China

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Henry Kissinger

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Hubo una época en que el mundo democrático habría celebrado que un dirigente chino renunciara a la defensa de la ideología comunista como prueba de una evolución positiva. En aquellos momentos en que los herederos de Mao planteaban que había terminado la era de la ideología y que el factor determinante era el interés nacional, algunas autoridades estadounidenses insistían en que las instituciones democráticas eran imprescindibles para garantizar la compatibilidad entre los intereses nacionales. Esta premisa —rayana en el dogma de fe para muchos analistas de Estados Unidos— sería difícil de demostrar a partir de la experiencia histórica. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de los gobiernos de Europa (entre los cuales cabe citar Gran Bretaña, Francia y Alemania) estaban gobernados por instituciones básicamente democráticas. Aun así, todos los parlamentarios electos aprobaron con entusiasmo la guerra, una catástrofe de la que Europa nunca se ha recuperado del todo.

Pero tampoco es obvio el cálculo sobre el interés nacional. En las relaciones internacionales, probablemente el poder nacional y el interés nacional son los elementos más difíciles de calcular con precisión. Muchas guerras se desencadenan a raíz de un cálculo erróneo de las relaciones de poder y por presiones internas. Durante el período que nos ocupa, distintas administraciones estadounidenses propusieron soluciones diferentes al dilema de equilibrar el compromiso respecto a los ideales políticos de Estados Unidos y la consecución de unas relaciones pacíficas y productivas entre Estados Unidos y China. La administración de George H.W. Bush optó por fomentar las opciones estadounidenses a través del compromiso; la de Bill Clinton, en su primer mandato, se inclinó por la presión. Ambas tuvieron que enfrentarse a la realidad de que, en política exterior, las máximas aspiraciones de un país en general se consiguen en estadios imperfectos.

La dirección básica de una sociedad se configura a través de sus valores, que son los que definen sus supremos objetivos. Cabe tener en cuenta también que una de las pruebas que definen el arte del buen gobierno es la aceptación de los límites de la propia capacidad; esta implica la valoración de las posibilidades. Los filósofos son responsables de su intuición. A los estadistas se les juzga por la capacidad de mantener sus ideas a lo largo del tiempo.

El intento de cambiar la estructura interna de un país de la magnitud de China puede tener consecuencias imprevistas. La sociedad estadounidense nunca debería abandonar su compromiso para con la dignidad humana. Y la importancia de este compromiso no es menor por el reconocimiento de que tal vez las ideas de derechos humanos y libertades individuales no puedan trasladarse de forma directa, en un período de tiempo finito orientado hacia ciclos políticos e informativos occidentales, a una civilización que durante milenios se ha regido por conceptos distintos. Tampoco puede menospreciarse el miedo ancestral chino al caos político como algo anacrónico e irrelevante que hay que «corregir» mediante el progresismo occidental. La historia china, sobre todo la de los dos últimos siglos, proporciona un gran número de ejemplos en los que la división en la autoridad política —en ocasiones creada con grandes expectativas de aumento de las libertades— ha desencadenado convulsiones sociales y étnicas; y con frecuencia no se impusieron los elementos más liberales, sino los más combativos.

Siguiendo el mismo principio, los países que establecen acuerdos con Estados Unidos deben comprender que entre los valores básicos de nuestro país está el concepto inalienable de los derechos humanos y que las opiniones de este país no pueden separarse de la idea que tiene sobre la práctica de la democracia. Existen atropellos que provocan una reacción en Estados Unidos, y que ponen en peligro una relación. Este tipo de acontecimientos llega a situar la política exterior estadounidense más allá de los cálculos sobre sus intereses nacionales. Ningún presidente de Estados Unidos puede ignorarlos, si bien debe andar con tiento a la hora de definirlos y ser consciente del principio de las consecuencias imprevistas, algo que los dirigentes de otros países no deberían dejar a un lado. La manera de definir y de establecer el equilibrio ha de determinar la naturaleza de la relación de Estados Unidos con China, y tal vez incluso la paz del mundo.

Los estadistas de los dos países se enfrentaron a esta alternativa en noviembre de 1989. Deng, práctico como siempre, sugirió hacer un esfuerzo para establecer un nuevo concepto de orden internacional que estipulara la no intervención en asuntos internos en un principio general de política exterior: «Considero que deberíamos proponer el establecimiento de un nuevo orden político internacional. No hemos avanzado mucho en la creación de un nuevo orden económico internacional. Así pues, habría que pasar a un nuevo orden político que se atenga a los cinco principios de coexistencia pacífica». Uno de ellos es, sin duda, prohibir la intervención en los asuntos internos de otros países.28

Más allá de todos estos principios estratégicos se cernía un elemento intangible de crucial importancia. El cálculo del interés nacional no se reducía a una fórmula matemática. Había que prestar atención a la dignidad y al honor nacional. Deng me instó a transmitir a Bush su deseo de llegar a un acuerdo con Estados Unidos, país que, al ser el más fuerte, tendría que dar el primer paso.29 En la búsqueda de una nueva fase de colaboración no podía eludirse la cuestión de los derechos humanos. Fue el propio Deng el que respondió a la pregunta que había formulado él mismo sobre quién tenía que reanudar el diálogo, y lo hizo hablando sobre el destino de una persona: un disidente llamado Fang Lizhi.

LA POLÉMICA SOBRE FANG LIZHI

En el momento de mi visita a China en noviembre de 1989, el físico disidente Fang Lizhi se había convertido en el símbolo de la división entre Estados Unidos y China. Fang era un elocuente defensor de la democracia parlamentaria de corte occidental y de los derechos de las personas que llevaba mucho tiempo tirando de la cuerda de la tolerancia oficial. En 1957, le habían expulsado del Partido Comunista durante la Campaña Antiderechista y en la Revolución Cultural estuvo un año en la cárcel por actividades «reaccionarias». Rehabilitado tras la muerte de Mao, siguió triunfando en su carrera académica y abogando por la liberalización política. Tras las manifestaciones de 1986 a favor de la democracia, fue represaliado de nuevo aunque siguió con sus llamamientos a la reforma.

