Claudia

Claudia


Claudia

Página 7 de 10

A la noche, después de cerrar, el Cerrajero volvía y comía solo frente a la televisión. Con los codos apoyados encima de la mesa, sorbía la sopa haciendo el mayor ruido posible y masticaba sus choclos como un cerdo. A todo volumen miraba los partidos del campeonato local, de la Copa Sudamericana, el Calcio Italiano o la Bundesliga. Cualquier cosa con tal de no tener que oír a la Vieja dando vueltas y metiendo bulla por la casa.

Su relación con Angélica se fue haciendo cada vez más tirante, y todos los esfuerzos de la Vieja por hacer las paces cayeron en el vacío. Fidel directamente no la miraba, y cada vez que ella le hablaba él le contestaba con un gruñido. O peor, con alguna ironía cargada de agresividad. Discutía con Angélica por cualquier pavada, aún cuando sabía que no tenía razón, nomás por jorobarla. Una vez, sin que tuviera nada que ver con lo que estaban hablando, Fidel le echó en cara que hubiera hecho esterilizar a Claudia. ¿Tanto miedo tenía a que quedara preñada? ¿Por qué tuvo que tomar tantas precauciones? No hacía falta que le contestara, eso ya podía imaginárselo.

La Vieja se quedó callada un momento. Después habló. Dijo que cuando hizo eso no sabía lo que hacía. Yo cometí muchos errores en mi vida, le dijo a Fidel, algunos sin darme cuenta, nomás por ignorancia. En esa época yo era diferente, estaba alejada del Señor. ¿Ah, sí? le contestó el Cerrajero, ¿entonces por qué le hizo creer que Claudia era una chica igual a las demás, por qué le dijo que algún día iba a ser una buena madre y toda esa manga de bolazos? ¿No fue solamente para aprovecharse de él, para hacerle vender el departamento y después dejarlo en la calle? Ahora él no tenía adónde irse. Si no no se quedaría ni un minuto más en esa casa. Angélica se largó a lloriquear. Yo pensé que las cosas iban a ser diferentes, le dijo, creí que ya me quedaba poco. ¡Si hasta les puse la casa a nombre de ustedes! ¿Fue culpa mía si no me morí? ¿Quién puede dar la vida y la muerte sino Dios? Y si el Señor había querido darle más tiempo en este mundo, a lo mejor fue para que remediara tantas cosas malas que había hecho. Para que se arrepintiera del orgullo que siempre había tenido, de la soberbia, la falta de perdón. Porque el Señor sabe lo que hace, dijo la Vieja, por eso yo estoy segura de que el Señor... El señor, el señor, la interrumpió el Cerrajero. Ya me tiene podrido con eso del señor. A ver si cambia la cantinela alguna vez. Fidel se fue dando un portazo y la dejó con la palabra en la boca.

No, no podía perdonarla. No quería, ni tenía por qué hacerlo tampoco.

 

* * *

 

Una mañana cayó la hermana de Angélica a decir que se volvía a Santa Fe. No terminaba de adaptarse a la vida en Buenos Aires, a la gente, al quilombo. Extrañaba la tranquilidad de sus pagos, las cosas que hacía cuando estaba allá. Pero ahora que conocía el camino seguro iba a venir más seguido. También podía ir Angélica a visitarla, ¿por qué no? No era un viaje tan largo. Se tomaba el micro en Retiro y en ocho o nueve horas ya estaba allá.

Estaban las dos conversando, lo más bien en la cocina, hasta que llegó el Cerrajero. La hermana se dio cuenta enseguida que algo pasaba. No es que Fidel dijera nada, ni siquiera las miró, pero ni bien lo vio llegar Angélica cambió por completo. Parecía acobardada, como con miedo de hablar. Fidel sacó un plato del escurridor, se sirvió la sopa con el cucharón, un par de choclos y se fue para su pieza. Fue un minuto nada más, pero alcanzó para que la otra se diera cuenta de que algo raro había.

Qué es todo esto, me querés decir, le preguntó a Angélica. Nada, nada. ¿Cómo que nada? ¿Acaso el tipo le pegaba, la tenía amenazada? No, dijo Angélica, y le pidió a su hermana que por favor no se metiera. Ella no sabía cómo eran las cosas, ni tenía por qué andar averiguando. Ah, no, dijo la hermana, a esto vamos a aclararlo ahora mismo. Sí, sí. El Señor no te salvó de tu enfermedad para que ahora vengas a morirte de tristeza.

