Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 5. Cressida Catherine Mayfield. Joven desaparecida

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CRESSIDA CATHERINE MAYFIELD

JOVEN DESAPARECIDA

Si cree que dispone de cualquier tipo de información relacionada con este caso que pueda ayudar a la investigación, por favor póngase en contacto con el departamento del sheriff del condado de Beechum (Nueva York) (315 440-1198) o con la jefatura de policía de la ciudad de Carthage (Nueva York)

(315 329-8366).

20.000 dólares de recompensa por cualquier información que permita el rescate y el regreso a casa de Cressida Mayfield.

Los informadores disfrutarán del anonimato si así lo desean.

NOMBRE: CRESSIDA CATHERINE MAYFIELD

CLASIFICACIÓN: Joven desaparecida

ALIAS/APODO: Ninguno

FECHA DE NACIMIENTO: 06/04/1986

FECHA DE DESAPARICIÓN: 10/07/2005

DESAPARECIDA DE (PAÍS): Estados Unidos de América

DE CIUDAD/ESTADO: Carthage, Nueva York

FAMILIA: Arlette Mayfield (madre), Zeno Mayfield (padre)

EDAD EN EL MOMENTO DE LA DESAPARICIÓN: 19 años

SEXO: Mujer

RAZA: Blanca

ESTATURA: 1,55 metros

PESO: 45 kilogramos

COLOR DE PELO: Castaño oscuro

COLOR DE OJOS: Castaño oscuro

TEZ: Pálida

GAFAS/LENTES DE CONTACTO (DESCRIPCIÓN): Lentillas/Gafas de montura metálica

RASGOS CARACTERÍSTICOS: Baja de estatura, cabellos oscuros, crespos y rizados, prominentes cejas oscuras, marca de nacimiento desvaída y sin relieve de color fresa en el antebrazo izquierdo, cicatriz casi desaparecida (infantil) en rodilla derecha

HISTORIAL MÉDICO: Migrañas, bronquitis, varicela (infantil), sarampión, paperas, escarlatina

JOYAS: No se le conoce ninguna. Sin perforaciones en las orejas

ATUENDO EN EL MOMENTO DE LA DESAPARICIÓN: Vaqueros negros, camiseta negra, suéter de algodón a rayas blancas y negras, sandalias

CIRCUNSTANCIAS DE LA DESAPARICIÓN: Desconocidas, a la espera de la investigación policial. Algunos testigos la vieron por última vez la medianoche del 9 de julio en el aparcamiento de Roebuck Inn & Marina, en el lago Wolf’s Head, Nueva York, pero se cree que estuvo después en la Reserva Forestal Nautauga

ORGANISMO INVESTIGADOR: Departamento del sheriff del condado de Beechum, jefatura de policía de la ciudad de Carthage

EXPEDIENTE: # 04-29374

CENTRO NACIONAL DE INFORMACIÓN SOBRE DELITOS (NCIC): # K-84420081

Durante todo julio, aquel mes de pesadilla, y en agosto de 2005.

A la espera de que sonara el teléfono.

—Las noticias llegarán por teléfono. No hay otra manera… solo el teléfono.

Zeno había encargado seis mil octavillas. Una primera tirada.

Era una reproducción, con los datos de

Cressida Catherine Mayfield, de un sitio web nacional sobre personas desaparecidas.

Zeno contrató un envío masivo por correo a hogares de los condados de Beechum, Herkimer y Hamilton.

Algunos voluntarios pegaron octavillas en postes de teléfono, árboles, vallas y edificios de Carthage y de pueblos de los lagos Wolf’s Head, Echo y Black River. En las oficinas de correos de aquellos núcleos urbanos y también en lugares tan lejanos como Watertown, Fort Drum, Sackets Harbor y Ogdensburg.

Y por todas partes en la Reserva Forestal Nautauga: aseos, puestos de guardas forestales, cada treinta metros a lo largo de las sendas más frecuentadas.