Cuando el presidente Bush visitó China en febrero de 1989, Fang figuraba en la lista de personas que la embajada de Estados Unidos había recomendando a la Casa Blanca invitar a una cena oficial ofrecida por el presidente en Pekín. La embajada siguió lo que consideró el precedente de la visita de Reagan a Moscú, en la que estableció contacto con los disidentes declarados. La Casa Blanca dio el visto bueno a la lista, aunque probablemente no estaba al corriente de las reacciones que despertaba Fang entre los chinos. Su inclusión provocó controversia entre los gobiernos estadounidense y chino, pero también en el seno de la nueva administración de Bush.30 Por fin, la embajada y el gobierno chinos acordaron instalar a Fang lejos de los asientos que ocupaban los funcionarios de su país. La noche del banquete, los servicios de seguridad chinos detuvieron el coche de Fang y le impidieron llegar a la cita.

A pesar de que Fang no había participado personalmente en las manifestaciones de la plaza de Tiananmen, los estudiantes que las organizaron simpatizaban con los principios que defendía el físico y se creyó que era un posible blanco de las represalias del gobierno. Tras las enérgicas medidas tomadas el 4 de junio, Fang y su esposa pidieron asilo en la embajada estadounidense. Unos días después, el gobierno chino dictó una orden de detención contra Fang y su esposa por «delitos de propaganda subversiva e instigación antes y después de los recientes disturbios». En las publicaciones gubernamentales se pedía que Estados Unidos entregara al «delincuente que había provocado aquella violencia» si no quería enfrentarse al deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y China.³¹ «No tuvimos más remedio que aceptarlo —concluía Bush en su diario—, pero sería algo que iba a fastidiarles.»³²

La presencia de Fang en la embajada creó constantes tensiones: el gobierno chino no estaba dispuesto a permitir que su crítico más destacado abandonara el país por miedo a que organizara la agitación desde el extranjero; Washington no quería entregar a un disidente que defendía la democracia liberal y exponerse a un duro desquite. El embajador James Lilley, en un telegrama enviado a Washington, comentaba sobre Fang: «Está con nosotros para recordarnos constantemente nuestra relación con el “liberalismo burgués” y nos enfrenta con el régimen del país. Es el símbolo viviente de nuestro conflicto con China por los derechos humanos».³³

En una carta escrita el 21 de junio a Deng Xiaoping, Bush planteaba «la cuestión de Fang Lizhi» y se lamentaba diciendo: «Es un claro tema de disensión entre nosotros». Bush apoyaba la decisión estadounidense de conceder asilo a Fang y afirmaba: «Nos basamos en nuestra interpretación ampliamente aceptada de la legislación internacional». Y abundaba: «Ahora no podemos echar a Fang de la embajada sin la seguridad de que no va a correr peligro físico». Bush planteaba la posibilidad de solucionar la cuestión de forma discreta, comentando que otros gobiernos habían resuelto casos parecidos «permitiendo una salida prudente a través de la expulsión».34 Pero se demostró que la negociación no era tan fácil y Fang y su esposa siguieron en la embajada.

En las instrucciones que el general Scowcroft me había dado antes de mi viaje a Pekín, me había expuesto con detalle el caso. Me pidió que no lo sacara a colación, pues la administración ya había dicho todo lo que podía decir. No obstante, yo podía responder a las iniciativas chinas sin salir del marco de la política existente. Seguí su consejo. No hablé de Fang Lizhi, como tampoco lo hizo ninguno de mis interlocutores chinos. Cuando fui a despedirme de Deng, tras una serie de comentarios inconexos sobre el problema de la reforma, introdujo la cuestión y la utilizó para sugerir un compromiso. Un resumen del importante intercambio de pareceres servirá para dar una idea de la atmósfera que se respiraba en Pekín seis meses después de los hechos de Tiananmen:

DENG: He hablado con el presidente Bush sobre el caso de Fang Lizhi.

KISSINGER: Como sabrá usted, el presidente no estaba al corriente de la invitación al banquete hasta que se hizo pública.

DENG: Eso me dijo.

KISSINGER: Ya que ha sacado el tema de Fang, quisiera plantearle una consideración. No lo he citado en otras conversaciones, pues soy consciente de que es una cuestión muy delicada y de que afecta a la dignidad china. Pero considero que su mejor amigo estadounidense sentirá un gran alivio si encontramos la forma de sacarlo de la embajada y permitirle que abandone el país. Nada impresionaría tanto al pueblo de Estados Unidos como que esto se produjera sin demasiada agitación.

En aquel momento, Deng se levantó del asiento y desconectó nuestros micrófonos en señal de que lo que quería era hablar en privado.

DENG: ¿Puede sugerirme algo?

KISSINGER: Le sugeriría que lo expulsara de China y podríamos acordar que nosotros, como gobierno, no haríamos ningún uso político de ello. Tal vez le animaríamos a ir a otro país, como Suecia, para alejarlo del Congreso de Estados Unidos y de nuestra prensa. Un acuerdo de este tipo podría causar una profunda impresión en el pueblo estadounidense, con mucho más impacto que cualquier iniciativa sobre una cuestión técnica.

