Celina

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   Ya en la calle pensé seguirlos. De inmediato me dirigí al carro y salí rápido de la zona industrial. Me estacioné al lado de una gran avenida donde esperaba que regresara la gente del Cártel del Norte. Escondí el auto lo mejor que pude y esperé preocupado. Veinte minutos después pasaron los narcos por allí a toda velocidad.

   Los seguí a distancia, no hubo sorpresas, entraron en una zona muy elegante de la ciudad. Pero los perdí. No pude seguirlos de cerca en las calles cortas de la colonia.

   Regresé a la bodega. Como tardaron mucho tiempo los narcos en salir del área industrial, pensé que algo debería estar escondido en ese lugar, tal vez drogas o dinero. Decidí incendiarla el lugar.

   Encontré una botella de cristal tirada en la calle, la llené de gasolina y con una franela hice una mecha. Preparé una bomba molotov y las arrojé sobre el portón, calculando dónde se encontraban los muebles almacenados, y esperé que el fuego dominara el lugar.

   Las llamas empezaron a poblar los espacios de la bodega. Permanecí varios minutos mirando cómo el incendio se imponía en la estructura.

   Algunos guardias de las fábricas cercanas llamaron a los bomberos. Me retiré del lugar en cuanto escuché las sirenas, con la seguridad de que el incendio daría a los narcos mi negativa de trabajar con ellos.

—o0o—

En la mañana hice planes para circular por la colonia elegante donde perdí a los narcos. Pero al salir del baño tuve que contestar el teléfono.

    —Hola, Ulises. ¿Cómo estás? —preguntó Celina.

    —Bien, aquí preparándome a salir… ¿Te encuentras bien?

   —Triste. No lo puedo aceptar, nos dejaron solos. Es injusto que se fuera así— dijo con voz quebrada—. Pero Gustavo odiaba las drogas. Se prometió muchas veces acabar con los narcos cuando su hermano menor murió de una sobredosis. Mi esposo decía que las drogas consumen el cerebro. Gustavo lamentó mucho la muerte su hermano, se quejaba de que no sabía de su adicción; si lo hubiera sabido estaría vivo. Cuando se enteró, ya era tarde… Llevaba varios días drogándose. Su corazón no aguantó… El sentimiento de culpa lo llevó a una lucha contra los narcos que le terminó costando la vida—, su voz se oía triste y pensé que lloraría.

  — ¿Cómo están tus hijos?

   —Todos bien, gracias —contestó después de unos momentos—. El mayor ya pronto entrará a la Prepa… Trata de ser fuerte y no demostrar su tristeza, pero también llora en las noches. Los niños sufren por Gustavo, intento consolarlos diciéndoles que su padre está con Dios… Pero todos nos sobrepondremos.

   — ¿Te ha llegado alguna información?

   —No mucho, encontré una libreta de apuntes personales de Gustavo… Son frases aisladas, escritas cuando trataba de ordenar sus ideas. Aparecen palabras como: “Nuevo allanamiento” y la dirección de un rancho: “El Palomito”… Al final de la última página de la libreta escribió una frase que me llamó la atención: “He visitado al médico, el caso no tiene remedio”… ¿Sabes algo de un médico?

   —No, no puedo saber a qué se refería.

   Celina expresó preocupación por mí, insistía en que dejara la investigación. Colgó después de asegurar que me avisaría si encontraba algo más.

   Me vestía cuando volvió a timbrar el teléfono.

   —Arena, tenemos información buena— dijo una voz distorsionada, metálica y grave, por teléfono—. Un cargamento importante de drogas pasará a las seis de la tarde por el kilómetro ciento veinte de la carretera nacional. Los del Cártel del Norte están confiados, creen que con la muerte de González se acabaron los decomisos… Detenlos y te daremos cinco mil pesos.

   — ¿Por qué haría esa pendejada por cinco mil pesos?

   —Tú sabes si lo intentas, y tú sabes cómo lo haces; pero nadie te dará cinco por llevar chismes.

   Aunque pregunté su nombre, no contestó. Cortó la llamada en cuanto empecé a hacer preguntas.

