Claudia

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Claudia

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El Tuerto captó la indirecta. Terminó el mate que estaba tomando, se puso de pie y descolgó la campera del respaldo. Claudia no quería dejarlo ir, insistió en que por lo menos se quedara a comer. Darío la besó en la mejilla, le dio la mano al Cerrajero y se fue. Desde la ventana lo vieron cruzar el caminito de ladrillos del jardín. Antes de llegar a la tranquera se detuvo a despedirse de la perra, que se le echó encima y le dio unos lengüetazos. A Fidel le extrañó, un animal tan agresivo... Después se dio cuenta de que, al igual que su esposa, la perra conocía a Darío mucho antes de conocerlo a él.

 

* * *

 

Hay que ver la cara del tipo. ¿De dónde sacó que era pariente suyo, encima? La cerradura fue a parar a una estantería de la trastienda, junto a un montón de otros cacharros inservibles. Por ética profesional, solamente, fue que Fidel no la tiró a la basura. Además, si llegaba a volver el chabón qué iba a decirle. Podía decirle simplemente que dejara en paz a su mujer; que ahora estaba casada con él y que no volviera a ponerle un dedo encima, porque si no... Pero con qué podía amenazar a un tipo como ése. No se la iba a creer así nomás.

La visita de Darió tuvo un efecto devastador. Fidel vivía atormentado, por las noches no pegaba un ojo. Daba mil vueltas en la cama. Se levantaba, se volvía a acostar. Cuando al fin conseguía dormirse lo asaltaban las peores pesadillas. Una noche soñó que entraba a la pieza de Claudia y la sorprendía rosca y rosca con el Tuerto. Ni a ella ni a Darío parecía importarles. Claudia lo miraba con desprecio y le decía Dejame con Darío, él es un hombre de verdad. ¡Cómo! ¡Podés hablar! Sí, decía ella, pero solamente hablo cuando estoy con él. El Tuerto le dedicaba una sonrisa llena de dientes podridos y recién entonces Fidel se daba cuenta: Darío era en realidad el diablo. ¡Por eso era tan coloradote, con los cuernos y la cola de punta! Empapado en traspiración el Cerrajero saltó de la cama y corrió a la pieza de Claudia a ver si era verdad.

No podía seguir viviendo así. No podía estar tranquilo nunca. Si la cosa llegaba a ponerse realmente densa iba a tener que ir y matarlo. No era imposible. Se tomaba el bondi hasta Laferrere y al caer la tarde lo esperaba agazapado en una esquina. Cuando lo veía llegar sacaba la escopeta y pum, un tiro en mitad del pecho. Nadie iba a salir a mirar, en esa zona ya están acostumbrados a los cuetazos. Y listo, ahí se terminaba todo. Fidel desaparecía sin dejar rastro mientras la sangre repugnante del Tuerto se deslizaba por las baldosas hasta el cordón cuneta. ¡Lo que iba a ser cuando lo viera por Crónica TV! El Cerrajero fantaseó con la idea algunas noches de insomnio, aunque al llegar el amanecer se daba cuenta de que el asunto no iba a ser tan sencillo.

La que pagó las consecuencias fue Claudia, porque a partir de ese momento su marido redobló las precauciones. Si antes le ponía trabas cada vez que quería salir, ahora le hacía la vida imposible. No quería ni que pusiera un pie en la vereda. La tenía cortita con la plata, y hasta se atrevió a esconderle el pase para viajar en el colectivo. Cuando recién se había ido a vivir ahí Fidel instaló una lámpara que se prendía cuando que tocaban el timbre: la desconectó. Para no llevarse más sorpresas desagradables, cada vez que tenía que salir la dejaba encerrada con llave. Si no lo había hecho antes era por miedo a que hubiese un incendio, pero eso era poco probable. La casa era ladrillo y ahí lo único que se quemaba era la comida, cuando Claudia se quedaba colgada con la tele.

Sí señor. El que mandaba ahí era él, no importaba lo que dijeran los demás. Fidel sabía que en el barrio ya no lo querían, que hablaban cosas de él. Cosas fuleras. Su amigote Domínguez se lo contó todo con lujos de detalles. Según él, en el barrio decían que Fidel le había robado la casa a la Vieja, que le había hecho firmar los papeles frente a un escribano y la había echado a patadas; que la molió a palos varias veces y trató de envenenarla, por eso la Angélica se había ido a vivir a la calle. Algunos incluso juraron haberla visto, comiendo de los tachos de basura y durmiendo junto a los cirujas bajo el puente del 29.

