Chris

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Ante las señas de Chris, la barredora municipal se detuvo con un bufido sofocado. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla de la cabina. Era un hombre de cabello cano y rostro somnoliento. Vestía un gastado uniforme gris, y mascaba chicle con desgana. Escuchó la pregunta de ella, mientras la miraba de arriba abajo, rascándose la barbilla. Se tomó su tiempo para responder, y Chris pasó mentalmente revista a su propio aspecto. Una joven con el rostro hinchado y las zapatillas enlodadas debía de resultar sospechosa a aquellas horas de la noche.

Finalmente, el hombre estiró su brazo derecho, señalando al fondo de la calle.

—Sigue por la avenida, hasta llegar a aquella gasolinera —explicó—. ¿La ves? Ésa que tiene luces verdes de neón. —Chris asintió con un gesto animoso—. Bien, allí tuerces a la izquierda; dos calles más abajo verás la parada de autobuses. Las taquillas están dentro del edificio, junto al bar.

—Gracias —dijo Chris—, ha sido usted muy amable.

Caminó dos o tres pasos, cojeando. Se había torcido un tobillo en su salto desde la ventana del desván, y le dolía como mil demonios cada vez que apoyaba el pie. Pero si había llegado hasta allí, se dijo, no desfallecería en el escaso trecho que aún le restaba por recorrer.

—¡Eh, chica! —Chris, se volvió lentamente. El conductor de la barredora la observaba, con los brazos en jarras—. No te habrás escapado de algún sitio, ¿verdad?

—¿Y si así fuera? —Hubo un temblor de desafío en la voz de Chris.

El hombre entrecerró los ojos, se mordió los labios, y luego se encogió de hombros.

—Procura que no te atrapen —dijo con una inesperada sonrisa.

Movió una de las palancas que brotaban junto a sus pies, y le hizo un guiño de despedida. La mole color naranja comenzó a vibrar y se deslizó lentamente hacia delante, mientras sus enormes cepillos giraban sobre el asfalto. Cuando la máquina pasó frente a ella, resoplando, Chris levantó la mano para saludar al conductor. La chica la miró alejarse y meneó la cabeza. Al fin y al cabo, pensó, no todo el mundo era una mierda.

Renqueando resueltamente, se encaminó avenida abajo y recorrió unos cuatrocientos metros, haciendo caso omiso de los punzantes mensajes de su pie herido y del calambre doloroso que atenazaba sus hombros, por más que cambiara de mano la maleta. Se detuvo bajo la verdusca luz de la gasolinera, que estaba prácticamente desierta. Atisbó el interior de la oficina encristalada y vio un único empleado que dormitaba tras el mostrador, entre latas de lubricantes y recambios mecánicos.

A un costado del edificio brillaba un cartel blanco, con una figurita de mujer en negro. Chris pasó junto al oscuro foso de engrase y se metió en el lavabo. Corrió el pasador, mientras lanzaba un suspiro de alivio, y dejó su maleta en el piso, junto a la puerta. Sobre un estante cubierto de plástico, había una pila de toallas limpias, varios peines y unos paquetes de jabón. Posiblemente la encargada había dejado su equipo preparado para la mañana siguiente. Chris depositó unas monedas en el platillo, escogió una toalla blanca y una pastilla de jabón de azahar. Se lavó concienzudamente, arregló sus ropas y se peinó con esmero. Al mirarse al espejo, comprobó que su aspecto ya no era tan lamentable, e incluso aparecía bonita con el pelo recogido sobre la nuca. Limpió lo mejor que pudo sus zapatillas embarradas, quitándoles el fango con el revés del peine y repasándolas luego con una escobilla de uñas. Después rasgó en dos una toalla y se vendó con ella el dolorido tobillo, que había comenzado a hincharse. Reanimada por estos cuidados, se sonrió a sí misma en el espejo y reemprendió su camino.

