Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 8

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Julio Luz, el abogado de la ciudad de Bogotá, voló a Nueva York aparentemente tranquilo, pero muy asustado por dentro. Desde la detención de Letizia Arenal en el aeropuerto Kennedy tres días atrás había mantenido dos largas y aterradoras entrevistas con uno de los hombres más violentos que había conocido.

Si bien había compartido mesa con Roberto Cárdenas en las reuniones del cártel, siempre había sido bajo la presidencia de don Diego, cuya palabra era ley y exigía un grado de dignidad acorde con el suyo.

Pero en la habitación de una granja a muchos kilómetros de cualquier camino, Cárdenas no había tenido tantas contemplaciones. Había gritado y amenazado. Al igual que Luz, no tenía ninguna duda de que habían manipulado el equipaje de su hija y se había convencido a sí mismo de que algún oportunista malhechor de baja estofa había introducido la cocaína en la sala de equipajes del aeropuerto de Barajas en Madrid.

Cuando describió lo que le haría al mozo de las maletas cuando lo encontrase, a Julio Luz le entraron náuseas. Por fin se inventaron la historia que presentarían a las autoridades de Nueva York. Por otra parte, ninguno de los dos había oído hablar nunca de ningún Domingo de Vega y no acababan de entender por qué la joven había ido allí.

Normalmente, se censura la correspondencia que sale de los correccionales norteamericanos; además, Letizia no había escrito ninguna carta. Julio Luz solo sabía aquello que le habían explicado en el ministerio.

La historia del abogado sería que la joven era huérfana y que él era su tutor. Se redactaron los documentos necesarios. Era imposible utilizar un dinero que pudiese llevar hasta Cárdenas, así que Luz emplearía su propio dinero y él se lo reembolsaría más tarde. Luz llegaría a Nueva York en toda regla, con derecho a visitar a su pupila en la cárcel e intentar conseguir el mejor abogado criminalista que el dinero pudiese contratar.

Lo hizo todo, en ese orden. Cuando se reunió con su compatriota, acompañados por una agente de la DEA que hablaba español y que se quedó en un rincón de la habitación, Letizia Arenal relató toda la historia a aquel hombre con quien solo se había encontrado para cenar y desayunar en el hotel Villa Real.

Luz estaba aterrado, no solo por la historia del guapo y farsante diplomático de Puerto Rico, ni por la estúpida decisión de desobedecer a su padre al volar al otro lado del Atlántico, sino ante la perspectiva de la terrible cólera del padre cuando lo supiese.

El abogado no tuvo más que sumar dos y dos para obtener un cuatro. El tal De Vega, el falso aficionado al arte, era a todas luces miembro de una banda de contrabandistas con base en Madrid que empleaba su talento de seductor para reclutar a jóvenes inocentes que hiciesen de «mulas» e introdujeran la cocaína en Estados Unidos. No dudaba ni por un momento que en cuanto regresara a Colombia, todo un ejército de matones colombianos y españoles irían a Nueva York y a Madrid dispuestos a encontrar al desaparecido «De Vega».

Aquel idiota sería secuestrado, llevado a Colombia, entregado a Cárdenas y después que Dios se apiadase de él. Letizia le dijo que tenía una foto de su prometido en el bolso y otra más grande en su apartamento en Moncloa. Luz se dijo que no debía olvidar reclamar la primera y mandar que recuperasen la del apartamento de Madrid. Serían útiles para buscar al pícaro que había detrás de aquel desastre. Supuso que el joven contrabandista no se habría escondido demasiado, ya que no sabía lo que se le venía encima; solo había perdido una de sus cargas.

Confesaría, bajo tortura, el nombre del mozo de equipajes que había introducido la bolsa de cocaína en Madrid. Con una confesión del responsable, Nueva York tendría que retirar la acusación. Ese fue su razonamiento.

Más tarde le aseguraron que no había ninguna foto de un joven en el bolso confiscado en el aeropuerto Kennedy, y la de Madrid ya había desaparecido. Paco Ortega se había ocupado de llevársela. Pero lo primero era lo primero. Contrató los servicios del señor Boseman Barrow del bufete Manson Barrow, considerado el mejor abogado criminalista de Manhattan. La suma que le ofrecían era tan impresionante que el señor Barrow lo dejó todo y cruzó el río para ir a Brooklyn.

