Cian

Cian


CINCO

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CINCO

El maestro chino vivía en un pequeño apartamento en el sótano, donde también estaba la sala de entrenamiento, a pesar de eso, casi no se notaba que residía en el mismo edificio que ellos; él mismo se lavaba su ropa y se encargaba de su comida porque, entre otras cosas, se alimentaba casi exclusivamente de fruta y verduras. No comía nada de origen animal porque iba en contra de sus creencias.

Se dirigieron a la pequeña sala que utilizaban para entrenar y Amélie se colocó en el centro, realizando los ejercicios de calentamiento que tenía que hacer antes de empezar. Aunque la finalidad de las clases al principio fue que supiera defenderse, a Amélie le había gustado tanto el kung-fu, que quiso aprender también los principios filosóficos en los que estaba basada este arte marcial, aunque Lee le había dicho que muy pocos conseguían entenderlos.

Su maestro era un hombre muy pequeño, Amélie le sacaba una cabeza, también era enjuto y tenía el pelo y la barba muy blancos. Debía de ser muy anciano, ya que también tenía la piel muy arrugada; siempre iba vestido de negro con pantalones holgados y chaquetas de raso atadas con cordoncillos, y llevaba el pelo recogido en una coleta. Además, calzaba unas zapatillas de tela muy suaves que también le hacía ponerse a Amélie para entrenar, al igual que tenía que llevar pantalones y chaqueta. Sus ojos eran rasgados y oscuros, y su cara nunca dejaba ver sus pensamientos.

Después del calentamiento, Amélie se mantuvo quieta, esperando. Sabía que una de las cosas más importantes que le quedaban por aprender, era esperar lo inesperado, por eso su ataque no la pilló completamente por sorpresa; a pesar de eso, le costó rechazarlo, ya que Lee era increíblemente ágil y conseguía elevarse tanto en el aire y de forma tan rápida que era difícil seguirlo. Para protegerse mejor, la segunda vez optó por utilizar la posición del jinete, pero enseguida se dio cuenta de que fue un error al caer al suelo desplomada por una patada lateral de Lee. Se levantó de un salto e intentó atacar, pero él la rechazó con la posición de las siete estrellas. El bufido enfadado de su profesor y que se alejara de ella sin intención de continuar con la lucha, le dijo suficiente. Se ruborizó, avergonzada por lo ocurrido, sabiendo que tenía razón al estar enfadado. Lee era muy exigente en sus clases, pero solo cuando sabía que podía serlo y la mente de Amélie no estaba en el entrenamiento. Esperó la escueta regañina de su maestro y no la decepcionó. Lo peor era que en esta ocasión, lo que no le había ocurrido nunca que ella recordara, también parecía dolido por su actitud.

—Siéntate. —Obedeció al instante, haciéndolo con las piernas cruzadas, como le había enseñado, y él se dejó caer suavemente frente a ella, a un metro aproximadamente y en la misma posición—. Tu cuerpo está aquí, pero tu espíritu no. Para aprender kung-fu debes entrenar duro con todo tu cuerpo, además de conocer las posturas tan bien que fluyan de ti sin tener que pensarlas; pero nada de eso importa si estás distraída y no respiras bien; recuerda que la respiración es un puente entre la mente y el cuerpo, y una fuente de energía tan importante como la comida.

Lee se mantuvo inmóvil como una estatua, respirando tan lentamente que no parecía hacerlo y mirándola fijamente como si fuera un acertijo de los que tanto le gustaban. Ella se mantuvo callada bajo su mirada, esperando a que terminara antes de poder hablar. Era el respeto que se le debía a un buen maestro.

—No sé qué te ocurre, pero tienes que solucionarlo antes de volver a venir. No quiero que pierdas tu tiempo y el mío. —Su decepción era visible y, dolida, se atrevió a susurrar:

—Lo siento. —Era reacia a seguir, pero el anciano pareció adivinar lo que ella callaba.

