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Primera parte: Los encadenados

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Los encadenados

Justo en el corazón de toda dificultad se esconde una posibilidad.

ALBERT EINSTEIN

Desde el jardín público, Alice y Gabriel salieron a Central Park West, la avenida que bordeaba el parque. Dieron unos pasos por la acera y se sintieron inmediatamente aspirados por el flujo urbano: los bocinazos de los taxis amarillos que circulaban a toda velocidad hacia Midtown, las voces de los vendedores de perritos calientes, el ruido de los martillos mecánicos de los trabajadores que reparaban la red de tuberías…

«No hay ni un minuto que perder».

Alice frunció los ojos para examinar mejor los alrededores. Al otro lado de la avenida se alzaba la imponente fachada de color arena del Dakota, el inmueble ante el que John Lennon había sido asesinado hacía treinta y tres años. El edificio desentonaba: con sus tejados, sus gabletes, sus claraboyas y sus balconcillos, proyectaba una silueta gótica en el cielo de Manhattan.

«La Edad Media en pleno siglo XXI».

En la acera, un vendedor ilegal había expuesto su material y les colocaba a los turistas camisetas y carteles con la efigie del antiguo Beatle.

La chica vio a un grupo de adolescentes unos diez metros delante de ella: unos españoles ruidosos que se hacían fotos delante del edificio. Treinta años después, el mito seguía funcionando…

Tras unos segundos de observación, identificó su «blanco» y elaboró un sucinto plan de ataque. Con la barbilla, le señaló el grupo a Gabriel.

—¿Ve al chaval que está hablando por teléfono?

Él se rascó la nuca.

—¿Cuál? La mitad de ellos lleva un móvil pegado a la oreja.

—El gordito con gafas, corte de tazón y camiseta del Barça.

—No me parece que sea para presumir de valiente agredir a un niño…

Alice explotó:

—¡No le veo muy consciente de que estamos en un lío de no te menees, Keyne! Ese tipo tiene por lo menos dieciséis años y no se trata de agredirlo, sólo de tomarle prestado el teléfono.

—Me muero de hambre —se quejó el pianista—. ¿No prefiere que manguemos un perrito caliente?

Ella lo fulminó con la mirada.

—Deje de hacerse el listillo y escúcheme bien. Va a andar bien pegado a mí. Cuando lleguemos a su altura, me empuja hacia él, y en cuanto haya cogido el aparato, tendremos que largarnos pitando.

Gabriel asintió con la cabeza.

—Eso parece fácil.

—¿Fácil? Ya verá lo fácil que es correr esposado…

Los acontecimientos se desarrollaron tal como Alice había previsto: aprovechó la sorpresa del adolescente para apoderarse de su teléfono.

—¡Corra! —le dijo a Gabriel.

WALK: el semáforo para los peatones parpadeaba. Aprovecharon para cruzar la avenida y se adentraron en la primera calle perpendicular. Correr estando encadenados resultó ser peor de lo que Alice había temido. A la dificultad de acompasar su ritmo de avance se añadían su diferencia de altura y el dolor causado por los anillos de acero, que a cada zancada les lastimaba la carne de las muñecas.

—¡Nos persiguen! —gritó Gabriel, echando un vistazo hacia atrás.

Alice se volvió también, para ver al grupo de adolescentes españoles que habían echado a correr tras ellos.

«Mala suerte…».

Un ademán con la cabeza fue la señal para acelerar todavía más. La calle Setenta y uno era una arteria tranquila, típica del Upper West Side, bordeada de elegantes

brownstones de gres rojizo. Las aceras, vacías de turistas, eran anchas, lo que permitió a la pareja recorrer rápidamente la manzana de casas que separaba las dos avenidas. Pisándoles todavía los talones, los adolescentes los apremiaban más, mientras gritaban para sublevar a los transeúntes y adherirlos a su causa.

Columbus Avenue.

Vuelta de la animación: las tiendas que abrían sus escaparates, los bares que se llenaban, los estudiantes que salían de la cercana estación de metro.

—¡A la izquierda! —gritó Gabriel, y torció de golpe.