 

* * *

 

Basta de locuras, basta de salidas y, sobre todo, basta de visitas. En especial del Tuerto degenerado ése. Que ni se le ocurriera volver por allí. Claudia no lo podía creer. ¿Cómo se le podía ocurrir que andaba con Darío, que siempre había sido un hermano para ella? La Mudita escribió en su libreta que el Tuerto era bueno. Era el único que la trató siempre como una a persona, el único que se metía a defenderla cada vez que la hija de Angélica la re-cagaba a trompadas. Si él se pensaba esas asquerosidades era porque tenía la cabeza podrida, nada más. Además ella ya lo había pescado más de una vez en el negocio haciéndose el bonito con todas las viejas putas del barrio. Seguro se pensaba que ella era una idiota y no se daba cuenta.

Las peleas fueron haciéndose más fuertes. Claudia no se dejaba mandonear y él decía que ella era su mujer y tenía que obedecer. Una tarde la cosa se puso más violenta que de costumbre. Hubo algunos forcejos. Fidel se plantó delante de la puerta para cortarle el paso y ella le tiró un sillazo que casi le arranca la cabeza. Estaba fuera de sí. Mushi mushi mushi, le decía, echando espumarajos por la boca. Volaron los platos. El termo de Villa Carlos Paz cayó y se hizo añicos contra el piso. Para calmarla Fidel la zamarreó de los hombros y le encajó un sopapo que retumbó de manera siniestra. No había querido dárselo tan fuerte. Se arrepintió en ese mismo momento, pero ya era tarde. Claudia cayó de rodillas, aturdida, no tanto por el golpe como por el hecho de que su marido se hubiera atrevido a pegarle. Sabía que Fidel tenía sus mañas, e incluso que estaba loco, pero nunca pensó que fuera uno de esos hijos de puta que le pegan a la mujer. Se quedó derrumbada, llorando amargamente, y cuando él trató de consolarla lo espantó de un manotazo.

Sonó el timbre del negocio y Fidel fue a atender. Al rato la vio pasar. Llevaba un bolso de viaje y el tapado azul colgando del brazo. Se había vuelto loca, ¿adónde pensaba ir? Fidel se sacó de encima al cliente y corrió a buscarla. Ella ya había llegado a la parada, donde había otra gente esperando. Claudia no le llevó el apunte. No lo quiso ni mirar, por más que él trataba de disculparse con palabras y gestos de lo más confusos. Tanto insistió que al fin tuvo que fijarse en él. Aunque no sabía leer del todo bien los labios, Claudia pudo entender algo de lo que él le decía. Por primera vez desde que estaban juntos lo veía expresarle sus sentimientos. Abrirle el corazón, como quien dice, sin importar que lo vieran los demás. Un 88 apareció por la curva. Claudia no sabía qué hacer, su marido de verdad parecía arrepentido. Después de hacerse rogar un rato se dejó convencer. ¿Qué otra cosa podía hacer? La verdad es que no tenía ningún lugar adónde ir. Ni siquiera sabía muy bien dónde vivía Angélica, ni tenía con qué llegar hasta allá. El colectivo arrancó levantando una nube de tierra y ella se quedó ahí. Con él. Dejó que su marido la ayudara con el bolso y lo siguió por la vereda, otra vez dentro de la trampa.

 

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El Cerrajero decidió cambiar de estrategia. Trató de llevarla por la buena. Empezó a regalarle tonterías, como cuando estaban de novios. Le compraba aros, hebillas, adornitos para decorar la casa. Alguna cosita rica para tomar con el mate, también. Angélica siempre la había tenido cortita con el morfi, pero él la dejaba que comiera nomás. Le traía facturas y masas finas. Por la noche preparaban pizzas. El Cerrajero sacó una videocassetera en cuotas para que Claudia pudiera mirar sus películas, y como a ella le gustaba tejer le regaló una máquina Knittax de las más nuevas. No es que les sobrara la plata, tampoco, pero hay que ver que fuera de sus cosas no tenían muchos gastos. Eran ellos dos, solamente. No tenían que gastar en pañales, ni en medicamentos caros, ni en útiles para el colegio. Era lo único bueno de no tener hijos.

