Chernobyl

Chernobyl


16. Domingo, 27 de abril.

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Domingo, 27 de abril.

La radiación mata las células de los seres vivos deteriorando su proceso de crecimiento, y por ello son las partes del cuerpo humano que crecen más deprisa las que sufren más. Las mucosas bucales y el tubo digestivo son dañados rápidamente, pero es la médula ósea la que corre mayor riesgo. Es en la médula ósea donde se generan las células sanguíneas, miles a la vez, para reemplazar aquellas que se pierden en el desgaste normal del cuerpo. Cuando la médula ósea es dañada por la radiación, la sangre queda sin la capacidad de combatir la infección, de llevar el oxígeno de los pulmones, incluso de coagular. No importa mucho si la radiación dañina proviene de una guerra nuclear, de una fuente natural o de algo como Chernobyl. Lo que importa es cuánta radiación se recibe. Hay muchas maneras de medir el daño que la radiación causa, pero la unidad más común se llama «rad», que es la abreviatura inglesa de «dosis de radiación absorbida». En términos técnicos, un rad se define como la cantidad de radiación ionizante que deposita 100 ergios de energía en cada gramo de materia biológica expuesta. El número de rads determina el proceso. Una persona que no haya recibido más de 150 rads puede recuperarse por completo. Con 300 rads su vida está en peligro, pero mediante transfusiones sanguíneas, antibióticos y los mejores cuidados médicos, puede que salga adelante. 500 rads o más significan que la médula ósea queda destruida, y sin médula ósea nadie puede vivir mucho tiempo.

En la ambulancia, de camino al hospital número 18 de Kiev, Tamara Sheranchuk deseó haber planchado menos camisas a su marido y haber prestado más atención a sus libros. Tal vez en ellos habría algo acerca de esos «rads» y «roentgens». Sabía muy bien que las cifras de las dosis eran muy importantes. Los expertos del hospital número 6 de Moscú lo habían explicado a todos los médicos de Pripyat y Chernobyl en aquellos breves veinte minutos que duró la reunión, puesto que no había tiempo para más. Desgraciadamente, ella no supo muy bien lo que querían decir. Por añadidura, las bajas que llegaban a su puesto médico no traían cifras. Algunos de aquellos hombres no traían nada en absoluto. Antes de entregarlos a los médicos, les practicaban una exploración radiométrica. De vez en cuando los contadores hacían sonar la alarma, y entonces les quitaban la ropa contaminada, que se añadía al montón de prendas condenadas. Tenían suerte si conseguían un albornoz o una bata para cubrirse. Tenían más suerte aún si eran solamente sus ropas las que hacían sonar los detectores.

Incluso los que habían tragado o inhalado material radiactivo no resultaban tan frustrantes como quienes estuvieron, simplemente, expuestos a radiación intensa. Éstos eran los más difíciles de diagnosticar. No había ninguna herida visible. Estaban débiles, sentían náuseas, vomitaban de modo impredecible; sí, muy bien, éstos eran precisamente los primeros síntomas de envenenamiento por radiación. Pero también eran los síntomas de shock o sobreesfuerzo y de un centenar de otras cosas, incluso de simple fatiga, y desde luego todos cuantos habían trabajado para controlar los daños del accidente tenían derecho a sentir fatiga. Incluyendo a Tamara Sheranchuk.

Así que lo que Tamara estuvo haciendo, antes de que le ordenaran tomar la ambulancia para acompañar a cuatro heridos graves al hospital número 18 de Kiev, era el tipo de trabajo médico que siempre se hacía con los heridos: emplastos, vendas, sutura… No bastaba.

No había espacio en la ambulancia para cuatro pacientes, y mucho menos para Tamara y las perchas de donde colgaban el plasma y los antibióticos que fluían al riego sanguíneo de dos de los pacientes. No había suficientes pinzas para tantas perchas, y por ello cada vez que la ambulancia se balanceaba Tamara tenía que sostener con una mano una bolsa de glucosa y con la otra impedir que una percha de donde colgaba una solución salina se cayera, y encima evitar caer ella misma.

Aquellos pacientes en concreto sufrían (o al menos se pensaba que sufrían) ligeras dosis de radiación. Tres de ellos estaban seriamente quemados. Desgraciadamente, sólo uno de los tres permanecía inconsciente: los otros dos no paraban de quejarse y lloriquear mientras la ambulancia daba bandazos y Tamara luchaba por permanecer despierta y controlar las perchas. Había un olor desagradable en la ambulancia, en parte debido al vómito y en parte debido al humo y, sobre todo, lo que peor olía era la carne quemada.

