Celina

Celina


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   —Te conozco desde que me casé. Gustavo hablaba muy bien de ti. Las pocas veces que visitaste la casa te portaste tan serio y fuerte, no podía más que admirarte. Me enamoré de ti despacio, sabía que entonces era imposible. Te deseaba y en las noches, los días que nos visitabas, posaba desnuda ante el espejo del baño imaginando que lo hacía frente a ti… No me mal interpretes. Tenía a mi esposo y mientras estuvo vivo jamás lo engañé: sólo con el pensamiento y sólo contigo.

   En el auto, sentada en el asiento del piloto, dejó imponer el silencio con gesto de duda. Sabía lo que ocurriría, pero no hice nada para evitarlo, la dejé seguir por vanidad. Sentía el extraño deseo de poseerla, que ella misma estaba sembrando con sus palabras, no podía impedirlo a pesar de todo lo que nos separaba.

   —No hubiera dicho nada, esperaría por lo menos unos meses y sólo te daría insinuaciones, tú tendrías que interpretarlas y si algo sentías por mí tendrías que decírmelo— continuó Celina, sus ojos se veían grandes, tiernos. Al momento de tomar mi mano entre las suyas pareció estremecerse—. Pero cuando me enteré del atentado tuve miedo de perderte, quedarme por completo sola otra vez. Te lo tenía que decir, no podía esperar más.

   Estaba aturdido, no sabía qué pensar y la duda se reflejaba en mi mirada.

   —Gustavo era mi amigo.

   —No digas nada. Ahora no. Espera, piensa las cosas. Si te pidiera una respuesta en este momento te negarías… Te lo quería decir para que te cuidaras, que dejes de arriesgarte… Podemos marcharnos de la ciudad, formar una familia normal en otra parte y ambos nos amaríamos.

   Trató de besarme de nuevo pero tan sólo alcanzó la mejilla.

   —Dime que también me amas.

   —No lo sé.

   —Ya tendrás tiempo para quererme.

   Trató de llevar mis manos a su pecho, yo las aparté.

   —Tengo más de un año sin que me toquen. No me rechaces— dijo aún con su cara pegada a la mía, buscando un beso—. Tócame.

   Ya atrapado por una excitación involuntaria la dejé hacer lo que quisiera. Mis manos tocaron su pecho y ya nada pudo contenerme.

—o0o—

 

Caminaba por la calle pensando. Celina me había dejado en el centro después de insistir mucho. Me dirigí al banco, esperaba sacar dinero de mis ahorros para comprar un auto y tener efectivo para sobrevivir unos días.

   Los narcos y sus armas estaban lejos de mis pensamientos en esos momentos. Era el cuerpo de Celina el que ocupaba todos mis pensamientos. En algún momento, después de algunos besos, y aún sobre el auto, se apartó un poco de mí y se descubrió sus grandes pechos. Quería que los tocara con firmeza, que los besara y que tratara de ser posesivo, era imposible que me controlara.

  Como mujer, valía la pena: bella, amable y buena persona. Los hijos de Gustavo merecían lo mejor. Bien podría dedicarme a cuidarlos, integrarme a su familia y ayudarlos a salir adelante. Pero la imagen de mi amigo seguía presente.

   En el banco llené con rapidez una ficha, anotando una cantidad grande, que según mis cálculos alcanzaría para mis planes. Hice cola, aguanté las dudas de la cajera y cubrí lo mejor que pude el dinero para que nadie viera.

   Caminé por la calle atrapado por la obsesión que provocaban los pechos de la mujer.

   No quería enamorarme, me volvería débil, celoso, acostarme con la mujer sería algo sentimental, y no el acto visceral que siempre he necesitado y que siempre he conseguido con facilidad. Mi vida y los sentimientos no se llevan… En ese momento sentía que empezaba a amar a Celina, no quería perderla, pero tampoco la quería adherida a mí todo el tiempo.

   Celina era diferente, ella, en su desesperada necesidad de pasión, creyó estar enamorada de mí y se imaginaba que yo también la amaba. Quería placer, pero esperaba que me enamorara de ella para poder justificarse. Sentía que al sacar sus emociones más íntimas, yo correspondería con lo mismo. Era la primera mujer en pedirme una unión, lo pedía todo. Se justificaba con una triste realidad: todos estábamos en peligro.