   Pasaron varios minutos sentado en el sofá a medio vestir, trataba de tomar una decisión. Sabía que era utilizado en una guerra de ingenio, donde el más audaz ganaba, donde se servían de autoridades y civiles para atacarse entre sí y, a la larga, sólo dejaría víctimas, algunas de ellas inocentes.

   Decidí detener el cargamento de drogas. En esos momentos pensé que ayudaría a eliminar un poco de droga de las calles.

—o0o—

— ¿Qué has averiguado? — pregunté a Manuel Vallarta, que esperaba, sentado dentro de una camioneta, en el estacionamiento de las oficinas de la Ministerial.

   —Nada, todo está muy sereno— contestó el joven.

   — ¿Qué sabes de un rancho por el cual preguntaba González?

   —Gustavo indagaba entre los compañeros y algunos narcos. No sé exactamente qué buscaba. Pero preparaba otro registro para la finca El Palomito, antes de que lo mataran… No se supo más.

   Las miradas de desconfianza de otros ministeriales me descubrieron y empezaron a vigilarme con cierta prudencia.

   — ¿Quién investiga la muerte de González?

   —Luis Talabar y Antonio Rodríguez—, hizo una pausa para señalar con la cabeza dos autos de lujo en el estacionamiento—. Esos son sus autos. Ahora dime sí crees que el crimen se resolverá.

   El cinismo en la voz del joven era fácil de entender.

  El compañero de Vallarta llegó, se subió a la camioneta y ambos se marcharon a toda velocidad, sin mayor cortesía que un simple “Hasta luego”.

—o0o—

—El soplón que daba información a González, ahora me llama a mí— dije a un indiferente Jesús Álamo.

   —Será una broma.

   Había dedicado el resto de la mañana a distraerme. Mi mente se encontraba saturada de miles de posibilidades sobre el caso. Por lo mismo dejé correr las horas circulando por la ciudad.

   Después del mediodía, y con dudas, busqué a Álamo. Mi llegada fue recibida con indiferencia. Ya en su oficina expliqué lo que consideraba información importante, pero sólo recibí una mirada de disgusto del corpulento jefe policíaco.

   —La única manera de estar seguros de que no ser una broma es poner un retén en la carretera— aclaré al ver que no le interesaba—. Ya sólo faltan tres horas para las seis de la tarde.

  —Lo malo es que yo seré el responsable si algo sale mal.

   Comprendí que nada de lo que dijera o callara convencería a Álamo de involucrarse otra vez en un decomiso. Decidí no insistir más y buscar otras opciones.

   Con una plática de Vallarta, en los estacionamientos de la ministerial, obtuvimos el nombre del comandante de los federales en el sector; era él mismo que trató con González para preparar la captura de los cargamentos de drogas.

  Me dirigí a la Procuraduría Federal de inmediato. Pregunté por el Comandante Federal en las oficinas.

   —De nuevo el problema del soplón. Ya tuvimos muchas dificultades con González. Al involucrar a varios departamentos todo se contamina, los infiltrados del narco echan a perder todo. Yo ya no quiero problemas.

   Como ayudó a Gustavo, pensé que también me ayudaría a realizar el retén, pero conmigo ya no quería tomar riesgos.

   El comandante resultó ser un joven que apenas pasaba de los treinta años, era entusiasta, pero los problemas ocasionados con González lo desanimaban.

   La nueva explicación que pude dar fue demasiado pausada y sin emociones, estaba decepcionado y esperaba un rechazo.

   —Vale la pena intentarlo, tal vez consigamos decomisar otro cargamento de drogas— dijo el joven comandante—. Ordenaré que se prepare ese retén y que se procure no hacer muy llamativa la operación.

   Para las cinco de la tarde nos encontrábamos sobre la carretera en el lugar señalado. El tráfico era pesado. Seis policías federales, bien armados y con chalecos a prueba de balas, detenían los camiones de carga, haciendo una serie de preguntas rutinarias; buscando, más que una respuesta sospechosa, una mirada vacilante, un comportamiento extraño o miedo en los rostros de los choferes. La mayoría de los policías estaban molestos, pensaban que no encontrarían nada.

