Central Park

Central Park


23. Actuar o morir

Página 35 de 46

23

Cuarta parte: La mujer rota

23

Actuar o morir

—¿Cómo sabes que estoy loca? —dijo Alicia.

—Tienes que estarlo —dijo el Gato—, de otro modo no habrías venido.

LEWIS CARROLL

Una lluvia pesada y agresiva golpeaba los cristales.

Tronaba casi sin parar. A intervalos regulares, los relámpagos rasgaban las nubes carbonosas, congelando la línea del horizonte de abetos con la intensidad de un flash llegado del cielo.

La península en cuyo extremo estaba situado el Sebago Cottage Hospital se extendía unos quince kilómetros, trazando en medio del lago una amplia bahía bordeada de coníferas.

Gabriel, concentrado en la conducción, iba a una velocidad excesiva. En la carretera había muchas ramas arrancadas y restos que hacían peligroso circular. El viento, desatado, aullaba entre los árboles, los inclinaba hasta hacerlos ceder y sacudía el coche como para frenar su avance por el asfalto.

A hurtadillas, Alice miraba de vez en cuando el teléfono. La red, cosa previsible, era muy inestable, pero no fallaba del todo. Dependiendo de los sitios, las barras que medían la cobertura podían ser muchas o indicar, por el contrario, amplias zonas muertas, sin ninguna recepción.

Intentaba no temblar. Tenía que ganar tiempo. Mientras Gabriel no sospechara que había descubierto su identidad, estaba segura. Sin arma, en aquella carretera desierta era imposible hacer nada, pero una vez que hubieran llegado al hospital sí podría actuar.

«Habrá gente, actividad, cámaras de vigilancia… Esta vez, Vaughn no escapará…».

El odio se imponía al miedo.

Era insoportable estar sentada al lado del asesino de su hijo. Saber que su cuerpo estaba a unos centímetros. Insoportable también haberse sentido tan cercana a él, haberle contado una parte de su intimidad, haberse conmovido con sus mentiras, haberse dejado engañar de ese modo.

Alice respiró hondo. Intentó razonar, encontrar respuestas a preguntas que seguían abiertas: ¿a qué venía ese juego de pistas? ¿Cuál era el plan de Vaughn? ¿Por qué no la había matado ya, estando como estaba a su merced desde hacía horas?

El Shelby tomó una curva cerrada antes de frenar bruscamente. Un rayo había caído sobre un gran pino blanco, un poco retirado de la carretera. La intensidad de las precipitaciones debía de haber cortado de raíz el conato de incendio, pero el árbol todavía humeaba, partido en dos, despedazado.

Trozos de corteza, astillas y ramas quemadas cubrían la calzada, obstaculizando la circulación.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Gabriel.

Puso la primera y aceleró, firmemente decidido a pasar como fuera, pero había una rama de considerable tamaño atravesada. El Shelby se desvió hasta rozar el barranco y las ruedas empezaron a patinar en el fango.

—Voy a intentar despejar la carretera —dijo Gabriel, poniendo el freno de mano.

Salió y cerró la puerta, dejando el motor encendido.

«¿Demasiado bonito para ser verdad?».

Habría podido tratar huir en cuanto la rama hubiera sido apartada, por supuesto, pero no era el deseo de escapar lo que la guiaba. Era la necesidad de saber. Y de llegar hasta el final.

Alice echó un vistazo al teléfono: la cobertura era débil —dos barras—, aunque no inexistente. Pero ¿a quién podía avisar? ¿Al 911? Era una historia demasiado larga para ponerse a explicarla. ¿A su padre? ¿A Seymour? Ya no sabía si podía confiar en ellos. ¿A alguno de sus compañeros de la Brigada? Sí, eso era una buena idea. ¿A Castelli? ¿A Savignon? Buscó sus números en la memoria, pero estaba tan acostumbrada a llamarlos a través de la agenda del teléfono que fue incapaz de recordarlos.

Cerró los ojos para concentrarse; el único número que le vino a la mente fue el de Olivier Cruchy, el sexto de su grupo. Mejor eso que nada. Marcó el número apresuradamente manteniendo el aparato a la altura del asiento. Desde la carretera, Gabriel miraba con frecuencia hacia el coche, pero la cortina de lluvia era suficientemente densa para proteger a Alice de su mirada. La policía puso el altavoz. Un timbrazo. Dos. Tres. Luego, el mensaje del buzón de voz.

«No ha habido suerte».