Deng quería garantías más específicas. ¿Podía el gobierno estadounidense «exigir a Fang una confesión por escrito» de los delitos cometidos contra la legislación china, o Washington garantizar que «tras su expulsión [de China]... Fang no diría ni haría nada contra China»? Deng amplió la propuesta sugiriendo: «Washington podría asumir la responsabilidad de evitar que Fang y otros opositores [chinos] que se encuentran en Estados Unidos hicieran más comentarios ridículos». Deng buscaba una salida. Pero las medidas que proponía quedaban fuera de la autoridad legal del gobierno estadounidense.

DENG: ¿Qué opinaría si lo expulsáramos después de que hubiera firmado un papel en el que confesara sus delitos?

KISSINGER: Me sorprendería que lo hiciera. Esta mañana he pasado por la embajada, pero no he visto a Fang.

DENG: Si los estadounidenses insisten, tendrá que hacerlo. Es una cuestión que han planteado unos cuantos de la embajada, entre los que se encuentra algún buen amigo suyo y otros que yo consideraba amigos nuestros.35 ¿Y si los estadounidenses le exigieran una confesión por escrito y luego lo expulsáramos como a un delincuente común y se pudiera ir a donde quisiera? Aunque si esto no funciona, se me ocurre otra cosa: Estados Unidos se responsabiliza de que, tras su expulsión, Fang no diga ni haga nada contra China. Que no se sirva de Estados Unidos ni de otro país para manifestar su oposición a la República Popular de China.

KISSINGER: Hablemos de la primera propuesta. Si le pedimos que firme una confesión, dando por supuesto que lo conseguiremos, lo importante no es lo que diga en la embajada, sino lo que diga cuando esté ya fuera de China. Si dice que el gobierno estadounidense lo obligó a confesar, será peor para todos que si no hace confesión alguna. La importancia de que quede libre da la medida de la confianza de China en su propia práctica. Serviría para quitar hierro a las caricaturas que muchos de sus adversarios han hecho de China en Estados Unidos.

DENG: Pues pasemos a la segunda propuesta. Estados Unidos puede decir que, en cuanto haya abandonado China, no hará ningún comentario contra la República Popular de China. ¿Podría garantizarse eso?

KISSINGER: En realidad, estoy hablando con usted como amigo.

DENG: Lo sé. No le pido que asuma el acuerdo.

KISSINGER: Una posibilidad es que el gobierno de Estados Unidos acepte no utilizar a Fang de ninguna forma, como, por ejemplo, en la Voz de América o en cualquier otro medio que el presidente pueda controlar. También podemos prometer que le avisaremos de que no lo haga por su cuenta. Aceptaríamos que no lo recibiera el presidente y que ninguna organización gubernamental estadounidense le diera tratamiento oficial.

Aquello llevó a Deng a hablarme de una carta que acababa de recibir de Bush en la que le proponía la visita de un enviado especial para informarle sobre la próxima cumbre entre Estados Unidos y Gorbachov y revisar las relaciones chino-estadounidenses. Deng aceptó la idea y la relacionó con la cuestión de Fang como medio para encontrar una solución global:

En el proceso de resolver el tema de Fang, pueden exponerse otras cuestiones y así conseguir una solución de conjunto a todas. Así están las cosas. He pedido a Bush que mueva ficha primero; él me pide que lo haga yo. Opino que podemos llegar a una solución y que no importa el orden de los pasos.

Así describió el ministro de Asuntos Exteriores chino el «acuerdo global» en sus memorias:

(1) China permitirá a Fang Lizhi y a su esposa abandonar la embajada estadounidense de Pekín para ir a Estados Unidos o a un tercer país; (2) Estados Unidos anunciará explícitamente, de la forma que crea oportuna, que levanta las sanciones sobre China; (3) ambas partes intentarán llegar a acuerdos en uno o dos de los principales proyectos de colaboración económica; (4) Estados Unidos extenderá una invitación a Jiang Zemin [recién nombrado secretario general del Partido Comunista en sustitución de Zhao Ziyang] para que efectúe una visita oficial en el curso del año siguiente.36

Tras extenderse en la cuestión de las modalidades del posible exilio de Fang, Deng concluyó su intervención:

DENG: ¿Complacerá a Bush la propuesta y estará de acuerdo con ella?

KISSINGER: En mi opinión, le complacerá.

Yo esperaba que Bush apreciara la muestra de preocupación y la flexibilidad de China, aunque dudaba que la mejora de las relaciones siguiera un ritmo tan rápido como preveía Deng.

Empezaba a ser urgente la renovación del compromiso entre China y Estados Unidos, sobre todo porque las convulsiones que vivían la Unión Soviética y Europa oriental parecían socavar los principios de la relación triangular existente. Con la desmembración del imperio soviético, ¿qué se había hecho del motivo que había acercado en un principio a Estados Unidos y China? La urgencia era más imperiosa la noche que abandoné Pekín después de hablar con Deng, pues en mi primera escala en Estados Unidos me enteré de que había caído el muro de Berlín y con ello habían estallado en pedazos los principios de política exterior de la guerra fría.

Las revoluciones políticas de Europa oriental estuvieron a punto de acabar con el acuerdo global. Cuando volví a Washington tres días después, en una cena en la Casa Blanca informé a Bush, a Scowcroft y al secretario de Estado, James Baker, sobre la conversación que había tenido con Deng. China no fue el tema principal de la velada. Lo primordial para mis anfitriones en aquellos momentos eran las consecuencias de la caída del muro de Berlín y el inminente encuentro entre Bush y Gorbachov, programado para los días 2 y 3 de diciembre de 1989 en Malta. Los dos temas exigían decisiones inmediatas sobre tácticas y estrategia a largo plazo. ¿Asistiríamos a la desaparición de los países satélites de Alemania oriental, donde la Unión Soviética tenía estacionadas veinte divisiones? ¿Habría dos estados alemanes y uno de ellos sería la Alemania oriental no comunista? Suponiendo que se marcara el objetivo de la unificación, ¿qué diplomacia iba a aplicarse? ¿Cuál sería, por otra parte, la actitud estadounidense en unas contingencias previsibles?