Caminando por la reserva, a lo largo de Sandhill Road, donde (Zeno insistía en creer) aún le sería posible descubrir alguna prenda u objeto perteneciente a su hija y que inexplicablemente se hubiese pasado por alto, contemplaba las octavillas con CRESSIDA MAYFIELD JOVEN DESAPARECIDA grapadas en los árboles mientras se trasladaba hasta la siguiente, y luego a otra, como una persona con una sola pierna, que va tropezando con su muleta.

En los sitios donde parecía que faltaba una octavilla, o estaba rasgada o ilegible por la lluvia, colocaba otra. En la mochila llevaba una cantidad interminable.

—Alguien la reconocerá. Alguien proporcionará información. Hemos de tener fe.

Durante julio, el mes que se transformó en una pesadilla, así como agosto y comienzos de septiembre, se mantuvo la esperanza en el hogar de los Mayfield.

Arlette se despertaba en un lugar al que no se explicaba cómo (ni cuándo) había llegado —desplomada en el sofá que tenía el asiento hundido, en la habitación del sótano reservada a la televisión, la luz del sol deslumbrándola a través de estrechas ventanas horizontales no demasiado limpias—, debido a un repentino dolor punzante en la nuca. ¡En el piso de arriba sonaba el teléfono!

Subía a trompicones para descolgar el aparato.

Porque siempre existía la esperanza de que la llamada fuese de Cressida.

O con noticias sobre Cressida.

¿Señora Mayfield? ¿Arlette? Tenemos buenas noticias…

¿Es usted la señora Mayfield? ¿La madre de Cressida? Por fin tenemos buenas noticias para usted y su marido…

—Sí. Quiero decir no… No renunciamos a la esperanza. Nunca renunciaremos. Estamos convencidos de que nuestra hija vive y se pondrá en contacto con nosotros…

O:

—Es una cuestión de

fe. Sabemos que Cressida está… en algún sitio. Y que, antes o después, volveremos a verla.

Los entrevistaban: cámaras de televisión.

Los fotografiaban: fogonazos de flash.

Eran los Mayfield, Arlette y Zeno. Y, a veces, Juliet.

La familia de la

joven desaparecida.

—No. No estamos resentidos. Entendemos que los detectives «investigan»… «recogen pruebas». No lo pueden detener… no pueden detener a nadie… hasta que «consigan armar el caso».

Y:

—Sabemos que tiene información. En Carthage nadie ignora que Brett Kincaid sabe qué es lo que le ha sucedido a Cressida…, pero, de momento, disfruta de la protección de la justicia. Mientras los detectives no logren «armar el caso»…

El inquebrantable Zeno parecía olvidar que el convencimiento de que su hija seguía con vida después de más de cuarenta días no casaba con la seguridad de que detuvieran pronto a Brett Kincaid por un delito relacionado con esa misma hija.

Arlette entendía la falta de lógica. Percibía la compasión de los demás ante la fe irreductible de los Mayfield.

Y también estaba Juliet, con su sonrisa anonadada. La bella Juliet Mayfield, maestra en la escuela de Convent Street, reina del baile de su promoción en el año 2000 y exprometida del cabo Brett Kincaid, del que se creía que era la «última persona» que había visto a Cressida Mayfield en la madrugada del 10 de julio.

—Sé que mi hermana está viva y bien… en alguna parte. Sé también que Brett no la agredió, pero pienso que quizá sepa quién pudo agredirla y dónde está ahora mi hermana. Rezo por ella y también por Brett… Creo en el poder de la oración, es cierto. No, Brett y yo no nos vemos ya. No en este momento. Pero también rezo por él; rezo por su alma atribulada.

¡Tenía cincuenta y un años! Pocos meses antes aún era una

muchacha.

Algo óseo se había enraizado en su interior, algo de lo que iba a tardar en liberarse.

Lo que había llegado a temer: el momento de abrir los ojos por la mañana.

Porque una vez que los tenía abiertos, ya no podía volver a cerrarlos hasta por la noche.

Tan pronto como el recuerdo de su hija perdida se ponía en movimiento a la manera de un alud, de una riada, fenómenos que no es posible detener, que no se pueden contener…

¡Dios santo, Cressida! Dinos dónde estás, cariño.

