China

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Henry Kissinger

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Cinco años después, Deng seguía con la preocupación de renovar el Partido. En septiembre de 1987 me comunicó lo que tenía pensado para el próximo Congreso del Partido, previsto para octubre. Se presentó bronceado, relajado, con el mismo vigor de siempre a sus ochenta y tres años y me dijo que le gustaría que el Congreso llevara este título: «Conferencia para la reforma y la apertura al mundo exterior». Zhao Ziyang conseguiría el puesto clave de secretario general del Partido Comunista en sustitución de Hu Yaobang y habría que buscar un nuevo primer ministro. Hu Yaobang había «cometido algunos errores», según Deng —probablemente, el de haber permitido que una serie de protestas estudiantiles llegaran demasiado lejos en 1986—, pero seguiría en el Politburó (un cambio respecto a períodos anteriores, en los que a quienes se destituía de un alto cargo se apartaba asimismo del proceso político). Ningún miembro del Comité Permanente (el comité ejecutivo del Partido Comunista) mantendría una función doble, lo que aceleraría el paso de la transición hacia la próxima generación de altos mandos. El resto de los «veteranos» se retirarían.

Explicó que él mismo pasaría de las reformas económicas a las reformas estructurales políticas. Según Deng, sería algo mucho más complicado que la reforma económica, porque «implicaría intereses de millones de personas». Se produciría un cambio en las divisiones del trabajo entre el Partido Comunista y el gobierno. Muchos miembros del Partido cambiarían de ocupación cuando los gestores profesionales se ocuparan de las Secretarías del Partido.

Pero ¿dónde se encontraba la línea que separaba la acción política de la administración? Deng respondió que de las cuestiones ideológicas se ocuparía el Partido y de la política operativa los gestores. Cuando se le pidió un ejemplo, precisó que un cambio de alianzas hacia la Unión Soviética sería claramente una cuestión ideológica. Tras una serie de conversaciones con él, decidí que aquel no sería un tema frecuente. Reflexionándolo más a fondo, me pregunto si al plantear una idea tan impensable un tiempo antes, Deng no estaba insinuando que China valoraba la vuelta a una mayor libertad de maniobra diplomática.

Lo que Deng proponía en el ámbito político no tenía precedentes en la experiencia comunista. Parecía apuntar que el Partido Comunista mantendría una función supervisora en la economía y la estructura política del país. Pero se apartaría con firmeza de la postura anterior de controlar cada uno de los aspectos de la vida cotidiana china. Se darían más alas a las iniciativas individuales. Estas reformas de amplio alcance, proseguía Deng, se iban a llevar a cabo «de forma ordenada». China había logrado la estabilidad y, en palabras del dirigente comunista: «Así debe seguir si quiere desarrollarse». Su gobierno y el pueblo «recordaban el caos de la Revolución Cultural» y no permitirían que volviera a producirse. Las reformas de China «no tenían precedentes»; aquello iba a significar inevitablemente que «se cometerían algunos errores». La amplia mayoría del pueblo apoyaba las reformas, decía Deng, pero para garantizar su éxito hacía falta «valor» y «prudencia».

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Tiananmen

Al final resultó que tales cuestiones no eran abstractas: Deng no tardó en verse enfrentado a las tensiones inherentes a un programa de reforma «ordenada». Mientras gran parte del mundo se maravillaba ante el crecimiento económico de China, ante las decenas de miles de estudiantes que el país mandaba al extranjero y los cambios de estilo de vida que se producían en él, surgían claras señales de que en el fondo nacían nuevas corrientes.

En los primeros estadios del proceso de reforma solían mezclarse los problemas de planificación con los del mercado. El intento de conseguir que los precios reflejaran los costes reales llevó inevitablemente a un incremento de aquellos, al menos a corto plazo. La reforma en los precios provocó un gran movimiento en los ahorros para la compra de bienes de consumo antes de que subieran aún más, lo que creó un círculo vicioso, la acumulación y una mayor inflación.

En una reunión que tuvo lugar en septiembre de 1987, Zhao Ziyang propuso un cambio hacia una mayor dependencia de las fuerzas del mercado para las actividades económicas que supondría un 50 por ciento del PIB. Aparte de las cuestiones económicas técnicas, la iniciativa exigió una reestructuración básica del sistema de gestión. Se hizo más hincapié, como en los países europeos, en el control indirecto de la economía a través de la manipulación del suministro de dinero y la intervención a fin de prevenir la crisis. Muchas instituciones centrales chinas tendrían que desarticularse y otras redefinir las funciones. Para facilitar el proceso se ordenó una revisión de las afiliaciones al Partido y una racionalización de la burocracia. Teniendo en cuenta que esto incumbía a treinta millones de personas y lo llevaban a cabo las mismas que habrían de ver modificadas sus actividades, la revisión tuvo que enfrentarse a muchos obstáculos.

El relativo éxito de la reforma económica llevó a la cohesión de ciertos grupos que tenían mucho en común entre los que se fue fraguando el malestar. El gobierno, por su parte, tuvo que lidiar con la pérdida de lealtad de los cuadros políticos que veían amenazados sus puestos de trabajo a raíz de las reformas.

Con el sistema de dos precios se abrieron las vías a la corrupción y al nepotismo. El cambio hacia la economía de mercado había dado alas a la corrupción, al menos durante un período intermedio. Al coexistir dos sectores económicos —un sector público de peso, aunque en proceso de reducción, y una creciente economía de mercado— se creaban dos tipos de precios, y con ello, los burócratas y empresarios sin escrúpulos podían intercambiar bienes de consumo entre ambos sectores para obtener ganancias personales. Sin duda, una parte de los beneficios del sector privado en China procedían del soborno y del nepotismo, que iban extendiéndose.