   Entré en una calle repleta de pequeñas tienditas, donde venden de todo además de armas de fuego. En un puesto un vendedor moreno mostraba con recelo pistolas sobre una mesa. La gente a nuestro alrededor circulaba aglomerada e indiferente, mirando las mercancías de otros establecimientos improvisados en la vía pública.

   — ¿Cuál le gusta, Jefe?... Ésta es una cuarenta y cinco automática, tumba a cualquiera. Y la treinta y ocho dispara catorce balas en segundos.

   —Quiero armas nuevas, no me importa el calibre— dije revisando un revólver cromado—. No quiero cargar con pistolas calientes. 

   El regordete vendedor me miró extrañado, y dijo:

   — ¡Faltaba más! Usted diga, Jefe. Nosotros la conseguimos. Pero son muy caras… Las que están aquí tienen poco uso, Jefe.

   — ¡Sí. No me digas! Nomás se han usado en dos o tres asesinatos.

   — ¡Qué ocurrente es, Jefe! Deje le enseño la nueve milímetros, automática. Acaba de llegar de la frontera… Dicen que es buena.

   La pistola tenía cierta belleza con un color negro azulado, bien aceitada y envuelta en plástico. Aunque era costosa.

   — ¿Estás seguro que es nueva?... Bueno, dame balas y dos cargadores.

   Le entregué casi diez mil pesos al vendedor y escondí el arma entre mi ropa.

  Tenía un refugio para emergencias cuando tenía problemas. Era un hospedaje, lo elegí hacía años porque se encontraba bien escondido entre la ciudad. El dueño era un viejo investigador que trabajó para el gobierno y sabía todo lo malo ocurrido en el país en los últimos tiempos. Tenía buena plática y cobraba poco.

   Estaba cansado y adolorido, tuve que tomar un taxi para que me llevara al “refugio”, como llamaba a esa posada.

   —Pásale, Arena— dijo García, el dueño de la pensión, una persona mayor de sesenta años, que conocí desde mis primeros trabajos—. De nuevo andas metido en problemas… ¿Qué pasó, quemaron tu casa?

   —No, sólo hicieron estallar mi auto.

   Me invitó a pasar a un pequeño cuarto, a un lado de la entrada, que utilizaba como oficina.

   —Los narcos quieren mandarme a hablar con San Pedro.

   —Esos son peligrosos y montoneros—dijo sentándose en una silla e invitándome a acompañarlo señalando un sofá—. ¿Quieres el cuarto de siempre? Esta libre y huele bien; los últimos inquilinos eran unas mujeres que usaban perfume y no se lavaban bien.

   En un pequeño refrigerador había varias cervezas, tomó dos y me ofreció.

   —Vamos, suelta toda la sopa. ¿Qué te pasó? Esa cara sólo la tienes cuando estás en verdaderos problemas.

   Su sonrisa se pobló de arrugas y su dentadura postiza brilló un poco más.

   —Es sólo una mujer, no tiene importancia.

   —¿No te da pena? A tu edad y con líos de faldas… Pero explícame.

   —Es la esposa de un amigo asesinado, dice que está enamorada de mí.

   —Todo un problema moral. Pues agárrala, no estás para andar eligiendo.

   —Pero no es seguro que sean sentimientos reales. Está asustada y se siente sola.

   —Dale por atrás. Con eso se enamora de ti.

   —Cómo me das consejos si tú eres soltero.

   —Soy soltero porque me faltó darles por atrás, sino tendría hasta tres.

   Me dejó en el cuarto después de la tercera cerveza y por fin pude descansar. Me quedé dormido casi de inmediato.

   A las diez de la mañana del día siguiente circulaba por la colonia elegante donde días atrás perdía una camioneta blanca. Una hora antes había comprado un auto de modelo reciente, aunque sin placas, sólo un permiso de circulación temporal. Pensaba usarlo una semana, si funcionaba bien y no lo veían los narcos lo conservaría.

