Chris

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—¡Christine Parker!

Bárbara Clark ahogó su grito de asombro colocando los dedos sobre los labios. Permaneció en el umbral de la puerta, paralizada, con la boca abierta y las rubias guedejas cayendo en desorden en torno a su bonito rostro sin maquillaje. Chris la miró de hito en hito. Aún estaba a tiempo de echar a correr y perderse por las escaleras. Pero la mirada sorprendida de Bárbara, bajo los párpados aún hinchados por el sueño, parecía mostrar un matiz amistoso. La chica decidió arriesgarse:

—¿Puedo pasar? —preguntó.

La mujer se hizo a un lado y abrió totalmente la puerta. Chris respiró hondo. Dio dos pasos, se detuvo un instante en el umbral y luego entró en el apartamento, bañado por la claridad de la mañana. Oyó el ruido del picaporte girando sobre sí mismo e imaginó a Bárbara apoyándose de espaldas contra la puerta cerrada. Pero no se volvió. Contempló con aprobación la informal calidez de la sala, decorada con objetos artesanales y recuerdos de viaje. Había un cómodo tresillo de estilo rústico, y del otro lado, junto a la ventana luminosa, un sector acondicionado como lugar de trabajo: estantes repletos de libros; una mesa escritorio con más libros, papeles, una máquina de escribir y un cenicero lleno de colillas. De una manera vaga e imprecisa, Chris sintió que envidiaba profundamente el estilo de vida independiente, atareado y libre que aquel lugar parecía sugerir. Sonrió para sus adentros al recordar que las chicas solían comentar que «mamá» Bárbara debía meterse en una especie de sarcófago cuando terminaba sus clases en el reformatorio. Aquel sitio no era por cierto un sarcófago, y a Chris no le hubiera extrañado encontrar a un apuesto profesor de psicología durmiendo desnudo en el cuarto contiguo.

—Está todo un poco revuelto. Anoche trabajé hasta muy tarde —explicó Bárbara, como un ama de casa cogida en falta.

—Es un piso muy bonito —comentó la joven, contemplando un sarape mexicano que cubría una de las paredes. El recuerdo de Tom formó un pequeño nudo en su garganta.

Bárbara tomó asiento en uno de los sillones. Su bata de dormir se deslizó, dejando ver sus bien torneadas piernas. «Tiene una excelente figura para su edad —pensó Chris—; ya debe de estar cerca de los treinta». Con gesto cordial, la maestra le indicó el otro sillón.

—Bien; tenemos mucho que hablar, Chris —suspiró—. Esta vez te has metido en un lío muy difícil.

—Así parece —admitió la joven, desplomándose sobre el mullido asiento de tela—; aún no logro comprender cómo sucedió todo.

La mujer se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.

—Ya tendrás tiempo de explicármelo —dijo en tono comprensivo—. Lo importante es que has decidido volver y ponerte en manos de la ley.

Chris levantó de súbito la cabeza y todo su cuerpo se puso tenso. Sus ojos brillaron en el contraluz con una mezcla de desafío y temor.

—Yo no he venido a entregarme —afirmó.

—Pensé que… al venir aquí… —balbució Bárbara desconcertada.

—Sólo deseo hablar contigo. No tengo a nadie más.

La mujer se mordió los labios e hizo un esfuerzo para recobrarse. Su cabeza esbozó un gesto de asentimiento.

—Comprendo —dijo, poniéndose de pie—. ¿Quieres una taza de café?

—Ya he desayunado.

—Pues yo todavía no; así que prepararé un poco. —Bárbara se dirigió a la cocina, separada del living por un arco rectangular—. Creo que voy a necesitarlo.

Chris permaneció sentada, mordisqueándose el pulgar. La cosa no iba bien. Aquella mujer le tenía afecto, pero su solidaridad estaba condicionada a que ella fuera una «buena chica», apta para ser redimida según sus propios moldes. O sea, pasando por el juez y el reformatorio. «Chantal tenía razón —pensó Chris, mientras la otra se atareaba en la cocina—. Fui una tonta al no aceptar aquel trabajo». Pero ahora estaba allí y era inútil lamentarse. Comenzó a pensar la forma más conveniente de exponer su plan a Bárbara. Ésta le sonreía, mientras colocaba dos tazas y una azucarera sobre la mesita.

—¿Me acompañarás? —preguntó—. Puedo prepararte unos huevos.

La chica se encogió de hombros. Luego se incorporó y fue a sentarse en una de las banquetas, junto a la mesa.

