Cian

Cian


UNO

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UNO

Año 1886

Killian Gallagher terminó de leer la carta y la dejó sobre la mesa. Su mirada preocupada recorrió, sin ver, las lomas llenas de altos y espigados cipreses que había frente a la terraza en la que estaba desayunando. Bajo él, serpenteaba un arroyo que atravesaba el valle y del que saltaban, de vez en cuando, algunos peces plateados que parecían reírse de su presencia. Los rayos de sol calentaban, aunque no demasiado, el aire de la mañana, prometiendo otro magnífico día. Un amigo le había recomendado aquel castillo del siglo xv como el más idílico para una luna de miel, y tenía razón.

Se sirvió otra taza del cargado café italiano al que ya se había acostumbrado y bebió un largo sorbo, mientras pensaba en cómo le diría a su mujer que tenían que volver después de pasar solo una semana de vacaciones. No había esperado tener que preocuparse por lo que estaba ocurriendo en Dublín, habiendo dejado a Fenton a cargo de todo, pero las noticias eran las peores imaginables; y lo peor era que su intuición, que nunca le fallaba, le decía que aquello solo era el principio. Estaba tan distraído con sus pensamientos que se sorprendió cuando entró Gabrielle, a la que en esta ocasión no había presentido.

—Buenos días, cariño. —Sonrió levantándose para saludarla como era debido. La acogió entre sus brazos y le dio un beso profundo y lleno de promesas. Ella respondió con la misma emoción que él, acariciando su cuello y, cuando el beso terminó, se miraron durante unos segundos con una sonrisa en los labios, mientras recordaban la noche anterior. Él reaccionó primero, sintiendo su hambre.

—Siéntate, querida. Te traeré un café.

A pesar de que el alquiler del castillo incluía el servicio completo, ellos habían avisado a los sirvientes de que no los necesitarían ningún día durante el desayuno. Preferían servirse ellos mismos.

Gabrielle, que estaba especialmente favorecida esa mañana con un vestido de color marfil con diminutas flores en tonos verdes y rosas, le dio las gracias con un murmullo y, cuando él estaba cogiendo una taza, se fijó en el sobre que había sobre la mesa.

—¿Te ha escrito Fenton? —Killian maldijo internamente por haber dejado la carta a la vista. Aunque sabía que tenía que decírselo, le hubiera gustado que disfrutara más de la luna de miel que tanto había tardado en proporcionarle por culpa de su trabajo.

—Sí. —Le llevó el café con leche que tomaba todas las mañanas y se sentó ante ella. Gabrielle hizo un mohín como si él fuera un chico revoltoso.

—Gracias, mi amor —su tono era travieso—. ¿Voy a tener que interrogarte para que me lo cuentes? —Él sonrió, aunque sus ojos seguían serios.

—No —suspiró, decepcionado porque la realidad los hubiera alcanzado tan pronto—. Han asesinado a un ministro del Gobierno llamado Wilson Cox y a su familia, mientras estaban en Dublín. Tengo que volver. —Gabrielle se horrorizó.

—¿A su familia?

—Sí, a su mujer y a su hija —suspiró, afligido—. Una niña de doce años. —Gabrielle lo miró, suspicaz.

—¿Y por qué os han avisado a vosotros? ¿No debería encargarse la policía?

—Porque están seguros de que los asesinos no son humanos.

—¡Dios mío! —Killian afirmó con la cabeza observándola con detenimiento. Había llegado el momento de decirle la verdad.

—Sí, hay algo que no sabes sobre el asesinato de los padres de Amélie. —Gabrielle lo escuchaba atentamente—. No se produjo cuando unos ladrones entraron a robar en su casa, como se dijo oficialmente. Su padre fue un gran intelectual que estuvo toda su vida luchando por la unión entre humanos y vampiros. Por ese motivo, una sociedad secreta llamada La Hermandad intentó intimidarlo durante años, hasta que cumplieron sus amenazas. —Gabrielle puso su mano encima de la de él, intentando consolarlo, y Killian le dedicó una pequeña sonrisa antes de continuar:

—Cuando vimos lo que esos monstruos habían hecho con ellos, Kirby y yo, que por entonces trabajábamos juntos, juramos no parar hasta darles caza; y creímos que lo habíamos conseguido —se encogió de hombros—, pero, por los detalles de la carta de Fenton, parece que han vuelto.

