Chernobyl

Chernobyl


15. Domingo, 27 de abril.

Página 22 de 51

—¡Todo el mundo tiene que bajar aquí! —chilló, con la voz ronca de sueño y fatiga—. Dejen sus pertenencias en el autobús. ¡Por favor, dense prisa!

A fin de cuentas no había sido buena idea sentarse al fondo del autobús, porque les llevó una eternidad salir de él.

Vaciar el vehículo fue un complicado problema logístico. Primero la gente de los asientos delanteros tenía que levantarse y quitar algunas de las cosas del pasillo y colocarlas en los sitios que dejaban vacantes, antes que los de las filas siguientes pudieran salir. El proceso tuvo que repetirse, fila tras fila, por todo el autobús, hasta que les llegó el turno a Kalychenko y Raia. No había manera de aligerar el proceso. Todo lo que pudieron hacer fue mirar por las ventanas. Vieron que estaban en lo que parecía alguna clase de estación rural de autobuses. Había otros vehículos, una docena o más, y gente deambulando bajo luces brillantes.

—¡Por favor, todo el mundo! ¡Escuchen! —llamó el soldado cuando ya avanzaban y estaban a punto de desembarcar—. Recuerden que el número de su autobús es el 828. ¡828, recuerden! ¡Cuando mencionen ese número, sigan las instrucciones, y especialmente a la hora de marcharse, asegúrense de que vuelven al autobús 828, porque me juego el culo si no lo hacen!

Una anciana le reprendió:

—¿Ésas son maneras de hablar? ¿Un soldado del Ejército Rojo? ¿Le gustaría a tu madre oírte hablar así?

—Lo siento —dijo Konov, ruborizado—. Pero por favor, autobús 828, ¡no lo olvide!

Los hombres eran conducidos a la derecha, las mujeres a la izquierda. Kalychenko se apartó lo suficiente para evitar los charcos que habían dejado los que bajaron antes que él y alivió su vejiga al lado de la carretera, tiritando en el frío aire nocturno. Uno a uno, los autobuses se acercaban a un tanque de gasolina para repostar, y luego regresaban a sus lugares de aparcamiento. Los conductores se apresuraban para atender sus propias necesidades. Cerraban la puerta tras ellos. Los soldados (otros soldados, con las insignias verdes de las tropas locales) mantenían a raya a todo el mundo excepto a los conductores. Aún había más soldados, agrupados en torno a un par de mesas de madera, con gente formando colas ante ellas, y desde la parte trasera de un autobús, komsomols cansados y sucios repartían comida.

Bueno, al menos era algo. Kalychenko buscó a Raia, y cuando ella regresó de hacer sus necesidades se pusieron en cola para recoger lo que daban. Los komsomols, exhaustos y agitados, entregaban pan, salchichas y té fuerte.

—Me pregunto dónde estamos —dijo Kalychenko cuando encontraron un muro bajo en el cual sentarse mientras comían.

—Una mujer ha dicho que en un sitio llamado Sodolets —respondió Raia, alzando la voz para hacerse oír. Era un lugar ruidoso, con los motores que rugían mientras llegaban nuevos coches y los anteriores se marchaban—. Al sur de Kiev. Hemos recorrido un buen trecho. —Miró a su vecina del autobús, quien, dándoles tímidamente la espalda, amamantaba a su bebé—. Espero que no nos falte mucho —se quejó—. No es bueno para el niño estar despierto tan tarde con este aire.

—Tampoco es bueno para mí —gruñó Kalychenko en voz baja.

Y entonces llamaron el número de su autobús y una vez más guardaron cola, bajo las luces brillantes, ante las mesas donde esperaba un coronel del Ejército, que ponía cara de palo y fumaba un cigarrillo, mientras dos tenientes, ¡maravilla de maravillas!, daban dinero. Cuando llegó su turno, Kalychenko mostró su pasaporte. El teniente diligentemente copió su nombre en una larga lista y luego, con sumo cuidado, contó veinte billetes nuevos de diez rublos y se los puso en la mano.

—¿Para qué? —preguntó Kalychenko, sorprendido.

—Para usted —dijo el teniente—. Para ayudarle a establecerse en su nuevo hogar. Un regalo de los pueblos de la Unión Soviética. ¡Ahora muévase rápido, hay más gente esperando!

Kalychenko contó los billetes con el ceño fruncido, mientras seguía a Raia al lugar donde habían ordenado reunirse a los pasajeros del autobús 828. El soldado de Pripyat permanecía de pie ante la puerta cerrada, con un tazón de té en la mano. Parecía más alegre que antes, y saludó a Kalychenko con un movimiento de cabeza.

—Escuchen todos —ordenó—. Cuando entren en el autobús, sean sensatos. Primero los de las filas de atrás. Siéntense en el mismo sitio que antes. De otro modo, sólo nos armaremos un lío y…

Guardó silencio, ya que un capitán del Ejército llegaba con una carpeta.

—Embarquen ya —ordenó con voz cansada, tirando de la puerta hasta que se abrió—. En pocas horas, camaradas, estarán en sus nuevos hogares. ¿Dónde? —Miró su carpeta—. ¿Éste es el autobús número 828? Bien, entonces les queda todavía un trecho. Van a un lugar llamado Yurovin.

Ir a la siguiente página

Report Page