Sin embargo, al día siguiente, cuando los dos hombres salieron del Correccional Federal para volver a Manhattan, el rostro del neoyorquino mostraba una expresión grave. Sin embargo, por dentro no lo era tanto. Veía ante él meses y meses de trabajo con unas minutas astronómicas.

—Señor Luz, debo ser absolutamente sincero. Las cosas no pintan bien. No dudo que su pupila se vio arrastrada a esta desastrosa situación debido a un contrabandista de cocaína que se hace llamar Domingo de Vega y que ella no sabía qué estaba haciendo. La engañaron. Sucede con mucha frecuencia.

—Por lo tanto, eso es bueno —interrumpió el colombiano.

—Es bueno que yo lo crea. Aunque si voy a representarla, debo hacerlo. El problema reside en que yo no soy el juez ni el jurado, y desde luego no soy la DEA, el FBI o el fiscal del distrito. Otro problema mucho más grave es que ese tal De Vega no solo ha desaparecido, sino que no hay ni la menor prueba de que exista.

La limusina del bufete de abogados cruzó el East River y Luz miró con expresión lúgubre las aguas grises.

—Pero De Vega no era el mozo de equipajes —protestó—. Tiene que haber otro hombre, el que en Madrid abrió la maleta y metió el paquete.

—Eso no lo sabemos —manifestó el abogado de Manhattan con un suspiro—. Quizá él también era el mozo, o tenía acceso a la sección de equipajes. Pudo hacerse pasar por un empleado de Iberia o un agente de Aduanas con permiso de acceso. Incluso puede haber sido cualquiera de las dos cosas. ¿Hasta qué punto las autoridades en Madrid estarán dispuestas a destinar parte de sus preciosos recursos a demostrar la inocencia de una persona a la que ven como una contrabandista de droga, y que para colmo no es española?

Entraron en East River Drive para dirigirse a los dominios de Barrow, el centro de Manhattan.

—Dispongo de fondos —afirmó Julio Luz—. Puedo contratar investigadores privados a ambos lados del Atlántico. Como dicen ustedes, el cielo es el límite.

El señor Barrow miró complacido a su acompañante. Casi podía ver la nueva ala de su mansión en los Hamptons. Este caso le llevaría muchos meses.

—Contamos con un poderoso argumento, señor Luz. Está claro que todo el aparato de seguridad en el aeropuerto de Madrid la pifió de mala manera.

—¿Pifió?

—Fracasó. En esta época de paranoia todo el equipaje aéreo con destino a Estados Unidos debe pasar por la máquina de rayos X en el aeropuerto de partida. Sobre todo en Europa. Hay acuerdos bilaterales. En Madrid deberían haber visto el contorno de la bolsa. Tienen perros amaestrados. ¿Por qué no hubo perros? Todo indica que se introdujo el paquete después de los controles habituales…

—Entonces, ¿podemos pedir que retiren los cargos?

—O denunciar un error administrativo. Me temo que retirar los cargos no será posible. A no ser que aparezcan nuevas pruebas en su favor, nuestras opciones en el juicio son escasas. Un jurado de Nueva York no creerá que cometieran un error de ese calibre en el aeropuerto de Madrid. Se atendrán a las pruebas conocidas, no a las protestas de la acusada. Una pasajera, precisamente, de Colombia; que pretende salir sin nada que declarar; un kilo de cocaína colombiana pura; un mar de lágrimas. Confieso que es algo muy, muy común. Y la ciudad de Nueva York comienza a estar harta de escuchar esas historias.

El señor Barrow omitió decir que su propia participación no sería bien vista. Los neoyorquinos de rentas bajas, aquellos que acababan integrando los jurados, asociaban las cuantiosas cantidades de dinero con el narcotráfico. A una mula que de verdad fuese inocente la abandonarían en manos de los abogados de oficio. Pero no había ninguna razón para que él se apartara del caso.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Luz. Sus entrañas comenzaban a convertirse de nuevo en gelatina ante la idea de enfrentarse con el temperamento volcánico de Roberto Cárdenas.

—Verá, pronto se presentará ante el juzgado federal de Brooklyn. El juez no le otorgará la libertad bajo fianza. Eso está claro. La trasladarán a una prisión federal en el norte del estado, donde permanecerá a la espera del juicio. No son lugares agradables. Y ella no es una muchacha de la calle, sino como usted dijo, una joven educada en un colegio de religiosas. Horrible. En esos lugares hay lesbianas muy agresivas. Lamento mucho decirlo. Aunque supongo que no es muy distinto en Colombia.