El nepotismo, en cualquier caso, es un problema especial en una cultura tan centrada en la familia como la china. En momentos de malestar, los chinos recurren a la familia. En todas las sociedades chinas —ya sea en el continente, en Taiwan, en Singapur o Hong Kong— se confía definitivamente en los miembros de la familia, quienes, por su parte, obtienen beneficios siguiendo un sistema determinado por criterios familiares y no por las abstractas fuerzas del mercado.

El propio mercado creó también su descontento. Con el tiempo, la economía de mercado lleva a la mejora del bienestar general, pero la competición se basa en que uno gana y otro pierde. En los primeros estadios de la economía de mercado, normalmente las ganancias son desproporcionadas. Quienes pierden se sienten tentados de echar la culpa al «sistema» en lugar de hacerlo a su propio fracaso. En realidad, a menudo tienen razón.

En el ámbito popular, la reforma económica había abierto expectativas a los chinos sobre el aumento del nivel de vida y de las libertades personales, aunque al mismo tiempo creaba tensiones y malestar, que muchos creían que solo podían solucionarse con un sistema político más abierto y participativo. Por otra parte, la dirección del país se veía cada vez más dividida sobre la vía política y la ideológica. El ejemplo de las reformas de Gorbachov en la Unión Soviética alimentaba más el debate. Para algunos dirigentes chinos, la glasnost y la perestroika eran peligrosas herejías, algo parecido a la época en que Jruschov se deshizo de la «espada de Stalin». Para otros, entre los que se contaban muchos pertenecientes a la joven generación de estudiantes chinos y de dirigentes del Partido, las reformas de Gorbachov constituían un posible modelo para la vía china.

Las reformas económicas supervisadas por Deng, Hu y Zhao habían transformado la vida cotidiana china. Al mismo tiempo, la reaparición de un fenómeno erradicado durante los años de Mao —diferencias de ingresos, vestimenta vistosa y a veces provocativa y culto a los productos «lujosos»— movió a los cuadros comunistas de siempre a quejarse de que la República Popular sucumbía a la temible «evolución pacífica» hacia el capitalismo, prevista en su día por John Foster Dulles.

Si bien las autoridades y los intelectuales chinos a menudo encuadraban el debate en términos de dogma marxista —como en la importante campaña contra la amenaza de la «liberalización burguesa»—, la ruptura se remontaba en definitiva a las cuestiones que habían dividido a China desde el siglo XIX. Al volverse hacia fuera, ¿China cumplía con su destino o ponía en peligro su esencia moral? ¿Acaso tenía algo que aprender de las instituciones sociales y políticas occidentales?

En 1988, el debate cristalizó alrededor de unas miniseries televisivas de apariencia esotérica. La elegía del río, documental con seis capítulos emitido en la televisión central china, recogía la metáfora del río Amarillo, de aguas turbias y lentas, para defender que la civilización china se había convertido en algo cerrado y estancado. La serie, que mezclaba críticas contra la cultura tradicional confuciana y una condena velada a las prácticas políticas más recientes, sugería que China tenía que renovarse mirando hacia fuera, hacia el «mar azul» del mundo exterior, en el que se encontraba también la cultura occidental. El filme catalizó un debate nacional y la discusión llegó incluso a las más altas instancias del gobierno chino. Los comunistas tradicionales consideraron que la serie era «contrarrevolucionaria» y consiguieron prohibirla, pero lo hicieron cuando ya se había emitido.¹ Otra vez volvía al candelero el debate que había ido surgiendo de generación en generación sobre el destino de China y su relación con Occidente.

Las grietas en el monolito soviético que empezaron a surgir en Europa oriental a principios de 1989 llevaron a la caída del muro de Berlín en noviembre y a la desintegración definitiva de la Unión Soviética. China, en cambio, pareció mantenerse estable, con las mejores relaciones con el resto del mundo desde la victoria comunista de 1949 y la proclamación de la República Popular. También habían avanzado mucho sus relaciones con Estados Unidos. Los dos países colaboraban con el objetivo de poner trabas a la ocupación soviética de Afganistán; Estados Unidos vendía partidas significativas de armas a China; el comercio iba en aumento, y los intercambios —entre los miembros del gobierno o entre navíos— iban a más.

Mijaíl Gorbachov, aún presidente de la Unión Soviética, planificaba una visita a Pekín en mayo. Moscú había cumplido en buena medida las condiciones exigidas por Pekín para una mejora de las relaciones chino-soviéticas: retirada de las fuerzas soviéticas de Afganistán; repliegue de dichas fuerzas en la frontera china; salida de Camboya de las fuerzas vietnamitas. Se organizaban habitualmente conferencias internacionales para Pekín, entre las que destacaron una reunión en aquel abril del consejo de administración del Banco Asiático de Desarrollo, organización multilateral de desarrollo a la que China se había incorporado tres años antes, que proporcionó inesperadamente el telón de fondo del drama que se estaba gestando.

Todo empezó con la muerte de Hu Yaobang. Deng había supervisado su ascenso en 1981 hasta la Secretaría General, el máximo cargo directivo del Partido Comunista. En 1986, cuando los críticos conservadores tildaron a Hu de indeciso frente a las manifestaciones estudiantiles, el dirigente fue sustituido en su cargo por Zhao Ziyang, otro protegido de Deng, si bien se mantuvo en el Politburó. En una reunión de este organismo celebrada el 8 de abril de 1989, Hu, de setenta y tres años, sufrió un infarto. Sus sorprendidos camaradas lo reanimaron y lo llevaron rápidamente al hospital. Allí ingresado, sufrió otro ataque cardíaco y murió el 15 de abril.