Si podemos ir en tu busca, cuéntanoslo…

Tampoco podía dejar de reconocer la presencia de su marido, dormido y agotado a su lado como un animal herido y sin aliento que gruñía y murmuraba en sueños; o, peor aún, que no conseguía dormir después de haber estado despierto muchas horas, los pensamientos dándole vueltas en la cabeza como ropa dentro de una lavadora.

Desde hacía años tenían por costumbre besarse de madrugada, besos despreocupados, a manera de saludos. Pero ahora Arlette se quedaba muy quieta, sin moverse, con la esperanza de que Zeno no supiera que se había despertado.

Zeno, sin embargo, siempre se daba cuenta. Su monólogo interior, que había progresado durante la noche de manera inaudible, salía entonces a la superficie:

—Maldita sea, voy a ver a McManus esta misma mañana. El muy cabrón no me ha devuelto la llamada de ayer y se me ocurre, he estado pensando, que saben algo más y nos lo están ocultando. Por alguna razón no han detenido aún a Kincaid.

O:

—Voy a ir a casa de los Meyer esta mañana. Creo, lo he estado pensando, que hay algo más que Marcy sabe y que no le ha contado a nadie. Pero quizá consiga imponerme y que me lo cuente

a mí.

Arlette, sin palabras, se movía para besar a Zeno en aquella boca que tan poco tenía que ver con ella, tan solo con el monólogo continuo, con la argumentación de su marido.

Un beso es una manera de no hablar. Una forma de cobardía.

Arlette pensaba en el dibujo a plumilla de Cressida:

Metamorfosis.

Blancas figuras humanoides que evolucionaban poco a poco hasta convertirse en formas abstractas y se hacían «negras», para volver luego a sus formas originales y a su «blancura» primigenia, pero profundamente alteradas.

También a Juliet le hicieron preguntas los detectives.

Ausente de la casa más horas de lo que su madre habría considerado razonable.

Arlette la llamaba al móvil muchas veces. «¿Cariño? Soy tu madre. Solo me preguntaba dónde estás. Cuándo vuelves a casa. Llámame, ¿quieres?»

Pero no llamaba. Lo que no era normal tratándose de Juliet.

Arlette estaba empezando a temer que se marchara pronto del hogar familiar.

Un sentimiento de terror ante la idea de que la única hija que le quedaba desapareciese también.

Y después: solo Arlette y Zeno en aquella casa tan grande.

¡Con lo feliz que había sido en otros tiempos cuando pensaba en su hija mayor! Feliz ante la perspectiva de que se casara con Brett Kincaid: «¡Qué muchacho tan agradable, caballeroso y apuesto! Excepto por lo de alistarse en el ejército, Lettie…, ¡qué suerte tienes!».

Los recién casados vivirían en Carthage. Tal parecía ser el plan. Juliet enseñaba en la escuela de Convent Street, tan solo a tres kilómetros de Cumberland Avenue, y Brett trabajaría para Elliot Fisk, si todo iba bien. No había razones para pensar que algo no fuese a ir bien. Zeno había hablado con la pareja, explicó, de la manera más diplomática, sugiriendo que podía ayudarles a financiar una casa, ayudar con una hipoteca, en cualquier momento en que les interesase…

Después de su entrevista con los detectives, Juliet volvió a casa a última hora de la tarde apagada y evasiva y, con la excusa de que no tenía hambre, subió corriendo a su cuarto y cerró la puerta. Y cuando Arlette llamó, Juliet podría haber dicho

Mamá, te lo ruego, haz el favor de marcharte, pero Arlette pareció no oír nada. Abrió la puerta y dijo que solo quería saber qué tal había ido la entrevista, qué le habían preguntado los detectives, pero Juliet, que estaba tumbada en la cama, totalmente vestida, con un brazo sobre la cara para protegerse de la ansiedad de su madre sonriente, no contestó en un primer momento y se limitó a decir que la entrevista había sido muy fatigosa, con preguntas sobre Brett que no había querido contestar… Arlette se sentó en el borde de la cama y acarició los cabellos de su hija, que tenían un precioso color castaño como de miel, sin saber qué preguntarle, porque era consciente de que no debía entrometerse; hasta que Juliet dijo, con un breve sollozo:

—¡Las preguntas que me han hecho sobre Brett! Estaba tan… avergonzada…

—¿Avergonzada? ¿Por qué?