El hombre de la taquilla tenía cara de perro apaleado y ojos enrojecidos de sueño. Miró inquieto el rostro amoratado de Chris, pero optó por extenderle su billete sin hacer preguntas. Ella comprendió que no podía seguir mostrándole al mundo que acababa de ser violada, si quería concluir con éxito su plan. En el amplio vestíbulo de la terminal había un quiosco donde vendían tabaco e implementos de viaje. Compró allí unas gafas de sol, que le tapaban la mitad de la cara. Eso le permitiría esconder las huellas de la paliza de Buster Johnson. Decidió probar la eficacia de su nuevo aspecto ante la camarera del bar, una rubia dicharachera y opulenta que desplazaba sus grandes senos ante los ojos somnolientos, pero voraces de los dos o tres parroquianos que a esa hora se acodaban sobre la barra, esperando que la noche agonizara. La mujer atendió a Chris con naturalidad, sin siquiera mirarla dos veces a la cara, y continuó bromeando con sus clientes. Satisfecha, la joven devoró el mustio bocadillo de queso y jamón y bebió lentamente su Coca-Cola. Luego, convencida ya de la efectividad de su camuflaje, se sentó en uno de los sillones alineados en la pared, para uso de los pasajeros. Faltaba más de una hora para la salida de su autobús, pero no creía que pudiera dormir. Extrajo de la maleta su pequeña agenda personal, y la hojeó al desgaire. Tenía anotadas sólo tres direcciones: la de Tom Parker, su hermano; la de Charlie Johnson y la del club nocturno donde trabajaba Josie, en Nevada. Se dijo que una vez que Tom arreglara su situación y ella fuera legalmente libre, buscaría a Charlie y quizá juntos fueran a visitar a Josie. Con una sombra de remordimiento, se recordó a sí misma que debería incluir en el itinerario el asilo donde estaba recluida su madre. Sus párpados se cerraron sobre estas imágenes viajeras y felices y un sopor cansado derribó su cabeza sobre el pecho, sumiéndola en una suave modorra.

El sargento Jonás Mansfield dejó que el teléfono sonara varias veces antes de levantar el auricular con gesto displicente.

—Aquí guardia policial, sargento Mansfield —recitó—. ¿Quién…? ¿Buster Johnson…? Ah, sí, señor Johnson, le recuerdo perfectamente. ¿Cómo está usted? ¿Cómo…? ¿Qué ha ocurrido? ¿En su casa…? —El sargento tomó un lápiz y anotó algo en su libreta—. Sí…, es lo que sucede con esas zorras de reformatorio. No puede uno confiarse… Sí, señor, debió usted de ser más prudente… ¿Cómo…? ¡Voló con quinientos dólares!… ¿Con una navaja? ¡Tiene usted suerte de estar vivo, señor Johnson! ¿Sabe si ella la lleva aún encima…? Bien, ya nos ocuparemos. Deme el nombre de la chica y descríbala usted lo mejor que pueda. —El policía volvió a tomar nota, con la lengua entre los dientes—. Es suficiente, señor; pronto tendrá noticias nuestras… Así es, señor Johnson, es lo que siempre le digo a mi mujer; una generación sin moral, no hay manera de entenderlos… Eso mismo… ¿Cómo? No, no será necesario, descuide. Ya pasaremos por allí, para formalizar la denuncia. ¿A qué hora le viene bien…? Perfectamente. Ah, y no toque nada de los estropicios que esa gamberra hizo en su estudio; quizá tomemos unas fotografías. Ya sabe usted, el robo con destrozos tiene una sentencia más severa.

—¿De qué se trata? —preguntó el agente Simmons, balanceándose sobre sus talones.

—Johnson —masculló Mansfield—, el vicepresidente de la cooperativa policial del distrito. Había tomado una chica del reformatorio para que ayudara a su esposa, y anoche al quedar sola le puso la casa patas arriba. Hizo trizas su estudio, sin razón, y se escapó con quinientos dólares.

—Quizás estaba drogada —propuso Simmons—. Ya sabes cómo las gastan.