Fue hasta la puerta de Fidel y dio unos puñetazos que lo hicieron saltar hasta el techo. Oiga usted, le dijo, salga de ahí. ¿Qué está pasando acá? ¿Por qué mi hermana tiene que vivir en su propia casa como si estuviera de más? Ojo con hacerse el loco, eh, porque voy ya mismo a la policía y lo hago poner de patitas en la calle. El Cerrajero le dijo exactamente lo mismo que Angélica: que mejor no se meta.

La hermana se fue, pero al día siguiente volvió con la hija de Angélica. Como era de esperarse, la loca armó flor de escándalo. Gritó, pataleó y amenazó al Cerrajero con terribles consecuencias. Después se puso de rodillas frente a su madre y le rogó que se fuera a vivir con ella. Ahora todo va a ser diferente, mamá, le dijo, todo va a ser como antes. Vos te merecés algo mejor, mamita, y yo quiero dártelo. El Cerrajero no lo podía creer. En el hospital había oído una historia bien distinta.

Claudia estaba aterrorizada, igual que aquella vez en la sala de espera. No quería ni acercarse a la piantada. Angélica se hizo rogar un rato, pero finalmente fue a su pieza y empezó a armar el mono. Dijo que era lo mejor para que Claudia y su marido volvieran a vivir en paz. La Mudita no quería dejarla ir, y le pidió a Fidel que intercediera. El Cerrajero se lavó las manos. Dijo que él no la echaba, pero si ella se quería ir... Claudia lloraba desconsolada. Lloraba sin taparse la cara, como los chicos. La Vieja le acarició la cabeza, la abrazó. Para consolarla le dijo que no se iba para siempre, que pronto iban a volverse a ver. Pero las dos sabían que no era verdad.

 

* * *

 

La tormenta de Santa Rosa llegó con toda ese año. Varios ranchos se vinieron abajo, a otros se les volaron las chapas. Las zonas más bajas quedaron inundadas unos cuantos días, diga que después salió el sol. La primavera llegó al fin. Fidel ya no tenía necesidad de prender el calentador a kerosén por las mañanas. Al agua para el mate se la traía en un termo nuevo que habían comprado hacía poco en Carrefour, y le duraba caliente casi hasta el mediodía.

Cada mañana Fidel levantaba la persiana del local, colocaba el cartel de abierto en la reja, pegaba una barrida. Se sentaba detrás del mostrador, sintonizaba el programa de tangos y se ponía a hacer algún trabajito pendiente. A media mañana, tipo diez o diez y media, dejaba un rato el negocio y se iba a buscar media docena de facturas a la panadería de al lado. Entraba en la cocina, ponía la pava y se iba a despertar a Claudia, que en los últimos tiempos había tomado la costumbre de levantarse tarde. Le acariciaba muy despacio el hombro, le pasaba la mano por el pelo. Ella abría los ojos y sonreía. A veces pasaba que cuando él entraba Claudia ya estaba despierta, pero en la cama todavía. Fidel se quedaba un rato con ella, sentado en el borde del colchón. Si alguien abría la puerta del negocio sonaba el timbre y el Cerrajero se iba a atender. Ella se quedaba un rato más haciendo fiaca. Se levantaba recién cuando no aguantaba más las ganas de ir al baño, o si le picaba el bagre. Después de desayunar se iba al patio de atrás a darle de comer a las gallinas. Regaba las plantas, iba a buscar las cosas para hacer la comida. Ella se cocinaba arroz o fideos, un par de salchichas y alguna cosa enlatada. A Fidel le preparaba todos los días lo mismo: sopa de verdura, zanahorias y un par de choclos. En ese sentido, al menos, era fácil tenerlo contento.

A eso de las dos él se iba a echar un rato y Claudia se quedaba cuidando el boliche, porque con el bajón en las ventas habían tenido que empezar a atender en horario corrido. Para más seguridad la Mudita despachaba con la puerta cerrada, a través de una ventana en la vidriera. Fidel le había comprado un televisor portátil para que no se perdiera las novelas de la tarde, El Coraje de Amar y Muñeca Brava. Claudia a veces se compenetraba tanto en las historias —cuando el hijo del patrón se le declaraba a la mucama, o cuando Natalia Oreiro le contaba sus penas a una media— que ni se daba cuenta de que afuera había un cliente meta llamar para que lo atiendan.