Mientras colgaba sin dejar ningún mensaje, se le ocurrió otra idea. Rebuscó en el macuto que tenía a los pies hasta encontrar el cuchillo que había robado en la cafetería de Bowery. La hoja no valdría para cortar carne, pero era lo bastante puntiaguda como para no desdeñar el objeto. Se lo metió en la manga derecha en el momento en que Gabriel volvía hacia el coche.

—La carretera está despejada, podemos seguir —dijo, satisfecho.

SEBAGO COTTAGE HOSPITAL

ZONA PROTEGIDA

CIRCULE DESPACIO

La garita de los guardias de seguridad, iluminada por una luz blanca y precedida por un cartel de advertencia, se veía desde lejos. Un halo luminoso brillaba en la noche, como si un platillo volante se hubiera posado en medio de los campos de arándanos de Nueva Inglaterra. El Shelby empezó a subir la pendiente que conducía a la garita pero, al llegar, Alice y Gabriel vieron que estaba vacía.

Gabriel se detuvo delante de la barrera metálica y bajó la ventanilla.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —gritó para imponerse al ruido de la tormenta.

Salió del coche y avanzó hacia el refugio. La puerta había quedado abierta y batía movida por el viento. Asomó la cabeza por el hueco y se decidió a entrar. No había ningún guardia. Miró la pared de pantallas formada por los monitores de las cámaras de vigilancia y, a continuación, el panel electrónico provisto de una serie interminable de botones e interruptores. Accionó el que permitía levantar la barrera y regresó al coche, con Alice.

—Esto de que no haya vigilantes no es buena señal —dijo, arrancando—. Ha debido de pasar algo en el interior.

Mientras aceleraba, Gabriel encendió otro cigarrillo. Las manos le temblaban ligeramente. El Shelby avanzó por una alameda bordeada de abetos y desembocó en la vasta explanada con gravilla que se utilizaba como aparcamiento del hospital.

Construido a orillas del lago, el centro era tan original como impresionante. Bajo el aguacero, su fachada iluminada y atravesada por ventanas góticas destacaba sobre una cortina de nubes carbonosas. El edificio de ladrillo ocre había conservado su carácter de antaño, pero a uno y otro lado de la construcción original se alzaban dos inmensas torres modernas de fachada transparente azulada y tejado geométrico de faldones quebrados. Una audaz pasarela de cristal unía las tres estructuras, un nexo suspendido que unía armoniosamente los vagones del pasado y del futuro. Delante de la entrada principal, fijado a un mástil de aluminio, un panel electrónico de cristal líquido difundía información en tiempo real.

BIENVENIDOS, HOY ES MARTES 15 DE OCTUBRE DE 2013

SON LAS 23.57 HORAS

HORARIO DE VISITAS: 10.00 - 18.00

APARCAMIENTOS PARA VISITANTES: P1-P2

APARCAMIENTO PARA EL PERSONAL: P3

El Shelby aminoró la marcha. Alice desplazó a lo largo del antebrazo el cuchillo que había escondido y apretó el mango con todas sus fuerzas. «Ahora o nunca».

Notó latir el corazón en las venas. Una subida de adrenalina la hizo estremecerse. En su cabeza, sensaciones opuestas se confundían: el miedo, la agresividad, sobre todo el dolor. No, no iba a conformarse con detener a Vaughn. Iba a matarlo. Única solución radical para librar al mundo de ese ser malévolo. Única expiación concebible para vengar la muerte de Paul y la de su hijo. Se le formó una bola en la garganta. Unas lágrimas mal contenidas rodaron por sus mejillas.

«Ahora o nunca».

Empleó toda su fuerza para golpear a Gabriel con el cuchillo, clavándole la hoja a la altura del pectoral mayor. Notó desgarrarse el músculo del hombro. Pillado por sorpresa, él profirió un grito y soltó el volante. El coche se salió del camino de grava para chocar contra un murete. Un neumático estalló a causa del impacto y el Shelby se detuvo. Alice aprovechó la confusión para apoderarse de la Glock que Gabriel se había metido bajo el cinturón.

—¡No te muevas! —gritó Alice, apuntándolo con el arma.

Salió del vehículo, comprobó el cargador de la pistola, quitó el seguro y cerró las manos sobre la culata con los brazos estirados, dispuesta a disparar.

—¡Sal del coche!

Gabriel se agachó para protegerse, pero se quedó dentro del Shelby. Llovía tanto que Alice no conseguía ver lo que hacía.

—¡Sal inmediatamente! —repitió—. Con las manos en alto.

La puerta se abrió por fin lentamente y Gabriel puso un pie fuera del coche. Se había sacado el cuchillo del hombro y un largo reguero de sangre le empapaba el jersey.

—Se acabó, Vaughn.

Pese a la lluvia y la oscuridad, la mirada de Gabriel, clara como el cristal, lograba atravesar las tinieblas.