Dejaron de ir a la iglesia. Un domingo Fidel la convenció de que se quedaran en casa porque no se sentía bien. A la otra semana la llevó a pasear a la Capital. Pegaron una vuelta por Florida y por Lavalle, fueron al cine. La semana siguiente pasearon por los bosques de Palermo, alquilaron un bote. Las salidas de los domingos se volvieron un hábito más. Cada semana hacían una excursión diferente. Las callecitas empedradas de San Telmo, los shoppings de moda. Cuando andaban más ajustados con el presupuesto se quedaban un poco más cerca, iban a Ramos Mejía o a San Justo. Miraban las vidrieras de la calle Arrieta, comían garrapiñadas calentitas en un banco de la plaza. Lejos del barrio Fidel se sentía libre de tomarla de la mano, de chichonear como un adolescente y de darle un beso. Ahí nadie les daba bolilla, nadie los conocía ni los juzgaba.

Empezaron a vivir de otra manera, encerrados en su propio mundo. No veían a nadie, nadie los venía a ver. Sus pocos conocidos fueron borrándose uno por uno. Caty, la vecinita que siempre venía a jugar con Claudia, se tiñó el pelo de violeta, se puso un aro en la ceja y empezó a juntarse con chicos de su edad. La hijastra de Fidel también dejó de venir, desde aquella vez que cayó en mitad de una pelea y vio el ambiente raro que había. Y a Domínguez, que siempre venía a mirar los partidos del domingo, Fidel le sacó tarjeta roja cuando lo pescó in fraganti relojeándole las piernas a su mujer.

El tiempo fue pasando. Claudia terminó por someterse, aunque ya no era la misma. Era difícil verla reírse o llorar por cualquier tontera, como antes hacía. Se pasaba el día entero mirando la tele. Cada programa marcaba de manera implacable el ritmo de su jornada. Su aspecto también se modificó. Subió de peso, casi no se arreglaba. Ya no aparentaba menos edad de la que tenía, sino incluso un poco más. Por falta de ejercicio empezaron a salirle várices, y en las manos y en el cuello le agarró una erupción que el médico no le acertaba a diagnosticar. Sufrió de gripe y anginas varias veces seguidas. Fidel la cuidaba, atendía el negocio y la casa al mismo tiempo. Preparaba la comida y se la llevaba en una bandeja. Le instaló el televisor en la pieza, para que no se perdiera sus programas favoritos. Cuando Claudia tenía que tomar medicamentos de madrugada, él ponía el despertador y se levantaba a dárselos. Eran los momentos en que más unidos se sentían. La Mudita no sabía cómo agradecerle a su marido tantas atenciones, y lamentaba haberlo hecho sufrir con sus rebeldías y caprichos. Fidel le fue soltando la rienda. Ya no la vigilaba de manera tan estricta. La dejaba nomás que saliera, aunque ella ya no quería ir a ningún lado, solamente a hacer las compras. A la verdulería, a buscar choclos para él; al video club, a sacar la película que iba a ver esa noche, y al kiosco a buscar cigarrillos. Ella también había empezado a fumar, aunque no tanto como su marido, y a darle a la cerveza. Por las tardes, cuando hacía calor sobre todo, entre los dos se bajaban dos o tres botellas de Quilmes como nada.

 

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Una tarde se apareció el cura a ver qué pasaba que no iban más a misa. Se había llevado a la tipa que sabía el lenguaje de señas para que le tradujera. Fidel, que en ese momento atendía a un cliente, los dejó pasar, pero al rato nomás puso el cartel de toque timbre y fue a ver. El chabón estaba meta sermonearla y hacerle preguntas. Contestando por ella, Fidel le dijo que si Claudia no iba más a la iglesia era porque no quería. Así de sencillo. Era una persona ocupada, no como algunos, que no tienen nada que hacer y se la pasan metiéndose en la vida de los demás. Tuvieron un diálogo más bien áspero. Fidel no le decía Padre, como hacían los demás, lo llamaba Señor o Usted. No tenía por qué andar llamando Padre a un extraño, que encima era más joven que él. No sirvió de nada que el cura le hablara de la dignidad de la mujer, de la libertad individual y otras estupideces. El Cerrajero se mantuvo firme y Claudia, con la vista baja, preferió no intervenir. Al fin se fueron y no jodieron más.

