Chris

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Abrumada de pena y de odio, Chris permaneció sobre la cama, sin atreverse a hacer un solo movimiento ni mirar su cuerpo magullado y dolorido. Con la vista clavada en el techo, cuyas vigas oscuras y oblicuas trazaban un impreciso abanico sobre su cabeza, dejó que el dolor y la rabia se aplacaran lentamente. Vagamente, fue comprendiendo lo que acababa de ocurrir. Pero su mente se negaba a aceptar la dura y sórdida palabra que lo calificaba: violación.

Había transcurrido más de una hora cuando, finalmente, se incorporó. Entumecida y con pasos inseguros se dirigió al lavabo. Frente al pequeño espejo rectangular, se compadeció de su rostro tumefacto y amoratado. Tenía un hematoma en el pómulo izquierdo, que le semicerraba el ojo, y una aureola violácea en el otro lado, en torno a los párpados. Se tocó apenas la zona tumescente, y debió reprimir un grito de dolor. El labio inferior, también algo hinchado, mostraba una herida vertical, cubierta de sangre seca. El señor Johnson había hecho un buen trabajo, no cabía duda, y Chris deseó que su rostro conservara ese aspecto cuando interviniera el juez, después que ella asesinara a Buster. Consolada con esa fantasía, abrió el grifo de la ducha y se metió bruscamente bajo la lluvia fría, que aplacó el sufrimiento de su cuerpo. Algo más relajada, se lavó cuidadosamente y luego regresó a la habitación.

Se puso un ligero jersey blanco sobre la piel mojada y sus viejos tejanos azules. Luego se calzó las raídas zapatillas de tenis. El sentirse limpia y vestida le hizo bien. Su mente, más despejada, disipó las últimas brumas de pesadez y obnubilación. Respiró hondo, de pie frente a la ventana abierta, y se preguntó si realmente iba a matar a Buster Johnson. «Al menos, voy a intentarlo —decidió—; no podría volver a mirarme al espejo si no lo hago. Es lo menos que se merece ese cerdo». Se acercó a la biblioteca, tomó la navaja que aún reposaba en el estante superior, y se la metió en el bolsillo.

La puerta de la habitación de los Johnson estaba entreabierta, dejando escapar un fino hilo de luz ocre. Chris la empujó suavemente con el pie. Buster estaba tendido de bruces sobre la cama, con el pelo revuelto y un brazo colgando sobre el piso. Estaba solo. Quizás el vuelo de Charlie se había retrasado, y Eileen se había quedado en el aeropuerto acompañándolo. En la alfombra, cerca de la mesilla, reverberaba una botella de whisky medio vacía. El hombre tenía el torso desnudo, pero conservaba puestos los pantalones y los calcetines. La camisa, que Chris recordó haber desgarrado durante el forcejeo, estaba echa un bollo, en un rincón. El rostro abotargado de Buster descansaba de lado sobre la almohada, empapado por finas gotas de sudor. De vez en cuando, emitía una serie de bajos y desacompasados ronquidos. Sin duda, dormía profundamente. Chris le observó atentamente durante un tiempo y luego, armándose de valor, dio algunos pasos dentro de la habitación. Las finas cortinas color crema ondularon suavemente, impulsadas por una brisa súbita. La joven calculó que no sería difícil aproximarse un poco más al cuerpo tendido y, utilizando ambas manos, hundir una y otra vez la hoja de la navaja en la amplia espalda grasosa, que se ofrecía como un blanco fácil e indefenso. Imaginó la sangre brotando y escurriéndose por los flancos, empapando las sábanas, y el grito asombrado y tardío de Buster, que sólo despertaría para morir.

Dirigió la mano al bolsillo y palpó el arma, como advirtiéndole que pronto entraría en acción. Dio un paso más hacia la cama, pero entonces sonaron inesperadamente en su memoria las palabras de Lasko: «Si regresas aquí, no volverás a salir jamás». Se detuvo, atontada, y poco a poco fue comprendiendo que apuñalar a Buster Johnson no remediaría la vejación que él le había infligido, y con certeza significaría para ella un nuevo y prolongado encierro. Vaciló, inmóvil en medio del cuarto silencioso. Su mano se detuvo y cayó a lo largo del cuerpo. Supo que no lo haría, y esa certidumbre le produjo una mezcla de alivio y desaliento. En ese momento, el hombre lanzó una especie de gemido y, entre sueños, se giró en la cama, yaciendo ahora boca arriba. Instintivamente, Chris tensó su cuerpo. Observó el rostro desprevenido y torpe de su tutor. Más abajo, en el sitio donde latía el corazón que ella había planeado atravesar con un solo gesto. Ahora sería incluso más fácil. Desde la tetilla izquierda, cinco centímetros más abajo y hacia el centro; el arma penetraba así entre las costillas y el esternón, alcanzando de pleno al órgano vital. La puñalada debería ser firme y seca, dirigiendo la hoja hacia arriba, en un ángulo de unos treinta grados. Alguien se lo había explicado alguna vez, o quizá lo había leído.