—Tomaré sólo café —dijo.

La mujer asintió sin dejar de sonreír y regresó con la cafetera humeante. Sirvió las dos tazas hasta el borde y acercó una caja de galletas de queso. Tomó una y comenzó a masticarla mecánicamente, con la mirada clavada en Chris.

—Bien, ¿qué fue lo que ocurrió realmente? —preguntó.

Chris la observó con desconfianza, ocultándose detrás de la taza.

—¿Qué te contaron?

Bárbara se apartó un mechón de cabellos de la cara. Su expresión se ensombreció y su voz sonó con cierta dureza.

—Hay una seria acusación contra ti —anunció—. En ausencia de tus tutores, destruiste importantes documentos y huiste llevándote quinientos dólares.

—Cincuenta —puntualizó Chris.

Bárbara siguió hablando:

—Hace ya dos días que eres fugitiva de la justicia, y cada hora que pasa tu situación se hace más grave.

Chris alzó los hombros e hizo un gesto despectivo.

—Pasarán muchas más. No pienso entregarme.

Bárbara, inquieta, dio un golpe con el puño sobre la mesa.

—¡Demonios, Chris —exclamó—, deja ya de comportarte como una chiquilla malcriada! ¿No comprendes la gravedad de lo que has hecho? —La maestra apartó la taza de café y apoyó los dedos en las sienes, haciendo un esfuerzo para serenarse—. Aparte del daño que has causado a los Johnson, estabas bajo custodia de nuestra escuela —dijo. Luego su voz se hizo áspera—: ¡Aprovechaste una situación de privilegio, y eso es aún más grave que si te hubieras escapado directamente del reformatorio!

Chris permaneció en silencio, ordenando meticulosamente una hilera de galletas de queso frente a su plato. Los ruidos de la calle llegaban desde la ventana entreabierta, amortiguados y lejanos. Bárbara, con gesto nervioso, bebió su resto de café, que estaba ya frío.

—Tuve mis razones —murmuró la joven.

La maestra meneó la cabeza y sus labios formaron un rictus de amargura.

—Óyeme, Chris —dijo con inusitada suavidad—; acepto que nuestro «pesebre», como vosotras lo llamáis, puede no ser el sitio ideal para recuperar a una joven que ha perdido el rumbo. También entiendo que es posible que los Johnson no hayan comprendido tu situación, y quizá pueden haberte humillado o insultado. Sé que esas cosas ocurren y son desagradables. Pero hay otras formas de…

—¡Johnson es un sucio mentiroso! —escupió Chris, poniéndose de pie y yendo hacia la sala.

A Bárbara le pareció advertir una convulsión en los hombros de la joven, como si ahogara un sollozo. Se pasó la lengua por los labios y se incorporó lentamente. Carraspeó para alejar la emoción de su garganta e intentó que su voz sonara neutra:

—¿Intentas decirme que lo del robo y la fuga no es verdad?

De espaldas a ella, recortada por el sol intenso que quemaba los cristales, la cabeza de Chris se echó hacia atrás y la joven emitió un sonido gutural. Podía ser un nuevo sollozo o quizás el comienzo de una risa, sofocada por sus palabras:

—¡Oh, ya lo creo que es verdad! —proclamó con voz tensa—. ¡Deberías haber visto cómo quedó aquel condenado cuarto de trabajo! —Chris se volvió sobre sí misma. Sus ojos húmedos y doloridos se encararon a su antigua maestra—. Sólo que ese cerdo de Buster olvidó mencionar un pequeño detalle…

—¿Cuál? —preguntó Bárbara, deseando no hacerlo.

—Su propia participación en toda la historia.

—¿Su participación…? Tú estabas sola en la casa.

La cabeza de Chris negó con vehemencia. Su cabello se agitó en el aire y luego le cayó sobre la cara, mientras se echaba a temblar como si fuera presa de un ataque epiléptico.

—¡No es verdad! —gritó—. ¡Él estaba conmigo! —se dejó caer sobre el sofá. Sus dedos aferraron el tapizado, procurando detener el involuntario estremecimiento que sacudía su cuerpo. Más tranquila, respiró profundamente antes de proseguir su relato—: Eileen llevó a Charlie al aeropuerto. Inmediatamente, Buster subió a mi cuarto, buscando conversación. Había bebido bastante y pretendió arrebatarme la navaja que me había regalado Charlie. Yo me resistí y entonces comenzó a golpearme e insultarme; me arrojó sobre la cama y me sometió…

—¿Quieres decir que abusó de ti? —preguntó Bárbara con un hilo de voz.