Igual como ocurrió con Zhou Enlai, la muerte de Hu constituyó la ocasión de organizar un duelo con una importante carga política. En el ínterin, sin embargo, se habían relajado las restricciones a la libertad de expresión. Mientras que quienes habían organizado el duelo de Zhou en 1976 disimularon sus críticas hacia Mao y Jiang Qing con referencias alegóricas a la política de la corte de las antiguas dinastías, los que se manifestaron tras la muerte de Hu en 1989 llamaron las cosas por su nombre. El ambiente era ya tenso, puesto que se acercaba el setenta aniversario del movimiento del 4 de mayo, campaña china de cariz nacionalista de 1919 en la que se protestó por la debilidad del gobierno chino y las desigualdades que se adivinaban en el Tratado de Versalles.²

Los admiradores de Hu dejaron coronas y poemas elegíacos ante el monumento de los Héroes del Pueblo de la plaza de Tiananmen, y en muchos de los escritos se elogiaba la dedicación del ex secretario general a la liberalización política y se pedía que su espíritu perdurara en más reformas. Los estudiantes de Pekín y de otras ciudades aprovecharon la oportunidad para manifestar su malestar ante la corrupción, la inflación, la censura de la prensa, la situación universitaria y la persistencia de los «ancianos» del Partido que mandaban extraoficialmente entre bastidores. En Pekín, distintos grupos de estudiantes presentaron siete reivindicaciones, con la amenaza de seguir con las manifestaciones hasta que el gobierno las satisficiera. No todos los grupos las apoyaban en su totalidad; la confluencia de distintos motivos de indignación cristalizó en serios disturbios. Lo que había empezado como una manifestación pasó a convertirse en la ocupación de la plaza de Tiananmen, que llegó a cuestionar la autoridad del gobierno.

Los acontecimientos tomaron un cariz que ni los observadores ni los participantes habían podido prever a principios de mes. En junio, las protestas contra el gobierno se habían extendido ya a 341 ciudades.³ Los manifestantes ocuparon trenes y escuelas y bloquearon las principales avenidas de la capital. En la plaza de Tiananmen, los estudiantes iniciaron una huelga de hambre, lo que atrajo la atención de un gran número de observadores del país y extranjeros, así como de grupos ajenos a los estudiantes, que fueron sumándose a las protestas. Las autoridades chinas tuvieron que pasar la vergüenza de anular la ceremonia de bienvenida a Gorbachov, prevista en la plaza de Tiananmen, y recibir al mandatario ruso sin pompa y sin asistencia de público en el aeropuerto de Pekín.

Se informó de que algunos miembros del Ejército Popular de Liberación desacataron las órdenes de desplegarse por la capital y de disolver a los manifestantes y de que había empleados del gobierno entre los que habían tomado las calles. El reto político tuvo más relieve a raíz de los hechos ocurridos en el extremo occidental de China, donde tibetanos y miembros de la minoría musulmana uigur habían iniciado unas protestas por sus propias reivindicaciones culturales (en el caso de los de la etnia uigur, por la publicación reciente de un libro que, según afirmaban, hería la sensibilidad de los islámicos).4

Las revueltas suelen alcanzar su punto álgido cuando las cosas escapan al control de los actores principales, que se convierten en personajes de una obra cuyo guión ya no dominan. Para Deng, las protestas despertaron de nuevo el miedo histórico de los chinos al caos y el recuerdo de la Revolución Cultural, independientemente de los objetivos manifestados por quienes protestaban. El erudito Andrew J. Nathan sintetizó de forma elocuente aquella situación crítica:

Los estudiantes no tenían intención de plantear un reto mortal al que conocían como régimen peligroso. El régimen, por su parte, tampoco tenía interés en utilizar la fuerza contra los estudiantes. Ambos bandos compartían muchos objetivos y un lenguaje común. Por culpa de la falta de comunicación y una evaluación errónea, fueron empujándose mutuamente hacia posiciones en las que las opciones de llegar a un compromiso se hicieron cada vez menos accesibles. En unas cuantas ocasiones dio la impresión de que había una solución al alcance, pero en el último momento se esfumaba. La pendiente hacia la catástrofe parecía lenta al principio, pero se fue haciendo más pronunciada a medida que se intensificaban las divisiones a uno y otro lado. Conscientes de las consecuencias, interpretamos los hechos con la sensación de horror que nos transmite la auténtica tragedia.5

No es este el lugar para examinar los acontecimientos que desembocaron en la tragedia de la plaza de Tiananmen; cada bando tiene su propia idea, a menudo en conflicto, de su participación en la crisis. El malestar de los estudiantes empezó a plasmarse como una petición de poner remedio a unos agravios específicos. De todas formas, la ocupación de la principal plaza de un país, aunque se haga de forma totalmente pacífica, es también una táctica para demostrar la impotencia del gobierno, para debilitarlo y para provocarlo a que emprenda acciones precipitadas y se sitúe así en una posición de desventaja.

Sin embargo, no hubo discusión sobre el desenlace. Las autoridades chinas, tras dudar durante siete semanas y mostrar claras divisiones en sus filas sobre el uso de la fuerza, el 4 de junio tomaron medidas enérgicas. Destituyeron al secretario general del Partido Comunista, Zhao Ziyang. Tras semanas de debates internos, Deng y una mayoría del Politburó ordenaron al Ejército Popular de Liberación que desalojara la plaza de Tiananmen. A ello le siguió una dura represión de la protesta, que se vio en televisión, transmitida por los medios de comunicación que habían llegado a Pekín desde todos los rincones del mundo para cubrir la información sobre el trascendental encuentro entre Gorbachov y la dirección china.

LOS DILEMAS ESTADOUNIDENSES

La reacción internacional fue contundente. La República Popular de China nunca había reivindicado su función como democracia de corte occidental (en efecto, siempre lo había rechazado). En aquellos momentos aparecía en los medios de comunicación de todo el mundo como un Estado autoritario y arbitrario que sofocaba las aspiraciones populares de reivindicar los derechos humanos. Deng, hasta entonces aclamado como reformador, fue criticado como tirano.