Llegando la primavera la perra vieja murió y la más chica tuvo cría. Se cruzó con algún perro atorrante del barrio y sacó un montón de cachorros, uno más feo que el otro. La Mudita les tomó un cariño enfermizo a los perritos. Los bañaba, les daba la mamadera. Aunque a Fidel no le gustaban mucho los animales la dejó que hiciera nomás lo que quisiera. Sin embargo, los perros fueron creciendo y hubo que irlos regalando. Fidel pegó en la vidriera un cartel que decía SE REGALAN PERROS DE RAZA. Claudia no quería saber nada. Quería a cada uno de los cachorros y no iba a permitir que se los sacaran. El Cerrajero se vio venir otro dolor de cabeza. Trató de explicarle que los perros se estaban viniendo grandes; que era muy caro darles de comer y además no se podía tener una jauría en la casa. Claudia no quiso entender razones. Decía que no, no y no. Así que al Cerrajero no le quedó otra que ir sacándoselos a escondidas, mientras ella estaba ocupada en otra cosa.

Para lo último fue quedando un machito veteado, fiero como él solo. Nadie lo había querido pero el Cerrajero se propuso sacárselo de encima de todos modos. No fue nada fácil. Claudia no le perdía pisada, lo tenía con ella todo el día. Dormía con el cachorro; lo sacaba a pasear, lo más contenta, como si fuera un perro de exhibición. Fidel fue aplazando su decisión. Comprendía que ella estuviera descargando en ese perro rasposo su frustración de no tener hijos, pero ¿acaso era él el culpable? Además el perro era una lacra, cagaba y meaba por todas partes. Entraba al huerto y pisoteaba los brotes de rabanito, rompía todo lo que encontraba a su paso. A Fidel le masticó un mocasín marrón que tenía desde hacía más de diez años. De noche se ponía a ladrar como un descosido y no lo dejaba pegar un ojo. El tire y afloja duró más de lo previsto. Claudia no se dejaba sorprender, y cuando no podía llevarse al perro con ella lo dejaba encerrado en su pieza. A la puerta le había instalado ella misma una cerradura de punto alemana que sabía que su marido no iba a poder abrir.

 

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Se convirtió en un duelo tenaz y porfiado, y al final fue el Cerrajero el que lo ganó. Un domingo que volvía de comprar el diario vio que Claudia pasaba para el baño medio dormida, dejando la puerta de su pieza abierta. Fidel aprovechó la volada para meterse y llevarse de canuto al perro miserable.

Se había salido con la suya, pero no quiso volver hasta más tarde, cuando el asunto ya se hubiera enfriado. Llegó pasado el mediodía y se encontró con que Claudia no estaba por ninguna parte. Ni en el comedor, ni en la cocina. ¿Será posible que se haya mandado a mudar por culpa de un perro? Sus cosas, sin embargo, seguían ahí: el vestido azul que ya no le entraba, los zuecos de Jennifer López y las cajas con los maquillajes.

Salió al patio y la llamó: Claudia, Claudia. Lo hacía sin pensar, será que a lo mejor necesitaba oír su propia voz. La puerta del galponcito estaba entreabierta. Fidel pensó en la escopeta: ¿seguía colgada en la pared del comedor cuando pasó? Le daba miedo fijarse. Claudia, trató de decir, pero se le hizo un nudo en la garganta y ya no pudo hablar más. Sintió una puntada en el pecho cuando la vio tirada en el suelo, todo empezó a dar vueltas frente a sus ojos... Pero la Mudita no se había pegado un tiro ni nada por el estilo. Lloraba, nada más. Con la cabeza escondida entre los brazos decía Mushi mushi mushi y largaba unos sollozos larguísimos. Se interrumpía para tomar aliento y volvía a empezar. Parecía un animalito, un gorrión atrapado que se echa en un rincón de la jaula a dejarse morir. Fidel extendió la mano para tocarla pero no se atrevió. ¿Cómo habían podido llegar las cosas tan lejos? Claudia lloraba y él la veía como nunca la había visto hasta entonces, tal vez como realmente era: una chica discapacitada, con el vientre cerrado por una tijera, que llora por un perro pulguiento como si le hubieran arrebatado a su único hijo; una chica sola en el mundo, atada a un viejo miserable y mezquino, celoso como un turco además. Una chica que había sido feliz alguna vez, y que aún lo sería, si jamás lo hubiese conocido...