   Mientras esperaba, un poco retirado del retén y rezando porque apareciera el cargamento, el jefe de grupo federal se acercó un poco fastidiado, era otro joven regordete y con actitud indiferente y gesto cínico.

   — ¿Por qué tomas riesgos por detener drogas? No es tu problema. Nadie te lo agradecerá. Además podríamos tener problemas.

   —Quiero ponerle en la madre a los cárteles de droga para hacerle justicia a un amigo.

   Por un momento me miró molesto, después sonrió y dijo:

   —Los narcos son muy poderosos e influyentes. Ellos pueden matar a cualquiera, sin excepción.

   —Los narcos están envalentonados con la violencia. En una sociedad pacífica ellos se sienten los reyes, pueden utilizar sus asesinos bien armados para atacar a cualquiera. Pero la verdad, no son tan valientes.

   El federal perdió su mirada en la carretera y agregó con gesto sereno:

—No los veas como los malvados. Sólo venden droga; si no fuera ilegal no los diferenciaríamos de los industriales o comerciantes. Los políticos y empresarios también tienen guardaespaldas y asesinos a su servicio, por si acaso tienen problemas fuertes… La culpa de que existan drogadictos no es de ellos, es la sociedad, siempre origina adictos. Además, si alguien quiere comprar lo que sea siempre habrá quien lo venda. Los políticos lo saben, por lo mismo se actúa con prudencia contra el narco. Los mismos gringos lo único que le piden a sus mafioso es que no se noten, que no hagan olas, por lo mismo las drogas, el juego y la prostitución siguen, sin que nadie pueda detenerlos, sin importar a cuántos jóvenes destruyan…Es sólo un negocio.

   No compartía su opinión, pero no hubo nada que contestar. Nos encontrábamos recargados en una patrulla, atentos al movimiento a nuestro alrededor. Las imágenes de retenes eran frecuentes en esa carretera, las autoridades las hacían para demostrar que estaban trabajando. Pero sólo conseguían molestar civiles, casi nunca daban resultados.

   — ¿Cómo reconoceremos el camión que lleva el cargamento? Debieron darte alguna señal, una razón social o cualquier otro detalle—preguntó el jefe de grupo ya cansado.

   —No dijeron nada más. Espero que podamos reconocerlo cuando lo veamos.

   —Ojalá que no estés confiando en tu sexto sentido nada más.

   Seguí callado, pero la verdad es que nadie sabía qué buscar.

   Pasados los minutos lo esperado sucedió. En uno de tantos camiones detenidos, el conductor mostró actividad sospechosa, bajó de la cabina para saludar de mano a los oficiales. Sonreía y hablaba como si fueran amigos de toda la vida, reuniendo a su alrededor a todos los policías. Las miradas de los federales volteaban a ver al jefe de grupo con actitud confusa, y éste parecía incómodo al ignorarlas.

   — ¿Conocen al chofer?

   —No lo creo. Así se portan todos los choferes.

   —El camión tiene que cargar la droga— dije y me dirigí al grupo.

   El chofer era un joven bronceado de aspecto agradable. Vestía con ropa vaquera y sombrero. Tenía cerca de veinticinco años y se notaba seguro.

   — ¿Qué pasa? — preguntó el jefe cuando nos unimos al grupo.

   El silencio se impuso y el joven chofer sintió que era el momento de aclarar su situación.

   —Nada, mi comandante. Aquí hablando con mis amigos… Fíjese que tengo un problema. Llevo un cargamento de jabón en polvo para la frontera, pero con las prisas se me olvidó pagar los impuestos, no tengo los papeles en regla… Tal vez pueda dar a usted el dinero del gobierno y me deja pasar… Nadie se dará cuenta y todos saldremos ganando… ¿Qué le parece?

   El joven se vio nervioso al sacar del bolsillo de la camisa un grueso paquete de dólares.

   El Jefe de Grupo estaba vacilante, pero sus ojos nunca dejaron de mirar los dólares.

   —Que registren el camión — pedí molesto—. El cabrón trata de sobornarnos.

   —Cállate, Arena— dijo el jefe pensativo y enseguida, con seriedad indiferente, preguntó al joven—: ¿Estás seguro que con ese dinero puedes pagar todos lo impuestos?