Más tarde, cuando Fidel volvía a hacerse cargo, Claudia se iba otra vez adentro a hacer sus cosas. Había encontrado una nueva ocupación: tejer ropa para bebés. Sacos, gorritos, escarpines... Igual que en los tiempos en que ella y Angélica andaban secas y tenían que salir a venderlos por la calle. Esta vez era distinto porque Fidel le había habilitado en el local un rincón para que pudiera exhibir sus tejidos. No es que sacara gran cosa, pero mal que mal algo se vendía, y a ella le servía para estar entretenida.

A eso de las siete la Mudita se iba al videoclub del barrio a alquilar un video. Los tenían re-baratos: los estrenos a un peso, y los demás a dos por un peso. Claudia sacaba casi siempre películas norteamericanas, que venían con letritas, y las ponía por la noche, después de que Fidel mirara los partidos. Se quedaba hasta cualquier hora, y cuando una peli le gustaba la rebobinaba y la veía de nuevo. Las que más le gustaban eran las comedias románticas, con finales felices. Esas de parejas que triunfan a pesar de las dificultades, las de enamorados que se casan en jardines y terminan jugando con bebés rosados y cachetones.

 

* * *

 

Fidel no estaba como para películas, con todo lo que pasaba en el país. La crisis económica se agudizaba. Más y más gente se quedaba sin trabajo. Muchos salían a buscar comida en los tachos de basura y dormían en cajas de cartón. Los comedores populares se desbordaban y la incapacidad de los políticos para resolver los problemas generaba cada vez más descontento. En las últimas elecciones legislativas la abstención había sido la más alta de la historia. Se tenía la sensación de que, ganara quien ganara, todo iba a seguir igual. O peor. En la calle y en los diarios corrían rumores de toda clase. Algunos llegaban a pedir una revolución, o un golpe de estado, lo que fuera con tal de cambiar la situación. Fidel se preocupaba, como todo el mundo, pero qué podía hacer. Seguir en lo suyo, nomás, y esperar que la cosa mejore. Una mañana se apareció por el negocio su amigote Domínguez, con la cara desencajada por el espanto —como si de por sí ya no fuera lo bastante feo. Un atentado, balbuceó, un ataque, están tirando abajo los rascacielos en Norteamérica. Fidel prendió el televisor chiquito del negocio y por un rato los dos vieron una y otra vez cómo los aviones se incrustaban contra los edificios y se prendían fuego. A cada momento llegaban nuevas imágenes mostrando los impactos desde distintos ángulos. La gente corría desesperada, los muertos se estimaban en miles. El fin del mundo, dijo Domínguez, que al rato se fue a seguir propagando las malas noticias por otra parte. Fidel miró un rato más las repeticiones y escuchó distintos comentarios. Después apagó la tele y siguió con su trabajo. ¿Qué más podía hacer? Él era así. Tener todo en su lugar, y hacer todos los días lo mismo, era lo único que le daba una mínima seguridad, algo de qué agarrarse. A la hora de costumbre fue a buscar las facturas a la panadería, puso la pava en el fuego y entró en la pieza a despertar a Claudia.

Así vivían. No todos los días eran exactamente iguales, claro, había variaciones. Como cuando se cortaba la luz, y tenían que alumbrarse con velas; cuando llovía una semana seguida y la calle se convertía en un pantano, o cuando en la verdulería se terminaban los choclos. Fuera de eso podía decirse que el matrimonio vivía encerrado en su propio mundo. Por y para ellos mismos. Hacían siempre las mismas cosas, aunque no se aburrían para nada. Claudia se había hecho a la manera de ser de su marido y los dos eran felices así. Estaban en paz.

