Chris

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Stella reacomodó su cuerpo en el banquillo. Su amplio trasero rebasaba los límites del estrecho asiento de madera y las anchas caderas se incrustaban en las varillas laterales. El juez Turner la contemplaba pacientemente, esperando que ella respondiera a su pregunta, con la mano apoyada en la barbilla y el cuerpo algo inclinado hacia delante, sobre su estrado. La mulata pensó que parecía un hombre demasiado joven para su cargo; pero igual metía miedo sentado allá arriba, con su toga negra y su voz grave e imperiosa.

—No, señor… —respondió finalmente la mujer—. Yo no estaba presente cuando los señores Johnson salieron hacia el aeropuerto. Aquella noche hubo visitas, y una vez que serví las bebidas, la señora Eileen me autorizó a retirarme. Recuerdo que tomé un bocado en la cocina y luego me fui a mi cuarto y me acosté a leer una revista. Debí de quedarme dormida a los pocos minutos.

El joven magistrado asintió. Su mano fue hasta la oreja y comenzó a rascar el lóbulo, en un gesto maquinal. Luego tomó la estilográfica y anotó algo en sus papeles, antes de formular la pregunta siguiente:

—¿Oyó usted algún ruido fuera de lo común, gritos o discusiones, durante esa noche?

—¿Durante la noche? No, señor. —Stella sonrió y meneó la cabeza con un gesto expresivo—. Aunque debo decir que tengo el sueño muy pesado… Podría estallar la casa, sin que yo siquiera pestañeara…

—Comprendo —dijo el juez, con una fugaz sonrisa—. ¿Cómo se enteró usted de lo ocurrido?

—A la mañana siguiente. ¡Entonces sí que hubo jaleo! El señor Buster se levantó más temprano que de costumbre, y las maldiciones que lanzó cuando entró en su estudio, debieron de oírse en todo el vecindario.

—¿Christine Parker ya no estaba allí?

La mulata hizo un gesto de asombro. Sus ojos redondos se abrieron aún más, resaltando sobre la piel morena.

—¿Chris? Claro que no —afirmó—. ¡Si ella había causado todo aquel estropicio…!

—De acuerdo —le cortó el juez—. Una última pregunta: ¿Advirtió usted algo extraño en la conducta de Chris, esos últimos días?

Stella mordió su grueso labio inferior y entrecerró los ojos.

—¿Extraño? Bien…, yo no diría que sea «extraño» a su edad…, pero andaba de cabeza tras el señorito Charlie —la mulata lanzó una risa inesperada—. ¡Incluso llegó a decirme que el joven se iba porque el tío lo había sorprendido besándola! Ya ve usted.

—O sea que Chris estaba, digamos, disgustada con su tutor.

—Eso me pareció —confirmó la mujer—. Pero ya sabe usted cómo son las chicas.

El juez Turner hizo un gesto ambiguo, que parecía indicar que él no estaba tan seguro de saber «cómo son las chicas». Dio por terminado el interrogatorio de Stella y le agradeció muy formalmente que hubiera prestado su colaboración. La mujer se deshizo en sonrisas y reverencias, y se puso de pie algo desconcertada. El ujier se aproximó a ella y la guió hacia la puerta, a través de la sala vacía. Aparte del propio juez, sólo participaba de esas audiencias un escribano calvo y enjuto, que revisaba parsimoniosamente sus notas en el pequeño escritorio que ocupaba, a la izquierda del estrado.

—El siguiente, por favor —pidió Turner, una vez que Stella hubo salido.

El ujier consultó un papel que llevaba en el bolsillo, y desapareció tras la puerta. En el silencio de la habitación, sonaron con lejana nitidez los sones de un campanario. El magistrado cerró los ojos y se frotó los párpados, con un gesto de cansancio. Cuando volvió a abrirlos, Charlie Johnson cruzaba la sala con actitud desenvuelta. El escribano comprobó su identificación y luego, con un susurro, le indicó que subiera al banquillo. Cuando el joven tomó asiento, el hombre calvo se puso de pie y se aclaró la garganta:

—Comparece Charles Winston Johnson, de diecisiete años; quien declara presentarse a la invitación de este Tribunal por su propia voluntad y con anuencia de sus padres —anunció con voz solemne.

El juez asintió e hizo un leve gesto al escribano, indicándole que podía volver a sentarse. Luego, por primera vez, se volvió hacia Charlie. Éste permanecía muy tieso y formal, con una semisonrisa de circunstancias.