Luz se llevó las manos a la cara.

—Dios mío —murmuró—. ¿Cuánto tiempo estará allí?

—Me temo que no menos de seis meses. Es el tiempo que necesitará la fiscalía para preparar el caso, dado que están sobrecargados de trabajo. Y también nosotros, por supuesto. Para que sus investigadores privados vean qué pueden encontrar.

Julio Luz también optó por no ser sincero. No tenía ninguna duda de que esos investigadores privados no serían más que unos aprendices comparados con el ejército de hombres duros que Roberto Cárdenas enviaría para encontrar a quien había engañado a su hija. Pero se equivocaba. Roberto Cárdenas no lo haría, porque llegaría a oídos de don Diego. El Don no sabía nada de esa hija secreta y el Don insistía en saberlo todo. El propio Julio Luz había creído siempre que ella era la novia de Cárdenas y que los sobres que le llevaba eran su pensión. Tenía una última tímida pregunta. La limusina se detuvo delante del lujoso edificio de oficinas cuyo ático albergaba el pequeño pero muy reputado bufete de Mason Barrow.

—Si la declaran culpable, señor Barrow, ¿cuál sería la sentencia?

—Es difícil decirlo, por supuesto. Depende de las circunstancias atenuantes, si es que las hay; de mi capacidad como abogado; del juez que nos toque. Pero me temo que tal como está la opinión pública no debemos descartar una sentencia ejemplar. Algo disuasorio. Tal vez veinte años en una prisión federal. Demos gracias a Dios que sus padres no estén aquí para verlo.

Julio Luz gimió. Barrow se apiadó.

—Pero, por supuesto, todo podría cambiar si acepta convertirse en una informante. Lo llamamos negociar un acuerdo. La DEA negocia acuerdos para obtener información que le permita pillar a los peces gordos. Ahora bien, si…

—No puede —se lamentó Luz—. No sabe nada. Es completamente inocente.

—Oh, vaya, entonces es una pena.

Luz no mentía en absoluto. Él era el único que sabía lo que hacía el padre de la joven encarcelada, y desde luego no se atrevía a decírselo.

Mayo dio paso a junio y el Global Hawk

Michelle continuó con sus silenciosos vuelos por el este y el sur del mar Caribe, como un halcón de verdad que cabalgaba las térmicas en su incesante búsqueda de presas. Esta no era la primera vez.

En la primavera de 2006, un programa conjunto de la fuerza aérea y la DEA había enviado un Global Hawk sobre el Caribe desde una base en Florida. Era un programa de demostración marítima a corto plazo. En el breve tiempo que había pasado en el aire, el Hawk había conseguido vigilar centenares de objetivos marítimos y aéreos. Fue suficiente para convencer a la marina de que el BAMS, el vehículo aéreo no tripulado, era el futuro y firmó una gran compra.

La marina pensaba en la flota rusa, las cañoneras iraníes, los barcos espía norcoreanos. La DEA pensaba en los contrabandistas de cocaína. El problema radicaba en que, en 2006, el Hawk podía mostrar lo que veía, pero nadie sabía cómo distinguir entre inocentes y culpables. Sin embargo, gracias a Juan Cortez, el mago del soplete, las autoridades tenían ahora una lista de cargueros registrados en Lloyd’s con el nombre y el tonelaje. Casi cuarenta.

En la base aérea de Creech, Nevada, los hombres y mujeres se turnaban para mirar la pantalla de

Michelle y cada dos o tres días los diminutos ordenadores de a bordo registraban una coincidencia; entonces comparaban el «identikit» de la disposición de la cubierta facilitada por Jeremy Bishop con la cubierta de lo que se movía allá abajo.

Cuando

Michelle tuviera una coincidencia, Creech llamaría al viejo depósito en Anascostia para decir: «Equipo Cobra. Tenemos al MV

Mariposa. Sale del canal de Panamá para entrar en el Caribe».

Bishop daría las gracias e introduciría los datos del

Mariposa en el viaje que estuviera haciendo. Carga con destino a Baltimore. Quizá habría cargado la cocaína en Guatemala o en el mar. O quizá todavía no. También podría ser que llevara la cocaína a Baltimore, o que la descargara en una planeadora al amparo de la noche en algún lugar de la inmensa oscuridad de la bahía de Chesapeake. O tal vez no llevase ningún cargamento.