 

* * *

 

No siempre había sido así. Los primeros tiempos, cuando Angélica recién se había ido, fueron por demás conflictivos. Se peleaban todo el tiempo. Claudia estaba rencorosa con su marido, lo acusaba de haber echado a Angélica. Ella había sido siempre su única amiga, y ahora por su culpa no iba a verla nunca más. Fidel se creyó que se había ganado la lotería, al principio, sacándose a la Vieja de encima. Pensaba que a partir de ese momento iba a ser él quien tomara las decisiones en la casa, que de ahí en más todo iba a hacerse como él decía. Pronto se dio cuenta de que tenía más problemas que antes. Para empezar, la Mudita no había resultado tan dócil como él se pensaba. No aceptaba sus órdenes sin rechistar, como hacía con Angélica. Le llevaba la contra todo el tiempo, y lo peor era que Fidel ya no podía estar tranquilo cada vez que ella salía, porque ya no estaba la Vieja para acompañarla. A ese detalle no lo había tenido en cuenta, y ahora era tarde para echarse atrás.

Lo principal era que Claudia no saliera. Que se quedara en la casa, de ser posible todo el día. El Cerrajero recurría a las excusas más infantiles para retenerla. ¿Hacía falta algo de la verdulería? Él lo traía. ¿Se terminó el queso de rallar? Él se encargaba. Ni hablar de ir a la carnicería, porque el carnicero ése era un descarado del año cero. Un chanta de ojos verdes que andaba en una moto y se hacía el galán con todas las clientas, no importaba si eran casadas o solteras. Siempre se ponía a decirles chistes y frases de doble sentido. Claudia no era la excepción. Años atrás, cuando Fidel era sólo un inquilino en la calle Pío XII, vio horrorizado cómo el carnicero le tiraba los perros a ella también. Como Claudia no podía oír sus idioteces, el tipo hacía toda clase de payasadas: ponía cara de asesino y apuñalaba un cuadril, bailaba el vals con un pollo o rebanaba una morcilla con un gesto de sufrimiento, como si se estuviera cortando un pedazo del... Claudia se descostillaba de la risa, igual que los demás clientes y el Cerrajero, que en ese tiempo amaba a la Mudita en secreto, se reía también, para que nadie notara que se moría por dentro.

No señor. Lo mejor era ir una vez por mes al Wall-Mart de San Justo y traer lo que hiciera falta. No había ninguna necesidad de andar regalándole la guita a los bolicheros del barrio, que eran todos una manga de ladrones. Claudia no era de la misma opinión. ¿Qué iba a hacer todo el día ahí encerrada? Por culpa de las viejas de la iglesia se le metió en la cabeza ir de nuevo a la escuela de sordomudos. Eso sí que no, dijo el Cerrajero. No señor. Él no iba a permitir que su mujer anduviera todo el día lejos de su casa, metida entre un montón de tipos jóvenes que, podrían no hablar ni oír, pero otra cosa sí les funcionaba. No, no y no. De nada sirvió que Claudia tratara de hacerle entender que ella lo quería solamente a él. Que no tenía ningún amante, ni quería tenerlo. Si desconfiaba tanto por qué no venía a la escuela con ella, así de paso podía aprender a comunicarse. ¡Faltaba más! dijo el Cerrajero. ¿Y quién atendía el negocio, entonces? ¿De qué iban a vivir? Él no tenía tiempo de pasarse todo el día entre un montón de extraños, haciendo morisquetas como un loco. Algo raro había en todo ese asunto, de eso estaba seguro. ¿Para qué quería Claudia aprender más señas, si con las que sabía ya tenía de sobra? Nomás tenía que hacer lo que había hecho siempre: cocinar, lavar la ropa, atender la casa... Y, sobre todo, hacer caso. Ser como había sido siempre, sin cambiar absolutamente nada.

Cada día le ajustaba un poco más el nudo. Ya no la dejaba atender el mostrador porque desconfiaba de los clientes, de los proveedores y hasta del viejito de la longaniza. Pretendía que estuviera metida todo el día entre cuatro paredes, y si escuchaba rechinar la tranquera salía enseguida a interceptarla. Le preguntaba adónde iba y trataba de convencerla de que se quedara. Del lado de afuera del local colocó un espejito esférico, como los que hay en los colectivos, para poder vigilar el frente de la casa todo el tiempo. Para más seguridad clausuró la puerta de atrás, atornillándola al marco, y con la excusa de que se podían meter los chorros le hizo levantar a Lorenzo un paredón de dos metros donde antes estaba el alambrado del fondo. Ya no se veía más el montecito de eucaliptus, ni los camiones que pasaban por la ruta, ni los autos. Uno se asomaba a la ventana y lo único que veía eran ladrillos. Claudia no aguantaba más, era peor que la cárcel. ¿Por qué se portaba así con ella? ¿Cuándo le había dado motivos para que la tratara de esa forma? Claudia le preguntaba por señas un montón de cosas que él ni se molestaba en entender. Le escribía en su cuadernito pero él se hacía el distraído.