En aquella atmósfera, las relaciones chino-estadounidenses, en las que se incluía la práctica establecida de las consultas regulares entre los dos países, fueron atacadas desde un amplio espectro político. Los conservadores de siempre seguían convencidos de que China, bajo el liderazgo del Partido Comunista, nunca sería un socio de confianza. Los activistas pro derechos humanos de todas las tendencias mostraron su indignación. Los liberales adujeron que, tras los hechos de Tiananmen, se imponía en Estados Unidos la obligación de satisfacer la misión definitiva de ampliar la democracia. A pesar de que no todos tenían los mismos objetivos, los críticos coincidieron en la necesidad de aplicar sanciones para presionar a Pekín a que modificara sus instituciones internas y fomentara la práctica de los derechos humanos.

El presidente George H. W. Bush, que había llegado al cargo hacía apenas cinco meses, se sentía incómodo con las consecuencias a largo plazo de las sanciones. Tanto él como su asesor de Seguridad Nacional, el general Brent Scowcroft, habían participado en la administración de Nixon y conocido a Deng durante su mandato; recordaban hasta qué punto su presidente había mantenido la relación con Estados Unidos contra las maquinaciones de la Banda de los Cuatro y con el fin de alcanzar mayores metas para el individuo. Admiraban sus reformas económicas y compensaban su rechazo a la represión con el respeto por la forma en que se iba transformando el mundo desde el inicio de la apertura de China. Habían participado en el desarrollo de la política exterior de este país cuando todos los adversarios de Estados Unidos podían contar con el apoyo chino, cuando todas las naciones de Asia temían a una China aislada del mundo y cuando la Unión Soviética podía optar por una política de presión contra Occidente sin que les frenara la preocupación por sus otros flancos.

El presidente Bush había había vivido en China como jefe de la Oficina de Enlace de Estados Unidos en Pekín diez años antes, en una época de bastante tensión. Bush contaba con experiencia suficiente para comprender que los dirigentes que habían participado en la Larga Marcha, habían sobrevivido en las cuevas de Yan’an y se habían enfrentado simultáneamente en la década de 1960 a Estados Unidos y a la Unión Soviética no iban a ceder ante presiones extranjeras o amenazas de aislamiento. ¿Y cuál era el objetivo? ¿Derrocar al gobierno chino? ¿Cambiar su estructura para establecer una alternativa de qué tipo? ¿Cómo podía terminar el proceso de intervención una vez puesto en marcha? ¿Y a cuánto ascenderían los costes?

Antes de los hechos de Tiananmen, Estados Unidos ya se había familiarizado con el debate sobre el papel de su diplomacia en el fomento de la democracia. Dicho de forma simplificada, la polémica enfrentaba a idealistas y realistas: los primeros insistían en que los sistemas internos afectaban a la política exterior y constituían, por tanto, cuestiones justificadas de la agenda diplomática; los segundos mantenían que dicha agenda superaba la capacidad de cualquier país y que, por consiguiente, la diplomacia tenía que centrarse en primer lugar en la política exterior. A la hora de determinar la política exterior se evaluaron los planteamientos de los idealistas y los de los realistas en relación con los intereses nacionales. Las distinciones reales son mucho más sutiles. Cuando los idealistas pretenden aplicar sus valores acaban considerando las circunstancias específicas. Los realistas sensatos comprenden que los valores constituyen un importante componente de la realidad. A la hora de tomar decisiones, las distinciones no suelen ser absolutas; a menudo aparecen como una cuestión de matiz.

Respecto a China, no se planteaba la cuestión de si Estados Unidos prefería que se impusieran los valores democráticos. El pueblo estadounidense habría respondido por amplia mayoría en sentido afirmativo, de la misma forma que lo habían hecho los participantes en el debate sobre política china. Lo que se barajaba era el precio que estaban dispuestos a pagar en términos concretos, en qué período de tiempo, y cuál era su capacidad, bajo cualquier circunstancia, para hacer realidad sus deseos.

Dos políticas operativas más amplias surgieron en el debate público sobre las tácticas para hacer frente a los regímenes autoritarios. Un grupo abogó por la confrontación, apremió a Estados Unidos a oponerse a las prácticas antidemocráticas o a las violaciones de los derechos humanos y negó que su país pudiera obtener algún beneficio de aquel proceder. En el extremo presionaba por el cambio en los regímenes infractores; en el caso de China, insistía en un avance claro hacia la democracia como condición previa para cualquier beneficio mutuo.6

La opinión opuesta defendía que en general se consigue avanzar más en derechos humanos con una política de intervención. En cuanto se ha conseguido confianza suficiente, pueden defenderse los cambios en la práctica civil en nombre de objetivos comunes o al menos de la conservación de los intereses comunes.

La elección del método adecuado depende en parte de las circunstancias. Existen casos de violaciones de derechos humanos tan flagrantes que resulta imposible imaginar que pueda obtenerse algún beneficio de la continuación de la relación; son ejemplos de ello los jemeres rojos de Camboya y el genocidio de Ruanda. Teniendo en cuenta que la presión pública queda difuminada, ya sea en un cambio de régimen o algún tipo de abdicación, es difícil aplicarla a países con los que es importante para la seguridad estadounidense mantener una relación ininterrumpida. Este era en concreto el caso de China, tan afectada por el recuerdo de la humillante intervención de las sociedades occidentales.