   Decidí vigilar la colonia elegante una hora, caminé por la plaza cercana, tomé un refresco en una cafetería y cada determinado tiempo circulaba al azar por las calles. Mi sexto sentido no servía entre tantas casas, todas casi iguales y los autos de lujo menudeando.

   Pasado el medio día decidí llegar a mi departamento. Nadie conocía el auto nuevo, por lo mismo me atreví a circular por el frente del edificio, esperando averiguar si era vigilado. No descubrí nada sospechoso. Estacioné el auto a unas cuadras de distancia, para que no lo identificaran y llegué caminando hasta el edificio.

   El portero, una persona mayor y amable, me recibió con un gesto de preocupación por mi estado de salud. Después aclaró:

   —Dos tipos mal encarados vinieron ayer a preguntar por usted. Estaban muy enojados y exigieron que les dijera dónde estaba. Como no pude decirles nada me amenazaron con pistolas enormes. Lo bueno es que no estaba, si no lo hubieran matado.

   Enseguida me acompañó a mi departamento, con su paso cansado y lento, y dijo:

   —No pude evitar que entraran. Destrozaron todo y, tal vez, se llevaron algunos objetos de valor. No lo pude ver más porque me tenían amenazado… Llamé a la policía pero ellos también buscaron algo para llevarse.

   —No se preocupe, son cosas que pasan.

Traté de no demostrar molestia al ver los destrozos en mi departamento, para no apenar al viejo.  En una maleta guardé mi ropa y algunos objetos personales. Lo poco que se llevaron no tenía verdadero valor, ni siquiera sentimental.  Le pedí al portero que se retirara, que nada podía haber hecho para impedir el saqueo. Tomé el teléfono y llamé a Bernardo Díaz.

   — ¿Cómo ha estado?

   — ¿Ulises? Me enteré por las noticias del atentado… Espero que no te hayan asustado.

   —Sí, me asustaron y mucho, pero no pienso echarme para atrás.

   —Bien, no esperaba otra cosa de ti… Recordé algo interesante. González trataba de descubrir al soplón, a la persona que le daba la información, pero a pesar de que estuvo haciendo preguntas durante meses no encontró nada, que yo sepa; o por lo menos a nadie se lo dijo.

   — ¿Tienes alguna idea de quién se trata?

   —Es difícil saber exactamente, pero Gustavo sospechaba que es un policía. Aunque eso no es ninguna novedad—, sus palabras se matizaron con tono de cansancio.

   Recordé un comentario de Celina con respecto a la libreta de apuntes de Gustavo y vino a mi mente una frase interesante y pregunté:

   — ¿Sabes si entre los narcos existe algún médico o algo relacionado con ellos? No te dijo Gustavo nada sobre ellos.

   —No, ningún médico. Tal vez González se encontraba enfermo.

   Algo en el tono de voz del anciano cambió, se escuchó más pausado.

   —Te escucho deprimido. ¿Qué pasa?

   —Nada. Los recuerdos…—, la llamada terminó con esa frase, sólo nos despedimos sin más.

    Sabía que era un riesgo estar en mi departamento, pero en ese momento nada me importaba, sólo quería disfrutar la soledad relajante. Cuando todo estaba listo para salir del departamento, el desánimo me invadió. Me acosté sobre la cama deshecha y pasaron los minutos mientras pensaba en Celina.

   Cuando salimos del hospital, el momento más intenso con ella fue cuando, excitada en su auto, se descubrió sus pechos. No pude evitar, los acaricié, los bese, toqué su entrepierna. Pero algo recordó, se detuvo en seco, me apartó a empujones y lloró. Fue un sufrimiento desesperado, agudo, de todo eso que tenía guardado en su alma y no podía sacar. Fueron minutos eternos. Cuando por fin se calmó dijo apenada:

  — ¡Soy una puta!

   —No, eres sólo una mujer que está sufriendo. No puedes ser tan dura contigo misma.

   —Perdóname.