Al domingo siguiente volvieron a la iglesia, los dos bien limpios y arreglados. Se sentaron en el mismo banco de otras veces, como si nunca se hubiesen ausentado. Fidel soportó de nuevo los sermones contra el capitalismo salvaje, los besos en los cachetes y los cánticos desafinados. A la salida los atajó el Cura y les dijo que estaba muy contento de tenerlos otra vez por ahí. La tipa que hablaba por señas corrió a besar a Claudia y le preguntó si no quería quedarse con ellas a hacer vaya a saber qué. La Mudita consultó a Fidel con la mirada y él dijo Sí, no hay problema. ¿Por qué no? Que haga lo que quiera, que vaya donde se le dé la gana, que le meta los cuernos... Cualquier cosa era preferible a verla como la había visto, a escucharla llorar de esa manera.

Volvió solo a la casa, pateando sin apuro por la banquina. Se sentía liberado de un peso tremendo, con una paz que desde hacía mucho tiempo no sentía. La casa parecía más luminosa, el aire más fresco. No sabía muy bien qué hacer. No tenía ganas de cocinar, ni hambre tampoco. Dio una vuelta por el patio, regó la huerta, volvió a entrar. Fue a la trastienda a buscar algo y cuando llegó se olvidó para qué había ido. Un rayo de sol se colaba por el ventiluz, haciendo brillar las partículas de polvo suspendidas en el aire. En uno de los estantes, casi tapado por otros cachivaches, Fidel vio algo que le llamó la atención. Era la cerradura que le había traído el Tuerto aquella vez. Fidel la sacó de donde estaba y la examinó desde distintos ángulos. De un costado, del otro. La llevó hasta su mesa de trabajo. Prendió la lámpara, se sentó y empezó lentamente a desarmarla.

 

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Una o dos semanas después tomó el 88 y se bajó en el cruce de la Avenida Luro, en Laferrere. Consultó el papel que llevaba en el bolsillo y preguntó en el puesto de diarios. Le aconsejaron que se tomara el 96 ó el 630, pero prefirió ir a pie. No era tan lejos, y la tarde estaba linda para caminar: no hacía ni frío ni calor. De paso podía aprovechar el paseo para pensar lo que iba a decir, elegir bien las palabras.

Caminó por la Luro hasta la segunda plaza, dobló a la izquierda y llegó a una calle de tierra muy ancha, partida al medio por un zanjón; parecían dos calles, en realidad. Fidel revisó de nuevo el papel y cruzó al otro lado de la zanja por un puente improvisado sobre un tablón. Aún sin fijarse en el número hubiera reconocido la casa: cuadrada como una caja de zapatos, con el dintel de la puerta a distinto nivel del de la ventana, y el portón en falsa escuadra. De un alambre colgaba un cartel que decía SE ALQUILA HABITACIÓN. No hizo falta que llamara. Una de las hojas del portón estaba abierta y adentro dos tipos revisaban sin mucha convicción el motor de un Schinca. Fidel carraspeó, pidió disculpas por la interrupción y preguntó por Darío. El que tenía el mate en la mano le señaló la última puerta, al final del patio.

