Cobra

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Cuarta parte: El veneno » Capítulo 17

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Pasó media hora desde el momento en el que el comandante João Mendoza apagó el móvil hasta que sintió el impacto de la potencia de los dos últimos cohetes que quedaban en los almacenes y el viejo Buccaneer se elevó al cielo en su última misión.

Mendoza no tenía la menor intención de saltarse los preparativos solo para evitar que el objetivo recorriese unas pocas millas más. Había observado cómo la tripulación de tierra británica cargaba los depósitos hasta el máximo, doce toneladas y media, que le darían una autonomía de vuelo de dos mil doscientas millas náuticas.

El cañón estaba cargado con munición antitanque. No había ninguna necesidad de utilizar trazadoras a plena luz del día ni balas incendiarias para iniciar un fuego. El objetivo era de acero.

El comandante trabajó en sus mapas, calculó la altura y la velocidad, y el tiempo hasta el objetivo a la manera antigua, con un mapa y una regla de cálculo Dalton. En su muslo derecho sujetaría el mapa, doblado en hojas oblongas.

Casualmente, la isla de Fogo está casi exactamente en el paralelo 15, al igual que Barbados. El rumbo sería al oeste con una dirección de 270 grados. Tenía la referencia exacta en el mapa para la posición del objetivo, ya que se la había dado el norteamericano dos horas antes. Al cabo de cuatro horas, su GPS le daría su posición con la misma exactitud. Lo que debía hacer era ajustarlo para acomodar las seis horas de navegación del objetivo, bajar de altitud y comenzar la caza con sus últimos kilos de combustible. Después dirigirse a Bridgetown en Barbados, con poco más que los vapores. Fácil.

Guardó sus escasas posesiones, junto con el pasaporte y unos cuantos dólares en un bolso pequeño y lo colocó entre sus pies. Se despidió de la tripulación de tierra abrazando a cada inglés, que se avergonzaba por aquella familiaridad.

Cuando los cohetes se encendieron sintió la habitual patada, sujetó el control firmemente hasta que las olas estuvieron casi debajo de él, luego echó la palanca hacia atrás y subió.

En cuestión de minutos estaba en el paralelo 15, con el morro apuntado al oeste, subiendo a la altura operativa de doce mil metros y aumentando la potencia al máximo con el consumo mínimo. Una vez a la altitud deseada fijó la velocidad en punto ocho Mach y miró cómo el GPS contaba las millas que recorría.

No hay ninguna señal entre Fogo y Barbados. El as brasileño miraba abajo el manto blanco de altocúmulos y entre algunas brechas veía el azul profundo del Atlántico.

Pasadas tres horas calculó que estaba un poco más atrás de lo que había esperado y comprendió que el viento de cara era más fuerte de lo previsto. Cuando el GPS le dijo que estaba a doscientas millas detrás del objetivo y de su supuesta posición, redujo la potencia y comenzó a bajar hacia el océano. Debía de estar a ciento cincuenta metros por encima y a diez millas detrás del

Hae Shin.

A trescientos metros niveló y redujo la velocidad y la potencia para obtener la máxima duración. La velocidad ya no era una opción; necesitaba tiempo para buscar, porque el mar estaba vacío y, debido al viento de cara, había utilizado más combustible del deseado. Entonces vio un pequeño carguero. Estaba a babor, a sesenta millas náuticas de Barbados. Inclinó el ala, bajó el morro e inició una vuelta por la popa para ver el nombre y la bandera.

A treinta metros y a una velocidad de trescientos nudos, primero vio la bandera. No la reconoció. Se trataba de la bandera de conveniencia de Bonaire en las Antillas Holandesas. Algunos rostros miraron aquella aparición negra que pasó aullando por la popa. Vio la carga de madera en cubierta, después el nombre.

Prins Willem. Era un barco holandés que transportaba madera a Curaçao. Subió a trescientos metros y comprobó el combustible. Quedaba poco.

Su posición, que marcaba el sistema de GPS Garmin, coincidía casi exactamente con la referencia del

Hae Shin en el mapa, donde había estado seis horas antes. Aparte del holandés, a un lado, no veía ningún otro barco. Quizá se había desviado del rumbo. No podía llamar y preguntar al norteamericano, que debía de estar comiéndose las uñas en Nassau. Apostó a que el contrabandista con la cocaína estaba más adelante y aceleró siguiendo el rumbo 270 grados. Tenía razón.

A diferencia del avión, que volaba a doce mil metros con viento de cara, el

Hae Shin había tenido el mar a favor y navegaba a doce nudos, no a diez. Lo encontró a treinta millas del centro de vacaciones del Caribe. Una pasada por popa le mostró las dos lágrimas, roja y azul, de la bandera sudcoreana, y su nuevo nombre

Sea Spirit. Una vez más, unas figuras pequeñas corrieron a subirse a las tapas de las bodegas para mirarlo.