   —Siempre te he deseado— dije despacio, motivado más por el deseo que por los sentimientos. Pero ella notó mi inseguridad, ya no dijo nada, se controló, se acomodó la ropa y salimos del estacionamiento del hospital en medio de un silencio pesado.

   Los recuerdos fueron sustituidos por la excitación que nubló mi mente. Tomé el teléfono y la llamé:

   — ¿Cómo estás?

   Ella reconoció mi voz de inmediato.

   — ¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien?

   —Sólo llamaba para pedirte que nos reunamos, quiero verte. No te preocupes, no estás obligada a nada. También me siento solo en ocasiones.

   Hubo un momento de silencio.

   — ¿Para qué?... ¿Dónde?

—o0o—

Oscurecía cuando llegué al hospedaje, pasé más de una hora con Celina en un cuarto de hotel. Estaba apenado, me sentí mal por haber desbordado mis pasiones con ella al hacerle el amor. El sentimiento de culpa por traicionar a mi amigo muerto era intenso.

   Por fortuna García se encontraba a la puerta de su negocio. Me dirigí a él con las maletas en la mano y al momento de saludar pedí que lo acompañara con unas cervezas.

  Recorrimos algunas calles hasta un depósito cercano, mientras el viejo judicial me lanzaba preguntas, esperaba enterarse de todo lo ocurrido antes de que lo sorprendieran en su negocio con algún ataque.

   —Se hace mucha dinero mezclado con los narcos, pero también es peligroso—concluyó García mientras regresábamos con doce cervezas en una bolsa.

   — ¿Siempre fue así, como lo es ahora?

   —Supongo que sí, aunque no soy ningún estudioso de la corrupción… Creo que es parte de la naturaleza humana, como un mal instinto de conservación. A los únicos que considero responsables de que la corrupción llegara a estos niveles son a los políticos. Ahora sólo nos queda aguantar.

   En su reducida oficina disfrutamos de la plática y de las cervezas. En algunos momentos, tal vez por efectos del alcohol, la imagen de Celina desnuda y estremeciéndose de placer cruzó mi mente. Algún gesto se me escapó porque García preguntó:

   — ¿Cómo te fue con la mujer?

   —Estuve con ella hace rato.

   — ¿Le diste por atrás?

   — Sí.

   —No te preocupes. No te rechazará, te lo aseguro.

   Cuando García se siente suficientemente ebrio, simplemente se marcha tambaleándose a su cama sin despedirse. Y así lo hizo en esa ocasión.

   Ya recostado en mi cama y cansado, la tuve que llamar. La habitación se sentía desierta y fría. Era casi la una de la mañana. Estaba alcoholizado y con una profunda necesidad de hablar con ella.

   — ¿Cómo estás? —pregunté por el celular en cuanto contestó.

   —Cansada. Los niños están dormidos— dijo con una naturalidad que me sorprendió.

   — ¿Cómo te sientes?  

   —Me siento mal. Pero también sé que era necesario, que lo necesitaba —, su voz se escuchaba vacilante por momentos, como razonando bien sus respuestas.

   —Lo lamento, no sé qué pasó, pero espero que me perdones.

   —No tengo nada que perdonarte, yo mismo lo quise.

   —Supongo que no quieres volver a verme.

   — Ahora más que nunca, y para lo que tú quieras.

   Sentía que traicionaba la memoria de un amigo al acostarme con su mujer. La situación, mis emociones escondidas, el miedo, las lágrimas de ella; todo se conjugó para liberar mi pasión, para buscar un placer descontrolado con Celina.

   Todavía, en mis recuerdos, me excitaba la resistencia puesta al principio por ella. Cuando la obligué a hacer una forma de sexo que no le gustaba, cuando se quejaba.

   —Si me amas, aguantarás todo.

   Celina, al escuchar mi respuesta ya no protestó y se dejó llevar hasta donde quise, hasta donde pude controlar la pasión sin llegar a la perversión.

   Cuando todo acabó me sentí apenado. La miré, estaba triste, sollozante, dándome la espalda, pero seguía desnuda, mostrando su cuerpo. Ya no pude decir nada.