—¿Qué ocurre, pequeña ardilla? —Hacía mucho tiempo que no la llamaba así. Desde que había dejado de ser una adolescente larguirucha y delgada, insegura y algo apocada. Amélie bajó la mirada decidida a no llorar. Ella no era así, no lloraba a la primera de cambio, al contrario. Por eso cerró los ojos y respiró, como Lee le había enseñado. El movimiento que sintió junto a su brazo derecho le informó de que el anciano se había acercado un poco a ella. Se quedó sentado a su lado, esperando, y ella sabía que estaría así las horas que fueran necesarias. Eso la decidió.

—Hace dos años, conocí a un hombre. —Ella misma estaba sorprendida de que Lee fuera el primero al que se lo estuviera contando. Esperaba que dijera algo, pero no lo hizo y continuó—: Y, bueno... me atrae… mucho, creo que podría enamorarme de él, por eso decidí dejar de verlo. —Se mordió el labio por dentro para no seguir hablando. Estaba muy cerca de mostrarse tan patética como se sentía.

—¿Sabes por qué me recuerdas a una ardilla? —sus palabras la sorprendieron y lo miró pensando qué tenía eso que ver con lo que le había dicho. Pero esperaría porque, cuando Lee parecía desvariar más, al final todo tenía sentido.

—No, aunque te lo he preguntado varias veces, nunca has querido explicármelo.

—Cuando te conocí me recordaste a una ardilla, lista y curiosa, aunque estabas muy asustada. Killian tenía razón al creer que el kung-fu podía ayudarte, pero lo que intento enseñarte no es a ser la mejor en una pelea, sino a que encuentres la armonía entre tu cuerpo, mente y espíritu, ese es el camino del guerrero. No existe traducción en tu idioma para esta forma de vida, pero si buscara una, no sería la que dais vosotros: una mezcla de artes marciales de más de dos mil años —se burló con una pequeña sonrisa—, para mí, el kung-fu es un arte y mucho más. Pero lo que significa para ti será distinto porque nuestro camino no es el mismo —suspiró al ver su cara—. No puedo andar tu camino por ti, ardilla, ni sería justo que lo hiciera. Solo puedo decirte que «un hombre con coraje exterior se atreve a morir, pero un hombre con coraje interior, se atreve a vivir».

—Lao Tse. —Reconoció la cita por los libros taoístas que había leído—. ¿Quieres decir que me deje llevar por lo que siento?

—Si no tienes paciencia para esperar a que el barro se asiente y el agua se aclare, sí. Ir en contra de tu corazón hace que derroches tu energía en una lucha interior que no podrás ganar. Recuerda cómo actúa el agua. Primera lección. —Ella entornó los ojos, recordando.

—Debo realizar la acción sin esfuerzo, gastando poca energía, como el agua. Si me muevo con fluidez como el agua, desgastando la roca poco a poco, seré capaz de destruirla.

Lee asintió lentamente, y entonces, inexplicablemente, al ver cómo la punta de su larga y algodonosa barba blanca rozaba su pecho al inclinar la cabeza, Amélie se sintió un poco mejor. Tenía razón, había olvidado que lo más importante de todo era adaptarse, pero debía aplicarlo correctamente a su situación.

—Tengo que pensar.

—No mucho, ardilla. Mejor no pienses tanto —contestó con un movimiento negativo de la cabeza, como si pensara que ese era su principal problema.

Conteniendo una carcajada, se levantó, despidiéndose de él respetuosamente y se marchó sintiéndose más ligera. No se había dado cuenta de cuánto había echado de menos que la llamara ardilla.