China iba a convertirse en un factor determinante en la política mundial, fueran cuales fuesen las consecuencias inmediatas de la crisis de Tiananmen. Suponiendo que se consolidara el liderazgo, el país reanudaría su programa de reforma económica y crecería cada vez con mayor fuerza. Entonces Estados Unidos y el mundo tendrían que decidir qué paso iban a dar para restablecer una relación de colaboración con una gran potencia emergente, o bien encontrar la fórmula de aislar a China para llevarla a adoptar unas políticas internas acordes con los valores estadounidenses. El aislamiento de China abriría la puerta a un prolongado período de confrontación con una sociedad que no se había doblegado cuando la Unión Soviética, su único valedor externo, le retiró la ayuda en 1959. Durante sus primeros meses, la administración de Bush siguió trabajando de acuerdo con las premisas de la guerra fría, según las cuales hacía falta China para contrarrestar a la Unión Soviética. Ahora bien, al irse diluyendo la amenaza soviética, China iba a conseguir una posición cada vez más fuerte que le permitiría avanzar en solitario, pues el temor respecto a la Unión Soviética, que había llevado a este país a aliarse con Estados Unidos, se iría desvaneciendo.

En las instituciones internas chinas se habían establecido límites objetivos a las influencias estadounidenses, tanto si se buscaba la confrontación como el compromiso. ¿Contábamos con suficientes conocimientos para dar forma al desarrollo interno de un país de un tamaño, un volumen y una complejidad como los de China? ¿Existía el riesgo de que el desmoronamiento de la autoridad central desencadenara la reaparición de guerras civiles que además llevaran el lastre de las intervenciones del siglo XIX?

El presidente Bush se encontró en una situación delicada después de Tiananmen. Como ex jefe de la Oficina de Enlace de Estados Unidos en Pekín, captaba mejor la sensibilidad china sobre posibles interferencias extranjeras. Además, con su larga carrera en la administración estadounidense, tenía suficiente olfato para detectar la realidad política de su país. Era consciente de que la mayor parte de sus compatriotas estaban convencidos de que la política de Washington en China tenía que marcarse como objetivo —como precisó Nancy Pelosi, a la sazón representante de la juventud de los demócratas de California— «enviar un claro mensaje moral de indignación a los líderes de Pekín».7 Pero Bush también comprendió que la relación de Estados Unidos con China servía a unos intereses vitales estadounidenses, independientemente del sistema de gobierno de la República Popular. Iba con pies de plomo para no irritar a un gobierno que había colaborado con el suyo durante casi veinte años en algunas de las cuestiones más fundamentales sobre seguridad mundial en el período de la guerra fría. Como precisó más tarde: «Para este pueblo que todos comprendemos que es orgulloso, que viene de lejos y se encierra en sí mismo, la crítica extranjera (procedente de aquellos a los que consideran “bárbaros” y colonialistas, gente sin instrucción alguna sobre la cultura china) constituía una afrenta, y las medidas adoptadas contra ellos una vuelta a las coacciones del pasado».8 Enfrentándose a las presiones, tanto de la derecha como de la izquierda, para que adoptara medidas más drásticas, Bush mantuvo:

No podemos hacer la vista gorda cuando se trata de derechos humanos o de reformas políticas: lo que sí podemos hacer es dejar claros nuestros puntos de vista y apoyar sus pasos hacia el progreso (que han sido muchos desde la muerte de Mao) en lugar de desencadenar una avalancha de críticas. [...] Para mí, la cuestión radicaba en cómo condenar lo que habíamos considerado erróneo y reaccionar de manera adecuada sin abandonar el compromiso con China, a pesar de que a partir de entonces la relación había de mantenerse «en suspenso».9

Bush caminó por la cuerda floja con habilidad y elegancia. Cuando el Congreso impuso medidas punitivas a Pekín, limó algunas asperezas. Asimismo, para dejar claras sus convicciones, los días 5 y 20 de junio anuló los contactos gubernamentales de alto nivel; detuvo la colaboración militar y las ventas de equipo policíaco, militar y de doble utilidad, y anunció la oposición a nuevos créditos a la República Popular por parte del Banco Mundial y de otras instituciones financieras internacionales. Las sanciones estadounidenses coincidieron con unos pasos similares emprendidos por la Comunidad Europea, Japón, Australia y Nueva Zelanda, así como con expresiones de pesar y condena de gobiernos de todo el mundo. El Congreso estadounidense, como reflejo de la presión popular, exigió medidas más drásticas, entre las cuales se incluían sanciones legislativas (más difíciles de levantar que las administrativas impuestas por el presidente, dejadas a la discreción del jefe del ejecutivo) y una ley que ampliaba de forma automática los visados de todos los estudiantes chinos que se encontraban entonces en Estados Unidos.10

Los gobiernos estadounidense y chino —que habían funcionado como aliados de facto durante buena parte de la década anterior— se distanciaron y, en ausencia de contactos de alto nivel, el resentimiento y las recriminaciones mutuas fueron en aumento. Bush, decidido a evitar una ruptura irreparable, apeló a su larga relación con Deng. El 21 de junio redactó una extensa carta personal en la que se dirigía a Deng «como amigo» y pasaba por encima de la burocracia y de su propia prohibición de establecer contactos al más alto nivel.¹¹ En una diestra maniobra diplomática, Bush expresó su «gran veneración por la historia, la cultura y la tradición chinas», evitando en todo momento cualquier expresión que pudiera sugerir que indicaba a Deng cómo tenía que gobernar China. Al mismo tiempo, Bush insistió ante el dirigente supremo para que comprendiera la indignación popular de Estados Unidos como algo inherente al idealismo de su país:

Le pido también que recuerde los principios sobre los que se fundó mi joven país. Estos principios son la democracia y la libertad: libertad de expresión, libertad de reunión, libertad respecto a una autoridad arbitraria. Es el respeto por estos principios lo que afecta inevitablemente a la forma en que los estadounidenses ven los acontecimientos de otros países y cómo reaccionan frente a ellos. No se trata de una respuesta arrogante, ni del deseo de obligar a los demás a comulgar con nuestras creencias, sino de simple fe en el valor perdurable de estos principios y en su aplicabilidad universal.¹²