—¿Debemos alertar a la Aduana de Baltimore, o a los guardacostas de Maryland? —preguntaría Bishop.

—Todavía no —sería la respuesta.

Paul Devereaux no tenía la costumbre de dar explicaciones a sus subordinados. Guardaba sus razonamientos para sí mismo. Si los buscadores iban directamente al lugar secreto o si fingían encontrarlo gracias a los perros, después de dos o tres descubrimientos exitosos las coincidencias serían demasiado evidentes para que el cártel las pasase por alto.

No quería hacer interceptaciones o servírselas en bandeja a otros una vez desembarcada la carga. Estaba dispuesto a dejar en manos de las autoridades locales a las bandas importadoras norteamericanas y europeas. Su objetivo era la Hermandad y esta solo sufriría un impacto directo si la interceptación se hacía en el mar, antes de la entrega y del cambio de propietario.

Tal como solía hacer en los viejos tiempos, cuando el oponente era el KGB y sus satélites, estudiaba al enemigo cuidadosamente. Consultaba la sabiduría de Sun Tzu expresada en el

Ping Fa, El arte de la guerra. Reverenciaba al viejo sabio chino, cuyo insistente consejo era: «Estudia a tu enemigo».

Devereaux sabía quién encabezaba la Hermandad y había estudiado a don Diego Esteban, terrateniente, caballero, erudito católico, filántropo, señor de la cocaína y asesino. Contaba con una única ventaja, pero que no le duraría para siempre. Él sabía cosas del Don, pero el Don no sabía nada de Cobra.

Al otro lado de Sudamérica, sobre la misma costa de Brasil, el Global Hawk

Sam también había estado volando en la estratosfera. Todo lo que veía se enviaba a una pantalla en Nevada y luego se reenviaba a los ordenadores de Anacostia. Los barcos mercantes eran mucho menos numerosos. El transporte marítimo en los grandes cargueros desde Sudamérica a África Occidental era escaso. Pero se fotografiaba cualquier embarcación y, aunque los nombres de los barcos por lo general no eran visibles desde veinte mil metros, las imágenes se comparaban con las existentes en los archivos de la MAOC en Lisboa, la ODC de Naciones Unidas en Viena y la SOCA británica en Accra, Ghana.

En cinco de las coincidencias el nombre aparecía en la lista de Cortez. Cobra miró las pantallas de Bishop y se prometió a sí mismo que ya les llegaría su hora.

También hubo algo más que

Sam captó y registró. Había aviones que despegaban de la costa brasileña para dirigirse al este o al nordeste con destino a África. Los vuelos comerciales eran pocos y no representaban un problema. Pero cada perfil se enviaba a Creech y luego a Anacostia. Jeremy Bishop los identificó a todos por el modelo y muy pronto se estableció un patrón.

Muchos de ellos no tenían la autonomía de vuelo suficiente. No podían recorrer la distancia, a menos que los hubiesen modificado por dentro. El Global Hawk

Sam recibió nuevas instrucciones. Tras repostar en la base aérea de Fernando de Noronha, remontó el vuelo y se concentró en los aviones pequeños.

Realizando el trabajo a la inversa, como si partiese de la llanta de una rueda de bicicleta para seguir por los rayos hasta el cubo,

Sam estableció que casi todos provenían de una inmensa finca tierra adentro muy alejada de la ciudad de Fortaleza. Con los mapas de Brasil tomados desde el espacio, las imágenes enviadas por

Sam y las discretas investigaciones llevadas a cabo en el registro de la propiedad en Belém identificaron la finca. Se llamaba Boavista.

Los norteamericanos llegaron primero porque les esperaba la travesía más larga. Doce de ellos volaron al aeropuerto internacional de Goa a mediados de junio haciéndose pasar por turistas. Si alguien hubiese registrado a fondo sus equipajes, cosa que nadie hizo, hubiese encontrado una notable coincidencia: los doce tenían documentación como marineros mercantes. En realidad era la misma tripulación de la marina norteamericana que había llevado el carguero de cereales ahora reconvertido en el MV

Chesapeake. Una furgoneta alquilada por McGregor los llevó a la costa hasta el astillero de los Kapoor.

El

Chesapeake esperaba y como no había ningún alojamiento en el astillero, subieron a bordo para dormir a pierna suelta. A la mañana siguiente comenzaron dos días de intenso trabajo para familiarizarse con el barco.