   —Aquí tenemos más, diga cuánto quiere y veremos si se lo puedo conseguir—dijo el conductor con seriedad.

   El chofer entregó el primer fajo de billete y su sonrisa reflejaba la seguridad de quien ya no tendrá problemas.

   —Es sólo dinero, y al vender el cargamento saldrá suficiente para todos. Nos irá bien… De todos modos somos de los mismos, no se preocupen—continuó hablando el chofer mientras sacaba más dinero de la cabina.

— ¡Con una chingada! Este pendejo trae el camión cargado de drogas. Deténganlo— protesté furioso.

   —No seas hablador, Arena— gritó enojado el federal—. No voy a dejar una buena cantidad de dinero porque tú quieres portarte como héroe honrado.

   —Vale madre el dinero; siempre necesitarán más, nunca será suficiente si llega fácil— seguí protestando enojado.

   —Ya te dije. El dinero nos ayudará a todos, si tú no lo quieres es tu problema.

   El chofer regresó con una gran sonrisa, le entrega un segundo paquete de billetes y se apartó para dejar que los policías resolvieran sus problemas, aunque siempre estuvo atento.

   Furioso me dirigí a la caja, quité el candado en la puerta a golpes con una piedra. El trailer estaba lleno de cajas de cartón grandes que contenían cientos de bolsas de jabón en polvo. Subí rápido mientras los federales trataban de detenerme con regaños. Abrí la primera caja y saqué una bolsa, la rompí y dejé que el polvo azul fuera arrastrado por el viento. No había nada sospechoso.

   —Tráiganlo y échenlo en una patrulla— escuché al Jefe de Grupo gritando a sus hombres mientras me señalaba.

   Tomé otra bolsa y de nuevo era sólo polvo. Tres federales me tomaron de los brazos y me arrojaron de la caja, rodé por el suelo y otros dos me condujeron hasta la patrulla.

   —Es jabón en polvo—gritó el Jefe de Grupo—. Cierren la caja.

   —No hagas escándalo o te pondremos en la madre. Tenemos demasiados problemas para dejar que tú nos impida recibir dinero— dijo uno de los federales mientras me esposaba y me hacían entrar a la patrulla.

   Vi, con impotencia, como el camión se perdía entre el tráfico. El reten fue levantando con indiferencia, mientras el jefe de Grupo repartió dinero entre sus hombres. Los oficiales se veían contentos mientras volvían a sus patrullas.

   —Ese camión está cargado de drogas— aclaré al Jefe en cuanto subió a la patrulla.

   —Tal vez. No estamos seguros—contestó y me mostró unos billetes—. ¿Qué dices, los tomas?

   — ¿Qué dirá el Comandante?

   —No te preocupes. Él también recibirá su parte.

   El jefe de grupo colocó los billetes en la bolsa de mi camisa, por las esposas no pude devolvérselo, quedé en silencio durante el camino de regreso.

   Ya la noche se había impuesto, circulaba por la ciudad deseando no pensar.  Mi conciencia estaba dividida, las imágenes de un camión cargado de drogas me frustraba, pero la alegría y lógica de los federales me obligaba a sentir indiferencia hacía la corrupción. Juzgar a la ligera es fácil, acusar de corruptos a los policías parecía normal, después de todo aceptar sobornos es contra la ley. Pero ellos tenían familias que sacar adelante y los políticos esperan que sacrifiquen todo por un sueldo ridículo.

   Acepté el dinero porque no debía juzgar a todos.

  De nuevo mi estado de ánimo me impulsó a ver otro aspecto de la ciudad. Como calles infinitas que se pierden en la nada, donde cada rincón esconde un poco de sabiduría y un poco de maldad. Era como la soledad, como el cansancio, como el tiempo; era como no tener nada seguro.

  No tenía ningún plan, sólo estacionarme cerca de la Comandancia de la Ministerial para dejar pasar la mayor parte de la noche fuera de la casa. Quince minutos después vi salir uno de los dos autos de lujo que eran de los policías corruptos. El subconsciente me hizo pensar que esta casualidad era un golpe de suerte. Lo seguí, esperando reconocer al conductor.