El cambio de dirección pilló a Alice por sorpresa. Le costó mantener el equilibrio y profirió un grito al notar que las esposas se le clavaban en la carne. Bajaron por la avenida hacia el sur, empujando a los peatones y derribando algunos expositores. Hasta estuvieron a punto de aplastar a un yorkshire enano.

«Demasiada gente».

Sensación de vértigo. Aturdimiento. Punzada en los costados. Para evitar el gentío, intentaron desviarse unos metros por la calzada.

«Mala idea…».

Un taxi estuvo a punto de atropellarlos. Pisando el freno, el conductor los obsequió con un largo bocinazo y una andanada de insultos. Al intentar volver a la acera, Alice tropezó con el bordillo. La anilla de las esposas se le clavó de nuevo en la muñeca. Llevada por su propio impulso, mordió el polvo, al tiempo que arrastraba a Gabriel en su caída y soltaba el móvil por el que estaban haciendo tantos esfuerzos.

«¡Mierda!».

Con un gesto rápido, Gabriel se apoderó del teléfono.

«¡Levántate!».

Se pusieron de pie y echaron otro vistazo a sus perseguidores. Si bien el grupo se había disuelto, dos adolescentes seguían pisándoles los talones, dándose el gustazo de una persecución en Manhattan de la que esperaban salir vencedores y que no dejaría de despertar la admiración de sus amigas a su regreso.

—¡Esos capullos corren que se las pelan! —dijo Gabriel, rabioso—. ¡Yo ya estoy demasiado viejo para estas gilipolleces!

—¡Un esfuerzo más! —reclamó Alice, y lo obligó a reanudar la carrera.

Cada nueva zancada era una tortura, pero siguieron en sus trece. Cogidos de la mano. Diez metros, cincuenta, cien. Imágenes entrecortadas saltaban ante sus ojos: las humeantes bocas de alcantarilla proyectando su vapor hacia el cielo, las escaleras de hierro subiendo por las fachadas de ladrillo, las muecas de los niños a través de las ventanillas de los autobuses escolares. Y siempre esa sucesión de edificios de cristal y hormigón, esa abundancia de rótulos y paneles publicitarios.

Calle Sesenta y siete, calle Sesenta y seis.

Tenían las muñecas ensangrentadas, se les salían los pulmones por la boca, pero iban de nuevo lanzados. Llevados por la adrenalina, y a diferencia de los chavales que los perseguían, habían recuperado una respiración acompasada. Pisaban más firme, corrían con más fluidez. Llegaron a la altura donde Broadway cruzaba Columbus. La avenida se transformaba ahí en una encrucijada gigantesca, punto de confluencia de tres arterias de cuatro carriles. Una mirada les bastó para entenderse.

—¡Ahora!

Arriesgándose a que los arrollaran, cruzaron en diagonal bajo un concierto de chirridos de neumáticos y advertencias sonoras.

Entre la Sesenta y cinco y la Sesenta y dos, toda la parte oeste de Broadway estaba ocupada por el complejo cultural del Lincoln Center, construido alrededor de la Metropolitan Opera. Alice levantó los ojos para orientarse. Con una altura de varias plantas, un gigantesco barco de cristal y entramado de acero extendía su proa puntiaguda hasta el centro de la avenida.

Reconoció el auditorio de la Juilliard School, ante la que ya había pasado con Seymour. Detrás de la fachada transparente, se podían ver los pasos de danza de las bailarinas, así como el interior de los estudios donde ensayaban los músicos.

—¡El aparcamiento subterráneo de la ópera! —dijo, señalando una rampa asfaltada que se internaba en el suelo.

Gabriel asintió. Se colaron en las entrañas alquitranadas, esquivando los coches que subían hacia la salida. Cuando llegaron al primer sótano, aprovecharon sus últimas fuerzas para atravesar la zona de estacionamiento en toda su longitud y tomaron una de las escaleras de salida que desembocaba tres edificios más allá, en el pequeño enclave de Damrosch Park.

Cuando estuvieron por fin al aire libre, constataron con alivio que sus perseguidores habían desaparecido.

Apoyados contra el murete que rodeaba la explanada, Alice y Gabriel no acababan de recuperar el aliento. Estaban los dos sudando y les dolía todo.

—Páseme el teléfono —dijo ella.

