Cobra

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Cuarta parte: El veneno » Capítulo 16

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Sea Spirit. El nombre se ha registrado este año. ¿Qué pasa con él?

—¿Dónde está ahora?

—Espera.

En Anacostia, Jeremy Bishop tecleó frenéticamente.

—No parece que tenga ningún agente consignatario y no ha presentado ningún documento. Podría estar en cualquier parte. Espera. El capitán tiene un correo electrónico.

—Llámalo y pregúntale dónde está. Referencias en el mapa. Rumbo y velocidad.

Otra espera. El móvil se estaba quedando sin batería.

—Le he enviado un e-mail. Le he planteado las preguntas, pero no quiere contestar. Pregunta quién eres.

—Responde: soy Cobra.

Una pausa.

—Es muy cortés, pero insiste en que necesita lo que llama una «palabra de autorización».

—Se refiere a la contraseña. Dile

HAE-SHIN.

Bishop volvió al teléfono, impresionado.

—¿Cómo lo has sabido? Tengo lo que deseas. ¿Quieres apuntarlo?

—No tengo ningún mapa aquí. Solo dime dónde demonios está.

—Tranquilo. A cien millas al este de Barbados, con rumbo doscientos setenta grados, a diez nudos. ¿Debo dar las gracias al capitán del

Sea Spirit?

—Sí. Luego averigua si tenemos algún navío de guerra entre Barbados y Colombia.

—Te llamaré de nuevo.

Al este de Barbados, con rumbo oeste. A través de la cadena de las islas Barlovento, pasadas las Antillas Holandesas directo a aguas colombianas. Tan al sur no había manera de que el carguero coreano viajase de regreso a las Bahamas. Había recibido su última carga del

Balmoral, y luego se le había dicho adónde debía dirigirse. Trescientas millas, treinta horas. Al día siguiente por la tarde. Jeremy Bishop volvió a llamar.

—No. No hay nada en el Caribe.

—¿Aquel comandante brasileño todavía está en las islas de Cabo Verde?

—Pues, sí. Sus alumnos se gradúan dentro de dos días, así que aceptó estar presente en la ceremonia; después se retirará y devolverá el avión. Pero los dos norteamericanos de comunicaciones ya se han marchado. Están otra vez en Estados Unidos.

—¿Puedes llamarlo por mí? ¿Hay alguna manera?

—Puedo enviarle un e-mail o un mensaje de texto al móvil.

—Haz las dos cosas. Quiero su número de teléfono y quiero que esté preparado para recibir mi llamada dentro de dos horas exactamente. Tengo que irme. Te llamaré desde mi hotel, en cien minutos. Solo ten el número que necesito.

Ciao.

Volvió al hidroavión. En la isla las llamas ya comenzaban a apagarse. La mayoría de las palmeras no eran más que tocones chamuscados. Desde el punto de vista ecológico era un crimen. Dedicó un saludo a los marines que estaban en la playa y se acomodó en su asiento.

—A la bahía de Nassau, por favor. Tan rápido como podamos.

Al cabo de noventa minutos estaba sentado en su habitación del hotel; llamó a Bishop diez minutos después.

—Lo tengo —dijo la alegre voz desde Washington y le dio un número.

Sin esperar a la hora de la cita Dexter llamó. Una voz respondió en el acto.

—¿El comandante João Mendoza?

—Sí.

—Nos conocimos en Scampton en Inglaterra. Soy quien ha controlado sus misiones durante estos últimos meses. En primer lugar, quiero darle mis sinceras gracias y mis felicitaciones. En segundo lugar, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Sí.

—¿Recuerda qué le hicieron aquellos delincuentes a su hermano menor?

Hubo una larga pausa. Si se había ofendido, tal vez colgaría. La voz profunda habló de nuevo.

—Lo recuerdo muy bien. ¿Por qué?

—¿Sabe cuántos gramos hicieron falta para matar a su hermano?

—Solo unos pocos. Quizá diez. De nuevo, ¿por qué?

—Hay un objetivo ahí fuera que no puedo alcanzar. Pero usted sí podría. Transporta ciento cincuenta toneladas de cocaína pura. La suficiente para matar a su hermano cien millones de veces. Está en un barco. ¿Lo hundiría por mí?

—¿Lugar y distancia desde Fogo?

—Ya no nos queda ningún avión no tripulado en el aire. No hay ningún norteamericano en la base. Ninguna voz que lo guíe desde Nevada. Tendrá que navegar usted solo.

—Cuando volaba para Brasil teníamos cazas monoplazas. Es lo que hacíamos. Deme la localización del objetivo.

Mediodía en Nassau. Mediodía en Barbados. Volando al oeste con el sol. Despegue y dos mil cien millas, cuatro horas. Casi a la velocidad del sonido. Todavía de día a las cuatro. Seis horas a diez nudos para el

Hae Shin.

—Cuarenta millas náuticas al este de Barbados.

—No podré regresar.

—Aterrice donde pueda. Bridgetown, Barbados. Santa Lucía. Trinidad. Yo me ocuparé de las formalidades.

—Deme las referencias exactas del mapa. Grados, minutos y segundos, al norte del ecuador, al oeste de Greenwich.

Dexter le dio el nombre del barco, la descripción, la bandera que llevaría y la referencia del mapa, todo ajustado a las seis horas de navegación hacia el oeste.

—¿Podrá hacerlo? —insistió Dexter—. Sin navegante, sin guía de radio, sin buscador de rumbos. Al máximo de la autonomía de vuelo. ¿Podrá hacerlo?

Por primera vez pareció haber ofendido al brasileño.

—Señor, tengo mi avión. Tengo mi GPS, tengo mis ojos, tengo el sol. Soy aviador. Eso es lo que hago.

Colgó el teléfono.

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