El cuarto paciente era una mujer que sentía dolores en el pecho, tal vez el principio de un ataque cardíaco. Era mayor y estaba consciente; yacía sin hablar, observando cómo Tamara procuraba cuidar a los otros. Cuando Tamara pudo sentarse un momento, apartándose el cabello de los ojos deseando poder cerrarlos un instante, la mujer le habló:

—La he visto antes —dijo, y cuando Tamara se identificó asintió con la cabeza—. Sí, claro. ¿No me recuerda? Soy Paraska Kandyba, la secretaria del director técnico Smin.

—Claro —dijo Tamara, soltando la percha con la solución salina y consultando su ficha—. Sí, ya le han dado heparina y nitroglicerina. ¿Cómo se encuentra?

—Me duele la cabeza. De momento, nada más.

—Eso es efecto de la nitroglicerina. Es desagradable, pero será mejor que no le dé nada hasta que lleguemos al hospital.

—No quiero nada. Fue una locura por mi parte intentar ayudar, pero con una cosa tan terrible…

Tamara vio que la mujer lloraba en silencio.

—Fue usted muy valiente.

—Pero no sensata. Y el director Smin tampoco fue sensato. ¡No es ya un hombre joven! ¡Y sin embargo le vi entrar y salir constantemente de la central, junto a los bomberos!

Tamara tuvo que soltar la ficha para rescatar de nuevo la solución salina. La mujer había estado en la planta todo el día, suplicando que le dieran la oportunidad de entrar y rescatar los papeles de su jefe.

—Dígame, Paraska —aventuró—. ¿Ha visto hoy por casualidad a mi esposo?

Pero Paraska Kandyba solamente negó con la cabeza y continuó llorando. Era obvio que sus lágrimas y su preocupación iban dirigidas al director técnico Smin.

Cuando llegaron al hospital número 18, Tamara Sheranchuk bajó de la ambulancia para ayudar al traslado de los pacientes. No hacía falta. Se apartó a un lado mientras los enfermeros del hospital descargaban eficientemente a los pacientes y los conducían al recibidor. Ansiaba regresar. ¡Y le llevaría casi dos horas! Dos horas en las que podría tenderse en la ambulancia y dormir. Se apoyaba contra la puerta del vehículo, soñando con aquello, cuando se dio cuenta de que el conductor la tocaba y le hablaba.

—Mírelos.

Tamara parpadeó.

—¿Mirar a quién?

—A esa gente. ¡Se comportan como si nada hubiera pasado!

Era cierto. Contempló sorprendida las calles de Kiev. ¡Aquí era, después de todo, una tranquila tarde de domingo! La gente paseaba, los niños reían mientras jugaban, unas cuantas flores tempranas habían brotado en los castaños, los brillantes carteles de la celebración del Primero de Mayo estaban por todas partes. Tamara se maravilló de lo increíble que era que todas aquellas personas hicieran vida normal, ajenas al infierno que se había desencadenado a menos de ciento cincuenta kilómetros de distancia.

—Tienen suerte —gruñó el conductor de la ambulancia, y Tamara sacudió la cabeza.

—En realidad no. Nadie tiene suerte hoy. Simplemente, no lo han descubierto todavía. ¿Hemos acabado ya? Entonces regresemos a Chernobyl.

Cuando el conductor, que no había dormido más que Tamara, ponía en marcha el vehículo, un hombre se les acercó corriendo y les pidió que le llevaran. Explicó que era médico especialista en radiación, y que le habían llamado de urgencia. Tamara se obligó a permanecer despierta: ¡ahora tenía ocasión de aprender algo útil! Le preguntó por las cifras.

—Sí, exactamente —le explicó el médico—, por encima de los quinientos rads la única esperanza es que alguien les done médula ósea.

—¿Y cómo se hace eso?

—Trasplantes de hígado fetal. En algunos lugares transplantan médula ósea, en América algunas veces; pero hay grandes problemas. Primero es preciso destruir la médula del propio paciente, o de otro modo el trasplante será rechazado. Luego debe haber una compatibilidad perfecta, y eso no es fácil de comprobar en el caso de la médula; si no es compatible, el trasplante será rechazado igualmente. Por supuesto, el asunto es serio: un paciente susceptible de recuperarse puede morir en el proceso de rechazo.

—¿Y cómo es el procedimiento del hígado fetal?

—En el embrión, son las células del hígado las que realizan las funciones de la médula ósea adulta generando células sanguíneas. Así que se extrae el hígado de fetos procedentes de abortos, purificamos las células y las inyectamos a los pacientes. —Dudó—. Esto también tiene un bajo promedio de éxito —admitió—, pero, después de todo, no hay otra opción para los pacientes con más de quinientos rads.

—Ah, sí —dijo Tamara—, ¿pero cómo saben cuál ha sido la exposición, si las víctimas no llevaban dosímetros?