—¡Ahí va! ¡Lo… lo he perdido! —exclamó el músico, metiéndose la mano en el bolsillo.

—No puede ser…

—Es broma —la tranquilizó él, y le tendió el móvil.

Alice le lanzó una mirada asesina y se disponía a increparlo cuando un sabor metálico le invadió de pronto la boca. La cabeza empezó a darle vueltas. Una arcada le revolvió el estómago y se inclinó por encima de una jardinera para arrojar un hilo de bilis.

—Necesita agua.

—Lo que necesito es comer.

—¡Ya le dije yo que era mejor mangar un perrito caliente!

Avanzaron prudentemente hasta la fuente pública para beber. Bordeado por el New York City Ballet y por los arcos de cristal de la inmensa Metropolitan Opera, el Damrosch Park estaba lo bastante animado para que no se fijaran en ellos. En la entrada, unos obreros montaban tiendas y podios para un desfile.

Después de tomar varios tragos de agua, Alice cogió el teléfono, comprobó que no estaba protegido por un código y marcó el número de móvil de Seymour.

Mientras esperaba que se estableciera la comunicación, sujetó el aparato con el hombro y se masajeó la nuca. El corazón seguía martilleándole el pecho.

«Contesta, Seymour…».

Seymour Lombart era el adjunto del grupo de investigación que dirigía Alice. Compuesto por otros cinco polis, el «grupo Schäfer» compartía cuatro pequeños despachos en el tercer piso del 36 del Quai des Orfèvres.

Alice miró el reloj para tener en cuenta el desfase horario. En París eran las 14.20.

El policía respondió después de tres señales, pero el guirigay de las conversaciones de fondo dificultaba el diálogo. Al parecer, Seymour todavía estaba comiendo.

—¿Seymour?

—¿Alice? Pero ¿dónde demonios te has metido? Te he dejado varios mensajes.

—Estoy en Manhattan.

—¿Me tomas el pelo?

—Tienes que ayudarme, Seymour.

—Te oigo muy mal.

Lo mismo le pasaba a ella. La recepción era horrible. Entrecortada. La voz de su adjunto le llegaba distorsionada, sonaba como metálica.

—¿Dónde estás, Seymour?

—En Le Caveau du Palais, en la place Dauphine. Oye, voy a la oficina y te llamo dentro de cinco minutos, ¿vale?

—De acuerdo. ¿Ha salido el número?

—Sí.

—Genial. Y date prisa. Tengo curro para ti.

Alice, frustrada, colgó y le tendió el móvil al músico.

—Si quiere hacer una llamada, hágala ahora. Le doy cinco minutos. Espabile.

Gabriel la miró con una expresión divertida. Pese a la urgencia y el peligro, no pudo evitar que una tenue sonrisa se dibujara en su semblante.

—¿Siempre le habla a la gente en ese tono autoritario?

—No empiece a jorobarme —lo abroncó ella—. ¿Quiere el teléfono, sí o no?

Gabriel cogió el aparato y se quedó pensando unos segundos.

—Voy a llamar a mi amigo, a Kenny Forrest.

—¿El saxofonista? Me dijo que estaba en Tokio.

—Con un poco de suerte, le habrá dejado las llaves de su apartamento a un vecino o a la portera. ¿Sabe qué hora es en Japón? —preguntó, marcando el número.

Alice contó con los dedos.

—Yo diría que las diez de la noche.

—¡Vaya, hombre! Estará en pleno concierto.

En efecto, Gabriel se encontró con un contestador y dejó un mensaje en el que explicaba que estaba en Nueva York y prometía volver a llamar más tarde.

Le devolvió el aparato a Alice. Esta miró el reloj suspirando.

«¡Muévete, Seymour!», suplicó mentalmente, apretando entre los dedos el

smartphone. Ya había decidido volver a llamar ella a su adjunto, cuando vio la serie de cifras escritas con bolígrafo en la palma de su mano. Con el sudor, estaban borrándose.

—¿Le dice esto algo? —preguntó, abriendo la mano delante de los ojos de Gabriel.

2125558900

»He visto estas cifras al despertarme esta mañana, pero no recuerdo haberlas escrito.