Poco después, recibía una nota de Cian en la que le pedía que acudiera esa tarde a La Posada del Rey, un parque que estaba a medio camino entre su casa y el club Enigma. Tardaría cinco minutos escasos andando, por eso decidió ir hasta allí sola y no coger el carruaje. Se escabulló un poco después de tomar el té con Sarah, a la que le dijo que iba a la biblioteca a seguir leyendo un libro que estaba muy interesante. James, el mayordomo de Killian, fue el único que la vio salir y, a pesar de su edad, fue increíblemente rápido para llegar antes que ella a la puerta, ante la que se colocó. Ella arqueó una ceja y explicó:

—Volveré dentro de un rato, James. —Él seguía sin moverse, como si no hubiera escuchado nada y ella apoyó la mano en el picaporte tozudamente, pero el mayordomo parecía haberse quedado paralizado de repente—. James, tengo que salir —insistió.

—Creía que ibas a leer en la biblioteca. —Ensayó con él su mirada más fulminante, pero no pareció afectarle lo más mínimo—. Me temo que tendrás que ensayar ese gesto, no asusta tanto como cuando lo hace Killian. —Era demasiado listo y, que la conociera desde pequeña no ayudaba, claro. Decidió ser sincera porque no quería llegar tarde; además, sabía que estaba siguiendo las órdenes de Killian de protegerla.

—He quedado con Cian Connolly y tengo que ir sola.

—Por supuesto. Te agradezco que me informes de tus planes, aunque no tienes ninguna obligación de hacerlo —carraspeó como si se sintiera incómodo, aunque ella sabía que era mentira. Tendría que haber sido actor—. Imagino que una… reunión como esa tendrá una duración de ¿una hora?

—James, no sé cuánto tardaré, pero no creo que sea demasiado —él asintió solemnemente, reconociendo dónde estaba su límite y se apartó con elegancia.

—Por supuesto, señorita, que lo pase bien. —Ella puso los ojos en blanco ante la desfachatez del hombre, pero no podía perder tiempo discutiendo. Cuando consiguió salir, se dio cuenta de que llevaba la hora justa para llegar al estanque de los patos, donde Cian la había citado, siempre y cuando se diera prisa.

La esperaba fumando y observando el camino por el que Amélie llegaría; afortunadamente ella, en la curva anterior antes de que pudiera verla, había dejado de correr; a pesar de eso, cuando llegó a su lado estaba casi sin respiración.

—Hola. —Se pasó la mano por la frente, estaba sudando. Él tiró el cigarro y la observó con curiosidad.

—¿Por qué has venido corriendo?

—James no me dejaba salir. Se me ha hecho tarde y era más rápido venir andando que coger el carruaje. —Por algún motivo sus palabras no le gustaron.

—¿Quién es James? —Ella puso los ojos en blanco.

—El mayordomo. ¿Nos sentamos? —Prefería no hablar a la vista de todo el mundo—. Hay un banco un poco más allá bastante discreto. —Él la siguió con el ceño fruncido.

—¿Por qué consientes que un mayordomo te controle? Además, no debes salir sola de casa. Luego te acompañaré y hablaré con él.

—No. —Se sentó en el banco y él hizo lo mismo, a su lado—. James no es un mayordomo cualquiera, colaboró con Killian en La Brigada. Fue detective de policía y cuando se jubiló, comenzó a trabajar con Killian. Es de la familia.

—Comprendo. —Él también consideraba a Devan de su familia. Amélie, que había conseguido empezar a respirar normalmente, se dio cuenta de que las aletas de la nariz de Cian se movían igual que las de los caballos de carreras antes de una competición, como si estuviera muy nervioso. Antes de que se diera cuenta se había inclinado hacia ella para robarle un beso, corto, pero intenso que la dejó sorprendida y queriendo más—. ¿Qué te pasa? —le susurró.

—Es tu olor, no puedo controlarme. No sé qué es, pero… —Movió la cabeza incapaz de explicar algo que él mismo no entendía. Amélie sintió cómo se ruborizaba y se miró las manos, confundida.

—Bueno… querías que habláramos, ¿no? —Él sonrió irónicamente al comprobar que ella era más capaz que él de mantener la cabeza fría, e intentó «enfriar» su ánimo.