—Quiero decir que me violó.

La dura palabra llenó todo el cuarto como un aire pesado. Bárbara, visiblemente tensa, fue hasta el escritorio y tomó un cigarrillo. Al encenderlo, sus manos temblaban. Chris escrutó con ansiedad el rostro de la mujer.

—No me crees, ¿verdad?

—No sé qué pensar, Chris. —Bárbara dejó escapar una fina cinta de humo entre sus labios apretados—. Si lo que dices es cierto, ello cambia toda la situación.

—¿Me dejarían en libertad?

—Tal vez no. Pero sería un atenuante fundamental.

La mujer miró los tejados grises, sembrados de antenas de televisión, a través de la ventana. Su lucha interior era evidente, y Chris sintió que tenía que inclinar la balanza a su favor.

—Tú me conoces, Bárbara —dijo con voz pausada—. Sabes que yo no hubiera huido de aquella casa si no hubiera tenido un motivo tan terrible como ése.

—Es posible —dijo Bárbara, dubitativa—. También sé que ya una vez acusaste a alguien injustamente, para librarte del castigo.

—¿Te refieres a Lasko?

Bárbara asintió. Chris abrió los brazos con impotencia y lanzó un hondo suspiro.

—Pues esta vez es verdad —musitó.

—Es tu palabra contra la de Johnson.

—¡Claro! —La joven le dirigió una mirada encendida y rabiosa—. ¡Y vosotros siempre preferiréis creerle a él! Yo estoy del otro lado de la alambrada.

La maestra acusó el impacto. Instintivamente, dio unos pasos hacia Chris y acarició con la punta de los dedos la cabeza gacha y rígida de la joven.

—Se hace difícil creerte, Chris. Sobre todo tres días después. Si ese hombre se comportó como tú dices, ¿por qué no acudiste inmediatamente a la policía, o a mí, como lo haces ahora?

Chris volvió la cabeza sobre su hombro, desprendiéndose de la caricia de la mujer y observándola con frío rencor.

—Tú nunca fuiste violada, ¿verdad, Bárbara?

La maestra abrió desmesuradamente los ojos, parpadeó varias veces y su espalda se puso tiesa.

—No… —balbució—, por supuesto que no…

—Después de algo así, una sólo piensa en huir…, o en vengarse —dijo Chris con voz ronca. Extrajo la navaja del bolsillo y se la mostró a la mujer, sosteniéndola entre el pulgar y el índice—. Estuve a punto de matarlo, con esto. Quizá debí hacerlo.

Arrojó el arma sobre el sillón que tenía frente a sí, y permaneció callada y pensativa. Bárbara sintió un ramalazo de ternura y piedad hacia la chica, pero no se atrevió a acariciarla nuevamente.

—Tú no eres una asesina, Chris —dijo.

—Nadie es nada, mientras las cosas no suceden —respondió la joven con pesadumbre—. Johnson no es un violador, yo no soy una ladrona, tú no eres una soplona. Pero él me forzó y me molió a golpes, yo le robé cincuenta dólares, y tú me vas a denunciar a mí a la policía. —Chris ensayó una sonrisa triste—. ¿O es que no estás pensando en hacerlo?

—Lo haré, si tú estás de acuerdo.

—Nunca lograrás convencerme, Bárbara. No soy tan estúpida.

—Te atraparán, tarde o temprano.

—Tal vez no, si tú me ayudas.

Bárbara Clark miró fijamente a su exdiscípula. Sus ojos inteligentes brillaron con una chispa divertida.

—¿Me estás proponiendo que sea tu cómplice?

Chris se deslizó hasta el borde del sofá y elevó el rostro hacia Bárbara, con expresión decidida y al mismo tiempo suplicante.

—Sólo te propongo un acuerdo —dijo—. Estoy dispuesta a firmar una confesión sobre los destrozos, los dólares y esas cosas. Pero también haré una descripción detallada de lo que Buster me hizo aquella noche. —Chris aferró la bata de su maestra—. Tú llevarás ambas cosas al juez y él sabrá a qué atenerse. Charlie Johnson puede testificar que su tío Buster se quedó en la casa aquella noche. Quizá también Stella haya oído algo.

—Suena razonable —concedió Bárbara—. ¿Qué harás tú mientras tanto?

—Iré a México a buscar a Tom. Aquí entras tú nuevamente. —La chica frunció el entrecejo y se echó sobre el respaldo del sofá—. Necesito que me prestes dinero para el viaje; creo que alcanzará con trescientos dólares.