—Pero ¿qué es lo que quieren? —Killian la miró, dudando. Su fuerte instinto de protección lo empujaba a no contarle nada más, pero Gabrielle había cambiado. Ahora era una velisha, una vampira fuerte y era muy importante, por su seguridad, que supiera la verdad.

—Gobernar el país. Para ello creen que deben extinguir a la mayoría de los humanos, al menos a los que se opongan a su autoridad. El resto pretenden convertirlos en sus esclavos.

—Pero… —Se había quedado pálida y titubeó sin saber qué decir. Era el primer gesto de inseguridad que la había visto hacer desde hacía meses. Se inclinó hacia ella y susurró, confiado:

—Querida, jamás permitiré que algo así ocurra —ella asintió con un suspiro.

—Lo siento, no sé por qué me he asustado tanto. ¿Conoces a los integrantes de esa… sociedad?

—No, pero come algo, ¿quieres que…? —Iba a levantarse para servirle algo de comer, pero ella se anticipó y se dirigió a la mesa que había junto a la pared, repleta con las fuentes del desayuno.

—Ya me sirvo yo, sigue contándomelo, por favor. —Killian se pasó la mano por el pelo y se reclinó en la silla.

—No sé mucho más. Si es la misma sociedad, el líder tiene que ser un vampiro muy antiguo —ella ya había aprendido que eso quería decir que era muy poderoso— y sus seguidores son asesinos entrenados, feroces y crueles.

—¿Cómo has dicho que se llama la sociedad?

—La Hermandad. El problema actual es que está empezando a extenderse entre la comunidad vampírica la idea de que somos superiores física y moralmente a los humanos, y que eso nos convierte en los legítimos dueños de la Tierra. Me avergüenza reconocer que una parte de mi especie, aunque pequeña, considera a los humanos solo un poco más evolucionados que los gorilas.

—¡Por Dios! ¡Nunca me lo habías dicho! —Estaba horrorizada. Hasta ese momento él le había ocultado ese tipo de cosas.

—No quería que te preocuparas innecesariamente, pero ahora es distinto; cuanto más sepas, mejor —hizo una mueca—, por supuesto, esta vez la versión oficial sobre los asesinatos vuelve a indicar que se trata de un robo, para que no cunda el pánico entre la población.

—¿Cuándo quieres que nos marchemos?

El sentido de la responsabilidad de Killian lo empujaba a volver enseguida a Dublín, pero su corazón enamorado deseaba quedarse en aquel paraje idílico el mes que habían planeado hacerlo, aunque sabía que tal cosa, después de la carta, era imposible. Su mujer, tan sabia como una Atenea moderna, le ahorró tener que hacer tan difícil elección. Se levantó después de dar un último sorbo al café y le dijo, con una gran sonrisa:

—Voy a decirle a la doncella que prepare nuestros baúles y, como hoy ya es muy tarde para que nos vayamos, aprovecharemos la mañana para visitar todo lo que podamos de los alrededores. Así tendremos un día más de vacaciones. —Se levantó, interrumpiendo su marcha, para retenerla un momento y darle un beso en la frente.

—Gracias, te lo compensaré —murmuró en el nacimiento de su pelo. Ella lo miró significativamente y se marchó con un revuelo de su vestido.

Killian, entonces, se sentó y comenzó a planificar los siguientes pasos que daría en cuanto volvieran a Dublín.

Dos días antes

Strongbow Abbey

Condado de Galway, Irlanda

Gale cerró la puerta de su despacho y observó a los cuatro vampiros sentados alrededor de la mesa redonda que Brianna solía utilizar para abrir su correspondencia. Los cinco, en ocasiones acompañados por algún amigo más, llevaban décadas reuniéndose con un fin muy concreto: buscar la paz y la prosperidad para hombres y vampiros en Irlanda.