—o0o—

Poco antes de despertar tuve una imagen premonitoria. Entre el sueño y el despertar vi a Celina caminando con sus hijos, feliz, alejándose sonriente y diciendo adiós con las manos. Me sentí triste. Al despertar por completo comprendí que ella no estaría conmigo, se iría de la ciudad… No era la primera vez que tenía premoniciones, pero siempre se habían cumplido.

   Salí del hospedaje cerca de las diez de la mañana. Almorcé en la calle y decidí vigilar a la amante de Rodríguez. Busqué en los distintos puntos del estacionamiento un lugar adecuado desde donde pudiera ver la puerta del departamento de la amante del policía.

   Era un gran edificio con departamentos de interés social, con escaleras abiertas al viento y departamentos diminutos. El movimiento era constante y las personas parecían circular sin dirección.

   A las once de la mañana una mujer salió. Era madura, bella, morena, de buen cuerpo y de caminar y vestir insinuante. Bajó las escaleras ignorando las miradas de odio de las mujeres y las palabras obscenas de los hombres. Llegó al estacionamiento y se subió a un auto compacto de reciente modelo.

   La seguí. Se dirigió a un centro comercial. Caminó por el lugar mirando a su alrededor dando la impresión de buscar a una persona. Llegó hasta un área de cafeterías y se sentó a esperar mientras tomaba una taza de café.

   Al pasar los minutos llegó otra mujer, casi igual de atractiva, con los mismos movimientos y la misma forma de vestir. Se sentaron juntas y platicaron de forma amena. Quería escuchar la plática. Me acerqué esperando encontrar un sitio donde sentarme en medio del abarrotamiento de la plaza. Por fortuna una familia se retiró de una mesa contigua. Me apresuré a sentarme y aparté dos platos que aún tenían grandes pedazos de pastel. Decidí esperar a que llegara algún mesero y puse atención a la conversación de ellas.

   Fueron palabras frívolas, nada que valiera la pena. Pero, en algún momento, se cruzaron nuestras miradas.

    — ¡Mande! — preguntó la amante de Rodríguez con fastidio.

   —Disculpa. Eres una mujer muy bella— contesté apenado.

   Las mujeres, después de una leve risita, volvieron a ignorarme.

   No la vi al principio, pero una pequeña niña se encontraba entre las mesas, pidiendo caridad. Estaba andrajosa, con el cabello y cara sucia, pero a pesar de todo, había inocencia y alegría en sus ojos.

  La niña se acercó a las mujeres y con su mejor sonrisa les pidió un peso, pero al ver la indiferencia de ellas se aproximó a mi mesa. Observó los pedazos de pastel sobrantes, saludó con un “hola” sonriente y empezó a comerlos con las manos.

   — ¿Cómo te llamas? —pregunté a la niña.

   —Martha—contestó mientras masticaba.

   — ¿Qué edad tienes?

   —Cinco años pero pronto cumpliré nueve.

   La escena movió la curiosidad de las mujeres.

   — ¿Dónde está tu papá o tu mamá?

   —Mi papá se fue al otro lado y mi mamá está allá afuera, esperándome.

   — ¿Cuántos hermanitos tienes?

   —Tengo tres— contestó levantando una mano llena de betún mostrando cuatro dedos—. Pero después ya no.

— ¿Por qué ya no vas a tener tres hermanos?

   —Es qué acaba de nacer un niño y está enfermo. Dice mi mamá que se va a morir.

   — ¿Por qué dice eso?

   —Es que siempre que nace un niño enfermo se muere.

   — ¿Qué dice el doctor?

  —Pues que se va a morir.

   Los dos pedazos de pastel se acabaron, se limpió el betún de las manos con su ropa y me miró:

   —¿Me das un peso?—dijo y extendiendo su manita, aún sucia.

   Sin intención llevé la mano al bolsillo de la camisa y toqué los billetes, esos que me dieron los federales por dejar pasar el cargamento de drogas. Los saqué y se los di a la niña sin verlos.

   —¿Son de mentiras?— preguntó mirándolos con cuidado.

   —No, son buenos. Llévaselos a tu mamá y le dices que los use para curar a tu hermanito.

   La niña me miró con incredulidad y se aproximó a las mujeres.