   Se detuvo en un estacionamiento de un edificio de departamentos. Era Antonio Rodríguez, bien vestido y peinándose el cabello mientras caminaba a la entrada. Pude reconocer el departamento a donde se dirigía porque se encendieron las luces. Pasaron cerca de dos horas antes de que saliera un poco desalineado, subió a su auto y lo dejé marchar.

—o0o—

Todo pasó muy rápido, se escucharon silbidos agudos, el parabrisas estalló y pequeños cristales saltaron por todas partes. Los disparos venían de un auto que se estacionó a un lado del mio.

   Acababa de llegar a mi casa, eran cerca de las tres de la mañana, ya estacionado me preparaba para bajar del auto cuando presentí el ataque. Tomé la pistola que llevaba debajo del asiento. Enseguida se sucedieron los disparos, fueron muchos en menos de unos segundos. Bajé del auto casi de rodillas. Sabía que atacaban con una AK47, las balas atravesaban con facilidad el auto y se incrustaban en la pared con mucha fuerza. Con mi pistola 9 milímetros era imposible repeler el ataque. Preparé la pistola para defenderme lo mejor que pudiera.

  Siguió un largo silencio desesperante. Escuché los gritos distantes de algunos peatones y las voces apagadas de los atacantes.

   No imaginé nada cuando sentí el estruendo de un cristal lateral al romperse y el sonido sordo de un objeto al rodar dentro del auto.

   Cuando oí que el carro de los atacantes aceleraba traté de incorporarme para disparar. Pero mi auto estalló. Me hizo salir proyectado y golpeé el suelo con fuerza. El sonido fue ensordecedor y después quedó un fuerte zumbido en la cabeza que me impedía oír. Sentía dolor en todo el cuerpo y sangraba. Mi auto estaba destrozado y en llamas. Todo se fue nublando a mí alrededor, las imágenes se volvieron opacas hasta desaparecer.

—o0o—

—Tuviste suerte— fue lo primero que oí al despertar en una cama de hospital.

   Mientras entraba en conciencia reconocí a Vallarta, parado a un lado de la cama. Una enfermera, voluminosa y morena, mantenía a raya las inquietudes de mi compañero con comentarios amables sobre mi estado de salud, mientras me tomaba la presión.

  —Tus radiografías de cráneo están bien, no tienes fracturas— comentó la enfermera al ver que despertaba.

  — ¿Cómo te sientes? —continuó Vallarta.

   —Cómo si hubiera pasado un elefante por mi cabeza.

   —Estoy investigando qué te pasó.

   La enfermera finalizó mi chequeo con una mirada tranquila a Vallarta y dijo:

   —No tiene nada grave, algunos golpes, cortaduras menores y el susto. En una hora podrá salir del hospital.

   La enfermera salió y Vallarta confundido preguntó:

   —Estalló una granada en tu auto y quedaron muchos agujeros de bala en las paredes. ¿Qué pasó?

   —Pasó lo que esperábamos. Los narcos se enfurecieron conmigo e intentaron matarme... Acababa de llegar a mi casa cuando me dispararon por la parte trasera de mi auto, en el punto ciego, ni siquiera los vi. Se cansaron de disparar y, cuando ya había salido del auto, soltaron la granada.

   —Tuviste suerte.

   —Sabíamos que tarde o temprano iban a reaccionar.

   — ¿Viste el auto de los matones?

   Comenté que no, pero sabía que era un auto deportivo negro y con diseños rojos, tenía dos días estacionado fuera de mi departamento. Pero no estaba seguro de que hubieran sido ellos.

   —Celina llamó, se escuchaba preocupada.

   Preferí ignorar ese comentario, sentía que era personal.

— ¿Qué has averiguado?

   —Nada, todo sigue igual.

   — ¿Qué horas son?

   —Es medio día, estuviste inconsciente como diez horas— dijo Vallarta sentándose a un lado de la cama—. ¿Ahora qué vas a hacer?

   —Seguir investigando, no me voy a retirar.

   —Pero seguirán los atentados, lo único que te puede salvar es alejarte de los traficantes.