—Sí, tenía que habértelo dicho ayer, en realidad para eso fui a la fiesta, pero… bueno, ya sabes lo que pasó. Ha ocurrido algo que tengo que contarte: hace dos días asesinaron a Wilson Cox y a su familia.

—¿El ministro? —el susurro asustado de ella le dijo que era consciente de lo preocupante de la noticia.

—Sí.

—No he leído nada en la prensa.

—Mañana saldrá en los periódicos, aunque creo que la versión oficial es que fueron unos ladrones.

—¿Y no es así? —El miedo que vio en su mirada le preocupó.

—No, fue un grupo de vampiros, aunque Fenton me ha dicho que todavía no tienen pistas. —Ella se volvió a mirar hacia el lago, repentinamente pálida y murmuró para sí misma:

—Tengo que hablar con él para que me diga lo que sabe.

—Vino al club y le dije que yo te lo contaría; los dos estuvimos de acuerdo en que, de ahora en adelante, tienes que ir acompañada a todos lados. —La mirada de Amélie se volvió suspicaz.

—¿Qué le has dicho? —Cian se quedó rígido, ofendido por la insinuación.

—Solo que iba a verte y que me encargaría de hablar contigo.

—Ya. Creo que iré a verlo para que me lo cuente todo. —Detestaba la sospecha que había aparecido en su mente y esperaba que no fuera cierta.

—No quiero que te mezcles en los asuntos de La Brigada —ordenó. Se quedó atónita porque se atreviera a decirle algo así.

—Pues es una pena —la boca de Amélie se torció en una mueca sarcástica—, porque voy a hacer lo que yo quiera.

—No —insistió.

Ella se levantó, dispuesta a marcharse, pero Cian, agarrándola por el brazo, la forzó a sentarse de nuevo. Amélie abrió la boca para decirle cuatro cosas, pero él se le adelantó:

—Te lo prohíbo y, si no me haces caso, te llevaré a mi casa y te dejaré encerrada hasta que vuelva Killian y sea él el que se asegure de tu protección. Y no es una broma. —Aún la tenía cogida del brazo y un vistazo a sus ojos que estaban cogiendo un inconfundible tono rojizo, le dijo que en ese momento era imposible discutir racionalmente con él. Olvidándose de la decisión que había tomado después de hablar con Lee, se revolvió hasta que consiguió que le soltara el brazo y se levantó:

—¿Eso era todo lo que tenías que decirme? —Él también se puso en pie.

—No, siéntate de nuevo —haciendo un esfuerzo terminó con un—: Por favor.

—Lo siento, pero tengo que volver a casa.

—Te acompaño.

—No es necesario.

—Vamos. —Sin hacerle caso, cogió la mano derecha femenina y la colocó sobre su brazo y comenzaron a caminar juntos, rodeados por un tenso silencio, hasta llegar a la casa de Killian y Gabrielle, con quienes ella vivía. Él esperó hasta que abrieron la puerta, y antes de darse la vuelta, ordenó—: Lo he dicho en serio, Amélie. Son muy peligrosos. No te atrevas a salir sola. —Dándose la vuelta, se marchó y ella entró en la casa con ganas de estrangular a alguien. James, que había sido testigo de todo, ocultó una sonrisa mientras cerraba la puerta.

—Espero que haya sido un paseo agradable.

—No estoy para bromitas, James. —Subió la escalera muy enfadada, decidida a no volver a quedar con él nunca más.

La sonrisa de James afloró cuando ella no pudo verlo. Más tarde hablaría con Lee sobre lo que acababa de presenciar. Sabía que el maestro se quedaría más tranquilo al conocer quién era el que provocaba que la muchacha, últimamente, estuviera tan distraída. Los dos estaban preocupados por ella y solían hablarlo algunas tardes cuando se reunían para tomar una taza de té.

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