El oficial superior, el nuevo capitán, era un comandante de la marina, y su primer oficial tenía el rango inmediatamente inferior. Había dos tenientes y los otros ocho iban desde suboficial mayor a marinero raso. Cada especialista se concentraba en su ámbito: puente, sala de máquinas, cocina, sala de radio, cubierta y escotillas de las bodegas.

Cuando entraron en las cinco enormes bodegas se detuvieron asombrados. Allí abajo había un cuartel completo de las Fuerzas Especiales, sin ojos de buey ni luz natural, y por lo tanto invisible desde el exterior. Mientras navegaran no recibirían ninguna llamada de su base. Los SEAL se prepararían su propia comida y se cuidarían entre sí.

La tripulación estaría en los sollados del barco, que eran más espaciosos y cómodos de lo que serían, por ejemplo, en un destructor.

Había un camarote de invitados con dos literas, cuyo propósito era desconocido. Si los oficiales SEAL querían consultar con el puente, tendrían que caminar bajo cubierta, pasar por cuatro puertas estancas que comunicaban las bodegas y después subir a la luz del día.

No se les dijo, porque no necesitaban saberlo, o al menos todavía no, por qué la bodega de proa parecía una cárcel para recibir prisioneros. Pero se les enseñó a quitar las tapas de dos de las cinco bodegas para que los hombres del interior entraran en acción. Practicarían este ejercicio muchas veces durante el largo crucero; en parte para pasar las horas y en parte para que pudiesen hacerlo con más rapidez y con los ojos cerrados.

Al tercer día, McGregor, con su piel apergaminada, los vio zarpar. Se situó al final del espigón cubierto de musgo cuando el

Chesapeake pasó por delante, y levantó su vaso lleno de un líquido ámbar. Estaba dispuesto a vivir con el calor, la malaria, el sudor y el hedor, pero nunca se quedaría sin un par de botellas del destilado de sus islas nativas, las Hébridas.

La ruta más corta hacia su destino era a través del mar de Arabia y el canal de Suez. Pero solo por la remota posibilidad de tener problemas con los piratas somalíes frente al Cuerno de África y porque tenían tiempo, se había decidido que virarían al sur hacia el cabo de Buena Esperanza y después al nordeste para su cita en el mar delante de las costas de Puerto Rico.

Tres días más tarde llegaron los británicos para recoger el MV

Balmoral. Eran catorce, todos de la Royal Navy, y guiados por McGregor ellos también pasaron por el proceso de familiarizarse con el barco durante dos días. Como la marina norteamericana es «seca» en lo que se refiere al alcohol, los estadounidenses no habían comprado ninguna bebida libre de impuestos en el aeropuerto. Sin embargo, los herederos de la marina de Nelson no tenían que soportar los mismos rigores y se ganaron la gratitud de McGregor cuando le ofrecieron varias botellas de

single malt de Islay, su destilería favorita.

En cuanto estuvo preparado, el

Balmoral se hizo a la mar. Su cita marina estaba más cerca: navegaría alrededor del cabo de Buena Esperanza y al noroeste hasta la isla Ascensión donde se encontraría, fuera de la vista y lejos de tierra, con un buque de la Real Flota Auxiliar que transportaba a los efectivos de las Fuerzas Especiales de la marina del Reino Unido y el equipo que necesitarían.

McGregor esperó a que el

Balmoral desapareciese por el horizonte y recogió lo que habían dejado atrás. Los trabajadores que habían realizado la conversión se habían marchado hacía mucho tiempo y sus caravanas ya se habían devuelto a la empresa de alquiler. El viejo escocés vivía en la última que quedaba, con su dieta de whisky y quinina. Los hermanos Kapoor habían cobrado de cuentas bancarias que nunca nadie rastrearía y ya habían perdido el interés en los dos cargueros de cereales que habían convertido en centros de buceo. El astillero volvió a su trabajo habitual de desguazar barcos llenos de productos químicos tóxicos y de amianto.

Colleen Keck se agachó en el ala del Buccaneer y contrajo el rostro castigado por el viento. Las expuestas llanuras de Lincolnshire no son cálidas ni siquiera en junio. Había ido allí para despedirse de aquel brasileño a quien había tomado afecto.

A su lado, en el asiento delantero de la carlinga del cazabombardero, se encontraba el comandante João Mendoza, ocupado con las últimas verificaciones. En la parte trasera de la carlinga, el asiento que ella había ocupado durante la instrucción había desaparecido. En su lugar, había otro depósito de combustible y un equipo de radio conectado a los auriculares del piloto. Detrás de ellos los motores Spey ronroneaban al ralentí.