—Antes de comenzar, joven —dijo en tono pausado—, deseo aclararle que esto es una simple audiencia informativa, sin implicaciones procesales. El Tribunal de Menores del Estado le invita a proporcionar información y responder a algunas preguntas, para esclarecer la conducta de nuestra pupila Christine Parker. No obstante, es necesario que al responder a estas preguntas, tenga usted presente que lo hace en favor del esclarecimiento de la verdad y de la mejor administración de la justicia. —Turner terminó su discursillo con un carraspeo, y clavó en Charlie la mirada de sus ojos grises y agudos—. ¿Ha comprendido?

—Sí, señor juez —respondió resueltamente el joven, imbuido de su papel.

—Bien. Supongo que sabe usted cuál es el hecho que nos ocupa. —El magistrado volvió a inclinar su torso hacia delante—. ¿Puede decir a este Tribunal qué personas le acompañaron aquella noche al aeropuerto, desde la casa de sus tíos?

—Precisamente ellos, señor: Buster y Eileen Johnson —contestó Charlie sin pestañear—. Mi tío estaba algo cansado y Eileen nos llevó a él y a mí en su coche. El vuelo se retrasó varias horas, pero ellos insistieron en hacerme compañía hasta que me llamaran a embarcar. Recuerdo que conversamos y tomamos uno o dos tragos en el bar…

—De acuerdo. ¿Quién quedó en la casa, al salir ustedes?

—Chris, por supuesto. Me despedí de ella poco antes de bajar a reunirme con mis tíos. —El chico vaciló un momento—. Supongo que también estaba Stella, la criada.

El magistrado cambió de posición, echó una breve ojeada a sus papeles y prosiguió el interrogatorio:

—¿Cuáles fueron sus relaciones con Chris, durante su estancia en la misma casa?

Charlie pareció perder parte de su seguridad. Su cuerpo se encogió en la silla y se pasó la mano por la frente, que se había humedecido.

—Bue…, bueno —tartajeó—. Yo… diría que la normal…, dadas las circunstancias. Ella y yo tenemos casi la misma edad y, pese a la diferencia de… —algo más aplomado, el joven buscó la palabra adecuada—, de… educación, congeniamos bastante bien. Por supuesto, ella tenía una función en la casa y debí cuidarme de no exceder mi familiaridad, por respeto a mis tíos.

—Comprendo —aprobó el juez—. ¿Diría usted que eran amigos?

—No, señor. Nuestra intimidad no pasó de algunas charlas ocasionales.

Turner frunció el entrecejo y su mirada se hizo aún más penetrante. Se incorporó a medias de su sillón y aferró con ambas manos el borde del estrado.

—Lo cual no le impidió obsequiar a Chris una valiosa navaja labrada, que su padre le había traído de Europa —afirmó ásperamente.

—¿Navaja…? —repitió Charlie con fingida sorpresa. Alzó la vista al techo y simuló rebuscar en su mente—. Ah, sí… ¡Ahora la recuerdo! Chris estaba fascinada con ella y una vez le enseñé a manejarla. Al hacer las maletas noté su falta y pensé que la había extraviado y ya aparecería en algún rincón. —El joven miró frontalmente al juez—. Pero ahora que usted lo menciona, es posible que ella se la hubiera apropiado… Por supuesto, no me consta —aclaró con caballeresca gravedad.

Unos minutos después, al salir de la sala de audiencias al amplio y sombrío vestíbulo del Tribunal, Charlie vio a Chris en uno de los bancos de madera que se alineaban contra las paredes mohosas. Junto a ella se sentaba una inexpresiva celadora judicial y, al otro lado, una mujer rubia que cuchicheaba al oído de la joven. En ese momento se acercó a ellas el ujier y las tres se pusieron de pie. Charlie se ocultó detrás de una columna, con la excusa de encender un cigarrillo. Por el rabillo del ojo vio que la celadora volvía a tomar asiento, mientras que Chris y la mujer seguían al ujier a través del vestíbulo. El chico esperó a que entraran en la sala, y luego se escabulló hacia la puerta de salida.

Una vez en la calle, cruzó la calzada y se introdujo en el brillante Pontiac color acero, que aguardaba en la acera opuesta. Buster Johnson puso en marcha el motor, y Eileen se volvió, sonriente, hacia su sobrino.

—¿Cómo ha ido todo? —inquirió con un guiño de complicidad.