Alice sintió como un vacío en el vientre. En los últimos años no había deseado otra cosa que matar a Vaughn con sus propias manos. Pero no podía eliminarlo antes de tener todas las respuestas.

En ese momento el móvil vibró en el bolsillo de su chaqueta. Sin quitarle a Vaughn los ojos de encima ni dejar de apuntarlo con el arma, sacó el teléfono. En la pantalla se veía el número del sexto de su grupo.

—¿Cruchy? —dijo, tras haber descolgado.

—¿Me ha llamado, jefa? —preguntó una voz soñolienta—. ¿Sabe qué hora es?

—Te necesito, Olivier. ¿Sabes dónde está Seymour?

—Ni idea. Estoy de vacaciones en casa de los padres de mi mujer, en Bretaña, desde hace una semana.

—¿De qué hablas? Nos vimos ayer en el 36.

—Jefa… Sabe de sobra que eso es imposible.

—¿Por qué?

—En fin, jefa…

—¿Por qué? —repitió Alice con impaciencia.

Un silencio, seguido de una voz triste:

—Porque hace tres meses que está de baja por enfermedad. Hace tres meses que no ha puesto los pies en la Brigada…

La respuesta le heló la sangre. Alice dejó caer el teléfono al suelo encharcado.

«¿De qué habla?».

A través de la lluvia, detrás de Vaughn, su mirada se topó con el panel alfanumérico del hospital:

BIENVENIDOS, HOY ES MARTES 15 DE OCTUBRE DE 2013

SON LAS 23.59 HORAS

En ese panel había un error. Era martes 8 de octubre, no 15. Se secó la lluvia que resbalaba por su cara. Le zumbaban los oídos. La llamarada roja de una bengala de emergencia se encendió en su mente como una señal de alarma. No sólo perseguía a Vaughn desde el principio, sino también a un enemigo más taimado y encarnizado: ella misma.

Una serie de instantáneas se sucedieron, a la manera de fragmentos de película montados uno tras otro.

Vio primero al joven prestamista de Chinatown haciendo girar esa misma mañana la corona del reloj de Paul. «Estoy ajustando la fecha y la hora», había explicado mientras pasaba la cifra del 8 al 15.

Después, la primera página del periódico del día que había entrevisto delante de la puerta de la casa de Caleb Dunn. También llevaba fecha del 15 de octubre. Como el correo electrónico de Franck Maréchal. Esos detalles a los que no había prestado atención…

«¿Cómo era posible?».

De pronto lo entendió. Su laguna no abarcaba sólo una noche, como ella había creído desde el principio. Se extendía al menos a lo largo de una semana entera.

En el rostro de Alice, lágrimas de tristeza y de cólera se mezclaban con la lluvia. Seguía apuntando con el arma a Vaughn, pero todo su cuerpo temblaba, dominado por violentas sacudidas. Se tambaleó, luchó para no desplomarse, apretó con todas sus fuerzas la culata del arma.

La cortina de nácar con reflejos irisados apareció de nuevo en su mente, pero esta vez su brazo fue lo bastante largo para agarrar uno de los extremos. Finalmente, el velo se rasgó del todo y permitió a los recuerdos subir a la superficie. Los pedazos de su memoria hecha añicos se unieron lentamente.

Una salva de relámpagos perforó las tinieblas. Alice volvió la cabeza una fracción de segundo. Ese instante de descuido fue fatal para ella. Gabriel se abalanzó sobre ella y la derribó violentamente sobre el capó del Shelby. Alice apretó el gatillo, pero el disparo no dio en el blanco.

Pese a que sólo contaba con el brazo izquierdo, su adversario consiguió inmovilizarla dejando caer todo su peso sobre ella. Otro relámpago atravesó el espacio e iluminó el horizonte. Alice levantó la vista y descubrió que el hombre tenía una jeringuilla en la mano. Su visión se deformó. Un sabor de hierro le invadió la boca. Vio abatirse sobre ella, como al ralentí, la aguja brillante, que se clavó en una de las venas de su cuello sin que ella pudiera hacer absolutamente nada para evitarlo.

Gabriel empujó el émbolo para inyectar el líquido. El suero produjo en la joven el efecto abrasador de una descarga eléctrica. El dolor la desgarró, haciendo caer brutalmente los candados que cerraban la puerta de su memoria. Tuvo la impresión de que todo su ser se incendiaba y de que una granada activada había reemplazado a su corazón.

Una luz blanca la cegó.

Lo que entrevió entonces la aterrorizó.

Después perdió el conocimiento.

Ir a la siguiente página

Report Page