Tomó asiento y paseó la mirada entre los cuatro rostros que conocía tan bien como el suyo, recordando por qué la presencia de todos ellos era imprescindible:

Burke Kavannagh: presidía numerosas compañías de distinta naturaleza que había creado de la nada, aunque la más importante era la naviera Wild Ocean, propietaria de varios trasatlánticos especializados en transportar pasajeros al continente americano. Era hermano de Jake Kavannagh, que trabajaba a las órdenes de Killian Gallagher en La Brigada, y al igual que su hermano era un pelirrojo con poco aguante y mucho carácter. Debido al color de su pelo se rumoreaba que, cuando era joven, el peor insulto que se le podía dedicar era llamarle zanahoria y que eso era suficiente para que se peleara con cualquiera; con la edad, parecía haberse tranquilizado un poco y solía limitarse a contemplar con sus acerados ojos verdes a su contrincante prometiéndole, silenciosamente, una venganza de otro tipo, quizás más cruel que usar los puños. Mientras esperaba, estaba desenvolviendo un habano que había sacado de una caja que le había traído uno de sus capitanes, después de ofrecérselos a cada uno de los presentes.

James Mackenna: a Mackenna solo le importaba su periódico, no ambicionaba nada más. Se decía que ni siquiera aspiraba a casarse para que ninguna mujer lo estorbara en su trabajo, aunque solía vérsele muy bien acompañado, pero siempre por vampiras porque consideraba que le darían menos problemas cuando cortara la relación, que si saliera con una humana.

Niall Collins: actual conde de Sheffield, noble de nacimiento y empresario por obligación. Había heredado de su padre una hacienda empobrecida e hipotecada que se había esforzado en sacar adelante, hasta que había conseguido convertirla en unas de las tierras más fértiles de toda Gales. Su aspecto era el más llamativo de todos los presentes y uno de los motivos de que no frecuentara la vida social. Era albino, tenía el pelo casi blanco y los ojos con un tono que variaba entre un bronce rojizo cuando estaba tranquilo y un rojo ardiente cuando se irritaba. Su color de ojos bastaba para poner nervioso a cualquiera que no lo conociera.

Stuart «Dagger» Byrne: no se sabía cómo había llegado a ser merecedor de semejante mote y tampoco nadie se había atrevido a preguntárselo. Fue militar durante décadas y llegó al rango de coronel, que era el nombre por el que solían llamarle sus amigos, incluyendo a Niall Collins al que había conocido cuando coincidieron en el mismo internado.

Los cuatro miraban al anfitrión con distintos grados de preocupación cuando se sentó presidiendo la mesa, pero el único que se animó a decir algo fue Burke Kavannagh. El pelirrojo ya había encendido su puro y lo observaba fijamente a través del humo.

—Gale, en circunstancias normales estaría encantado de disfrutar de tu hospitalidad, pero he dejado a los miembros de la junta de la naviera plantados por algo que, según tú, era sumamente urgente. Al menos, me gustaría conocer el motivo por el que he sido tan maleducado.

A pesar de que muchas veces parecía un prepotente y un bocazas, Burke solía ser el más comprometido con la causa que los unía, por eso no hizo caso de su tono desafiante.

—Hace dos días ocurrió algo en Dublín acerca de lo que tenemos que hablar. —Rememoró la carta que le había enviado Fenton y decidió que, por muchas vueltas que diera, el suceso sería igual de horripilante sin importar las palabras que utilizara—. Como sabéis, mi hermano Fenton se ha quedado a cargo de La Brigada mientras Killian está de luna de miel —todos aseguraron que ya lo sabían— y me ha escrito para decirme que, anteayer, el comisario de policía de Dublín le comunicó que habían asesinado a Wilson Cox en su casa. —Burke se apartó el puro de la boca y se quedó mirándolo, repentinamente serio, pero Gale continuó para que conocieran todos los hechos—: No solo a él, también a su mujer y a su hija, una niña de doce años. —En la expresión de furia de Gale se advertía con claridad lo que le gustaría hacer a los responsables.

—Es horrible y estoy seguro de que todos desearíamos que no hubiera ocurrido, pero no entiendo qué tiene que ver eso con nosotros.

—Niall, los asesinos son de los nuestros.

Se hizo un silencio repentino en el despacho, roto solo por el sonido de un pájaro que trinaba en el jardín, y por la conversación de dos jardineros que estaban discutiendo acerca del tipo de estiércol que sería mejor para las rosas. Gale se levantó para cerrar el ventanal que había junto a la mesa y luego se dirigió a una mesita redonda que estaba detrás de ellos, en un rincón de la habitación, donde siempre tenía un botellón de whisky y algunos vasos. Ya que era su principal negocio, en su casa nunca faltaba el licor que él fabricaba.