El Cerrajero caminó esquivando macetas y objetos de toda clase. De las puertas laterales salía olor a fritura, voces de chicos, cumbia villera. El estilo casa-chorizo del finado Antonio era fácil identificar: piezas pegadas una al lado de otra, construidas seguramente a medida que las fueron necesitando. Fidel golpeó donde le habían indicado. No salió nadie, aunque se podía oír la tele prendida. Volvió a golpear. Estaba por insistir cuando alguien le abrió. Era un nene de unos cuatro o cinco años, que lo dejó pasar sin mirarlo siquiera: tan enganchado estaba con los dibujitos. El chico corrió a sentarse en un sillón hecho bolsa frente a la tele, y Fidel se quedó ahí en la entrada, sin saber qué hacer. Desde algún lugar de la casa llegaba el llanto entrecortado de un bebé. Fidel dijo Hola, hola, y el nene le hizo con la manito un gesto de que entrara. Así que entró, cerró la puerta y se sentó en el sillón junto a él. Estaba intranquilo, no sabía qué iba a decir si alguien le preguntaba qué estaba haciendo ahí. ¿No sabés si está Darío? le preguntó al nene. Sin despegar los ojos de la pantalla, el chico movió apenas la cabeza indicando que no. ¿Qué estás mirando, los dibujitos? Esta vez no hubo respuesta. No parecía con muchas ganas de hablar, por lo visto. Fidel paseó la vista por las paredes del comedor, llenas de manchas de humedad, tapadas a medias por pósters y banderines de Boca. Sobre una repisa había una foto Darío en la bombonera, posando entre el Beto Márcico y el Mono Navarro Montoya. Debía ser del campeonato del ‘92, pensó el cerrajero, el que le robaron a San Lorenzo con dos penales inventados.

Una adolescente con el pelo pintado de azul apareció cargando al bebé que lloraba. No se sorprendió de ver a un desconocido sentado en el living. ¿Viene por la habitación? Fidel no la entendió. No, no, le dijo al fin, yo lo andaba buscando al señor Darío... La chica se aguantó la risa. No estaría acostumbrada a oír llamar señor al Tuerto. Darío no está, dijo la chica. Dijo que no sabía a dónde había ido, ni a que hora iba a volver, pero si lo quería esperar... El bebé miraba con curiosidad al Cerrajero, por un momento se olvidó de llorar. Fidel se acercó y le hizo cosquillas en la papada. Pero qué nene más hermoso, dijo, Cuchi cuchi cuchi... El bebé se largó a llorar otra vez. Está cortando los dientes, le explicó la chica, que por segunda vez miró de reojo el paquete que Fidel había dejado sobre el sillón. Traje unas faturas, dijo el Cerrajero, si gusta... Bueno, dijo ella. Ya que estamos puedo preparar unos mates.

Media hora después estaban sentados todos juntos, como viejos amigos, dándole al diente y pasándose el mate: Fidel, el nene que le había abierto la puerta, la chica de pelo azul y la mamá de los chiquitos, que había ido a la farmacia a buscar un analgésico para el bebé. Las minas eran cordobesas, y en un rato le averiguaron a Fidel todos los datos: quién era, a qué se dedicaba. La mayor le hacía preguntas tan directas que era imposible no responderle. Cuando se enteraron de que estaba casado con una mujer casi treinta años más joven las dos se miraron un momento y se largaron a reír a las carcajadas. Fidel no se ofendió. Al contrario, se rio él también, sin saber muy bien por qué.

El nenito agarró otra medialuna y la mojó en su taza de leche antes de pegarle un mordisco. A Fidel le dieron al bebé para que lo sostuviera un momento. Usted sí que se sacó la lotería, le dijo la Cordobesa grande, tener una mujer que no habla... En realidad sí habla un poco, dijo Fidel. ¿Ah, sí? Sí. Dice algo así muy despacito, como un susurro: Mushi mushi mushi... Es lo único que le sale. Mire usted. Sí. Lo dice solamente cuando está muy emocionada, cuando se enoja o cuando... Las minas se largaron reír como dos colegialas y no lo dejaron terminar.

Al rato de estar ahí Fidel ya se sentía como de la familia. No necesitaron seguir tirándole la lengua. Él sólo se puso a hablar como si le hubieran dado cuerda, y se encontró diciendo cosas que a él mismo lo sorprendieron; cosas que tenía guardadas desde hacía tanto tiempo, algunas que ya ni se acordaba. Estaba exultante. Dos mujeres jóvenes y encantadoras le festejaban sus ocurrencias, y a él mismo le encantaba escucharse.

