Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 7

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Llevó la maleta hacia la mesa que le indicó el aduanero y la levantó. Las cerraduras miraban hacia ella.

—Por favor, ¿podría abrir la maleta, señorita? —pidió con una cortesía impecable.

Siempre eran de una cortesía impecable y nunca sonreían o hacían un comentario gracioso. Letizia abrió los dos cierres. El funcionario volvió la maleta hacia él y levantó la tapa. Vio las prendas dobladas en la primera capa y, con las manos enguantadas, las apartó. Entonces se detuvo. Letizia se dio cuenta de que la estaba mirando por encima de la tapa. Supuso que acto seguido la cerraría y la autorizaría a pasar con un gesto.

El aduanero la cerró.

—Por favor, ¿podría acompañarme, señorita? —dijo en un tono muy frío.

No era una pregunta. Tomó conciencia de que un hombre grande y una mujer fornida, vestidos con el mismo uniforme, estaban muy cerca de ella. Resultaba embarazoso; los demás pasajeros desviaban la mirada cuando pasaban a su lado.

El primer aduanero cerró los cierres, levantó la maleta y se adelantó. Los otros dos siguieron a Letizia sin decir palabra. El primer agente entró por una puerta en la esquina. Era una habitación espartana con una mesa en el centro y unas pocas sillas junto a las paredes. Ningún cuadro, dos cámaras en dos de los rincones. La maleta acabó sobre la mesa.

—Por favor, ¿puede abrir la maleta de nuevo, señorita?

Fue la primera vez que Letizia Arenal sospechó que quizá algo no iba bien, pero no tenía ningún indicio de qué podía ser. Abrió la maleta y vio sus prendas bien dobladas.

—Por favor, ¿puede vaciarla, señorita?

Estaba debajo de la chaqueta de lino, las dos faldas de algodón y varias blusas dobladas. No era grande, más o menos del tamaño de un paquete de azúcar de un kilo. Parecía que estaba llena de polvos de talco. Entonces lo comprendió; sintió la violenta náusea de un mareo, un puñetazo en el plexo solar, una voz silenciosa en su cabeza que gritaba: «No, no he sido yo, yo no hago estas cosas, no es mío, alguien tuvo que ponerlo ahí…».

La mujer fornida la sostuvo, pero no lo hizo llevada por la compasión. Sino por las cámaras. Los juzgados de Nueva York son tan escrupulosos con los derechos de los acusados y los abogados defensores están tan dispuestos a aprovechar la más mínima infracción a las normas de procedimiento para conseguir que se retiren los cargos, que desde el punto de vista oficial no se puede pasar por alto ni una sola formalidad.

Después de abrir la maleta y descubrir lo que en aquel momento solo se anotó como un polvo blanco sin identificar, Letizia Arenal entró en aquello que oficialmente se llama «el sistema». Más tarde todo aquello le parecería una borrosa pesadilla.

La llevaron a otra habitación más equipada en el complejo de la terminal. Había varios magnetófonos digitales. Entraron otros hombres. Ella no lo sabía, pero eran de la DEA y el ICE, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas. Junto con la Aduana, eran tres las autoridades que la habían detenido, en tres jurisdicciones diferentes.

Aunque su inglés era bueno, llamaron a un intérprete de español. Le leyeron sus derechos, los derechos Miranda, que nunca había oído mencionar. Después de cada frase le preguntaban: «¿La ha comprendido, señorita?». Siempre el cortés «señorita» aunque por la expresión de sus rostros ella se daba cuenta de que la despreciaban.

En algún lugar estaban inspeccionando a fondo su pasaporte. En otro, la maleta y el bolso recibían la misma atención. La bolsa de polvo blanco se envió fuera del edificio, a un laboratorio químico. No fue ninguna sorpresa que se tratase de cocaína pura.

La circunstancia de que fuese pura era importante. Una pequeña cantidad de polvo «cortado» podía explicarse como de «uso personal». Pero no así en el caso de un kilo de cocaína pura.

En presencia de dos mujeres se le pidió que se quitase hasta la última prenda de ropa, que luego se llevaron. Le dieron una bata de papel. Una doctora realizó una exploración de todos los orificios de su cuerpo, incluidas las orejas. Para entonces ella ya lloraba a lágrima viva. Pero el «sistema» lo haría a su manera. Las cámaras grababan hasta el último detalle para el registro. Ningún abogado listillo conseguiría librar a esa zorra.

Por fin, un agente de más rango de la DEA la informó de que tenía derecho a solicitar un abogado. Aún no la habían interrogado formalmente. Sus derechos Miranda no habían sido infringidos. Letizia respondió que no conocía a ningún abogado en Nueva York. El agente le dijo que se le asignaría un abogado de oficio, pero que lo haría el juzgado, no él.

