Central Park

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Recuerdo…

Recuerdo…

TRES MESES ANTES

12 DE JULIO DE 2013

Un clima de terror reina en la capital.

Una semana antes, a la hora de salida de las oficinas, un atentado ensangrentó París. Una kamikaze con un cinturón de explosivos los había hecho estallar dentro de un autobús, en la rue Saint-Lazare. El balance fue terrible: ocho muertos y once heridos.

El mismo día, una mochila que contenía una bombona de gas llena de clavos fue encontrada en la línea 4, en la estación de Montparnasse-Bienvenue. Por suerte, el equipo de artificieros pudo desactivar el artefacto antes de que causara daños. Pero desde entonces cunde el pánico.

El espectro de los atentados de 1995 está en todas las conciencias. Las evacuaciones de monumentos se multiplican todos los días. «La vuelta del terrorismo» canibaliza toda la prensa y abre todos los telediarios. La SAT, la Sección Antiterrorista de la Brigada Criminal, está bajo presión y no para de realizar controles en los medios islamistas, los círculos anarquistas y la ultraizquierda.

En principio, sus investigaciones no me afectan. Hasta que Antoine de Foucaud, el jefe adjunto de la SAT, me pide que participe en el interrogatorio de uno de los sospechosos cuya custodia policial ha sido prolongada tres veces y toca a su fin. En los años setenta, al principio de su carrera, Foucaud había trabajado varios años con mi padre antes de que sus caminos se separaran. Había sido también uno de mis profesores en la academia de policía. Me tiene bastante simpatía e incluso me atribuye cualidades para realizar interrogatorios que no poseo.

—Te necesitamos, Alice.

—¿Qué quieres que haga exactamente?

—Hace más de tres días que intentamos hacer hablar a ese tipo, pero no suelta prenda. Tú puedes conseguirlo.

—¿Por qué? ¿Porque soy mujer?

—No, porque sabes hacerlo.

En condiciones normales, semejante proposición me habría entusiasmado. En este caso, sin embargo, no se produce ninguna descarga de adrenalina, y yo soy la primera sorprendida. Sólo siento un inmenso cansancio y ganas de irme a mi casa. Desde esta mañana, una fuerte migraña me taladra la cabeza. Es una pesada tarde de verano. Sopla un aire caliente, París se ahoga bajo la contaminación y el día ha sido agobiante. El número 36 se ha transformado en un horno. Sin climatización, sin aire. Noto los rodales húmedos de sudor que mojan mi blusa. Mataría por una lata de Coca-Cola light helada, pero la máquina no funciona.

—Mira, si tus hombres no lo han conseguido, no sé de qué va a servir que lo intente yo.

—Vamos —insiste Foucaud—, te he visto otras veces en acción.

—Voy a haceros perder el tiempo. No conozco el caso y…

—Te pondremos al corriente. Taillandier ha dado el visto bueno. Tú vas y le haces soltar un nombre. Después, nosotros tomamos el relevo.

Dudo, pero ¿tengo realmente elección?

Nos instalamos en una sala perdida bajo el tejado en la que giran dos ventiladores. Durante una hora, dos oficiales de la SAT me informan sobre el sospechoso. El hombre, un tal Brahim Rahmani, apodado El vendedor de cañones o El artificiero, se encuentra desde hace tiempo sometido a vigilancia por la sección antiterrorista. Es sospechoso de haber proporcionado los explosivos al grupo que hizo saltar por los aires el autobús en la rue Saint-Lazare. En un registro encontraron en su casa pequeñas cantidades de C4 y de PEP 500, pastillas de explosivo plástico y teléfonos transformados en detonadores, así como un verdadero arsenal: armas de todos los calibres, barras de acero y chalecos antibalas. Después de tres días bajo custodia policial, el hombre no ha confesado absolutamente nada, y el análisis tanto de su disco duro como de los correos electrónicos enviados y recibidos en los últimos meses no basta para demostrar su participación, ni siquiera indirecta, en los atentados.

Es un asunto apasionante, pero complicado. Me cuesta concentrarme por culpa del calor. Mis dos compañeros hablan deprisa, me revelan montones de detalles que tengo dificultades para retener. Por miedo a olvidarlos, cojo un bloc para tomar nota de todo, cuando por regla general mi memoria es excelente.

Una vez que han acabado, me escoltan hasta los pasillos del piso inferior, donde se encuentra la sala de interrogatorios. Foucaud, Taillandier: la flor y nata está allí, detrás de un espejo sin azogue, impaciente por verme en acción. Ahora yo también estoy deseando saltar al ruedo.

Empujo la puerta y entro en la sala.

Hace un calor al límite de lo soportable, peor que en un baño turco. Rahmani, esposado a una silla, está sentado detrás de una mesa de madera apenas más grande que un pupitre de colegio. Con la cabeza baja, sudando. A duras penas se percata de mi presencia.

Me arremango la blusa y seco las gotas de sudor que me cubren la cara. He traído una botella de plástico de agua para establecer contacto. De pronto, en vez de ofrecérsela al sospechoso, la abro y bebo un largo trago.

Al principio, el agua me sienta bien; luego, de repente, tengo la impresión de perder pie. Cierro los ojos, un breve vértigo me obliga a apoyarme en la pared para volver en mí.

Cuando los abro, estoy desorientada. En mi cabeza, un gran blanco, el vacío. Y una angustia terrible: la de haber sido teletransportada a un lugar desconocido.

Noto que me tambaleo y me siento en la silla, enfrente del hombre, antes de preguntarle:

—¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí?

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