La mujer sonrió y meneó la cabeza como si no pudiera creer lo que oía.

—Estás completamente loca —afirmó.

—Regresaré aquí con mi hermano en menos de una semana. Me presentaré y acataré la decisión del juez, cualquiera que ésta sea. —La voz de Chris tomó un tono desesperado—: Ayúdame, Bárbara; ¡tengo derecho a intentarlo! Tom tiene ahora un buen trabajo en México. Él podrá pagar los daños y devolverte tu pasta, ¡te lo juro!

Bárbara se sentó junto a la joven y tomó una de sus manos entre las de ella.

—No se trata del dinero, Chris. Es que todo tu plan es un delirio. ¿Cómo lo harías para llegar a México? Eres prófuga de la justicia y ni siquiera tienes pasaporte.

—Hay maneras… —sugirió Chris.

—Ilegales. No harías más que sumar nuevos delitos a los que ya has cometido. Y apuesto a que ni siquiera tienes la dirección de Tom.

—No… —reconoció la chica, con una mueca de disgusto.

—Ya ves. Por otra parte, ningún juez prestará atención a la denuncia de una fugitiva. Sólo presentándote podrías conseguir una sentencia justa.

Chris se estremeció y se frotó los hombros con las manos, como si sintiera frío. Luego se incorporó y se dirigió a la ventana. Abajo, en la calle, los automóviles parecían de juguete, y los peatones, pequeños insectos apresurados.

—De modo que no vas a ayudarme —musitó.

—No de la forma en que tú propones. Pero estoy dispuesta a que vayamos juntas a hacer esa denuncia al juez y a testimoniar en tu favor.

—¡No voy a presentarme a ningún condenado juez! —aulló Chris fuera de sí, dando una patada en el suelo.

—Como quieras —dijo Bárbara, solemne, poniéndose de pie.

La joven se volvió, y por un momento las dos se miraron con recelo.

—Supongo que llamarás a la policía —desafió Chris.

Bárbara cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, su rostro se había serenado.

—Te diré lo que haré —anunció—. Ahora iré a tomar un baño y a cambiarme de ropa. La puerta de la calle está sin llave. Si cuando termine todavía estás aquí, llamaré a la policía.

—¿Y si no?

—Si no, te daré tres horas de tiempo y llamaré de todas formas.

La mujer fue hasta el sillón y recogió la navaja española.

—Te guardaré este juguete por un tiempo —anunció—. De momento no necesitarás mondar naranjas.

Sin volverse, se dirigió al cuarto de baño y se encerró en él. Poco después, Chris oyó correr el agua de la ducha. «¡Maldita entrometida y cobarde!», pensó. Dio un manotazo al cenicero, que se elevó en el aire y rodó luego por la alfombra, regándola de ceniza y colillas retorcidas. «Se cree muy lista, con sus aires de fiscal de distrito». Mascullando, revisó rápidamente la desordenada mesa del escritorio. Algún libro cayó al suelo. Sin cuidarse de no hacer ruido, Chris revolvió los cajones, sin encontrar lo que buscaba. Luego se dirigió al dormitorio. No había allí ningún amante escondido, pero sí unos billetes de banco sobre la mesilla de noche: dieciocho dólares y algunas monedas. La joven volvió a dejar el dinero en su sitio y lanzó un suspiro. Lentamente, regresó a la sala y se detuvo frente a la puerta de entrada. Calzó los pulgares en la pretina del tejano y contempló largamente la hoja de madera lustrada, ribeteada con una moldura más oscura. Sopesó las posibilidades que tendría afuera, y su balance no fue muy optimista. Pero sería mejor que nada. Estiró la mano y la apoyó en el picaporte, que cedió con facilidad. Con la lengua entre los dientes, se asomó al estrecho pasillo que llevaba al ascensor y a la calle. Luego, se echó atrás y cerró la puerta. Giró sobre sus talones y se desplomó en el sofá, ocultando su rostro entre los brazos. Un llanto trabajoso, pequeño, callado, le subió desde el pecho a la boca y los ojos.

Bárbara reapareció peinada y maquillada, vestida con una blusa blanca y una falda color tabaco. Contempló el cuerpo tendido en el sofá, que se estremeció apenas emitiendo un breve gemido. Luego se acercó al teléfono y comenzó a marcar. Mantuvo una breve conversación y colgó el auricular. Chris la observaba con sus ojos llorosos, por debajo del codo doblado sobre su cabeza.

—Ya vienen —dijo Bárbara.

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