Bush apuntó que él mismo actuaba al límite de su influencia política interior:

Voy a dejar la continuación a los libros de historia, pero, de nuevo, la población mundial vio con sus propios ojos la confusión y el baño de sangre con que se puso fin a las manifestaciones. Distintos países reaccionaron de formas diferentes. Sobre la base de los principios descritos anteriormente, no pudieron evitarse las iniciativas que adopté como presidente de Estados Unidos.¹³

Bush pidió comprensión a Deng de cara a los efectos que aquello iba a tener sobre el pueblo estadounidense, y, de forma implícita, en su propia libertad de maniobra:

Cualquier declaración que pudiera hacerse desde China que tuviera sus orígenes en otras anteriores sobre la resolución pacífica de alguna controversia con quienes protestan sería muy bien recibida en nuestro país. El mundo aplaudiría el gesto de clemencia que pudiera mostrarse ante los estudiantes que se manifiestan.14

Para investigar sobre ello, Bush propuso enviar a Pekín a un emisario de alto nivel «con la máxima confidencialidad» para «hablar con toda la franqueza con usted y transmitirle mis sinceros puntos de vista sobre estas cuestiones», puntualizó. Si bien no había rehuido expresar las diferencias de perspectivas existentes entre los dos países, Bush concluyó con un llamamiento a seguir con la colaboración existente: «No podemos permitir que el fin de los trágicos acontecimientos de hace poco socave una relación vital edificada con paciencia durante los últimos diecisiete años».15

Deng respondió al avance de Bush al día siguiente, aceptando recibir en Pekín a un enviado de Estados Unidos. El 1 de julio, tres semanas después de la violenta actuación en la plaza de Tiananmen, se demostró hasta qué punto Bush concedía importancia a la relación con China y la confianza que tenía depositada en Deng, cuando envió a Pekín a Brent Scowcroft, asesor de Seguridad Nacional, y al subsecretario de Estado, Lawrence Eagleburger. La misión se desarrolló en el más estricto secreto, pues solo estuvieron al corriente de ella unos cuantos funcionarios de alto nivel de Washington y el embajador, James Lilley, quien fue reclamado desde Pekín para recibir información en persona sobre la inminente visita.16 Scowcroft y Eagleburger volaron a Pekín en un C-141 militar camuflado; se guardó con tanto celo la información que al parecer las fuerzas de defensa aéreas se pusieron en contacto con el presidente Yang Shangkun para preguntar si había que derribar el misterioso avión.17 La nave estaba preparada para repostar en pleno vuelo y evitar escalas y llevaba además su propio equipo de comunicaciones, de forma que el grupo podía establecer contacto directo con la Casa Blanca. No se mostró bandera alguna en las reuniones o banquetes y los informativos del país no comentaron la visita.

Scowcroft y Eagleburger se reunieron con Deng, con el primer ministro Li Peng y con el ministro de Asuntos Exteriores Qian Qichen. Deng elogió a Bush y respondió a su expresión de amistad, pero echó la culpa de la tensión a las relaciones con Estados Unidos:

Ha sido un acontecimiento que ha causado gran conmoción y consideramos muy inoportuno que Estados Unidos se haya implicado tan profundamente en él. [...] Desde el inicio de los acontecimientos, hace más de dos meses, hemos tenido la impresión de que en realidad una serie de aspectos de la política exterior estadounidense han acorralado a China. Esta es la sensación que tenemos nosotros aquí [...] pues la rebelión contrarrevolucionaria tenía como objetivo el derrocamiento de la República Popular de China y de nuestro sistema socialista. Si hubieran alcanzado su meta, el mundo sería muy distinto. Si he de serle franco, eso podía haber llevado incluso a la guerra.18

¿Se refería a una guerra civil, a una guerra de los descontentos o de los vecinos que buscaban revancha, o bien a ambas? «Las relaciones chino-estadounidenses —advirtió Deng— se encuentran en un momento muy delicado, incluso afirmaría que están en un punto peligroso.» Añadió que las políticas punitivas de Estados Unidos llevaban «a la ruptura de las relaciones». Así y todo, dijo tener esperanzas de que pudieran mantenerse.19 Acto seguido, volvió a su postura tradicional de desafío y se explayó sobre lo poco que les afectaba la presión exterior y sobre su determinación de seguir con el liderazgo sin parangón, curtido en la lucha. «No nos importan las sanciones —dijo Deng a los enviados estadounidenses—. No nos asustan.»20 Los estadounidenses, abundó, «tienen que entender la historia»:

Alcanzamos la victoria con la fundación de la República Popular de China tras luchar en una guerra durante veintidós años y perder en ella más de veinte millones de vidas; fue una guerra librada por el pueblo chino bajo la dirección del Partido Comunista. [...] No existe fuerza capaz de sustituir a la República Popular de China representada por el Partido Comunista Chino. Esto no son palabras vacías. Es algo que se ha puesto a prueba y demostrado a lo largo de unas cuantas décadas de experiencia.²¹

Deng insistió en que la mejora de las relaciones era cuestión de Estados Unidos, y lo hizo recurriendo a un proverbio chino: «Quien ha hecho el nudo tiene que deshacerlo».²² Pekín, por su parte, no dudaría en «castigar a los instigadores de la rebelión —aseguró Deng—; de lo contrario, ¿cómo podría seguir existiendo la República Popular de China?».²³

Scowcroft respondió haciendo hincapié en las cuestiones que Bush había subrayado en sus cartas a Deng. Las estrechas relaciones entre Estados Unidos y China reflejaban los intereses estratégicos y económicos de ambos países; pero al mismo tiempo ponían en contacto unas sociedades con «dos culturas, dos trasfondos y dos modos de ver las cosas distintos». Pekín y Washington se encontraron entonces en un mundo en el que las actuaciones de China en el ámbito interno, difundidas por televisión, podían tener importantes consecuencias sobre la opinión pública estadounidense.