En medio del drama que rodeaba la desmembración de Europa oriental, al acuerdo global de Deng no se le asignó la prioridad de la que habría disfrutado en una época menos tumultuosa.

La misión especial de la que había hablado con Deng no cristalizó hasta mediados de diciembre, cuando Brent Scowcroft y Lawrence Eagleburger se desplazaron, por segunda vez en seis meses, a Pekín. La visita no fue tan secreta como lo había sido el viaje de julio (que seguía manteniéndose así), pero se planeó como un acontecimiento al que iba a darse poca publicidad para evitar polémicas en el Congreso y en los medios de comunicación. Pero los chinos se las compusieron para obtener una foto de Scowcroft brindando con Qian Qichen, lo que provocó gran consternación en Estados Unidos. Más tarde, Scowcroft recordaba:

Cuando empezaron los brindis de ritual al final de la cena de bienvenida ofrecida por el ministro de Asuntos Exteriores, reaparecieron las cámaras de televisión. Para mí fue una situación incómoda. Podía seguir adelante y que se me viera brindando con los que la prensa tildaba de «asesinos de la plaza Tiananmen» o negarme al brindis y estropear el objetivo del viaje. Opté por lo primero y, para mi profundo pesar, tuve mi minuto de gloria, en el sentido más negativo de la expresión.37

El incidente demostró los principios contrapuestos de las dos partes. China quería demostrar a su población que terminaba el aislamiento; Washington pretendía atraer la mínima atención para evitar controversias hasta que se hubiera llegado a un acuerdo.

Inevitablemente, la discusión sobre la Unión Soviética ocupó la mayor parte del viaje de Scowcroft y Eagleburger, si bien en la dirección opuesta a lo que se había convertido en tradicional: ya no se trataba de la amenaza militar de la Unión Soviética, sino de su creciente debilidad. Qian Qichen pronosticó la desintegración de la Unión Soviética y explicó la sorpresa de Pekín cuando Gorbachov, en su visita de mayo, en el momento álgido de las manifestaciones de Tiananmen, pidió ayuda económica a China. Más tarde, Scowcroft contaba la versión china de los hechos:

Los soviéticos no controlaban muy bien la economía y Gorbachov a menudo tampoco tenía muy claro lo que pedía. Qian había previsto que el hundimiento económico y los problemas de las nacionalidades acabarían en disturbios. «No había visto que Gorbachov tomara ninguna medida», dijo. «Gorbachov acudió a China en busca de bienes de consumo básicos», nos comentó. [...] «Nosotros podíamos proporcionarles bienes de consumo y ellos nos pagarían con materias primas. Además, querían préstamos. Nos sorprendió bastante que nos plantearan esta cuestión. Acordamos proporcionarles una cantidad de dinero.»38

Los líderes chinos presentaron su acuerdo global a Scowcroft y vincularon la libertad de Fang Lizhi al levantamiento de las sanciones de Estados Unidos. La administración prefirió tratar el caso Fang como una cuestión humanitaria aparte que tenía que resolverse por derecho propio.

La intensificación de los disturbios en el bloque soviético —incluyendo el sangriento derribo de Nicolae Ceauşescu— reforzó la idea de asedio del Partido Comunista chino. Por otra parte, la desintegración de los estados comunistas de Europa oriental también dio cuerda a los que defendían en Washington que Estados Unidos tenía que esperar al previsible hundimiento del gobierno de Pekín. En aquella tesitura, ni unos ni otros se encontraban en situación de cambiar de posición. En la embajada de Estados Unidos seguían las negociaciones sobre la liberación de Fang, y las dos partes no llegaron a un acuerdo hasta junio de 1990, más de un año después de que Fang y su esposa pidieran asilo y ocho meses después de que Deng presentara su propuesta global.39

Entretanto, la revalidación anual de la situación comercial de China como «nación más favorecida» —exigida para las economías que no son «de mercado» y contenida en las estipulaciones de la Enmienda Jackson-Vanik de 1974, que condicionaba dicha situación a las prácticas de emigración— se transformó en un foro de condena del Congreso al historial chino sobre derechos humanos. El debate llevaba implícito el supuesto de que cualquier acuerdo con China era un favor y, en aquellas circunstancias, algo que repugnaba a los ideales democráticos estadounidenses; así pues, los privilegios comerciales tenían que aplicarse sobre la base de que China avanzara hacia la concepción estadounidense en materia de derechos humanos y libertades políticas. La idea del aislamiento empezó a cernirse sobre Pekín y una oleada de triunfalismo invadió Washington. Durante la primavera de 1990, mientras caían los gobiernos comunistas de Alemania oriental, Checoslovaquia y Rumanía, Deng transmitió una seria advertencia a los miembros del Partido:

Todo el mundo debe tener claro que, en la actual situación internacional, toda la atención del enemigo se concentrará en China. Utilizará cualquier pretexto para provocar problemas, para crear dificultades y presiones. [Por lo tanto, China necesita] estabilidad, estabilidad y más estabilidad. Los próximos tres, cinco años serán terriblemente difíciles para nuestro partido y para nuestro país, pero también de suma importancia. Si nos mantenemos firmes y sobrevivimos, nuestra causa avanzará con rapidez. Si nos desmoronamos, la historia de China experimentará un retroceso de unas decenas de años, tal vez de un siglo.40

LAS DECLARACIONES DE 12 Y 24 CARACTERES

A finales de aquel dramático año, Deng decidió pasar al retiro que tanto tiempo llevaba planificando. Durante la década de 1980, había dado muchos pasos para abolir la práctica tradicional de acabar con el poder centralizado tan solo con la muerte del titular del cargo o la pérdida del Mandato Celestial, criterios indefinidos y que podían inducir al caos. Había creado un consejo asesor de ancianos al que entraban a formar parte los dirigentes que mantenían un puesto permanente. Había explicado a las visitas —incluyéndome a mí— que pretendía retirarse pronto a la dirección de aquel organismo.