Ya no era cariñoso con ella, como cuando recién se casaron. No se vestía más como ella le decía, y de a poco fue volviendo a sus horribles atuendos. Tomaba cerveza a cualquier hora, no sólo durante las comidas, y fumaba como chimenea dentro de la casa, sabiendo bien que a ella no le gustaba. Nunca la ayudaba con las tareas del hogar. Dejaba los platos sucios y la ropa tirada por todos lados. Salpicaba el asiento del inodoro y a veces se pasaba una semana entera sin bañarse. En represalia Claudia hacía cosas que a él lo irritaban, como arrastrar los pies al caminar, levantar tierra cuando barría o dejar goteando la canilla. Cuando iba a la verdulería traía lo que se le daba la gana, y cada vez que Fidel prendía un cigarrillo ella iba y abría de par en par las ventanas, aunque estuviese helando. Nunca era tierna con él, e incluso llegó muchas veces a negarle lo que la misma iglesia reconocía que eran sus derechos como esposo. Cuando él trataba de todos modos de exigírselos la Mudita se encerraba con llave en su pieza y lo dejaba que golpee hasta que se canse.

 

* * *

 

Ya no se entendían como antes. Aunque se negara a reconocerlo, Fidel también extrañaba a la Vieja. Desde el principio había sido ella la que limaba las asperezas entre marido y mujer, la que servía de intérprete, la que realmente llevaba las riendas de la casa, aún estando enferma. Fidel pensó un par de veces en llamarla y pedirle que volviera. El problema era que otra vez iba a empezar con sus beaterías insoportables, trayendo gente rara a la casa y armando barullo. Había que pensarlo bien, no sea cosa que después se arrepintiera. Ya le había pasado otras veces, tomar decisiones apresuradas y después... Como haberse casado, por ejemplo. ¿Quién lo mandó a meterse en la boca del lobo? Ahora vivía sobresaltado, no tenía un minuto de descanso. Una tarde que se levantó más temprano de la siesta vio a Claudia en la tranquera, afilando con dos Testigos de Jehová. Uno era alto y rubio como un actor norteamericano, y el otro morocho y petiso, pero bastante sinvergüenza también. El gringo sabía algo del lenguaje de las señas y estaba meta hacerse el simpático con su mujer. ¡En frente de su propia casa, delante de los vecinos! Fidel se calzó las chancletas y salió a echarles flit. Claudia corrió a encerrarse en la pieza grande. No quiso volver a salir, por más que el Cerrajero golpeó la puerta y se lo exigió a los gritos, sin darse cuenta de lo inútil de su gesto. Al fin la dejó tranquila. Ya era hora de abrir el negocio. Fidel se instaló detrás del mostrador y trató de hacer lo de siempre, pero no pudo. Hervía de indignación. Para distraerse intentó escribir unos carteles pero la letra le salió chueca y tuvo que tirarlos.

La tarde pasó sin novedades. Fidel vigiló la entrada de la casa a través del espejo esférico. No la vio asomarse ni una vez. Cuando volvió adentro ya había oscurecido. Las luces estaban apagadas y, cuando no, la comida sin hacer. La puerta de la pieza de Claudia estaba entornada. El Cerrajero se asomó a pizpear. Su mujer dormía con la ropa puesta, atravesada sobre el cubrecama.

Fidel se quedó un momento en el umbral, sin saber qué hacer. No entraba casi nunca en la pieza de ella. No le gustaba. Sobre la cómoda Claudia había armado un pequeño altar dedicado a la Vieja. Entre los cuadritos de Jesús y la Virgen había puesto un montón de fotos de Angélica de todas las épocas: de joven, de vieja; con los nietos, con los hijos, con ella. A veces le prendía una vela, como si estuviera muerta, aún cuando Fidel le había advertido que podía armar un incendio.

