, cornucopia de emblemas florales, convertiría en nudos y flechas, orlas y volutas, lámparas mudéjares que oscilan, capiteles de frutas sefardíes, retablos virreinales y espesas coronas góticas suspendidas sobre remolinantes angelotes tridentinos.

Cobra quedó maravillada ante tan burdos ornamentos y matizadas plumas. Con casabe quiso vestirse, con maderos mordidos por careyes esculpirse coturnos, con hojas de tabaco, caimitos y mangos armar un sombrero alto y jarifo como una giralda, con estatuillas tainas collares quebradizos y pulsos de fetiches frágiles que fueran saltando en ciscos a la sorpresa de los gestos.

Pup, hecha una usurera fenicia, se había entregado al trueque con los cándidos: contra mascarillas y ambrosías les canjeaba, con ojos saltones, en bolitas engolosinantes, las páginas apolilladas que iba arrancando de un misal averiado.

Pero, basta de arabescos, pasemos al sujeto medular, al meollo teórico del cambio:

—¡Qué desatino, hijas mías! y ¿de qué mientes rústicas y desbaratadas heredáis tan lamentable invento? —amonestó el Padre según hubo aquilatado el alcance de la empresa que animaba a las peregrinas y levantado un instante la pluma con que rubricaba un pliego. Pup, debajo de la mesa, retozaba con un menguado podenco—. Y, una vez convertida en su contrario y enterradas debidamente (como ordena la Iglesia que se haga con los dedos y aun con las falanges sueltas) las sobrantes partes pudendas, el Día del Juicio ¿con qué faz y natura aparecerá la deshadada ante el Creador y cómo la reconocerá éste sin los atributos que a sabiendas le dio, remodelada, rehecha, y como un circunciso terminada a mano?

—Me maravilla que así le parezca —replicó la Teórica—: el cuerpo, antes de alcanzar su estado perdurable —y contempló, con vistosa compasión, una calavera y un reloj de arena dispuestos sobre un fascículo cerrado, en un ángulo de la mesa del párroco— es un libro en el que aparece escrito el dictamen divino ¿por qué, en un caso como el aquí presente, en que a todas luces en lo Escrito sobre un cuerpo se ha escapado una aunque nimia engorrosa errata, no enmendar el desacierto y poner coto al retoño errado, como entre los infantes, cuando punza, se cauteriza un dedillo marginal o una molleja? Y si es precisamente en este villorrio —continuó la ínclita— donde traigo a colación, reverendo, el a sus ojos herético remedio, es porque sé encontrarme entre expertos disecadores y que tanta destreza, considero, en mucho es aplicable a las excrecencias, que así bautizaría yo estas inconsecuentes regalías de la naturaleza, y malformaciones de los vivos.

Rezagada entre molduras procesionales, Cobra seguía la discusión tumbada en un rincón de la sala capitular, rodeada de bruñidos tabernáculos platerescos, relicarios ojivales que entre pinchos exhibían tibias y rótulas, tres casullas bordadas con diminutas gemas, tabletas con vasijas, panes, jarras de vino y monjes de blanco, y un antifonal donde, en el oro de las iniciales, zambullían sirenas.

Pup, la Monstrua Vestida8 se había escabullido por arcones navales y diocesanos escaparates: en el recinto donde se debatía el espinoso tema, apareció muy risueña y cuan obesa era, apretada hasta el cuello en un manto episcopal, una mitra al revés encasquetada y el perrito en los brazos amordazado con un escapulario.

—¿Qué choteo barroco te traes, culicagada, o qué blasfemia? —la increpó el Padre, entrándole a bofetadas nomine Dei para sacarle del cerdoso cuerpo los demonios y sabandijas sulfhídricas que sin duda le roían los ganglios y el bazo.

Sofocado, prosiguió: —El remedio a que alude su discurso, Señora, más semejanza tiene con el Leng T’che, la tortura china de los cien pedazos, y con los desmanes medievales de animales mixtos, injertos en orates y cuerpos trucidados, que con las benignas lecciones de anatomía post mortem que aquí, aprobadas por la Sagrada Congregación de Ritos y con licencia eclesiástica, se han dictado.

—Pues me desfama, ponderable canónigo —concluyó sin sosiego la exegeta— que de tan poco seso os parezcan. —Y sin enfado:— Citóle pues, para cerrar esta sabrosa plática y no tenerlo más suspenso, un precedente que espero no le embarace: el de un santo alejandrino a quien, en sus orígenes, tanto mortificaban los flujos por luciferinos urticantes de su pudendo que, en un rapto extático y como poseído por serafines quirúrgicos, amputóse de un tajo el basilisco, entregándolo como piltrafa a los perros; así aligerado ascendió, en un torbellino de sentencias gnósticas, al cimborio supremo del panteón platónico. —Y entre sollozos y mal formados suspiros, a Cobra:— Apaga y vámonos.