A partir de principios de la década de 1990, Deng inició una retirada gradual de su alto cargo: fue el primer líder chino que lo hizo en la era moderna. Probablemente, Tiananmen aceleró la decisión para que Deng pudiera activar la transición mientras se establecía un nuevo dirigente. En diciembre de 1989, Brent Scowcroft fue la última visita que recibió Deng. A partir de entonces, también dejó de ocuparse de las funciones públicas. Murió en 1997, pero antes ya se había aislado completamente del mundo.

Sin embargo, antes de abandonar la escena, Deng decidió echar una mano a su sucesor: dejó una serie de máximas para orientarle y como guía para la próxima generación de dirigentes. Redactó estas instrucciones dirigidas a los mandos del Partido Comunista siguiendo un método extraído de la historia clásica china. Con una prosa clara y concisa, utilizando el estilo poético chino clásico, elaboró unas directrices con 24 caracteres y una explicación con 12 caracteres a la que solo podían acceder los altos cargos. Las instrucciones de 24 caracteres especificaban:

Observemos atentamente; aseguremos nuestro puesto; enfrentémonos a las cuestiones; disimulemos nuestra capacidad y aguardemos la oportunidad; intentemos pasar desapercibidos, y no reivindiquemos nunca el liderazgo.41

A ello le seguía la explicación política de 12 caracteres, que tuvo una circulación aún más restringida entre la dirección:

Las tropas enemigas están al pie de la muralla. Son más fuertes que nosotros. Tendremos que situarnos básicamente a la defensiva.42

¿Contra quién y contra qué? Las declaraciones con múltiples caracteres no precisaban nada sobre esta cuestión, probablemente porque Deng daba por supuesto que sus receptores comprenderían instintivamente que la situación de su país era más precaria, tanto en el ámbito interior como en el internacional, que incluso había empeorado.

Por una parte, las máximas de Deng evocaban la China histórica rodeada de fuerzas que podían ser hostiles. En períodos de renacimiento, China dominaba su entorno. En períodos de decadencia, trataba de ganar tiempo, convencida de que su cultura y su disciplina política le permitiría recuperar lo que era suyo. La declaración de 12 caracteres comunicaba a los dirigentes chinos que habían llegado tiempos de peligro. El mundo exterior siempre había tenido problemas a la hora de tratar con aquel organismo excepcional, distante y al mismo tiempo universal, majestuoso pero también propenso a caer en el caos. En aquellos momentos, el anciano dirigente de un pueblo antiguo daba las últimas instrucciones a su sociedad, que se sentía asediada en su intento de reforma.

Deng pretendía aglutinar a su pueblo sin apelar a sus emociones ni al nacionalismo chino, como habría podido hacer. Por el contrario, invocaba sus virtudes ancestrales: calma ante la adversidad; gran capacidad analítica al servicio del poder; disciplina en busca de un objetivo común. Consideraba que el principal desafío no radicaba tanto en superar las adversidades expuestas en la declaración de 12 caracteres como en prepararse para el futuro cuando se había vencido ya el peligro inmediato.

La declaración de 24 caracteres, ¿pretendía orientar en un momento de debilidad o era una máxima permanente? En aquellos momentos, la reforma china se veía amenazada por las consecuencias de la agitación interna y la presión de los países extranjeros. Pero en el próximo estadio, una vez que hubiera surtido efecto la reforma, el crecimiento de China podía poner al descubierto otro aspecto de la preocupación mundial. Entonces, quizá la comunidad internacional se planteara cortar el camino a China en su avance para convertirse en una potencia dominante. ¿Acaso Deng, en un momento de crisis importante, vio que el peor peligro para China podía derivar de su resurgimiento final? Según esta interpretación, Deng pidió a su pueblo: «Disimulemos nuestra capacidad y aguardemos la oportunidad» y «no reivindiquemos nunca el liderazgo», es decir, no resucitemos temores innecesarios con excesiva contundencia.

En los momentos más bajos, entre las turbulencias y el aislamiento, es probable que Deng temiera que China fuera a consumirse en aquella crisis y que los dirigentes de la próxima generación no tuvieran la perspectiva necesaria para reconocer el peligro de una confianza excesiva. ¿Hacía la declaración pensando en las tribulaciones de aquellos momentos o en aplicar el principio de 24 caracteres cuando el país hubiera adquirido suficiente fortaleza? Buena parte del futuro de las relaciones entre China y Estados Unidos dependía de la respuesta a aquellas preguntas.

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¿Qué tipo de reforma?

La gira de Deng por el sur

En junio de 1989, con la dirección del Partido Comunista dividida sobre qué hacer, el secretario general del Partido, Zhao Ziyang, nombrado tres años antes por Deng, fue purgado por la forma en que gestionó la crisis. Ascendió entonces a la cúpula del Partido Comunista su secretario de Shanghai, Jiang Zemin.

La crisis a la que tuvo que enfrentarse Jiang fue una de las más complejas de la historia de la República Popular. China estaba aislada, se encontraba ante el desafío exterior de las sanciones comerciales y en su interior dominaba el descontento. El comunismo se estaba desintegrando en todos los países del mundo, a excepción de Corea del Norte, Cuba y Vietnam. Destacados disidentes chinos habían abandonado el país y fuera habían recibido asilo político, comprensión y libertad para organizarse. Seguía la agitación en el Tíbet y en Xinjiang. En el extranjero se trataba con honores al Dalai Lama, quien el mismo año de los sucesos de Tiananmen recibió el Premio Nobel de la Paz mientras la causa de la autonomía del Tíbet iba ganando adeptos en todo el mundo.