Entró. Con el reflejo que venía del comedor pudo ver con claridad el rostro de su esposa, que parecía haberse dormido llorando. Fidel la tapó con un acolchado para que no fuera a resfriarse. Había refrescado bastante. Claudia se movió un poco en dormida y algo cayó al suelo. Era la revista de los Testigos de Jehová. Fidel le echó un vistazo mientras masticaba un pedazo de pan con queso en la cocina. En casi todas las páginas había fotos de gente feliz y sonriente, de todas las razas y edades. Cielos soleados, praderas llenas de flores y citas de la Biblia. En un dibujo de la página central se veía a una nena corriendo a los brazos de una viejita. Abajo había una frase que decía: Nos volveremos a encontrar.

Fidel hizo un rollo el pasquín y lo tiró a la basura. Sí, las religiones eran todas un curro. Recurrían a golpes bajos para conmover y sacar guita más fácil. Todos los domingos él acompañaba a Claudia a la misa y veía cómo era. Los sermones del cura eran siempre la misma cantinela: los ricos se hacían más ricos, los pobres se morían de hambre. Había críticas al modelo económico y a las multinacionales, pero ni en broma se olvidaba de pasar la bolsa de la colecta. Antes de impartir la bendición final una mina cazaba el micrófono y entraba a manguear a diestra y siniestra: números para una rifa, ropa de segunda mano, empanadas de pollo o de carne... Fidel se revolvía en el asiento, no veía la hora de tomarselás. Era una tortura tener que congelarse el culo todos los domingos una hora en esos bancos de madera; pararse cuando los otros se paraban, ponerse de rodillas. ¡Darse un beso con gente que ni conocía! Al Cerrajero le reventaba ese ambiente de santurrones. Se sentía observado. Aunque nadie lo dijera, todos debían saber que a él iba ahí solamente a vigilar a Claudia. Seguro ellos también se burlaban de la diferencia de edad que había entre los dos, les parecería imposible que la Mudita estuviera enamorada de un vejestorio como él. Por ahí tenían razón. En otros tiempos Fidel había llegado a creer que ella realmente lo amaba, a pesar de sus arrugas y sus canas. Ahora ya no estaba tan seguro. Tal vez nunca lo había querido, y se había casado con él solamente porque la Vieja se lo había mandado, como podía haberlo hecho con cualquier otro. Si le hubieran dado a elegir seguro se hubiera quedado con un chabón más joven y más lindo, como los que salen por televisión. Mala suerte. Iba a tener que conformarse con lo que había. No era culpa de él si por ser sordomuda nadie más la había querido, si nadie se había interesado por ella más de cinco minutos, para echarse un polvo. Él sí la había querido, desde el primer minuto que la vio. La había amado siempre, así como era, sin cambiarle absolutamente nada.

En una agenda Fidel buscó el número de la hija de Angélica. Se armó de coraje y llamó. Estaba preparado para lo peor, pero por suerte la loca no estaba. Atendió el marido, un tipo que, al menos por teléfono, parecía de lo más agradable. Fidel se identificó y preguntó por la Vieja. Angélica no está, dijo el quía, no vive más con nosotros. Dijo que se había ido hacía tiempo a vivir a Santa Fe con la hermana. No sabía si tenían teléfono, pero si Fidel lo esperaba un momento él iba y le buscaba la dirección.

 

* * *

 