—Pues obrad de la suerte, hijas mías —concluyó indignado el diácono— y las brasas de esta mentecata aticen, que a la misma gehena y sin más prolegómenos iréis todas a parar, incluida esta enana, que no por revigida y exigua tiene más de inocente, pues se diría, tanto ingenio pone la maldad en su lucubraciones, que no es más que el doble malogrado y burlón de la travestida.

—¡Llamas, a mí! —se exasperó, con un gesto neoclásico, la Señora—, que de esta ambigua haré yo una hurí y hasta de su análogo miniaturizado —y agarró por un brazo a Pup, que empezó a proferir delicadezas— una rechoncha mora, pues sepa, sacerdote, que si he venido a estos pagos es para desatar nudos gordianos, despejar intríngulis y deshacer, de la naturaleza, tantos entuertos.

Y con esto bajaron las tres de la cuesta, no sin antes abastecerse de turrones y anís, panes y pasas, manjar blanco, y algunas de esas albondiguillas a que tanto se había aficionado la Pup.

En la plaza, junto a la fuente, repartieron nísperos a menesterosos y mendigos.

Se despidieron afligidas de los fieles.

Eran tan buenas.

Mustias entraron a Toledo.

De intestinos fosforescentes de insecto, alargadas y ascendentes como retratos de hidalgos —reflejos (precisó, docta, la Señora) en pupilas de astigmático—, de élitros tornasolados todas, junto a un molino se encontraron pues nada menos que con Auxilio y Socorro. Más que textuales apergaminadas y retóricas: de tan toledanas moras, de tan hispánicas carpetovetónicas. Las seguían en séquitos picadores y arrieros, dueñas y doncellas. Espejeaban sus sedas ambarinas, sus enseres de azufre. Eran de alas, de blancas llamas.

No bien las habían reconocido que ya las dejaban por imposibles, tantos consejos —y todos en romances y letrillas— las Siempre-Presentes querían darles, tanto refranes a diestra y siniestra les asestaban, pues ignoraban qué mal ventura era esa la de ellas que no sabían decir razón sin refrán ni refrán que no les pareciera razón:

que si debía Cobra podar enseguida sin esperar más pareceres, pues en la tardanza está el peligro y más vale un “toma” que dos “te daré”,

que si la Señora no debía volver al Carrousel y allí, sin más preparativos somáticos, montar un “Cherchez la Femme” como todos los otros, pues a tu tierra grullo aunque sea en una pata y más vale pájaro en mano que buitre volando;

que si pintada toda la Mudable de mucharabíes, con una cenefa de azulejos y una cúpula de estuco en la cabeza no estaría mejor;

que si los aduaneros de Algeciras, sabuesos de grifa, no iban a humillarlas y postergarlas y lla —marlas a desaparecer en la fugitiva plata de la bisagra, aunque estrecha abrazadora, de un Océano y otro9;

que si, finalmente, en esta criatura aún formadiza, en esta mollera abierta —se referían a Pup— tanto desvarío y metamorfosis no iban a conglomerarse en un nudo patógeno que llegado el desarrollo la encordelaría, convirtiéndola en una virgen funesta, una atarantada o una vesánica.

Las dejaron subidas a un minarete, vestidas de unos monjiles anchos, al parecer de anacoste batanado, con unas tocas blancas de delgado canequi, tan luengas, que sólo el ribete del monjil descubrían; delgadas y blancas las manos —garzas disecadas— diciendo adiós; las voces, atiplados almuédanos, desgranando augurios, bendiciones, vayan con dios santísimo.

Lloraron todas.

Quedaron admiradas —¿quiénes?— de su desenvoltura, que aunque las tenían por atrevidas, graciosas y desenvueltas, no en grado que se atrevieran a semejantes despejos.

Al alba las vieron alejarse, raídas y polvorosas, los matules al hombro: eran pastoras y muleras. Al sur, al sur: dibujadas figuras negras, borrones, manchas, que la reverberación duplica, del ocre de la tierra, puntos... la campaña rasa.

¿Por cuántos días surcaron la llanura? ¿Qué les aconteció en la sierra? ¿Qué sequías o escarchas soportaron, en qué trigales y olivares, y de las caridades o calenturas de qué truhanes, vivieron?