—Porque… porque hay cosas sobre él, por supuesto hay cosas «personales», cosas «íntimas», que no se cuentan acerca de alguien con quien has estado tan unida… Sencillamente, no lo haces.

Arlette dijo con lo que esperaba no fuese un tono de queja o de alarma:

—Tu padre nos avisó de que no quedaría nada «personal» ni «privado» en nuestra vida una vez que se produjese una investigación de la policía. Tienen que hacer preguntas… toda clase de preguntas. Sobre Brett habrán querido saber —Arlette hablaba con muchas precauciones— si alguna vez se ha mostrado, ya sabes…, amenazador o insultante contigo.

—Sí, lo sé.

—«Sí», ¿qué? No lo ha sido, ¿verdad que no?

—No. Les he dicho que no.

—Bueno, es la verdad, ¿no es cierto?

—Sí.

Pero Juliet había vacilado durante tanto tiempo que Arlette se preguntó qué significaba aquella respuesta.

—También me preguntaron sobre lo que me había contado de su estancia en Iraq. Qué era lo que había hecho allí. Qué le podía haber pasado a él o a los hombres de su compañía. Y les dije que no lo sabía… Brett no quería hablar de eso.

Nada más marcharse por primera vez camino de Iraq, Brett le mandaba con frecuencia mensajes electrónicos e incontables fotografías desde su móvil, fotografías que Juliet mostraba a todos los miembros de las dos familias y a amigos comunes. Al cabo de un tiempo dejaron de llegar. Poco antes de que lo hirieran y hospitalizasen, Brett solo mandaba un mensaje electrónico cada dos o tres días, cada vez más lacónicos y evasivos.

Zeno había dicho de los primeros mensajes y fotos: «Si ese chico tiene otro tipo de noticias sobre la guerra, no se las manda a Juliet».

Arlette le había dicho a Ethel Kincaid, en una de las escasas ocasiones en las que había tratado de hacerse amiga de la distante madre del novio de su hija: «Esperar a que Brett regrese es como contener la respiración».

Y Ethel Kincaid había mirado a Arlette con una expresión que parecía sugerir que ni ella ni su familia tenían ningún derecho a esperar a su hijo; ni siquiera a hacer una observación tan estúpida.

Ahora Ethel Kincaid era su enemiga. Durante una entrevista en la televisión local había acusado a los Mayfield de «exagerar» y «falsear» cosas relacionadas con su hijo, de «calumniar a un héroe de guerra». Empujada por Evvie Estes, que no tenía el menor reparo en fomentar la agitación y la controversia locales, había afirmado, imperdonablemente, que «las dos hijas de los Mayfield» habían «perseguido» a su hijo.

Cómo se sentía Juliet cuando se decían cosas tan terribles era algo que Arlette ignoraba. Confiaba en que su fe cristiana le sirviese de ayuda en alguna región del alma a la que ni siquiera su afectuosa madre podía seguirla.

Aunque sabía que Juliet quería estar sola, se quedó un rato en su dormitorio. Se resistía a interrumpir una conversación que era la más íntima que había tenido con su hija desde antes de que rompiera su compromiso con Brett.

—Bueno, corazón. No tenías mucho que contar a los detectives, ¿no es cierto?, si Brett nunca te ha «amenazado» ni te ha «insultado».

—Así es. Tienes razón.

—Por lo tanto… no les contaste nada de eso. No…

—Nada «personal» ni «íntimo». Nada.

—Porque… no había nada que contar. ¿No es así?

—Claro. Ya te lo he dicho, mamá.

Arlette miró fijamente a Juliet. El matiz de impaciencia en la voz de su hija, aunque apenas perceptible, hizo saber a la madre que, al menos por el momento, era mejor no insistir.