—Probablemente es un número de teléfono, ¿no? Déjeme ver… ¡Premio! —exclamó Gabriel—. El 212 es el indicativo de Manhattan. Oiga, ¿está segura de que es usted poli?

«¿Cómo se me ha podido pasar por alto?».

Alice hizo como si no hubiera oído el comentario sarcástico y marcó rápidamente el número. Le contestaron tras la primera señal.

—Greenwich Hotel, buenos días. Le habla Candice. ¿Qué desea?

«¿Un hotel?».

Alice pensó a toda velocidad. ¿A qué correspondía esa dirección? ¿Acaso se había alojado brevemente ahí? No tenía sentido, pero probó suerte.

—¿Podría ponerme con la habitación de la señorita Alice Schäfer, por favor?

En el otro extremo de la línea, la recepcionista guardó silencio un momento y luego dijo:

—Me parece que ninguno de nuestros clientes responde a ese nombre.

Alice insistió:

—¿Le parece o está segura?

—Absolutamente segura, señora. Lo siento.

Antes de que Alice tuviera tiempo de colgar, el número de Seymour apareció en la pantalla como llamada en espera. Le respondió a su adjunto sin tomarse la molestia de darle las gracias a su interlocutora.

—¿Estás en la oficina, Seymour?

—Estoy llegando —contestó él, jadeando—. Oye, eso de Nueva York es una broma, ¿no?

—Desgraciadamente, no. Tengo poco tiempo y es imprescindible que me ayudes.

En menos de tres minutos, le contó todo lo que le había pasado desde la noche anterior: la salida con sus amigas por los bares de los Campos Elíseos, la pérdida de memoria desde que había entrado en el aparcamiento, el despertar en Central Park encadenada a un desconocido y, por último, el robo del móvil para llamarlo.

—Me estás tomando el pelo. ¿A qué juegas, Alice? Estamos desbordados de trabajo. El juez quiere verte; ha denegado nuestra solicitud de escuchas en el caso Sicard. En cuanto a Taillandier…

—¡Maldita sea, escúchame! —gritó Alice. Se le saltaban las lágrimas de los ojos y estaba a punto de perder los nervios. Aun estando en la otra orilla del Atlántico, su adjunto tuvo que percibir la fragilidad de su voz—. ¡No es una broma, joder! ¡Estoy en peligro y sólo puedo contar contigo!

—Vale, vale, cálmate. ¿Por qué no vas a la policía?

—¿Por qué? Pues porque llevo una pistola que no es mía en el bolsillo de la cazadora, Seymour. Porque llevo toda la blusa manchada de sangre. ¡Porque no llevo ningún documento encima! ¡Por eso! Me meterán en el trullo sin tratar de averiguar nada.

—Si no hay un cadáver, no —objetó el policía.

—Ya, pero precisamente de eso no estoy segura. Tengo que averiguar primero qué me ha sucedido. ¡Y encuéntrame una manera de deshacerme de estas esposas!

—¿Cómo quieres que lo haga?

—Tu madre es estadounidense. Tienes familia aquí, conoces gente.

—Mi madre vive en Seattle, lo sabes de sobra. En Nueva York, mi familia se reduce a una de mis tías abuelas. Una viejecita tímida del Upper East Side. Le hicimos una visita la primera vez que fuimos juntos a Manhattan, ¿te acuerdas? Tiene noventa y cinco años, no creo que tenga una sierra de metal a mano. No cuentes con su ayuda.

—¿Con la de quién, entonces?

—Déjame pensar. Se me está ocurriendo una cosa, pero tengo que hacer una llamada, no vaya a ser que te envíe a una dirección que no es.

—Ok, vuelve a llamarme, pero date prisa, por favor.

Colgó y apretó los puños. Gabriel la miró a los ojos. Podía sentir en la vibración del cuerpo de su «pareja» la mezcla de cólera y frustración que la habitaba.

—¿Quién es exactamente ese Seymour?

—Mi adjunto en la Brigada Criminal, y mi mejor amigo.

—¿Está segura de que podemos confiar en él?

—Totalmente.

—No entiendo muy bien el francés, pero no me ha parecido que estuviera deseando ayudarla… —Alice no contestó y Gabriel prosiguió—: ¿Y lo del hotel? ¿No le ha dado ninguna pista?