Apareció Cobra unos meses después, apolimada y en minúsculas, en el afiche lunfardesco de un café tangerino. Era una tanguista y mamboleta platinada, con mucho khôl sobre los párpados, un lunar en la mejilla y dos buscanovios.

En el seno derecho se ocultaba un rubí.

Tenía grandes los pies y un tacón jorobado.

Cantaba un mambo en esperanto.

Mientras la cabaretera endilgaba sus milongas a una jauría de colonos franceses, nativos toquetones, toxicómanos en carencia y legionarios, la Señora, disfrazada de pedigüeña andaluza, con Pup hambrienta y jeremiqueando entre los brazos, indagaba en la puerta de una mezquita, bajo cubierta de venta de preservativos bajo cubierta de venta de repujados con inscripciones coránicas, urgentes señas del doctor Ktazob, pretextando en la obesa fibromas y en ella senectud prematura, menopausia precoz, amnesia parcial y fiebre ondulante.

Agitaban una lata con monedas.

Cantaban a dúo la primera sura.

Se balanceaban difícilmente —tan denso estaba el aire— las empañadas lámparas mozárabes. Bajo el plafón —un cielo estrellado y girante, con bruscos mediodías y violáceos crepúsculos— sus trayectos mezclaban estratos de humo, lentas volutas de menta, aliento de hachís y ron peleón, té con yerbabuena y ajenjo.

Ante una ventana ojival que daba a una calle cubierta —figuras rayadas bajo techos de mimbre— y más lejos a un palmar con sus camellos y unas cúpulas que coronaban la medialuna, un sudanés escuálido, con una carterita de galalí y una magnolia en el pelo, presentaba, para culminar “el espectáculo más demente de toda la región”, a Cobra: fondo de bandoneones, luz mortecina que se espesaba sobre candilejas verde clorofila.

Cantaba con trémolos —no había noche sin navajazos—, fanée y en falsete.

Vendía manzanas en el entreacto.

De mesera y allumeuse de platea pasaba otra vez a escena para el mambo final.10 La precedían las Dolly Sisters, mellizas hormonadas, un niño marroquí avezado en danza india, la Cherche-Bijoux y la Vanussa, canadienses gigantescas y prognáticas que entre foquitos rojos interminentes y burbujas de jabón doblaban, siempre a destiempo, sus propios discos.

Mientras Cobra meneaba la cintura al ritmo de Pérez Prado, no se holgaba la Señora, pilar del Zoco Chico. Siguiendo la pista del transformador se iba adentrando en los vericuetos de la Medina, abismando entre contrabandistas y traficantes. A cambio de noticias llegó a pactar con negreros. Cayó en la trata de blancas.

(OIGAN A UMM KALSUM)

Cuatro melenudos de Amsterdam, destiladores de droga en busca de materia prima —escondían el opio en Budas de cabeza hueca—, le susurraron en un fumadero del puerto que el Doktor había aparecido en una mancebía estrangulado con una máscara coreana, víctima sin duda de un marinero dejado, en la transformación, a medias.

Un curtidor de Marrakech, bonachón de manos manchadas de azafrán, le enseñó, en el apartado de un cafetucho, el miembro, y así la sedujo y arrastró hasta el cementerio merinida: junto a un marabuto, sonriente, le sacó el precitado erecto y también un puñal curvo con el mango incrustado, exigiéndole sin más rodeos la bolsa y rogándole en nombre del profeta que abandonara de inmediato la empecinada búsqueda.

Bajo la concha de un minrabo un imán le cantó las alabanzas del ex terapeuta arrepentido de sus prestidigitaciones y convertido a la fe.

Una loca del “Festival” le insinuó que Ktazob no existía y era un invento de las pintarrajeadas que fleteaban Pigalle.

En un bar rococó —peluche vermellón y doraduras—, ante un muro de conchas rosadas —el aire cargado de un olor repugnante y maléfico de miel rancia—, William Burroughs le escribió en un ticket, en jeroglíficos, la biografía exhaustiva de Ktazob: enriquecido por la configuración de nuevas evas y la desfiguración de viejos nazis, el artífice era hoy un “viajero” de lujo: en el sótano de una choza de tierra apisonada, cerca del Sahara, disimulaba una Alhambra que a su vez disimulaba un burdel polinesio con biombos tapizados de azul, lámparas de franjas rojas, servidores desnudos y mesas a ras de suelo con pipas de kif que nunca se apagaban, narguiles de opio y frascos desbordantes de mescalina, harmalina, LSD 6, bufotenina, muscarina y bulbocapnina. Entregado a esta última, que activaba con curare, el antiguo diestro alternaba sus días entre el síndrome catatónico —le representó esta noción con un hombrecillo dormido bajo un gran pájaro negro— y la obediencia automática. “Son cosas de la vida” —concluyó oralmente y con acento colombiano.