*

En la jornada siguiente al Día del Trabajo de 2005 se llevó a cabo otro gran envío postal de las octavillas con las que se presentaba el sitio web con información sobre CRESSIDA MAYFIELD JOVEN DESAPARECIDA a hogares en los condados de Beechum, Herkimer y Hamilton.

El coste de aquellos desesperados envíos postales en grandes cantidades, reglamentados por el servicio de correos de los Estados Unidos y distribuidos a miles de direcciones de «contribuyentes» anónimos, fue algo que Zeno nunca le contó a Arlette y que Arlette tampoco le preguntó.

Como tampoco preguntó qué proporción de aquellos envíos produjo un número medible de respuestas: llamadas telefónicas, mensajes electrónicos.

Tampoco le recordó que él eliminaba sin ningún remordimiento aquella clase de envíos postales que llenaban hasta rebosar su buzón. Zeno Mayfield nunca se hubiera molestado en mirar siquiera octavillas así, mezcladas con anuncios desechables y folletos sobre ofertas locales.

Como si Arlette hubiera manifestado tales dudas en voz alta, Zeno dijo, a la defensiva:

—De acuerdo, la mayoría se tiran sin que nadie los lea. Pero de miles de octavillas, con que una sola nos proporcione información crucial ¡habrá valido la pena!

Otros incidentes locales se apoderaron de las cabeceras y de los boletines de

últimas noticias en el condado de Beechum.

Borrachos involucrados en un accidente de navegación en el lago Echo. Un altercado familiar que acabó extendiéndose por toda una calle del sur de Carthage, tres adultos y un niño de diez años muertos en un tiroteo. De los siete Ángeles del Infierno de los Adirondacks arrestados por la policía del estado de Nueva York en un laboratorio de metanfetamina en el río Independence, a tres querían interrogarlos los detectives de la oficina del sheriff del condado de Beechum por su posible relación con la investigación sobre Cressida Mayfield.

—Sí. Es muy duro. Es…

—… pero no perdemos la esperanza y agradecemos mucho…

—… tantas personas, muchos desconocidos, que nos han manifestado su apoyo… por lo sucedido con Cressida. Tantos voluntarios que han buscado en la Reserva Forestal Nautauga…

—… tenemos fe, sí. En que nuestra hija regrese…

—Sí, es triste…, en St. Lawrence empieza ya el semestre de otoño, y Cressida no está allí…

—… a Cressida le encantan sus clases…

—… sí, lo han prometido… Muy pronto tendrá lugar un «avance importante». Han estado interrogando…

—… interrogando a mucha gente, han dicho…

—… se han seguido «pistas» en otras partes del estado…

—… personas que dicen «haber visto» a nuestra hija…

—… su intención es buena, pero…

—… la policía ha llamado dos veces más a Brett Kincaid para entrevistarse con él… «Armar un caso» lleva tiempo y si se practica una detención prematura…

—… se echaría a perder el trabajo de meses…

—… fe por supuesto. No somos «religiosos» pero… tenemos fe en que…

—… se nos devolverá a nuestra hija.

Y allí intervino Zeno, sutilmente corrector:

—… nuestra hija

volverá con nosotros.

Fotografiados muy juntos, sentados en un sofá de la sala de estar en su casa de Cumberland Avenue, el pesado brazo de Zeno Mayfield sobre los hombros de su mujer, de manera que Arlette tenía que hacer un esfuerzo para no hundirse.

Y ¿qué entrevista era aquella, entre las numerosas entrevistas «de seguimiento» en los medios locales de comunicación? El

Carthage Post-Journal. Watertown Journal-Times. Black River Valley Gazette.

La sonrisa de Zeno ante las cámaras era forzada. Arlette ya no conseguía ni siquiera sonreír: se acordaba de la negativa de Cressida a sonreír en las fotografías.

Una de ellas servirá para tu necrológica. ¡No se puede sonreír para eso!

En los medios locales se produjo una breve oleada de agitación cuando los ayudantes del sheriff del condado de Beechum arrestaron, para «interrogarlos», a unos moteros de los Ángeles del Infierno con órdenes de detención pendientes y antecedentes penales por agresiones con agravantes, tráfico de drogas y robo, pero tampoco, al parecer, se sacó nada en limpio de todo aquello.