El comandante Mendoza no tenía ningún interés en matar a la tripulación. Decidió destrozar la proa y la popa. Se apartó y trazó con el aparato un amplio círculo, para acercarse al objetivo por una banda. Pasó el interruptor del cañón de la posición de seguridad a la de fuego, dio la vuelta y bajó el morro en un picado de ataque. No tenía bombas, pero su cañón debería bastar.

A finales de los años cincuenta la marina británica había querido un bombardero naval de vuelo a baja altura para ocuparse de la amenaza de los cruceros rusos de la clase Sverdlov. La compañía de aviación Blackburn ofreció el Buccaneer, de los que se encargaron una cantidad limitada. Voló por primera vez en 1962 como sustituto de un avión de guerra. Continuó volando en misiones de combate contra Saddam Hussein en 1991, pero esta vez sobre tierra y para la RAF.

Antes del nacimiento de este aparato, la compañía Blackburn producía únicamente paneras de metal. Visto en retrospectiva, el avión era un producto casi genial. Nunca fue bonito, pero era duro y adaptable. También muy fiable, con dos motores Rolls Royce Spey que nunca fallaban.

El comandante Mendoza lo había utilizado durante nueve meses para interceptar a otros aparatos en vuelo; había derribado diecisiete aviones cargados con cocaína y enviado veinte toneladas del polvo blanco al fondo del mar. Pero cuando Mendoza giró en su larga aproximación de ataque, el viejo avión volvió a ser lo que siempre había sido: un asesino de barcos.

A ochocientos metros apoyó el pulgar en el botón de disparo y vio cómo las balas de treinta milímetros volaban hacia la proa del

Hae Shin. Antes de apartar el pulgar, alzar el morro y pasar por encima del carguero había visto cómo las balas destrozaban la proa.

El carguero se detuvo en seco cuando se encontró con que una pared de agua del oceáno entraba en su bodega de proa. Las pequeñas figuras comenzaron a correr hacia el bote salvavidas y arrancaron la cubierta de lona. El Buccaneer se elevó y trazó otro largo arco mientras el piloto miraba a su víctima por la parte superior de la carlinga.

El segundo ataque fue por la popa. El comandante Mendoza esperaba que el jefe de máquinas hubiese salido de la sala de máquinas; la tenía en su mira. La segunda ráfaga de balas de cañón abrió la popa, arrancó el timón, las hélices, los dos ejes y el motor, y los convirtió en chatarra.

Las figuras en cubierta habían arriado el bote salvavidas al mar y estaban subiendo a bordo. Mientras volaba en un círculo a trescientos metros de altura, el piloto vio que el

Hae Shin se hundía por popa y por proa. Seguro de que desaparecería y de que el

Prins Willem recogería a la tripulación, el comandante Mendoza puso rumbo a Barbados. De repente, el primero de sus motores, que ya había realizado la segunda pasada únicamente con los vapores, se apagó.

Una mirada a los indicadores mostró que el segundo motor también funcionaba con vapor. Utilizó los últimos kilos de combustible y cuando el segundo motor se apagó había conseguido subir el avión a mil metros. El silencio, como siempre que se apagaban los motores, era siniestro. Veía la isla delante, pero fuera de su alcance. Por mucho que planease no conseguiría llegar tan lejos.

Bajo el morro distinguió una pluma blanca en el agua, la estela de un pequeño pesquero. Bajó en picado hacia él, convirtiendo la altura en velocidad; pasó por delante de los rostros asustados a trescientos metros; luego echó la palanca hacia atrás convirtiendo la velocidad en altura; tiró de la manija del asiento eyectable, y salió volando a través de la carlinga.

Los señores Martin-Baker hacían bien su trabajo. El asiento lo propulsó fuera y lejos del bombardero moribundo. Un gatillo accionado a presión lo arrancó del asiento de acero, que cayó en el agua, y lo dejó colgado a la luz del sol en su paracaídas. Minutos más tarde lo recogían, mientras tosía y escupía, en la cubierta de popa del pesquero.

Dos millas más allá se elevó un surtidor de espuma blanca en el mar cuando el avión se hundió de morro en el Atlántico. El piloto estaba entre tres peces espada y un pez vela y los dos pescadores norteamericanos se inclinaban sobre él.

—¿Está bien, amigo? —preguntó uno de ellos.

—Sí, gracias. Estoy bien. Necesito llamar a un hombre en las Bahamas.

—Ningún problema —añadió el deportista mayor, como si fuese lo más normal del mundo que los pilotos de bombarderos navales cayeran del cielo encima de él—. Utilice mi móvil.

El mayor Mendoza fue detenido en Bridgetown. Un enviado de la embajada norteamericana se ocupó de su liberación al atardecer y le llevó una muda. Las autoridades de Barbados aceptaron la historia de que se trataba de un vuelo de entrenamiento desde un portaaviones norteamericano, muy lejos en el mar, que había sufrido un catastrófico fallo mecánico y que el aviador, aunque brasileño, había ido cedido temporalmente a la armada norteamericana. El diplomático, todavía sorprendido por aquel incidente, sabía que era una tontería, pero estaba entrenado para mentir de forma convincente. Barbados no tuvo ningún problema en permitir que el brasileño volase de regreso a su patria al día siguiente.

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