—Es una idea —aceptó el sargento—; revisaremos luego su cuarto. Mientras tanto, habrá que controlar los autocares y trenes que salgan de la ciudad. Avisa también a la patrulla de caminos. Si se nos escapa, tendremos problemas con el delegado.

—Así son esos ricachos —comentó el otro—; por ahorrarse unos dólares, meten en su casa a una presidiaría.

—Y luego nosotros tenemos que hacer el trabajo sucio —sentenció Mansfield.

El altavoz adosado a la pared anunció con voz discreta la salida del próximo autobús. Chris emergió de su duermevela, quitó el pie enfermo de encima de la maleta, y se incorporó, entumecida. Una decena de viajeros se agolpaba en la plataforma, bajo el sol indeciso de la mañana. Chris salió al exterior y permaneció algo apartada. Esperaba que los demás subieran primero, al abrirse las puertas del vehículo, a fin de no llamar la atención.

—Dime, hija, ¿es éste el autobús que va hacia el Oeste?

La viejecita la contemplaba con ansioso desconcierto, cargando dos grandes bolsos de viaje. No debía de tener menos de setenta años, y su rostro animoso se balanceaba imperceptiblemente, como es frecuente en los ancianos.

—Sí, señora, éste es. Permítame que le ayude.

Chris tomó uno de los bolsos con su mano libre, y la mujer se lo agradeció con una sonrisa de aprobación.

—Debería de haber cargadores en un sitio como éste, pero no los hay —se lamentó.

Chris le hizo un gesto de complicidad, y ambas se colocaron al final de la fila. Dos hombres con pantalón y camisa azul subieron al autobús vacío, detenido junto a la plataforma. Mientras uno se sentaba al volante y daba contacto al motor, el otro se instaló en la puerta. Los pasajeros, que eran ya unos veinte, comenzaron a subir de uno en uno, exhibiendo sus billetes al que actuaba de revisor.

—Voy a visitar a mi nieta —informó la anciana a Chris—; siempre lo hago en estas fechas del año.

La joven no le contestó. Hipnotizada de terror, miraba al patrullero que daba la vuelta por el amplio aparcamiento contiguo y se detenía a unos metros de donde ellas estaban. Un guardia de aspecto temible y andar resuelto se dirigió hacia el autobús y murmuró algo al oído del hombre que controlaba los billetes. Éste primero negó y luego asintió con sucesivos movimientos de cabeza, sin interrumpir su trabajo. El guardia ascendió a la escalerilla y paseó su mirada por el grupo de viajeros. Se detuvo, alerta, al llegar a Chris. Ella adivinó la feroz ansiedad del cazador frente a su presa, dibujada en la delgada sonrisa del hombre, bajo sus gafas de cristales oscuros. ¿Qué hacer? Era ya tarde para intentar huir, y no se le ocurría ninguna coartada convincente. Sin dejar de mirarla y sonreír, el policía avanzó hacia ella.

—Apostaría doble contra sencillo a que tu nombre es Christine Parker —declaró, calzando sus pulgares en el cinturón y balanceándose sobre las botas como un sheriff de película—. Al sargento Mansfield le gustará conversar un rato contigo.

Chris estaba demudada. Abrió la boca, pero no encontró ninguna respuesta. Las palabras se agolpaban en su mente en una estremecida confusión, y terribles imágenes de encierro y castigo desfilaron velozmente, sobreponiéndose unas a otras como en un caleidoscopio roto.

—Perdería usted su dinero, joven. —La voz de la anciana sonó firme, mientras aferraba el codo de Chris—. Ella es mi nieta y, que yo sepa, su nombre es Elizabeth Robertson. Debo de tener por aquí nuestros documentos.

La mujer rebuscó convincentemente en su bolso, pero ya el guardia había perdido su aplomo.

—No es necesario, señora —aclaró con gesto vacilante—, la chica que buscamos anda sola. Lamento haberlas molestado.