   — ¿Cuánto es? — preguntó mostrando los billetes.

   —Son seis mil pesos— contestó una.

   —Mucho dinero— aclaró la amante y me mira con admiración y pregunta—: ¿Le quiere dar este dinero?

  Contesté con indiferencia que “Sí”.

   — ¿Cuántos chocolates puedo comprar?

   —Muchos—dijo la amante. Tomó el dinero y lo guardó bien en una bolsa del vestido que llevaba la niña—. No se lo enseñes a nadie y ve rápido a llevárselos a tu mamá.

   La niña ve a un guardia del centro comercial y sale corriendo.

—o0o—

Los acontecimientos estaban a punto de desbordarse por inercia propia. La avaricia de los traidores los obligó a cometer una tontería que terminó complicando más el panorama, pero aligeró mi trabajo de forma importante.

   Tres hombres del Cártel del Norte salieron de un antro en el centro de la ciudad, cargando con cuidado un maletín grande. Lo habían hecho muchas veces, una vez por mes durante años, y nunca tuvieron problemas, a pesar de que trasportaban mucho dinero. Llevaban la ganancia de la venta de droga en varios antros de lujo en el centro de la ciudad. Esperaban entregarlo al jefe y regresarán con un nuevo cargamento de drogas que se les agotaría en un mes.

   El cártel los protegía y los sobornos a la policía les daban cierta inmunidad. Nada malo podría pasar, estaban seguros.

   Pero dos tipos, que caminaban indiferentes por la calle, los alcanzaron, en cuanto estuvieron a una distancia corta de los traficantes surgieron las armas, les dispararon por la espalda. Dos cayeron en el acto, recibieron disparos directos a la cabeza. El tercero alcanzó a sacar su arma, pero le último balazo le abrió el cráneo y también se desplomó.

   Uno de los atacantes tomó la maleta y se la dio al otro, diciéndole:

   —Llévatela, nos vemos después.

   El segundo, con la maleta en mano, corrió hasta perderse ente la gente, la cual se empezaba a acumular a la distancia para averiguar lo qué ocurrió.

   El atacante que permaneció entre los muertos era Talavar. Mientras quitaba las armas a los cadáveres, informaba por un radio portátil de un tiroteo y daba la dirección en la que se encontraba. Con la mirada indiferente regresó a su auto, estacionado a corta distancia, dejó en la cajuela las armas tomadas a los cuerpos y tomó otras. Regresó con la misma actitud y colocó las armas nuevas entre los muertos, dejando una AK47 encima de uno de ellos. Ante la mirada de muchos de curiosos, regresó a su auto, se sentó dentro y esperó ayuda mientras escuchaba música. En algún momento dijo entre dientes:

   —No soy hermana de la caridad, esto lo hago por dinero—, y sonrió.

   Según pasaron los minutos, observó inmutable como llegaban policías de varios departamentos, como tomaban fotos de distintos ángulos y como los peritos, vestidos completamente de blanco, recogían evidencias del lugar de los hechos; el circo de siempre.

    Rodríguez y Vargas se aproximaron caminando despacio, haciendo aspavientos para saludar a sus compañeros y riendo ante sus comentarios. Llegaron hasta el auto, las sonrisas desaparecieron y Rodríguez preguntó:

   — ¿Todo bien? ¿Qué pasó con el dinero?

   —Lo tiene Carlos— contestó Talavar desde al auto, con la mirada perdida hacía el frente.

—o0o—

El testigo miró asustado a Talavar y quedó en silencio. Rodríguez repitió la pregunta al mesero.

   — ¿Puede reconocer a las personas qué dispararon contra los dueños de la discoteca?

   —No, no puedo reconocerlos— dijo molesto el testigo y volvió a limpiar las mesas.

   La policía de seguridad pública recorrió las distintas tiendas y negocios que se encontraban alrededor del lugar de los hechos. Preguntaron a los empleados y clientes, sí vieron lo ocurrido. Los policías le comunicaron a los ministeriales, del grupo de homicidios, que sólo encontraron tres posibles testigos y señalaron dónde se encontraban.

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