La joven repitió una y otra vez que su prometido debía de estar esperándola en el vestíbulo. Esa información no se pasó por alto. Cualquiera que la estuviese esperando podría ser un cómplice. Se buscó entre la multitud al otro lado de las puertas de la sala de aduana. No encontraron a ningún Domingo de Vega. Tal vez ella había mentido o, si era el cómplice, había huido del lugar. Por la mañana buscarían a un diplomático puertorriqueño con ese nombre en las Naciones Unidas.

Ella insistió en explicarlo todo, renunció a su derecho de que estuviera presente un abogado. Les dijo todo lo que sabía, que no era nada. No le creyeron. Entonces se le ocurrió una idea.

—Soy colombiana. Quiero ver a alguien de la embajada de Colombia.

—Será del consulado, señorita. Ahora son las diez de la noche. Intentaremos llamar a alguien por la mañana.

Quien habló fue un hombre del FBI, aunque ella no lo sabía. El contrabando de drogas en Estados Unidos es un delito federal, no de cada estado. Los federales se habían hecho cargo.

El aeropuerto J. F. Kennedy pertenece a la jurisdicción del Distrito Este de Nueva York, y está en el barrio de Brooklyn. Por fin, cuando era casi medianoche, Letizia Arenal ingresó en el Correccional Federal del barrio, pendiente de comparecer en el juzgado por la mañana.

Por supuesto se abrió un expediente que muy pronto se hizo cada vez más grueso. El «sistema» necesita mucho papeleo. En su pequeña celda individual, asfixiante, que apestaba a sudor y a miedo, Letizia Arenal lloró toda la noche.

Por la mañana, los federales hablaron con alguien del consulado de Colombia que aceptó acudir. Si la detenida esperaba alguna comprensión se sentiría desilusionada. La empleada consular no pudo ser menos tolerante. Este era el tipo de situaciones que los diplomáticos detestaban.

La mujer vestía un traje de chaqueta negro. Escuchó con el rostro impasible las explicaciones y no creyó ni una palabra. Pero no podía negarse a ponerse en contacto con Bogotá y pedir al Ministerio de Asuntos Exteriores que buscase a un abogado llamado Julio Luz. Era el único nombre que se le ocurrió a la señorita Arenal para que acudiese en su ayuda.

Hubo una primera vista en el juzgado solo para decidir si se prolongaba la detención. Al saber que la acusada no tenía un representante legal, el juez ordenó que se le buscase un abogado de oficio. Encontraron a un joven que prácticamente acababa de licenciarse y dispusieron de unos momentos a solas en la celda de detención antes de volver a la sala.

El defensor hizo una súplica inútil para que se autorizase la libertad bajo fianza. Era inútil porque la acusada era extranjera, sin fondos ni familia, el supuesto delito era muy grave y el fiscal dejó claro que estaban en marcha nuevas investigaciones ante la sospecha de que una organización de contrabandistas mucho más grande estuviera relacionada con la acusada.

El defensor intentó alegar que el prometido de la joven era un diplomático en Naciones Unidas. Uno de los agentes federales le pasó una nota al fiscal y este se levantó de nuevo; reveló que no había ningún Domingo de Vega en la misión de Puerto Rico en las Naciones Unidas y que nunca lo había habido.

—Guárdeselo para sus memorias, señor Jenkins —manifestó el juez—. La acusada permanecerá en prisión preventiva. Siguiente.

Golpeó con el mazo. Se llevaron a Letizia Arenal convertida en un mar de lágrimas. Su supuesto prometido, el hombre al que amaba, la había traicionado con todo cinismo.

Antes de que la trasladasen de nuevo al correccional, mantuvo una última entrevista con su abogado, el señor Jenkins. Él le dio su tarjeta.

—Puede llamarme a cualquier hora, señorita. Tiene derecho a ello. No deberá pagar nada. El defensor de oficio es gratuito para aquellos que no tienen dinero.

—Usted no lo comprende, señor Jenkins. Muy pronto llegará el señor Luz desde Bogotá. Él me rescatará.

En su viaje de regreso en transporte público a su triste despacho en el edificio del Departamento de Abogados de Oficio, Jenkins pensó que cada minuto nacía un incauto. No había ningún Domingo de Vega y era poco probable que existiese ese tal Julio Luz.

Se equivocaba en lo segundo. Aquella mañana, el señor Luz había recibido una llamada del Ministerio de Asuntos Exteriores colombiano que casi le había provocado una apoplejía.

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