—Ésa es la clave, por supuesto —dijo con entusiasmo el joven especialista—. La doctora Ajmatova, en el hospital número 4 de Moscú, donde practiqué, ha desarrollado un procedimiento. Efectuamos conteos de sangre a intervalos de dos horas y los comparamos con las cifras normales. Vemos con qué velocidad se deterioran las células, y a partir de ahí podemos determinar cuál ha sido la exposición…

Pero Tamara se había quedado dormida a su lado.

Tamara casi se había permitido suponer que, para cuando volvieran, el fuego estaría bajo control y la emergencia habría concluido, pero ahora todo parecía peor aún que antes. Pripyat había sido evacuada. (¿Y dónde había ido su hijo Boris?) La ambulancia fue enviada a la ciudad de Chernobyl, a treinta kilómetros del reactor. Parecía que esa distancia era segura, y ahora se decía que todo el mundo,

todo el mundo, en aquellos treinta kilómetros de radio, tenía que ser trasladado. ¿Dónde iban a encontrar sitio para alojar a toda aquella gente? Había una docena de pueblos y casi treinta granjas colectivas en la zona: ¿adónde irían?

No era sólo la gente. La mitad de las granjas criaban ganado, principalmente vacuno, pero también ovejas, cerdos, cabras, incluso algunos caballos. Muchos de los animales procedían de las explotaciones privadas de los koljozistas, lo que hacía que sus propietarios estuvieran doblemente ansiosos por salvarlos.

Cuando rodeaban la ciudad de Pripyat y la planta accidentada, Tamara miró con nostalgia por la ventana trasera de la ambulancia. Allí estaría Sheranchuk. Haciendo, estaba segura, algo tenazmente heroico y ciertamente peligroso. ¡Si pudiera recogerles a él y a Boris, y escapar!

No se le ocurrió pensar que aquélla era la primera vez que, separada de su esposo, su principal preocupación no era que él estuviese con otra mujer.

Cuando llegaron a la ciudad de Chernobyl, les dirigieron a la estación de autobuses.

Allí, Tamara Sheranchuk no hizo más que entrar en la habitación habilitada para los médicos cuando su jefa, la encargada de cirugía de la clínica de Pripyat, arrugó la nariz y frunció el ceño.

—¿Cuándo te has cambiado de ropa por última vez? —ladró—. Ve de inmediato y dúchate. Come algo. Descansa. No vuelvas hasta dentro de una hora.

—Pero hay tantos pacientes…

—Ahora también hay muchos doctores —dijo la mujer—. Ve.

Y realmente, cuando Tamara regresó con una bata blanca limpia, el pelo aún húmedo pero recogido en un moño, había cuatro médicos desconocidos turnándose en los ingresos. Dos eran de Kursk, otro de Kiev, mientras que una mujer, pequeña y morena, de aspecto oriental, había venido desde Volgogrado.

—Habrán vaciado todos los hospitales de la Unión Soviética —dijo Tamara.

—No, los hospitales están atendidos al completo —respondió la mujer de Volgogrado—. Hemos venido los que no estábamos de servicio por ser domingo.

—¿Tanto preocupa a la gente de Volgogrado una explosión en Ucrania?

—La gente de Volgogrado no sabe nada. Tampoco lo sabía yo. Simplemente me dijeron que me presentara en el aeropuerto a las nueve de la mañana, fuera domingo o no, y aquí estoy. ¿Por qué no avanza esa cola? ¡Que entre el siguiente!

Aquí era incluso fácil tratar a los pacientes. Los que sufrían heridas serias ya habían sido atendidos y enviados a otros hospitales. Los que llegaban ahora eran leves o estaban ilesos. En la mayoría de los casos, todo lo que Tamara tuvo que hacer fue un rápido chequeo físico (los ojos, el pulso, la presión Sanguínea, el interior de la boca), una breve encuesta sobre los síntomas y extraer unos pocos centímetros cúbicos de sangre para que los analizaran en algún laboratorio. Luego, la mayoría iba directamente a los autobuses o a los trenes, pues aquellos que podían viajar eran catalogados de inmediato como refugiados.

—Madre —dijo una voz en la cola de al lado, y cuando ella alzó la vista del paciente que atendía, vio a un muchachito.

Su cara estaba sucia y llevaba una camisa del Ejército que le quedaba grande; tardó un momento en darse cuenta de que era su hijo.

—¡Boris! ¿Estás bien?

—Creo que sí. Ahora también están retirando a los komsomols.

—¡Ya era hora de que lo hicieran! ¿Pero a dónde os llevan?

—¡Oh, a un campamento de verano, madre! ¡A buen sitio! Tal vez a Artek, en el Mar Negro… Y, oh, madre —dijo alegremente—, ¡no nos va a costar ni un kopeck!

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