De a poco las cosas se fueron calmando. Claudia empezó mal que mal a obedecerle y él, por su parte, trató de no ser tan estricto todo el tiempo. Un mediodía, sin embargo, salió a hacer un trabajo y cuando volvió se encontró con que había alguien en la casa. Antes de entrar nomás, cuando estaba por meter la llave, oyó una voz chillona que al principio pensó que venía de la tele. Fidel se acercó a la puerta y paró la oreja. Adentro decían Pero qué bien estás, Claudita, se ve que el matrimonio te ha sentado bien... El Cerrajero abrió lo más rápido que pudo y al entrar se encontró cara a cara con su peor pesadilla: el Tuerto. Con toda la pachorra del mundo, balanceándose sobre las patas traseras de la silla, Darío tomaba mate de la calabacita y le hablaba a Claudia sin hacer ningún gesto, como si ella pudiera entenderlo sin problemas. La Mudita lo miraba entusiasmada, pero cuando vio llegar a su marido puso cara de fastidio. Darío se paró para darle la mano y le dijo Qué tal, cómo le va, don éste hombre... Cualquiera se hubiera pensado que el dueño de casa era él y Fidel el invitado. Fidel lo pensó un momento antes de estrechar la mano que el Tuerto le tendía. No se molestó en disimular el poco entusiasmo que le causaba aquella visita, y le preguntó derecho viejo qué buscaba por allí. Y, pasaba por el barrio, dijo el Tuerto, y se me ocurrió venir a visitarlos, de repente, ver cómo andaban... Ah, mire usted, dijo Fidel. Era una lástima, porque justo en ese momento ellos estaban muy ocupados y no tenían tiempo de recibir visitas. Claudia los miraba con inquietud, trantando de entender lo que hablaban. Por el silencio que se produjo pudo adivinar que su marido no había estado nada amable. Darío no pareció hacerse mucho drama. Simplemente se rascó el mentón, del que asomaban dos o tres pelos retorcidos como alambre de fardo. Bueno, le dijo, ya que estaba vine también a traerle esto, y del bosillo de la campera sacó un paquete envuelto en una bolsa de náilon. Era una cerradura medio abollada y cubierta de óxido, más vieja que la escarapela. Es para un amigo mío, le explicó Darío, que le entraron a afanar, le barretearon la puerta y se llevaron todo. Yo tenía esta cerradura tirada ahí en casa y le dije Mirá, ésta de repente te puede servir. No está muy nueva que digamos, pero yo tengo en Cañuelas un pariente que es cerrajero y de repente te la puede arreglar.

Fidel no le creyó una palabra, aunque examinó el armatoste, de todos modos. Era una ofensa, venir a traerle semejante porquería. Es que yo soy así, siguió diciendo el Tuerto. Siempre que pueda hacerle un favor a alguien, no me hago rogar. Eso es lo que más me gusta, le dijo a Fidel. Cualquier cosa que precise, usted me dice y yo veo qué se puede hecer. Lo que sea: el cero-ocho de un auto, o un libre deuda, de repente, o un sellado con fecha de dos años atrás... Ojo, que yo no ando en cosas raras, ¿eh?, siempre por derecha. Bueno, casi siempre. Angélica le habrá contado cómo la ayudé una vez que tenía problemas con unos inquilinos. Me contó, sí, dijo el Cerrajero. También me dijo que no le salió gratis. ¿Ah sí? Bueno, no creo que le saliera ni la cuarta parte de lo que gastó en abogados, sin contar que no le sirvieron para nada. Y hablando de Angélica ¿dónde está ahora? ¿Es cierto que se fue a vivir con la chiflada de la hija? Si nunca se pudieron ni ver... Yo no la eché, se atajó el Cerrajero. Si se fue fue porque ella quiso.

Darío le dio una última chupada al mate y se lo pasó a la Mudita, que lo volvió a llenar enseguida, desafiando la mirada hostil de su marido. ¿Y, qué le parece? preguntó el Tuerto, refiriéndose a la cerradura. ¿Tiene arreglo o no? No es un trabajo sencillo, le dijo Fidel. Estaba muy deteriorada, y aparte no tenía la llave: sí o sí había que cambiarle la combinación. Dígale a su amigo que va a salirle más barato comprarse una nueva. Ahí está el problema, dijo Darío. Ahora mismo el pibe éste no tiene un peso, acuerdesé que le robaron. Pero si lo espera un par de días, él después viene y le paga. O si no vengo yo, de repente... Fidel sonrío, meneando la cabeza. Para sacárselo de encima le dijo que arreglar esa cerradura iba a llevarle un buen rato, y justo esa semana él andaba tapado de trabajo. No importa, dijo Darío, si quere puedo venir otro día. Fidel se demoró un momento antes de contestar. En realidad, le dijo, yo la semana que viene tengo que ir a comprar una herramienta a Laferrere. Ya que voy se la dejo en su casa. ¿Está seguro? Mire que es lejos. No importa, dijo el Cerrajero, se la llevo igual. No hace falta que usted vuelva por acá.

Ir a la siguiente página

Report Page