—No, ya lo ha oído usted mismo, puesto que se dedica a escuchar las conversaciones ajenas.

—¡A esta distancia resulta difícil no hacerlo! La señora tendrá la bondad de perdonar mi indiscreción, dadas las circunstancias —se defendió el músico en un tono burlón—. ¡Además, como ha tenido a bien recordarme, no es usted la única que se encuentra en un aprieto!

Exasperada, Alice volvió la cabeza para evitar la mirada de Keyne.

—¡Joder, deje de mirarme así! ¿No tiene más llamadas que hacer? Alguien a quien avisar, una mujer, una novia…

—No. Un amor en cada puerto, esa es mi divisa. Soy libre como el viento. Libre como las notas de música que salen de mi piano.

—Ya: libre y solo. Conozco a los hombres de su clase.

—¿Y usted? ¿No tiene marido o novio?

Ella eludió la pregunta con un movimiento de cabeza, pero él intuyó que había metido el dedo en la llaga.

—No, Alice, en serio, ¿está casada?

—Váyase a tomar por saco, Keyne.

—Vale, entendido, está casada —concluyó Gabriel. En vista de que ella no lo negaba, insistió en ese sentido—: ¿Por qué no llama a su marido?

Alice apretó de nuevo los puños.

—Su matrimonio no va viento en popa, ¿eh? No me extraña, con su mal carácter…

Ella lo miró como si acabara de clavarle un puñal en el vientre. Pero el estupor enseguida dejó paso a la ira:

—¡No lo llamo porque está muerto, imbécil!

Contrariado por su torpeza, Gabriel puso cara de circunstancias. Antes incluso de que hubiera podido disculparse, el teléfono emitió una horrible melodía, una mezcla increíble de salsa y música electrónica.

—¿Sí, Seymour?

—Tengo la solución para tu problema, Alice. ¿Te acuerdas de Nikki Nikovski?

—Refréscame la memoria.

—Cuando fuimos a Nueva York la pasada Navidad, visitamos a un colectivo de artistas contemporáneos…

—En un gran edificio cerca de los muelles, ¿verdad?

—Sí, en el barrio de Red Hook. Hablamos un buen rato con una artista que hacía serigrafías en chapas de acero y aluminio.

—Y acabaste comprándole dos obras para tu colección —recordó la chica.

—Exacto, pues ella es Nikki Nikovski. Hemos seguido en contacto y acabo de hablar con ella por teléfono. Su estudio está en una antigua fábrica. Tiene las herramientas apropiadas para quitarte las esposas y está de acuerdo en ayudarte.

Alice suspiró aliviada.

Se aferró a esta noticia tranquilizadora y le presentó a su adjunto su plan de batalla:

—Tienes que investigar ahí, Seymour. Empieza por conseguir las grabaciones de las cámaras de vigilancia del aparcamiento subterráneo de la avenue Franklin-Roosevelt. Infórmate sobre si mi coche sigue allí.

El policía se puso las pilas:

—Me has dicho que te han robado todas tus cosas, así que puedo intentar seguir la pista de tu móvil y los movimientos de tu cuenta corriente.

—De acuerdo. E infórmate sobre todos los aviones privados que salieron anoche de París con destino a Estados Unidos. Empieza por Le Bourget y amplía la lista a todos los aeropuertos dedicados a aviación general de la región parisina. Intenta encontrar información también sobre un tal Gabriel Keyne, un pianista de

jazz estadounidense. Comprueba si tocó anoche en un club de Dublín, el Brown Sugar.

—¿Información sobre mí? —trató de interrumpirla Gabriel—. Pero ¡tendrá cara la tía!

Alice le hizo un gesto para que se callara y continuó trazando la hoja de ruta para su adjunto:

—Interroga también a mis amigas, nunca se sabe: Karine Payet, Malika Haddad y Samia Chouaki. Íbamos juntas a la facultad de Derecho. Encontrarás sus señas en el ordenador de mi despacho.

—Ok.

De pronto tuvo una idea.

—Por si acaso, intenta averiguar la procedencia de un arma. Una Glock 22. Te doy el número de serie.