Esta reacción de Estados Unidos, adujo Scowcroft, reflejaba unos valores muy arraigados. En palabras del asesor de Seguridad Nacional estadounidense: «Estos valores muestran nuestras propias creencias y tradiciones». Y estas formaban parte de la «diversidad entre ambas sociedades», de la misma forma que la sensibilidad de los chinos respecto a la interferencia extranjera era también inherente a la sociedad: «Lo que percibió el pueblo estadounidense en las manifestaciones que vio —con razón o sin ella— [como] expresión de unos valores que representan sus creencias más profundas, derivadas de la Revolución norteamericana».24

El trato que dio el gobierno chino a los manifestantes fue, como reconoció Scowcroft, «un asunto totalmente interno de China». De todas formas, «era obvio» que una actuación de ese tipo desencadenara una reacción popular, «algo real, a lo que el presidente debe hacer frente». Bush creía en la importancia de mantener la larga relación entre Estados Unidos y China. Pero, por otra parte, se veía obligado a respetar «los sentimientos del pueblo estadounidense», que pedía a su gobierno alguna expresión concreta de desaprobación. Haría falta una gran discreción por ambas partes para abordar aquella crisis.25

El problema era que unos y otros tenían razón. Deng consideraba que su régimen estaba sometido a un asedio; Bush y Scowcroft veían que se ponían en cuestión los más arraigados valores de su país.

El primer ministro Li Peng y el ministro de Asuntos Exteriores Qian Qichen subrayaron puntos parecidos y las dos partes levantaron la sesión sin llegar a ningún acuerdo concreto. Scowcroft explicó el estancamiento del modo en que suelen expresarse los diplomáticos en las situaciones de bloqueo, como algo positivo para mantener abiertas las líneas de comunicación: «Las dos partes se han mostrado francas y receptivas. Hemos aireado las diferencias y escuchado al otro, aunque nos queda aún una distancia por recorrer antes de salvar el abismo».26

Las cosas no podían quedar de aquella forma. Durante el otoño de 1989, las relaciones entre China y Estados Unidos llegaron al punto más complicado desde que se había reanudado el contacto en 1971. Ninguno de los dos gobiernos deseaba una ruptura, pero tampoco estaba en situación de evitarla. La ruptura, en caso de producirse, podía generar su propia dinámica, de la misma forma que el conflicto chino-soviético había pasado de una serie de controversias tácticas a una confrontación estratégica. Estados Unidos habría perdido su flexibilidad diplomática. China se vería obligada a frenar su impulso económico o quizá incluso a paralizarlo durante un importante período, lo que acarrearía graves consecuencias para su estabilidad nacional. Ambos perderían la oportunidad de partir de los muchos puntos de colaboración bilateral, que habían experimentado un claro avance a finales de la década de 1980, y de trabajar juntos para superar las convulsiones que amenazaban la estabilidad en distintas partes del mundo.

En medio de aquellas tensiones, acepté una invitación de las autoridades chinas para visitar Pekín aquel noviembre a fin de sacar mis propias conclusiones. Fue una visita privada de cuya planificación se informó al presidente y al general Scowcroft.

Antes de salir hacia China, Scowcroft me informó sobre el estado de nuestras relaciones con este país, un procedimiento que, dada la larga historia de mi implicación con China, habían ido siguiendo casi todas las administraciones. Me puse al corriente de las conversaciones que había tenido con Deng. No me dio ningún mensaje específico que transmitir, si bien dijo que, si surgía la ocasión, esperaba que procurara insistir en los puntos de vista de la administración. Yo, como de costumbre, iba a comunicar mis impresiones a Washington.

Al igual que la mayoría de los estadounidenses, me sorprendió la forma en que había finalizado la protesta. Pero a diferencia de muchos, yo había tenido la oportunidad de observar el trabajo hercúleo que había llevado a cabo Deng durante quince años para obrar un cambio en el país: llevar a los comunistas a aceptar la descentralización y la reforma; conseguir que la estrechez de miras de los chinos experimentara un cambio hacia la modernidad y hacia un mundo globalizado, una perspectiva a menudo rechazada por China. Por otra parte, yo era testimonio de sus constantes esfuerzos por mejorar los vínculos chino-estadounidenses.

La China que vi en aquella ocasión había perdido la seguridad en sí misma que me había mostrado en mis anteriores visitas. Durante el período de Mao, los dirigentes chinos representados por Zhou actuaban con la confianza que les proporcionaba la ideología y el criterio sobre las cuestiones internacionales, todo ello aderezado por una memoria histórica que se remontaba a milenios atrás. La China de la primera época de Deng se caracterizaba por una fe casi inocente en el hecho de que si superaban el recuerdo del sufrimiento de la Revolución Cultural conseguirían una guía que les llevaría al progreso económico y político basado en la iniciativa individual. Pero en la década transcurrida desde la promulgación del programa de reforma de Deng, de 1978, China había vivido, junto con el júbilo del éxito, algunas de las penalidades que se le impusieron. El paso de la planificación central a una toma de decisiones más descentralizada experimentó la constante amenaza procedente de dos flancos: la resistencia de una burocracia arraigada, con sus intereses creados en la situación establecida, y las presiones de los reformadores, que se impacientaban porque consideraban que el proceso se alargaba en exceso. La descentralización económica llevó a las reivindicaciones de pluralismo en las decisiones políticas. En este sentido, la revuelta china reflejó los problemas de la reforma del comunismo, de difícil solución.