Arlette Mayfield, por otra parte, y ese era el secreto, no

tenía fe de verdad.

Es decir, fe en que su hija le fuese devuelta.

Casi desde el principio, desde el momento en que el primer día de búsqueda produjo tan pocos resultados y se supieron ya ciertos hechos sobre la implicación de Brett Kincaid en el caso de Cressida, las heridas en la cara del muchacho, las manchas «recientes» de sangre en el asiento delantero del todoterreno y su manera culpable de comportarse, Arlette pensó:

Ha sucedido lo peor. La ha matado, a causa de Juliet. Porque nos detesta a todos. La ha matado y la ha ocultado. Así que hasta puede ser bueno que no la encontremos.

Arlette no se atrevía a revelar a nadie pensamientos tan terribles —tan perversos—; pensamientos nada maternales: y menos que a nadie a Zeno y a Juliet.

Ni siquiera a su hermana Katie que era tres años mayor que ella, la más sensata de las mujeres, directora adjunta de las escuelas públicas de Carthage y con una habilidad legendaria para advertir subterfugios, confusión y engaños hasta en las personas más cándidas en apariencia.

Katie apretaba con frecuencia la mano de Arlette.

Katie la abrazaba con tanta fuerza que a Arlette le dolían las costillas.

Katie besaba a Arlette en la mejilla, con besos tan húmedos y calientes que abrasaban.

Como si quisiese que Arlette supiera: Katie entendía.

Solo en una ocasión Arlette le dijo a su hermana, en la quinta o sexta semana de la búsqueda, con voz débil y avergonzada, cuando las dos preparaban la comida en la cocina mientras en otra habitación Zeno hablaba muy deprisa por su móvil, en el tono de un hombre acostumbrado a dar órdenes:

—Sí, Katie, lo intento. Ya lo creo que lo intento. No me rendiré nunca. Zeno no me lo perdonaría.

*

Arlette, de todos modos, seguía llamando al móvil que nunca respondía.

Marcaba el número y luego escuchaba, conteniendo el aliento, la llamada fantasmal.

En el

Carthage Post-Journal aparecían artículos cada vez más breves, en páginas interiores, sobre la «búsqueda en curso» de Cressida Mayfield, de diecinueve años, artículos que siempre concluían con la reiterada afirmación de que «no se había detenido aún a nadie» y que la investigación de la policía «continuaba».

Por otra parte los rumores florecían: el de que a Brett Kincaid lo habían detenido por fin, no porque se sospechase que hubiera tenido nada que ver con la desaparición de la hermana de su exprometida, sino por la denuncia de un vecino que acusaba al joven cabo de «haberle empujado y haberle gritado» cerca de su casa en Potsdam Street; el de que se había encontrado el «cuerpo de una joven» en un vertedero, cerca de Wild Forest, trece kilómetros al este del lago Wolf’s Head, donde existía un enclave en continuo crecimiento de los Ángeles del Infierno de los Adirondacks; el de que Juliet Mayfield, la que fuera prometida del cabo Brett Kincaid, había dimitido de su puesto en la escuela elemental de Convent Street y abandonaba Carthage:

No soportaba la vergüenza.

Hasta donde Arlette estaba en condiciones de comprobar, ninguno de aquellos rumores respondía a la realidad.

Era cierto, sin embargo, que Juliet pensaba en matricularse, antes o después, en un máster en Educación que se impartía en Plattsburgh.

Sin intención de renunciar a su puesto docente en Carthage, tan solo asistiendo una vez a la semana a clases nocturnas.

Y podía muy bien ser cierto que Brett Kincaid se hubiera peleado a gritos con un vecino.

Y también era muy posible que se hubiera encontrado el «cuerpo de una joven» en un vertedero cerca de Wild Forest, si no en el momento presente, algún tiempo atrás. O en el futuro.

Otro rumor era que Marcy Meyer había sufrido algún tipo de «crisis nerviosa» en Ogdensburg, durante la primera semana de su segundo año en la escuela de Enfermería.

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