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Clay los había sacado de Boston, pero cuando los tres ocupantes de la casa de Salem Street se pusieron en marcha veinticuatro horas más tarde, era la joven Alice Maxwell, de quince años, quien a todas luces llevaba la voz cantante. Cuanto más pensaba Clay en ello, menos le extrañaba.

Tom McCourt no carecía de lo que sus primos británicos denominaban «redaños», pero no era y nunca sería un líder natural. Por su parte, Clay poseía ciertas cualidades de liderazgo, pero aquella noche Alice contaba con una ventaja más allá de su inteligencia y de su deseo de sobrevivir. Había sufrido una pérdida y ahora estaba preparada para seguir adelante. En cambio, al salir de la casa de Salem Street, los dos hombres se enfrentaban a nuevas pérdidas. Clay empezaba a experimentar los síntomas de una depresión más bien aterradora que al principio achacó a la decisión, por demás inevitable, de abandonar su carpeta de dibujo. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche comprendió que su estado de ánimo se debía al terror insondable ante lo que podía encontrarse si llegara a Kent Pond, si es que llegaba.

El caso de Tom era más sencillo: detestaba la idea de abandonar a Rafe.

—Déjale la puerta abierta —lo instó Alice, aquella nueva Alice que parecía más resuelta cada minuto que pasaba—. Lo más probable es que no le pase nada, Tom. No le faltará comida. Pasará mucho tiempo antes de que los gatos se mueran de hambre o los chiflados telefónicos empiecen a comer carne de gato.

—Se volverá salvaje —gimió Tom.

Estaba sentado en el sofá del salón, elegante y afligido en su gabardina ceñida con cinturón y su sombrero tirolés. Rafer estaba tumbado sobre su regazo, ronroneando con expresión aburrida.

—Sí, es lo que suele pasar —convino Clay—. Piensa en todos los perros, los pequeños y los grandes, que morirán.

—Hace mucho tiempo que lo tengo, desde que era un bebé —explicó, y cuando alzó la mirada, Clay advirtió que estaba al borde del llanto—. Y además, es como mi talismán de la buena suerte. No olvidéis que me salvó la vida.

—Ahora tus talismanes somos nosotros —dijo Clay.

No quería recordarle que también él le había salvado la vida a Tom en una ocasión, pero era cierto.

—¿Verdad que sí, Alice? —añadió.

—Desde luego —repuso ella.

Llevaba un poncho que le había encontrado Tom y una mochila a la espalda, que de momento no contenía más que pilas para las linternas…, además, supuso, de aquella espeluznante zapatilla de bebé que ya no llevaba atada a la muñeca. Clay también llevaba pilas en su mochila, así como la lámpara de gas. A instancias de Alice, no habían cogido nada más. La chica afirmaba que no tenía sentido ir muy cargados cuando podían abastecerse por el camino.

—Somos los Tres Mosqueteros, Tom, uno para todos, y todos para uno. Y ahora vayamos a casa de los Nickleby a ver si podemos hacernos con unos mosquetes.

—Nickerson —corrigió Tom sin dejar de acariciar al gato.

Alice era inteligente, y quizá también lo bastante compasiva como para no decir algo como «lo que sea», pero Clay advirtió que empezaba a acabársele la paciencia.

—Es hora de irse, Tom —dijo.

—Ya.

Levantó al gato para dejarlo en el sofá, pero de repente lo abrazó y le plantó un beso entre las orejas. Rafe toleró el arrumaco entornando los ojos. Por fin, Tom dejó al animal en el sofá y se levantó.

—Tienes doble ración en la cocina, junto al horno, pequeño —le explicó—. Y un cuenco grande de leche con la nata que quedaba. La puerta trasera está abierta. Intenta recordar dónde está tu casa. Puede que…, bueno, puede que volvamos a vernos.

El gato saltó al suelo y se dirigió hacia la cocina con la cola muy erguida, sin mirar atrás ni una sola vez, fiel a su naturaleza.

La carpeta de Clay, doblada y con una arruga horizontal en ambas direcciones en torno al corte del cuchillo, estaba apoyada contra una pared del salón. Al pasar la miró y contuvo el impulso de tocarla. Por un breve instante pensó en los personajes que la habitaban y con los que había convivido durante todos aquellos años, tanto en su pequeño estudio como en los confines mucho más amplios (o al menos eso le gustaba creer) de su imaginación. El Mago Flak, Gene el Dormilón, Jack Flash el Saltarín, Sally la Venenosa y, por supuesto, el Caminante Oscuro. Dos días antes había creído que tal vez se convirtieran en estrellas, pero ahora agonizaban atravesados por un cuchillo y con el gato de Tom McCourt por única compañía.

Pensó en Gene el Dormilón marchándose del pueblo a lomos de Robbie el Robo-Cayuse y exclamando: ¡

H-hasta luego, ch-chiiiicos! ¡P-puede que a-algún día v-vuelva a p-pasar por aquí!

—Hasta luego, chicos —saludó con cierta timidez, pero no mucha.

A fin de cuentas, era el fin del mundo. No era gran cosa como despedida, pero tendrían que conformarse. Y como podría haber dicho también Gene el Dormilón,

M-mejor eso que un c-clavo oxidado m-metido en el o-ojo.

Clay siguió a Alice y Tom al porche, bajo el susurro de la lluvia otoñal.

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