CAPÍTULO VI

   Me encontré solo en el cuarto del Hospital. Vallarta se marchó al poco rato. Me vestí con dolor y dificultad, no quería desprender los parches de gasa puestos sobre las cortaduras.

   Sabía que me buscaban para atacarme, ahora ya no tenía dudas. No podría regresar a mi oficina ni al departamento, los asesinos estarían vigilando y dispuestos a atacarme de nuevo.

   Ya no tenía armas ni autos, aunque con facilidad podría comprarlos. Cuidaba mis ahorros porque esperaba vivir de ellos cuando me jubilara, si es que llegaba a viejo, y me molestó retirar dinero de esa cuenta.

   Celina, muy preocupada, entró en el cuarto cuando me encontraba listo para salir.

   — ¿Qué te pasó?

   —Me dieron un susto. Nada más.

   Estaba a punto de llorar. Sentí cierta desesperación cuando se sentó sobre la cama. Se llevó las manos al pecho tratando de controlar su llanto.

   — ¡Te dije que olvidaras el asesinato de mi esposo! —, un grito contenido se impuso en su voz, saliendo una especie de gruñido—. No quiero perderte a ti también. Déjalo así, que Dios haga justicia.

   La actitud de Celina, preocupada, me sorprendió. Pero decidí ignorarla, comprendí que la muerte de su esposo era muy reciente.

   — ¿Cómo están tus hijos?

   —Ellos están bien. No me trates como tonta. No quiero que sigas investigando.

   —Ya no puedo, ya empecé, los corruptos no se detendrán hasta que acaben conmigo. Ya no puedo parar.

   Su desesperación perdió intensidad, transformándose en una súplica.

   —Márchate de la ciudad, escóndete un tiempo, no quiero más muertes.

   Entendía que la comprensión era la mejor manera de ayudarla. La abracé para tranquilizarla, ella se opuso al principio, pero fue cediendo hasta que se dejó llevar por el desgano.

   —Cálmate, estamos en un hospital— dije con voz pausada, apretándola un poco más contra mi cuerpo.

   En algún momento cambió su actitud a resignación.

   —Estoy asustada, es una ciudad peligrosa y tengo tres hijos para proteger. No puedo vivir tranquila, o fingir que nada pasa— dijo con voz grave—. No quiero perderte a ti también.

   Continuamos abrazados, parecía que mi calor corporal fuera disipando sus temores con la ternura del instante. Sus manos se aferraron a mí, como si la demostración de afecto se transformara en pasión.

  Mantuvo sus grandes ojos cafés fijos sobre los míos con ansiedad. Los cerró despacio y trató de darme un beso. Me aparté preocupado, haciendo bromas.

   —Larguémonos de aquí antes de que nos corran. La cuenta del hospital debe estar altísima y cada minuto que estemos en el cuarto cuenta.

   Trató de sonreír a pesar de su mirada excitada y sus labios húmedos. Ella insistió en buscar mi rostro y cuando la miré fijamente a los ojos dijo:

   —Siempre te he amado.

   —Tenemos que marcharnos—contesté incómodo.

   Es una mujer atractiva a pesar de su edad y de haber traído al mundo tres hijos. Pero era la esposa de Gustavo, un amigo muerto, y sentía como traición considerar la posibilidad de tan sólo besarla en la boca. Además ella estaba afectada, muy dolida y frágil en esos momentos. Traté de apartarla pero me tomó del brazo y dijo:

   —Tenemos que hablar—, estaba seria y sus grandes ojos se veían tristes.

   —Después. Cuando salgamos de este problema.

   —Y si muriéramos mañana.

   —Después hablamos.

   Celina se apegó a mí para ayudarme a caminar, aunque le dije que no era necesario.

   Cobraron diez mil pesos en el hospital, me hubiera puesto furioso en otros momentos, era demasiado, pero Celina había logrado impresionarme y nada importaba entonces. Pagué y me dirigí a la puerta donde esperaba ella.

   — ¿Soy bella?

   —Sí, eres una mujer bella. Pero lo mejor de ti no está en el exterior.

   Me jaló del brazo para llevarme a su auto, mientras se mostraba sonriente y orgullosa colgada de mí brazo.

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