Tras cualquier agitación social y política, el mayor reto para la gobernanza es el restablecimiento de la idea de cohesión. Ahora bien, ¿en nombre de qué principio? En China resultó más amenazante para la reforma la reacción interna ante la crisis que las sanciones exteriores. Los conservadores del Politburó, de quienes Deng recabó apoyo durante la revuelta de Tiananmen, echaban la culpa de la crisis a la «política evolutiva» de este y presionaban a Jiang para que volviera a las verdades tradicionales maoístas. Llegaron al punto de intentar cambiar radicalmente unas políticas que gozaban de gran arraigo, como la de la condena de la Revolución Cultural. Un miembro del Politburó llamado Deng Liqun (conocido también como el pequeño Deng) afirmaba: «Si no libramos una batalla resuelta contra la liberalización o [contra] la reforma capitalista y la apertura, acabaremos con la causa socialista».¹ Deng y Jiang defendían exactamente lo contrario. Según ellos, solo podía darse un nuevo impulso a la estructura política china acelerando el programa de reforma. Consideraban que la mejora del nivel de vida y el aumento de la productividad eran la principal garantía de estabilidad social.

En esta tesitura, a principios de 1992 Deng salió de su retiro para iniciar su último gran gesto público. Eligió como medio una «gira de inspección» por el sur de China para fomentar la liberalización económica y conseguir apoyo público para el liderazgo de la reforma de Jiang. Con las tareas encaminadas a este fin estancadas y sus protegidos que iban perdiendo terreno ante los tradicionalistas en la jerarquía del Partido, Deng, con ochenta y siete años, se propuso, junto con su hija Deng Nan y unos cuantos camaradas próximos, organizar una gira por los centros económicos del sur de China, entre los que destacaban Shenzhen y Zhuhai, dos de las Zonas Económicas Especiales establecidas en el programa de reforma de la década de 1980. Fue una campaña en pro del «socialismo con características chinas», que implicaba un papel para los mercados libres, posibilidades de inversión extranjera y llamamiento a la iniciativa individual.

Por aquel entonces, Deng carecía de cargo o función formal oficial. Sin embargo, cual predicador itinerante, apareció en escuelas, instalaciones de alta tecnología, empresas modelo y otros lugares emblemáticos que formaban parte de su visión de reforma china, donde animó a sus compatriotas a redoblar esfuerzos y a establecer ambiciosas metas para el desarrollo económico e intelectual de China. La prensa nacional (controlada por aquel entonces por elementos conservadores) en un principio hizo caso omiso de los discursos de Deng. Poco a poco, sin embargo, fueron filtrándose hacia el continente las noticias recogidas por la prensa de Hong Kong.

Con el tiempo, la «gira meridional» de Deng fue adquiriendo una dimensión casi mítica y sus alocuciones sirvieron de guía para otros veinte años de estrategia política y económica en China. Aún hoy encontramos en las vallas publicitarias de China imágenes y citas de la mencionada gira de Deng, entre las cuales destaca su célebre máxima: «El desarrollo es el principio absoluto».

Deng se propuso justificar el programa de reforma contra la acusación de que traicionaba el legado socialista. Defendía que la reforma económica y el desarrollo eran prácticas fundamentalmente «revolucionarias». Advertía de que si se abandonaba la reforma China acabaría en una «vía muerta». Según él, para «ganar la confianza y el apoyo del pueblo», el programa de liberalización económica tenía que seguir durante «cien años». Insistía en que la reforma y la apertura habían conseguido que la República Popular se ahorrara una guerra civil en 1989. Reiteraba su condena a la Revolución Cultural, describiéndola no como un plan que no había funcionado, sino como una especie de guerra civil.²

El heredero de la China de Mao defendía los principios del mercado, el riesgo, la iniciativa privada y la importancia de la productividad y del espíritu empresarial. El principio del beneficio, según él, no reflejaba una teoría alternativa al marxismo, sino una observación de la naturaleza humana. El gobierno iba a perder apoyo popular si sancionaba a los empresarios por su éxito. Deng mantenía que China tenía que ser «más audaz», que tenía que intensificar sus esfuerzos y «atreverse a experimentar»: «No tenemos que actuar como las mujeres que llevan los pies vendados. Cuando estemos seguros de que hay que hacer algo, debemos animarnos a experimentar y a abrir un nuevo camino. [...] ¿Quién se atreve a afirmar que está totalmente seguro del éxito y no corre ningún riesgo?».³

Deng desestimó las críticas según las cuales sus reformas llevaban a China hacia la «vía capitalista». Rechazando décadas de adoctrinamiento maoísta, recurría a su conocida máxima de que lo que importa es el resultado y no la doctrina con la que se ha conseguido. China no tenía que temer la inversión extranjera:

En el estadio actual, las empresas de capital extranjero en China pueden sacar beneficios de conformidad con las leyes y las políticas en vigor. Pero el gobierno recauda impuestos de estas empresas, los trabajadores reciben el salario de ellas y todos aprendemos tecnología y técnicas de dirección. Por otra parte, nos ofrecen una información que ha de ayudarnos a abrir más mercados.4

Al fin, Deng atacó a la «izquierda» del Partido Comunista, lo que en cierto modo formaba parte de su propia historia anterior, cuando había sido la «mano derecha» de Mao en la creación de las comunas agrícolas: «Actualmente nos afectan tanto las tendencias de derechas como las de “izquierdas”. Pero es en las de “izquierdas” en las que tenemos las raíces más profundas. [...] En la historia del Partido, estas tendencias han traído consecuencias funestas. Hemos visto la destrucción de grandes obras de la noche a la mañana».5