Charlie sonrió en el asiento trasero y aspiró profundamente su cigarrillo.

—De maravillas —dijo, lanzando una bocanada de humo que flotó ante su rostro—. No creo que esa embustera de Chris nos traiga más problemas. Por las dudas, le di un empujoncito hacia la cárcel, sugiriéndole al juez que ella había robado también mi navaja —anunció satisfecho.

Buster lanzó un alegre bufido, mientras detenía nuevamente el Pontiac ante un semáforo en rojo.

—Has estado magnífico, muchacho —aprobó—. De veras te lo agradezco.

—Descuida. Ella se lo merecía.

—¡Imagínate! —comentó Eileen con un matiz de burla—. ¡Acusar al pobre Buster, nada menos que de violación!

El joven se inclinó hacia delante y golpeteó con sus dedos en el hombro del señor Johnson.

—No te la habrás follado realmente, ¿eh, tío?

Buster le hizo una mueca picaresca por el espejo retrovisor y los tres rieron a carcajadas.

El juez Turner contempló alternativamente a Bárbara y a Chris. Esta última ocupaba ahora el banquillo, y la maestra una de las sillas al otro lado del estrado, frente al escribano. Turner lanzó un breve suspiro y volvió la vista a sus papeles. Por unos segundos, el silencio y la inmovilidad de las cinco personas que estaban en la sala fue total, semejando un grupo de figuras de museo de cera. Finalmente, Chris emitió una tosecita nerviosa y el juez la miró, con expresión ausente.

—Christine Parker —dijo sin inflexión.

La joven se puso de pie, en actitud contrita.

—Sí, señor juez…

—No puedo decir que me alegre verte nuevamente ante este Tribunal. —Turner apoyó los codos en el estrado y cruzó sus dedos frente a sí—. He leído tu «denuncia», si así puede llamársele, y en atención a la señorita Clark realizamos una pequeña indagación al respecto. Debo decirles que lamento haberme dejado sorprender en mi buena fe. Tenemos ya bastante trabajo aquí, ¿sabes? Además, varias personas debieron ser molestadas inútilmente. —El magistrado bajó las cejas y su mirada se hizo más severa—. ¡No hay en ese relato tuyo una sola palabra que sea verdad!

Chris se aferró a la balaustrada, sin poder creer lo que oía.

—¡Pero es verdad! —exclamó llorosa—. ¡Todo lo que dije es verdad! Yo…, yo…

—Cállate —ordenó secamente el juez—. No te he autorizado a hablar. —Luego volvió el torso hacia el lugar donde estaba Bárbara—. Señorita Clark, ¿podría explicarme sus razones, si es que las tiene, para creer y patrocinar ante el Tribunal las invenciones de esta niña?

Bárbara no titubeó. Sabía desde el comienzo que en algún momento le sería formulada esa pregunta.

—No son invenciones, señor juez —afirmó con serenidad—. Conozco a Chris desde hace tiempo, y me precio de saber cuándo dice la verdad.

El magistrado se repantigó en su sillón y sonrió con un dejo de desdén.

—Su opinión no sólo es subjetiva, sino también presuntuosa —apuntó con frialdad—. Los testigos propuestos por la propia Chris desmienten totalmente sus afirmaciones.

—¡Mienten! —casi gritó Bárbara, con el rostro crispado—. Esos dos testigos tienen una estrecha relación con Buster Johnson, y es evidente que han intentado protegerlo.

—Le agradeceré que no pretenda enseñarme mi oficio —masculló Turner con una mueca de ironía—. Ayer por la mañana, un médico del Tribunal efectuó a Chris una revisión genital. Como esta jovencita sabe muy bien, no se encontró la más mínima huella de violación o agresión sexual.

Chris se mordió los labios, salobres y húmedos por las lágrimas que corrían silenciosamente sobre su rostro. El recuerdo de la humillante escena con el médico le oprimió la garganta. Pero más dolor aún le producía el comprobar que Stella y Charlie habían mentido para perjudicarla.

—Es lógico que no haya huellas —dijo Bárbara.

El juez se volvió bruscamente hacia ella, arqueando sus expresivas cejas.

—¿Lógico…?

Bárbara sostuvo la asombrada mirada de Turner y se armó de valor para proseguir.

—Ella fue desflorada hace varios meses, en el reformatorio.

—¿En el reformatorio? —La incredulidad del magistrado iba en aumento—. ¿Sabe usted lo que está diciendo, señorita Clark?