La señora Robertson hizo como que no le prestaba atención, y palmeó el hombro de Chris, empujándola bruscamente hacia el autobús.

—Sube, Bess —ordenó—, y consigue dos buenos asientos del lado de la sombra. No tenemos tiempo para perder. —La última frase fue acompañada de una elocuente mirada al desconcertado policía—. No se preocupe, joven —le dijo—, usted cumple con su deber. Salude a ese pillo de Jonás Mansfield de mi parte; él ya sabe quién soy.

El hombre se llevó la mano a la visera de la gorra, y ayudó a la anciana a subir la escalerilla, detrás de Chris.

—Es un placer comprobar que nuestras fuerzas del orden aún conservan los buenos modales —declaró la mujer, sonriente.

El conductor, inopinadamente, accionó la palanca de la puerta, que se cerró en las narices del policía. Éste dio un respingo y luego regresó al patrullero. El sargento Mansfield le observó malévolamente, encendiendo su cigarro.

—El condado no te paga tu salario para que ayudes a señoras ancianas, Simmons —observó mientras contemplaba al autobús, que doblaba la calle—, para eso tenemos a los boy-scouts.

—Era la señora Robertson —adujo el otro, molesto—, le manda saludos.

—Ya lo sé —asintió Mansfield—. Una vieja amiga de mi madre, inclinada a los rasgos novelescos.

—¿Rasgos novelescos…?

—Ajá —el sargento hizo una seña al conductor, que sacó lentamente el patrullero del aparcamiento—, como encubrir a una joven fugitiva, por ejemplo.

Simmons se aferró al respaldo del asiento delantero, y gritó en el oído del conductor:

—¡Sigue a ese autobús, Burt! ¡Lo interceptaremos en la autopista!

Por toda respuesta, Burt espió al sargento por el espejo retrovisor.

—Vamos a casa, Burt —dijo Mansfield con voz calma—, no sería apropiado darle un susto a la señora Robertson. Mi madre no me lo perdonaría. En diez minutos la chica estará fuera del condado y ya sabemos a dónde va. Hay tiempo de avisar a los colegas del Oeste para que le den la bienvenida en cuanto ponga pie a tierra.

El autobús avanzaba con rapidez por la cinta gris de la carretera, cruzando una campiña ligeramente ondulada. Chris y la «abuela» habían realizado el primer trecho en silencio, sentadas una junto a la otra, mientras el vehículo salía de la ciudad y atravesaba los suburbios.

—Debo darle las gracias —musitó Chris, con esfuerzo.

—Oh, esos pazguatos no hacen más que molestar a los chicos jóvenes —afirmó la anciana—. Una muchacha educada como tú, no puede haber hecho nada demasiado malo. —Se volvió para mirar a Chris, con súbito interés—. ¿O quizá me equivoco al suponer que no has hecho nada malo?

La chica, sin responder, perdió su mirada en el paisaje verde y amarillo que se escabullía por la ventanilla. No podía mentirle a esa viejecita solidaria, pero le parecía arriesgado decirle toda la verdad.

—Me escapé de casa —dijo Chris, empleando un tono ambiguo.

—Eso es lo que yo imaginaba —comentó la mujer con aire satisfecho. Luego miró sus manos cruzadas sobre la falda y pareció ruborizarse—. Yo… yo también me escapé alguna vez, para que lo sepas —confesó en voz baja.

—No creo que yo sea la única. Supongo que muchos lo hacen —dijo Chris.

—Es verdad. Pero en aquella época no era tan frecuente —replicó la anciana, con aire soñador—. Ahora trata de dormir un poco, que yo te avisaré cuando lleguemos. Nunca duermo durante los viajes.

Chris reclinó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos, tras los oscuros cristales de sus gafas. Pero no logró conciliar el sueño, pese al cansancio que demolía su cuerpo. Ahora sabía que la policía del Estado la estaba buscando; y que tarde o temprano la atraparían.

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