Leyó la sucesión de letras y cifras grabadas en el arma.

—Apuntado. Voy a hacer todo lo posible por ayudarte, Alice, pero tengo que informar a Taillandier.

Alice cerró los ojos. La imagen de Mathilde Taillandier, la directora de la Brigada Criminal, apareció en su mente. A Taillandier no le caía bien, y el sentimiento era recíproco. Desde el «caso Erik Vaughn», había intentado varias veces alejarla del 36 del Quai des Orfèvres. Hasta el momento, sus propios superiores se habían opuesto, esencialmente por razones políticas. Pero Alice sabía que su posición seguía siendo frágil en la casa.

—Ni hablar —dijo, tajante—. Deja a los demás fuera de esto y apáñatelas para actuar en solitario. Te he salvado la cara suficientes veces para que corras un mínimo de riesgos por mí, Seymour.

—Vale —aceptó este—. Te llamo en cuanto tenga alguna novedad.

—Te llamaré yo. No voy a poder conservar este teléfono mucho tiempo, pero envíame las señas de Nikki Nikovski por SMS.

Alice colgó y, al cabo de unos segundos, la dirección del estudio de la pintora apareció en la pantalla del

smartphone. Clicando sobre el vínculo de hipertexto, entró en la aplicación de geolocalización.

—Red Hook no está a la vuelta de la esquina —señaló Gabriel inclinándose sobre el plano.

Alice escrutó la pantalla y, con el índice, barrió la superficie táctil para ver mejor los alrededores. El estudio estaba situado al sudoeste de Brooklyn. Había que olvidarse de ir a pie. Y en transporte público también.

—Y no tenemos dinero ni para pagar un billete de bus o metro —añadió Gabriel, como si le hubiera leído el pensamiento.

—¿Qué propone, entonces? —le preguntó ella como una provocación.

—Muy fácil: vamos a robar un coche —afirmó el músico—. Pero esta vez me deja hacer a mí, ¿de acuerdo?

En la esquina de Amsterdam Avenue con la calle Sesenta y uno, un pequeño callejón entre dos bloques de pisos.

Gabriel rompió la ventanilla del viejo Mini de un violento codazo. Alice y él habían tardado más de un cuarto de hora en encontrar un coche aparcado en un sitio poco a la vista y de edad suficientemente avanzada para poder arrancarlo a la antigua usanza.

Era un Austin Cooper S bicolor con la carrocería marrón claro y el techo blanco. Un modelo mítico de finales de los años sesenta que un coleccionista parecía haber restaurado con precisión.

—¿Está seguro de que sabe lo que hace?

Gabriel se salió por la tangente:

—¿De qué puede uno estar seguro en la vida?

Pasó los brazos a través de la ventanilla y abrió la puerta. Contrariamente a lo que las películas permiten creer, robar un coche frotando los cables de encendido no es un asunto fácil. Y esposado a alguien es todavía más complicado.

Gabriel se acomodó en el asiento del conductor y se agachó bajo el volante de aluminio y madera barnizada, mientras que Alice hacía como si hablara con él con los codos apoyados en la ventanilla.

Instintivamente, se habían repartido los papeles: ella vigilaba y él se ocupaba de la mecánica.

De un golpe seco, Gabriel rompió las placas de plástico encajadas entre sí que ocultaban la columna de dirección. Con la mano libre, las retiró para acceder al cableado. De un cilindro de plástico gastado, salían tres pares de hilos de diferentes colores.

—¿Dónde ha aprendido a hacer eso?

—En la escuela de la calle. Barrio de Englewood, al sur de Chicago.

Gabriel observó atentamente el haz de hilos para identificar el par que accionaba la batería.

—Este es el cable que alimenta todo el circuito eléctrico del coche —explicó, señalando los dos hilos marrones.

—¡No me lo puedo creer! ¡No irá a darme una clase de mecánica ahora!

Ofendido, él desprendió los cables del cilindro, peló los extremos y los retorció juntos para accionar el conmutador de encendido. Inmediatamente, el salpicadero se iluminó.

—¡Que es para hoy, joder! Una mujer nos ha visto desde el balcón.

—¡Si cree que es fácil con una sola mano! ¡Me gustaría verla a usted!

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