—Sí, señor juez. Algunas reclusas violentaron a Chris con el mango de una ventosa para desatrancar lavabos. Ella nunca quiso dar sus nombres.

—Ventosa para desatrancar lavabos… —repitió Turner, sonrojándose a pesar suyo.

Bárbara insistió:

—No es la primera vez que las veteranas agreden sádicamente a una novata. Usted sabe eso.

El juez, visiblemente impresionado, hizo un esfuerzo por serenarse.

—Supongo que usted habrá presenciado el hecho —dijo.

El rostro de Bárbara se veló con una sombra de desconcierto.

—No… Obviamente, yo no estaba allí…

Turner comenzó a recuperar su aplomo.

—Apuesto a que fue Chris quien se lo dijo —acosó.

—Sí… —musitó apenas la maestra.

Sentía que estaba perdiendo la partida; ya no sólo frente al juez, sino también frente a sí misma. ¿Era posible que Chris la hubiera engañado desde el primer momento, con aquella historia del cuarto de duchas? El magistrado la estudiaba expectante y triunfal, como un boxeador que después de ir perdiendo por puntos, coloca un golpe decisivo y se dispone a rematar a su rival.

—Señorita Clark —comenzó con suavidad—, me veo obligado a señalar que es usted extraordinariamente crédula para su profesión y su experiencia. ¿Le ofreció Chris en aquel momento alguna prueba concreta? ¿Algún testigo, quizá?

—No… Es decir… —balbució la maestra, ya contra las cuerdas y sin fuerzas—. Ella había sido castigada y yo… Su actitud…

El juez la observó con fingida benevolencia.

—No se esfuerce, amiga mía —rogó—. Sus conocimientos de psicología son sin duda superiores a los míos. Convendrá, entonces, en que esta niña acostumbra inventar historias de violación, cuando está frente a una posibilidad de castigo.

—Es…, es posible —aceptó Bárbara, vencida y confusa—. Nunca… lo vi desde ese punto de vista…

—Pues es hora de que lo considere —acotó Turner—. ¿Desea aún mantener su testimonio en favor de ella, inculpando a Buster Johnson de violación premeditada de una menor a su cargo?

La mujer no respondió inmediatamente. Tuvo un estremecimiento y luego dejó caer ambos brazos a lo largo del cuerpo.

—No, señor —dijo por fin—. Creo que no… No poseo elementos objetivos para acusar a ese hombre. —Bárbara tragó saliva y se humedeció los labios—. Desisto formalmente de mi apoyo a la denuncia.

Algo se rompió dentro de Chris cuando oyó esas palabras. Sus lágrimas dejaron de fluir, como si un viento desértico le hubiera secado de súbito los ojos. También su corazón estaba seco, y parecía haber dejado de latir. Una congoja distinta, quieta y dura, se había adueñado de su pecho. Miró a Bárbara, pero la maestra rehuyó su mirada, manteniendo la cabeza baja y la vista clavada en el piso.

—Christine Parker, ponte de pie —ordenó el magistrado. Ella lo hizo con cierta torpeza, como una autómata—. Desde que estás a cargo de este Tribunal has causado bastantes problemas —continuó Turner—. Por suerte para ti, el señor Johnson ha insistido en retirar su denuncia por robo y destrucción de documentos, en atención a tu minoría de edad. Yo también quiero creer que eres redimible, pese a que no has dado muchas muestras de desear rehabilitarte. Olvidaré pues esa absurda denuncia de violación que has pergeñado, levantando falso testimonio sobre un ciudadano respetable, dado que él ha decidido perdonarte a ti. Pero queda en pie el hecho de que te has fugado de nuestra custodia, aprovechando una situación de privilegio, como es la de vivir en una casa particular. Y por esa razón sí debo sancionarte. —El juez hizo una pausa y se sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía junto a sus legajos. Un denso silencio descendió sobre la sala y Chris pensó que ella también sentía sed—. Es mi decisión —prosiguió Turner conservando el vaso en la mano— que vuelvas a la Escuela-Reformatorio dependiente de este Tribunal, en el primer grado de reclusión, permaneciendo en ese nivel durante dos años. Luego, si tu conducta lo hace aconsejable, escalarás los grados restantes y quedarás libre al cumplir la mayoría de edad.

«Al menos cuatro años encerrada —calculó Chris—. Es más de lo que nadie podría soportar».

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