Deng animó a sus compatriotas apelando a su orgullo nacional y retó a China a conseguir tasas de crecimiento comparables a las de sus países vecinos. Para demostrar hasta dónde había llegado China en menos de veinte años desde la gira meridional organizada por él, en 1992 habló de los «cuatro importantes artículos» que consideraba esenciales para los habitantes del campo: una bicicleta, una máquina de coser, una radio y un reloj de pulsera. La economía china podía «alcanzar un nuevo estadio cada pocos años», declaró, y dijo también: «China triunfará si sus habitantes se atreven a liberar la mente y actuar con libertad» como respuesta a los retos que vayan surgiendo.6

La ciencia y la tecnología constituyen la clave. Haciéndose eco de sus propios discursos de la década de 1970, Deng insistió: «Los intelectuales forman parte de la clase obrera»; dicho de otra forma, reunían las condiciones para formar parte del Partido Comunista. En un acercamiento a los que apoyaron Tiananmen, Deng instó a los intelectuales que se encontraban en el exilio a volver al país. Si contaban con conocimientos especializados, se les recibiría con los brazos abiertos, independientemente de sus anteriores actitudes: «Tienen que saber que si están dispuestos a contribuir, mejor será que vuelvan al país. Espero que se hagan esfuerzos conjuntos para acelerar el progreso en los campos científico, tecnológico y educativo de China. [...] Todos deberíamos amar a nuestro país y contribuir en su desarrollo».7

Aquello fue un cambio extraordinario en las convicciones de un revolucionario de más de ochenta años que había ayudado a construir, en ocasiones de forma descarnada, el sistema económico que entonces estaba desmantelando. Cuando estuvo en Yan’an con Mao durante la guerra civil, nadie habría imaginado que cincuenta años después viajaría por el país insistiendo en la reforma de la misma revolución que él había impuesto. Hasta que topó con la Revolución Cultural, fue uno de los principales colaboradores de Mao, que destacó básicamente por su energía.

A lo largo de las décadas se había producido un cambio gradual. Deng había pasado a definir de nuevo los criterios de la buena gobernanza en términos de bienestar y desarrollo del pueblo llano. Esta entrega al desarrollo rápido incluía una considerable dosis de nacionalismo, a pesar de que ello conllevara adoptar métodos extendidos en el antes denostado mundo capitalista. Como comentó más tarde un hijo de Deng a David Lampton, erudito estadounidense, jefe del Comité Nacional de Relaciones entre Estados Unidos y China:

A mediados de la década de 1970, mi padre observaba la periferia de China; las economías del pequeño dragón [Singapur, Hong Kong, Taiwan y Corea del Sur] experimentaban un crecimiento de entre un 8 y un 10 por ciento anual e iban bastante por delante de China en el ámbito tecnológico. Si había que superarlas y recuperar el puesto que les correspondía en la región, y en definitiva en el mundo, China tendría que crecer con más rapidez que ellas.8

Con esta perspectiva en mente, Deng defendía una serie de principios económicos y sociales como parte de su programa de reforma. No obstante, lo que él denominaba democracia socialista distaba mucho de la democracia pluralista. Seguía convencido de que, en China, los principios políticos occidentales llevarían al caos y serían un estorbo para el desarrollo.

De todas formas, a pesar de que se declarara partidario de la necesidad de un gobierno autoritario, creyó que su última misión era la de traspasar el poder a otra generación que, si triunfaba su plan de desarrollo, crearía su propio orden político. Deng esperaba que el triunfo en su programa de reforma eliminara el incentivo de la evolución democrática. Pero tenía que haber comprendido que el cambio que estaba consiguiendo entrañaría unas consecuencias políticas de unas dimensiones que aún eran imprevisibles. Y estos son los desafíos a los que se enfrentan actualmente sus sucesores.

Para el futuro inmediato, en 1992 Deng estableció unos objetivos relativamente modestos:

Seguiremos adelante por la vía del socialismo al estilo chino. El capitalismo se ha desarrollado durante unos cuantos siglos. ¿Cuánto tiempo llevamos nosotros construyendo el socialismo? Por otra parte, desperdiciamos veinte años. Si conseguimos que, al cabo de cien años de la fundación de la República Popular, China sea un país moderadamente desarrollado, habremos logrado algo extraordinario.9

Esto tendría que ocurrir en 2049. En realidad, en una sola generación, China ha avanzado mucho más.

Más de diez años después de la muerte de Mao, aparecía de nuevo su perspectiva de la revolución permanente. Era, en todo caso, otro tipo de revolución permanente: se basaba en la iniciativa personal y no en la exaltación ideológica; en la relación con el mundo exterior y no en la autarquía. Y tenía que cambiar el país de una forma tan radical como había pensado el Gran Timonel, aunque en la dirección contraria de la que él había concebido.

Precisamente por ello, al concluir la gira meridional, Deng esbozó su esperanza de la llegada de una nueva generación de dirigentes con sus propios puntos de vista innovadores. La actual dirección del Partido Comunista, dijo, era demasiado vieja. Pasados los sesenta, valían más para la conversación que para la toma de decisiones. La gente de su edad tenía que hacerse a un lado: una dolorosa confesión para un activista de siempre.

Insistí en retirarme porque en la vejez no quería cometer errores. La gente mayor tiene fuerza, pero también importantes debilidades —tienden, por ejemplo, a mostrarse tercos—, y deberían ser conscientes de ello. Cuanto mayor es una persona, más modestia tiene que demostrar y más cuidadosa debe ser para no equivocarse en sus últimos años. Tendríamos que seguir seleccionando camaradas jóvenes para su promoción y echar una mano en su formación. No confiemos solo en los mayores. [...] Cuando lleguen a la madurez podremos descansar tranquilamente. Ahora mismo aún tenemos nuestras preocupaciones.10

Por más frías que fueran las fórmulas de Deng, encerraban la melancolía de la vejez, la consciencia de que no llegaría a disfrutar de lo que defendía y planificaba. Había visto —y, en ocasiones, generado— tanta convulsión que necesitaba que su legado trajera un período de estabilidad. Por mucha seguridad que demostrara, le hacía falta una nueva generación para poder, como decía él, «dormir tranquilo».