Por un instante dudó, y la tentación ominosa del crimen la azotó como una ráfaga helada. Todo su cuerpo se sacudió en un estremecimiento. No podía apartar la vista del imaginario círculo trazado en el blanco pecho de su víctima, que subía y bajaba rítmicamente, siguiendo el dificultoso jadeo del vientre. La oportunidad era demasiado evidente, y Chris comprendió que jamás podría hacerlo de esa forma, a sangre fría, incluso aunque estuviera segura de gozar de una total impunidad. Lanzó un suspiro y regresó hacia la puerta, mirando por última vez a su brutal agresor, ahora tan desvalido. «Otra cosa hubiera sido de haber tenido la navaja arriba de aquella cama mientras él me golpeaba», pensó. Y entornó la puerta.

Sin encender las luces, descendió a la planta baja y buscó a tientas el corredor que llevaba al aislado estudio del señor Johnson. La puerta estaba sin llave, y el pasador cedió a la leve presión de la mano de la joven, casi sin hacer ruido. La luz lechosa de la noche entraba por los amplios ventanales, otorgando al lugar el aire fantasmagórico de un decorado abandonado, después de la función. Chris avanzó hasta el centro de la espaciosa estancia. Luego, con pasos cautelosos, se acercó a la mesa y tomó asiento en el mullido sillón giratorio. Éste se balanceó con un agudo chirrido, que pareció hacer añicos el terso silencio. La joven, paralizada, esperó ver encenderse alguna luz en la casa u oír ruidos alarmados en la planta alta. Pero nada ocurrió. Al parecer, Buster seguía durmiendo su borrachera, y Eileen seguía demorando su regreso. Chris, con un punzante ramalazo de celos, calculó que hacía ya más de tres horas que la mujer y Charlie habían partido. Imaginó a ambos parados junto a la carretera, gracias a un oportuno fallo del motor, acariciándose turbiamente, mientras el avión partía sin el chico hacia el país de nunca jamás. Ella ahora sabía cómo las gastaban los Johnson cuando se trataba de seducir a menores.

Una ola de vergüenza y de ira emergió hasta su rostro al recordar la reciente y bestial escena en su habitación. Febrilmente, tomó los ordenados papeles que Buster había preparado para su reunión de la mañana siguiente, y con gestos nerviosos los destrozó uno por uno, hasta regar el lugar de inútiles trocitos blanquecinos. Luego, estimulada por su propia cólera, revolvió los cajones del escritorio, arrojando fuera su contenido y desgarrando carpetas, sobres, apuntes y folios, cuyos restos se fueron acumulando a sus pies, como la hojarasca de un intempestivo otoño. Enardecida, se puso de pie y repitió la operación en el armario-archivo que estaba junto a la puerta, cuyas fichas y documentos estrujó y rasgó entre sus dedos una y otra vez. Finalmente, arrasó la biblioteca donde Buster guardaba sus libros de consulta.

Sudorosa, de pie en medio de aquel caos subrepticio y feroz, Chris percibió el dulce alivio de la venganza. Su rostro irradiaba una especie de trémula alegría. Buster no despertaría con un puñal clavado en el pecho, pero quizá lo hubiera preferido. Sonrió, imaginando la cara que pondría el hombre al ver aquel estropicio, y vio entonces encima del escritorio un pequeño sobre azul, sujetado por un pisapapeles de ónice, que milagrosamente había sobrevivido a su furia. Lo tomó con una nueva serenidad, y extrajo parsimoniosamente los cinco billetes de diez dólares que contenía. Para ella, eran casi una fortuna.