—¿Queréis algo para beber? Yo necesito una copa.

—A mí también me vendría bien un trago —las palabras de Dagger Byrne, que solía ser el más tranquilo, sorprendieron a todos—. Yo conocía a la familia, ¿están seguros de que los asesinos eran vampiros? —Gale contestó con voz deliberadamente monótona:

—Los cuerpos estaban secos —era la dura expresión que utilizaban entre ellos para no tener que explicar que les habían chupado toda la sangre.

—¿El de la niña también?

—Sí —después de su concisa contestación, Gale escanció un poco de whisky a cada uno y se bebió su copa de golpe; luego, volvió a sentarse con gesto consternado y pensativo.

Dagger sintió la necesidad de explicarse:

—Un sobrino de Annabelle, la mujer de Wilson Cox, está en mi antiguo regimiento y necesitaban un favor. —Sacudió la mano para que no le dieran importancia—. El chico había hecho una idiotez una noche que llevaba una copa de más e iba a pasarse meses en un calabozo, a menos que alguien hablara por él ante su sargento.

—Ahora vas a tener que contarnos qué hizo ese muchacho. —Dagger sonrió, distraído, sin contestar; él mejor que nadie conocía la curiosidad de Niall, pero Gale los interrumpió; sabía que podían tirarse horas así, una vez que habían empezado.

—Señores, centrémonos. Esto es muy serio.

—Desde luego, yo pensaba que nos habías llamado para hablar sobre el club Enigma y la búsqueda de los Eruditos…, todo esto me ha sorprendido mucho. ¿Por eso no está aquí Cian Connolly? —Gale miró a Mackenna con los ojos entrecerrados, intuyendo que tenía algún motivo importante para querer ver a Cian.

—No, Cian dijo que tenía algo muy importante que hacer, pero que le comunicáramos si necesitamos algo de él. —James sonrió, decidido. Gracias a su periódico era el que mejor informado estaba de todo el grupo.

—¿Eso que tiene que hacer tan importante no tendrá algo que ver con la sobrina de Killian? Creo que es una jovencita encantadora… —Las risitas y carraspeos que se oyeron pusieron de los nervios a Gale, que se puso furioso.

—¡Ya está bien!, ¡estamos hablando del asesinato de un matrimonio joven y de su hija, una niña de doce años! —Se inclinó hacia delante en la silla, su melena rubia se encrespó y sus ojos negros se volvieron rojizos a causa de la cólera; además, sus colmillos pugnaban por salir de sus fundas, pero se calmó al ver el repentino arrepentimiento en la cara de Mackenna.

—Perdona, Gale. Eso ha estado totalmente fuera de lugar, pero ya sabes… —Gale colocó frente a él la palma de su mano derecha para que no siguiera. Sabía que esa era la manera que tenía su amigo de hacer frente a las malas noticias.

—Sí, lo sé, olvídalo. Olvidémoslo todos y volvamos al tema. ¿Qué se os ocurre que podemos hacer? No sé cuánto tardará en volver Killian, ni siquiera sé si lo hará pronto y en una situación como esta no podemos estar sin magistrado. En cuanto a La Brigada, Fenton dice que él puede hacerse cargo de todo, hasta que vuelva.

El mismo Mackenna fue el que les dio la solución:

—Llamemos a Kirby Richards. Por lo que he oído es tan competente como Killian, como magistrado de la zona sur y, además, es un buen amigo suyo. Estoy seguro de que nos ayudará —Gale asintió, después de pensarlo durante unos segundos.

—Por mí está bien, ¿qué opináis? —Los demás estuvieron de acuerdo—. No lo conozco, pero le escribiré en cuanto terminemos, aunque es posible que ponga algún problema. He oído que es algo excéntrico. —Burke rio por lo bajo al escucharlo y le contestó:

—Sí que lo es, te lo aseguro. Si os parece bien, yo iré a hablar con él. Somos amigos desde hace décadas.

—Claro, gracias. ¿Cuándo irás?

—En cuanto terminemos, saldré hacia a su casa. Vive en Cork. —Gale suspiró, más tranquilo.

—De acuerdo, pues si ninguno tiene nada que añadir… —Al ver que nadie decía nada, Gale dio por terminada la reunión y poco después se quedó solo en el despacho, sintiendo un extraño cosquilleo en la nuca.

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