La gira meridional fue el último servicio público de Deng. Correspondió a Jiang Zemin y a sus colaboradores la puesta en marcha de estos principios. Entonces, Deng se retiró y cada día costó más acceder a él. Murió en 1997, cuando Jiang había consolidado ya su puesto. Con la ayuda del extraordinario primer ministro Zhu Rongji, Jiang se ocupó del legado de la gira meridional de Deng con tanta habilidad que, cuando acabó el mandato en 2002, el debate ya no se planteaba sobre si aquel era el camino correcto, sino más bien sobre el impacto de una China emergente y dinámica en el orden y la economía mundiales.

17

Los altibajos en el camino hacia otra reconciliación

La era Jiang Zemin

Después de Tiananmen, las relaciones chino-estadounidenses volvieron prácticamente a su punto de partida. En 1971-1972, Estados Unidos quiso acercarse a China; luego, en las fases finales de la Revolución Cultural, se convenció de que la relación con este país era básica para el establecimiento de un orden internacional pacífico y superó las reservas sobre el gobierno radical chino. Llegó el momento en que Estados Unidos había impuesto sanciones a China y en el que el disidente Fang Lizhi se había refugiado en la embajada estadounidense de Pekín. En todo el mundo se estaban imponiendo las instituciones democráticas liberales y la reforma de la estructura interior china se convirtió en un destacado objetivo político para Estados Unidos.

Conocí a Jiang Zemin en su cargo de alcalde de Shanghai. No habría imaginado que aquel hombre pudiera convertirse un el líder capaz de llevar a su país —como en realidad hizo— de la catástrofe a la deslumbrante explosión de energía y creatividad que marcó el ascenso de China. Aunque en un principio vaciló, Jiang controló uno de los mayores aumentos del PIB per cápita de la historia de la humanidad, culminó la vuelta de Hong Kong, reconstituyó las relaciones de China con Estados Unidos y con el resto del mundo y lanzó a su país hacia la vía correcta para convertirse en el motor de la economía mundial.

Poco después del ascenso de Jiang, en noviembre de 1989, Deng intentó por todos los medios transmitirme la gran estima en que tenía al nuevo secretario general:

DENG: Ha conocido al secretario general Jiang Zemin y en el futuro tendrá otras ocasiones de verlo. Es una persona con ideas propias y de una gran valía.

KISSINGER: Realmente me ha impresionado.

DENG: Es un auténtico intelectual.

Pocos observadores extranjeros habían imaginado que Jiang triunfaría. Como secretario del Partido en Shanghai, había recibido merecidos elogios por su comedimiento en la resolución de las protestas en la ciudad: al principio de la crisis mandó cerrar un influyente periódico liberal, pero se negó a imponer la ley marcial y consiguió apaciguar las manifestaciones de su ciudad sin derramamiento de sangre. Como secretario general, no obstante, se le consideraba una figura de transición, podía decirse que un candidato de compromiso a medio camino entre los relativamente liberales (entre los que se encontraba Li Ruihuan, ideólogo del Partido) y el grupo conservador (como Li Peng, el primer ministro). No contaba con una clara base de poder propia y, a diferencia de sus predecesores, no irradiaba autoridad. Por otra parte, era el primer líder comunista chino sin credenciales revolucionarias o militares. Su autoridad, al igual que las de sus sucesores, procedía de los resultados burocráticos y económicos. No estaba en mayoría y le hizo falta el consenso en el Politburó. No llegó a establecer, por ejemplo, su dominio en política exterior hasta 1997, ocho años después de haberse convertido en secretario general.¹

Los anteriores dirigentes del Partido se habían comportado con aquella distancia característica de una élite que mezclaba el nuevo materialismo marxista con vestigios de la tradición confuciana china. Jiang estableció otro modelo. A diferencia de Mao, el rey filósofo, de Zhou, el mandarín, o de Deng, el aguerrido guardián de los intereses nacionales, Jiang se comportaba más como un afable miembro de la familia. Era una persona afectuosa y poco amante de la ceremonia. Mao se relacionaba con sus interlocutores desde las alturas del Olimpo, como si se tratara de universitarios ante un examen sobre la idoneidad de sus percepciones filosóficas. Zhou llevaba las conversaciones con la naturalidad, la gracia y la sublime inteligencia del sabio confuciano. Deng tomaba el atajo en las discusiones para pasar a los aspectos prácticos y consideraba las digresiones como una pérdida de tiempo.

Jiang no reivindicaba la preeminencia filosófica. Era un hombre que sonreía, reía, contaba anécdotas y tocaba a sus interlocutores para establecer con ellos un vínculo. Se enorgullecía, a veces de forma desbordante, de su capacidad de expresarse en otras lenguas y de sus conocimientos sobre música occidental. Con las visitas de fuera, tenía por costumbre introducir alguna expresión inglesa, rusa o incluso rumana para dar más énfasis a algún punto, y pasaba sin avisar de un amplio abanico de frases clásicas chinas a coloquialismos ingleses, como el de It takes two to tango («Dos no se pelean si uno no quiere»). Cuando la ocasión se lo permitía, interrumpía alguna reunión social —y, a veces, incluso oficial— lanzándose a cantar, ya fuera con la idea de desviar la atención de un punto conflictivo o de reforzar el compañerismo.

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