Cuando ya no tuvo más sentido seguir esperando, ella se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.

—¡Buen viaje, João! —gritó.

Él vio el movimiento de sus labios y comprendió lo que le había dicho. Le dedicó una sonrisa y levantó el puño derecho con el pulgar en alto. Con el viento, las turbinas detrás y la voz de la torre en los oídos, no podía oírla.

La comandante Keck se deslizó por el ala y saltó al suelo. La tapa de metacrilato se movió hacia delante y se cerró; el piloto se quedó solo en su mundo: un mundo con una palanca de control, aceleradores, instrumentos, mira, indicadores de combustible y un navegador aéreo táctico, el TACAN.

Solicitó y recibió la autorización final, entró en la pista, se detuvo de nuevo, comprobó los frenos, los soltó y comenzó a acelerar. Segundos más tarde, la tripulación de tierra, desde la furgoneta junto a la pista, vio cómo los 11.000 kilos de empuje de los Spey gemelos impulsaban el Buccaneer hacia el cielo y lo hacían virar hacia el sur.

Debido a las modificaciones hechas en el aparato, se había decidido que el comandante Mendoza volara hasta la mitad del Atlántico por una ruta diferente. En las islas portuguesas de las Azores está la base aérea norteamericana de Lajes, hogar del Ala 64; el Pentágono, movido por unos hilos invisibles, había aceptado que repostara allí aquella «pieza de museo» que al parecer volvía a Sudáfrica. La distancia de 1.395 millas náuticas no sería un problema.

Sin embargo, Mendoza prefirió pasar la noche en el club de oficiales de Lajes y despegar con el alba hacia Fogo. No tenía la intención de hacer su primer aterrizaje, en su nueva casa, en la oscuridad. Despegó con la primera luz del sol para iniciar la segunda parte del recorrido: 1.439 millas náuticas hasta Fogo, muy por debajo de su límite de 2.200 millas.

El cielo sobre las islas de Cabo Verde estaba despejado. A medida que bajaba de la altitud de crucero de 10.700 metros las veía con mayor claridad. A 3.000 metros las estelas de las pocas motoras en el mar eran como pequeñas plumas blancas contra el agua azul. En el extremo sur de las islas, al oeste de Santiago, vio la caldera del extinto volcán de Fogo y, metida en el flanco sudoeste de la roca, la pista del aeropuerto.

Descendió un poco más trazando una larga curva por encima del Atlántico, siempre con el volcán en la punta del ala de babor. Le habían asignado una señal de llamada y la frecuencia y el idioma que oiría no sería portugués sino inglés. Él era Peregrino y la central de Fogo era Progreso. Pulsó el botón de transmisión y llamó.

—Peregrino, Peregrino a Torre Progreso. ¿Me copia?

Reconoció la voz de la respuesta. Uno de los seis de Scampton que formarían su equipo técnico y de apoyo. Una voz inglesa, con acento del norte. Su amigo estaba sentado en la torre de control del aeropuerto de Fogo junto al controlador de vuelo caboverdiano que se ocupaba de los vuelos comerciales.

—Le copio cinco, Peregrino.

El aficionado de Scampton, otro de los retirados que Cal Dexter había contratado con el dinero de Cobra, miró a través de la cristalera de la achaparrada torre y vio con toda claridad cómo el Bucc trazaba una curva sobre el mar. Le transmitió las instrucciones de aterrizaje: orientación de la pista, fuerza y dirección del viento.

A trescientos metros de altitud, João Mendoza bajó el tren de aterrizaje y los alerones, y observó cómo disminuían la velocidad y la altitud. Con una visibilidad tan perfecta apenas hacía falta la tecnología; esto era volar como debía ser. Enfiló el campo cuando estaba a dos millas. Dejó atrás la espuma del oleaje, las ruedas tocaron el cemento en la misma marca del umbral y frenó con suavidad en una pista que era la mitad de larga que la de Scampton. No llevaba armamento y le quedaba poco combustible. No era un problema.

Le quedaban todavía doscientos metros hasta el final de la pista cuando se detuvo. Una camioneta pequeña se colocó delante y una figura en la caja le indicó que le siguiera. Condujo en dirección opuesta a la terminal para ir hacia los edificios de la escuela de vuelo y por fin apagó los motores.

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