Regresó escaleras arriba corriendo imprudentemente, sin cuidarse de no hacer ruido. Nada había cambiado en el dormitorio principal, cuando ella se asomó fugazmente, para asegurarse. Buster aún yacía boca arriba, ignorante de que, por un pelo, sobrevivía a su propio asesinato. Chris trepó en tres saltos la escalerilla del desván. Debía darse prisa, si quería escapar antes de que regresara Eileen. Después de lo ocurrido, y el desbarajuste que había armado en el estudio, no le quedaba otra alternativa. Los cincuenta dólares alcanzarían para llegar a la ciudad donde vivía Tom, e incluso comer algo en el camino. Sonrió ante la anticipación feliz de su inminente libertad. Sin duda Tom la protegería y denunciaría el vandálico atentado del señor Johnson contra su hermana. ¡Ya vería esa bestia fofa lo que era vivir encerrado! Alegremente, Chris reunió sus pocas pertenencias y las introdujo sin orden en la maleta. Luego plegó meticulosamente los cinco billetes, y se los deslizó en el pecho, ocultándolos entre la piel y el sostén. Finalmente, se aseguró de que la navaja estaba bien cerrada en el bolsillo trasero, sin peligro de caerse, pero al alcance de la mano. Apagó la luz y salió, dispuesta a ejecutar la parte más difícil de su plan.

Una vez más, empujó cuidadosamente la puerta y caminó con sigilo sobre la moqueta, hacia la amplia cama matrimonial. Buster se había movido en sueños. Ahora reposaba sobre su vientre, con las piernas encogidas, como un feto gigantesco y borracho. Si sus llaves estaban en el bolsillo del pantalón, sería casi imposible quitárselas sin despertarlo. Chris se detuvo a escasos centímetros del hombre dormido, y miró a su alrededor. Lanzó un contenido suspiro de alivio cuando vio el llavero sobre el cristal biselado que cubría el tocador de Eileen, entre los cepillos, polvos y potes de cosmética. Cogió con dos dedos la delicada cadenita de plata, y las llaves tintinearon antes de deslizarse dentro de su mano. El señor Johnson lanzó un gruñido. Ella giró, sobresaltada, y se ocultó a medias tras las cortinas. Buster abrió los ojos y su mirada vagó sin rumbo por la habitación. Chris esperó, tensa, aferrando el cabo del arma a través de la tela de sus tejanos. Pero el hombre giró hacia el otro lado, murmuró algo ininteligible, y siguió durmiendo.

Bajó como una exhalación hasta el vestíbulo; dejó la maleta en el suelo y comenzó a escoger, con mano temblorosa, la llave que abría la puerta de la calle. Un solo gesto, unos segundos apenas, la separaban ya de la libertad.

Por fin reconoció la base rectangular de la llave adecuada, recorriendo su borde con los dedos. En ese momento oyó el ruido de un motor forzado. Una luz blanca barrió horizontalmente la penumbra de la casa, a través de los ventanales. Chris espió por la mirilla y vio el coche de Eileen, con los faros altos, que tomaba con impulso la curva del jardín. Las luces se escabulleron por el otro extremo de la sala y ahora encandilaban, quietas, la rústica mole del garaje.

Mientras huía escaleras arriba, Chris comprendió con zozobra que hubiera tenido tiempo de escapar, en tanto Eileen metía el coche en el garaje. Pero un ciego instinto infantil la había hecho correr hacia su único y seguro refugio en el desván. Ahora era tarde y estaba atrapada. Oyó cómo la mujer entraba a la casa y encendía las luces. Se demoró abajo, sin duda para servirse un trago, y luego Chris reconoció nítidamente sus pasos en la escalera. Se dijo que, con un poco de suerte, podría esperar a que la señora Johnson se acostase para reiniciar su plan de fuga. Sí, tal vez sería lo mejor esperar.

—Chris, ¿estás despierta? —La voz de Eileen llegó desde el rellano, amenazando sus esperanzas.

Chris contuvo la respiración.

Poseída de un terror repentino y acuciante, se asomó a la ventana. Unos cinco metros la separaban del cuidado césped del jardín, que se extendía como un manto oscuro, decorado por el brillo blanquecino de las piedras.

—¿Chris…? —insistió la voz, con un matiz de ansiedad.

Le pareció oír el crujido leve de pisadas en la escalerilla. Arrojó la maleta por la ventana, y la vio hundirse en el pozo de la noche. Luego, sin pensarlo dos veces, ella misma saltó al vacío.

Por un instante, fue como un pájaro asustado.

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