El Conde Don Julián la condujo: puestos, barracones, bazares, campanilleo de aguadores, corrillos de curiosos, aroma de merguez y pinchitos: un moro los precedía atigrado en su chilaba listada, los felinos ojos brillantes sobre las guías de los mostachos en punta. Caminaban de prisa para alcanzarlo.

En un palco del cine Cervantes el conde visigodo le aseguró que el Doctor, demiurgo mezquino envidioso de sus propias confecciones, había terminado ejerciendo al reflexivo su magia: hoy era una comadrona neo-Liberty con una bata almidonada hasta los tobillos y algo de Rodolfo Valentino en los ojos, dedicada a sus intrauterinos y a las labores propias de su sexo.

Finalmente, cuando ya no lo buscaba, echándose fresco en su casa con una penca de guano y tomándose un daiquirí, sin sobornos ni súplicas —mira que la vida es sainetera—, la Señora se dio de bruces con el informante añorado: en una reyerta callejera por unos aretes de caramelo Pup desorejó a una niña. Un practicante vino a coser el pabellón destroncado, pero abatido por la dificultad de las primeras puntadas, tanto monta, prefirió escindirlo del todo. Terminado el prodigio quirúrgico y después de unas copas, el perito comentó que había alcanzado tan depurada maestría como brazo derecho de un insigne condrólogo —el Doctor Ktazob.

Sin más insistencia, gratificado con unos dirhams y frente a Pup atada a una poltrona, el segundo prometió que al día siguiente, después del espectáculo, el Facultativo en persona acudiría ante la propia Cobra.

Pactaron no pensar en la cita. Escondidas tomaban librium. Para que durmiera todo el día, en el caldo, le dieron a Pup una pastilla. Tejían. Hablaban de las inclemencias del tiempo. Confesaron desgano. A las seis de la tarde Cobra empezó a pintarse. A las ocho, frente al espejo, aguardaba en el camerino. A las diez sonó el timbre para el primer espectáculo. Cantó una “Cumparsita” sin énfasis. Cuando llegó su bailable le entró una flojera en las piernas. Arrastrada por la Adivina y a fuerza de coñac entró en escena.

—A Dios dedico este mambo —musitó cuando rompieron los tambores.

Volvió al camerino sosegada por el aguardiente, acariciando un gato.

A la una en punto oyó pasos firmes, que se acercaban. Tocaron con fuerza a la puerta. Era un hombre alto y delgado, de manos finas —un gran cirujano—. De un panamá de alas anchas bajaban las patillas engominadas. Zapatos de charol. Botón en la solapa. Espejuelos verdes azogados. Dril beige claro. Gordo como un garbanzo, un diamante presillaba la corbata de seda. Los ojos:

Cobra: un grito pelado: la machorra que tenía delante no era otra que la Cadillac.

—Sí, muñeca —alardeó con un vozarrón anisado el gángster marroquí de enchape fresco, y le apretó un seno—, he traicionado el mal. Allah le Tout-Puissant m’a couillonné au carré: la inversión de la inversión. —Le guiñó un ojo— risita de Al Capone —. Me hinchaban los trapos, preciosa. Fui a ver a mi cuate Ktazob— chupa el cigarro, aprieta los ojos, bocanada de humo; Cobra: tosecita nerviosa —: sacó de un bocal una de abisinio— anota sabrosa —y aquí estoy, como zapato de chulo: punta larga y dos tonos. Con unos pinchazos y un jarabe me volvió el pelo— se abrió la camisa: ¡qué peste a grajo! —Ahora trafico blanca. Si quieres con estas gomas— con el índice y el pulgar, como si fuera a destornillarlos, le pellizcaba los pezones —botar lo que te sobra, no pierdas tu tiempo en los recovecos de la Medina: como una carta robada que la policía no encuentra porque está expuesta sobre la chimenea, como el nombre del país entero, que nadie ve en el mapa, Ktazob se oculta en lo más visible, en el centro del centro. Dale ese enchufe a la anciana que te lo fletea. Ah, y vé de mi parte, rica; te dejará bien rajada. Me reservas, eso sí, el estreno.

Risotada. Manotazo en la cadera. Tiró la puerta.

Cobra se dejó caer en la cama.

Su cabeza era un caos.

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