En Tiananmen, los líderes chinos habían optado por la estabilidad política. La habían llevado a cabo con timidez después de casi seis semanas de controversia interna. No oí justificación emocional alguna de los sucesos del 4 de junio; los trataron como un desafortunado accidente que les hubiera caído del cielo. Las autoridades chinas, sorprendidas ante las reacciones del mundo exterior sobre sus propias divisiones, se habían centrado en intentar restablecer el prestigio internacional. A pesar de la habilidad tradicional de los chinos de situar al extranjero a la defensiva, quienes hablaron conmigo mostraron las dificultades por las que atravesaban; no acertaban a entender por qué Estados Unidos se ofendía ante un acontecimiento que no había perjudicado los intereses materiales de su país y al que China no consideraba que tuviera ningún peso fuera de su propio territorio. Se rechazaron las explicaciones sobre el compromiso histórico de Estados Unidos en materia de derechos humanos, considerándolas, por un lado, una forma de «intimidación» occidental y, por otro, una señal de afirmación personal gratuita de un país que tenía sus propios problemas, también en materia de derechos humanos.

En nuestras conversaciones, los líderes de Pekín siguieron su objetivo estratégico básico: restablecer la relación de trabajo con Estados Unidos. En cierto modo, se volvió al modelo de las primeras reuniones con Zhou. ¿Encontrarían las dos sociedades la forma de colaborar? De ser así, ¿sobre qué base? Se habían invertido los papeles. Durante los primeros contactos, los dirigentes chinos hicieron hincapié en las peculiaridades de la ideología comunista. Ahora buscaban una justificación con perspectivas compatibles.

Deng introdujo el tema clave, es decir, que la paz en el mundo dependía en buena parte del orden en China:

El caos puede llegar de la noche a la mañana. No será fácil mantener el orden y la tranquilidad. Si el gobierno chino no hubiera adoptado unas medidas determinadas en Tiananmen, en China habría estallado una guerra civil. Y teniendo en cuenta que aquí vive una quinta parte de la población del planeta, la inestabilidad habría provocado inestabilidad en el mundo, lo que podría haber implicado incluso a las grandes potencias.

La interpretación de la historia de un país expresa su memoria. Para aquella generación de dirigentes chinos, el traumático acontecimiento de la historia de China fue el desmoronamiento de su autoridad central en el siglo XIX, lo que estimuló la invasión del mundo exterior, el semicolonialismo o la competencia colonial, y se tradujo en unos altos niveles de víctimas en guerras civiles, como en el caso de la rebelión Taiping.

Según Deng, el objetivo de estabilizar China era la contribución constructiva a un nuevo orden internacional. Las relaciones con Estados Unidos eran un punto clave. Como me dijo Deng:

Esto es algo que los demás han de tener claro cuando yo me haya retirado.27 Lo primero que hice cuando me pusieron en libertad fue prestar atención a la mejora de las relaciones chino-estadounidenses. Deseo también acabar con el pasado reciente, conseguir que estas relaciones vuelvan a su cauce. Quisiera decir a mi amigo, el presidente Bush, que durante su mandato como presidente veremos una mejora en las relaciones entre China y Estados Unidos.

Según Li Ruihuan (ideólogo del Partido y considerado liberal por los analistas): «El obstáculo estriba en el hecho de que los estadounidenses creen que comprenden mejor China que el propio pueblo chino». Lo que no podía aceptar China era las imposiciones de fuera:

Desde 1840, el pueblo chino se ha visto amedrentado por los extranjeros; por aquel entonces era una sociedad semifeudal. [...] Mao luchó toda su vida por dejar sentado que China debía mostrarse amistosa con países que nos trataban en pie de igualdad. En 1949, Mao dijo: «El pueblo chino ha plantado cara». Con ello quería decir que los chinos iban a situarse como iguales entre otras naciones. A nadie le gusta que otros dicten lo que tiene que hacer. Pero a los estadounidenses les gusta decir a los demás que hagan esto o lo otro. Al pueblo chino no le gusta recibir instrucciones de nadie.

Intenté explicar al ministro de Asuntos Exteriores, Qian Qichen, las presiones internas y los valores que movían la actuación de los estadounidenses. Qian no quiso saber nada de ello. China actuaría siguiendo su ritmo, basándose en sus intereses nacionales, algo que no podían establecer los extranjeros:

QIAN: Procuramos mantener la estabilidad política y económica y seguir impulsando la reforma y el contacto con el mundo exterior. No podemos actuar bajo presión de Estados Unidos. En fin, avanzamos en esta dirección.

KISSINGER: Precisamente a lo que me refería. Mientras avanzan en esta dirección pueden surgir aspectos relativos a la presentación que resulten positivos.

QIAN: China inició la reforma económica por interés propio y no por lo que podía desear Estados Unidos.

Las relaciones internacionales, según la perspectiva china, estaban marcadas por el interés y los objetivos nacionales. Si aquel era compatible, sería posible, incluso necesaria, la colaboración. Nada podía sustituir la convergencia de intereses. Para este proceso, las estructuras internas eran irrelevantes, algo que habíamos experimentado ya anteriormente cuando surgieron puntos de vista dispares sobre las actitudes de los jemeres rojos. Según Deng, la relación entre Estados Unidos y China había prosperado cuando se habían respetado estos principios:

En el momento en que usted y el presidente Nixon decidieron restablecer las relaciones con China, nuestro país no solo luchaba por el socialismo, sino también por el comunismo. La Banda de los Cuatro optaba por un sistema de pobreza comunista. Entonces ustedes aceptaron nuestro comunismo. Por consiguiente, no existe razón para no aceptar ahora el socialismo chino. Ya ha pasado a la historia la época de gestionar las relaciones entre estados sobre la base de los sistemas sociales. Hoy en día, los países con distintos sistemas sociales pueden establecer relaciones de amistad. Podríamos encontrar muchísimos intereses comunes entre China y Estados Unidos.

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