Fue así cómo Darío los encontró, meta chacota los tres. Se extrañó de ver al Cerrajero, pero lo recibió muy bien. Mejor de lo que Fidel lo había recibido a él. Vine a traerle lo que me encargó aquella vez, dijo Fidel, y sacó del bolsillo de la campera la cerradura reparada. La trajo envuelta en una bolsa de náilon, como él se la había llevado. Darío la desenvolvió, probó la llave y felicitó a Fidel por su trabajo, aunque por lo visto ya ni se acordaba. ¿Y Claudita, cómo anda? preguntó ¿Todo bien por allá? Sí, dijo Fidel, todo está muy bien. Bah, dentro de todo, como está la situación... Claro, claro, dijo el Tuerto, que puso la pava otra vez a calentar. ¿De Angélica, sabe algo? Sí, se apuró a contestar el Cerrajero, está viviendo con la hermana en Santa Fe. Hace poco escribió, para el cumpleaños de Claudia. Mandó una tarjeta de los pintores sin manos. Ah, mire qué bien, dijo Darío, que cada tanto miraba de reojo al Cerrajero, como preguntándose para qué había ido a verlo en realidad.

 

* * *

 

Salieron al patio y se sentaron en un banco, abajo de la higuera. El nene los siguió pero Darío le dijo que mejor los dejara que tenían que hablar. Fidel parecía incómodo, no sabía por dónde empezar. Darío le cebó un mate y lo dejó tranquilo que largara el rollo. El asunto, dijo al fin el Cerrajero, es que Claudia y yo queremos tener un chico, pero no podemos. Prefirió no entrar en detalles, a lo mejor el Tuerto ya estaba al tanto. Hicimos los trámites para adoptar, siguió diciendo, nos pusimos en lista de espera. Hace años que estamos y no pasa nada. La cosa va para largo, y yo ya no soy ningún pibe... Fidel esperó un momento antes de seguir, a ver qué le decía Darío; pero el Tuerto nomás lo escuchaba.

Yo sé que hay chicas que están en una situación difícil, dijo el Cerrajero, que a lo mejor ya tienen varios chicos y quieren dar en adopción a alguno. A lo mejor él, que andaba por tantos lados, conocía a alguna así, o sabía de alguien que lo podía informar. Como él una vez le había dicho que, si precisaba algo, lo fuera a ver...

Fidel daba una pitada atrás de otra y hablaba en voz más baja de lo necesario. No me malinterprete, siguio diciendo, yo lo que quiero es hacer todo por derecha. Con el consentimiento de la madre, con papeles, todo legal. Por supuesto que no esperaba que nada fuera gratis. Estaba dispuesto a ayudar a la madre con algún dinero, y a darle una comisión a él, desde luego, por hacerle las gestiones. El Tuerto seguía sin decir esta boca es mía. Cada tanto movía la cabeza, nomás, o decía Ajá, ajá, como animándolo a seguir. ¿Lo estaba escuchando, realmente? ¿No habría cometido un error al venirlo a ver, al decirle todo lo que le estaba diciendo? Eso es lo que al Cerrajero le hubiera gustado saber.

El nene salió con una pelota de goma y se puso a hacerla picar al lado de ellos. Debía estar aburrido. Darío volvió a decirle que los dejara solos y le prometió ir a jugar con él más tarde. Se cebó otro mate y volvió a quedarse pensativo. La verdad es que no sé, dijo al fin, cuando le tocó el turno de hablar. Primera vez que alguien me pide algo así, sinceramente. Dijo que era un asunto delicado, y si daban un paso en falso podían ir a parar todos en cana. Sí, dijo el Cerrajero, lo entiendo. Yo, normalmente, ni me metería en un asunto como ese, dijo el Tuerto. Pero por tratarse de usted y de Claudita, de repente... Deme algunos días para pensarlo, ir tirando algunas líneas, a ver qué le puedo averiguar. No le garantizo nada, eh.

 

* * * 

 

Un mes después del atentado a las Torres empezó el bombardeo de Afganistán. Nadie sabía qué iba a venir después. Se anunciaban nuevos atentados y nuevas represalias en distintos lugares del planeta. En el país la cosa también estaba difícil. A principios de Diciembre el gobierno confiscó los depósitos bancarios. Era una medida temporal, dijeron, para impedir la fuga de capitales. El ministro de economía anució la devolución de los fondos antes de tres meses, pero eso no impidió que el sistema financiero se paralizara casi por completo. Las ventas a crédito se terminaron, ya nadie aceptaba cheques. Los que manejaban grandes cantidades se vieron obligados a guardar el dinero en su casa, con el consiguiente riesgo de que le entraran los ladrones.

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