Carthage

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Primera parte Joven desaparecida » 5. Cressida Catherine Mayfield. Joven desaparecida

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Todo esto era a finales de agosto. En la escuela de Enfermería el curso empezaba antes que en la universidad.

Arlette llamó a casa de los Meyer y habló con la madre de Marcy.

La señora Meyer dijo que su hija había sufrido un «accidente» al caer rodando por un tramo de escaleras cuando arrastraba una maleta camino de su cuarto en el tercer piso de la residencia para enfermeras.

Había perdido el conocimiento durante varios minutos, además de hacerse un esguince de tobillo y de dislocarse un hombro. Los dolores eran tan intensos, incluso pese a los analgésicos, que la escuela de Enfermería había insistido en que renunciara al semestre de otoño y regresara a casa.

Arlette tartamudeó que sentía mucho enterarse de unas noticias tan terribles.

—¿Debería acercarme a verla? ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?

Linda Meyer, a quien Arlette había conocido en el instituto, aunque no a fondo, porque pertenecían a círculos muy distintos, vaciló un momento antes de decir, de manera tajante:

—No. No es necesario, Arlette. Verte solo serviría para que Marcy se acordara de Cressida y ya ha tenido bastante de eso.

Zeno había hablado varias veces con Marcy Meyer.

Arlette tenía la sensación (aunque no había querido preguntárselo) de que sus visitas perturbaban a Marcy, a quien los detectives de la policía habían interrogado en más de una ocasión.

La desaparición de su amiga había supuesto un «golpe terrible» para Marcy. Pero, por otra parte, la había «escandalizado» y «desconcertado» enterarse de que Cressida no había vuelto a casa aquella noche, sino que, después de abandonar el hogar de los Meyer, se había ido al lago Wolf’s Head, al parecer para reunirse allí con Brett Kincaid.

Existía la posibilidad —nadie querría calificarlo de hecho probado— de que la amiga más íntima de Marcy Meyer le hubiera mentido.

La última vez que Zeno había hablado con Marcy, poco antes de que la amiga de su hija saliera camino de la escuela de Enfermería en Ogdensburg, le contó después a su mujer, al volver a casa, que, si bien quizá no fuera más que producto de su imaginación, le había parecido que Marcy estaba «un tanto celosa, un poquito, de alguien o algo en la vida de Cressida».

Arlette, por supuesto, había pensado: Brett Kincaid.

Zeno estaba sentado en un sofá de cuero en la sala de estar. Y se restregaba la cara con tanta fuerza, pulgares contra los ojos, que Arlette oyó el movimiento de los globos oculares dentro de sus órbitas de una manera que la hizo estremecerse.

—Tráeme una cerveza, Lettie, haz el favor. Estoy demasiado cansado, ¡maldita sea!, para ir yo.

Sin embargo, dominado por una nueva idea, una idea nueva que quizá no resultase inútil, relacionada con su hija perdida, Zeno habló deprisa, incluso con brío.

—Marcy acabó por contarme, creo que no se lo dijo a la policía, que aquella noche, en su casa, pensó que Cressida podía haber hecho una llamada con su móvil en un momento determinado, o posiblemente tenía el móvil en modo vibración, dado que no se oyó ninguna llamada, pero Cressida podría haber recibido una a la que contestó en otra habitación (habían estado en el comedor, cenando, con la madre y la abuela, y Cressida se disculpó como para ir al baño), pero como Marcy no estaba del todo segura, y muy confundida en cambio al tratar, desesperada, de recordarlo todo hasta el último detalle para responder a las preguntas que le hacían los detectives, no le pareció que debiera contarlo. «Podría ser que me lo hubiese inventado. Porque he estado pensando tanto sobre aquella noche que mi cerebro rebosa y produce falsos recuerdos, y por eso no me atrevo a contárselo a la policía, porque lo graban todo, hasta la última palabra, de manera que se haría permanente y nunca se podría borrar.» Y Marcy intentaba contener las lágrimas, ya sabes que siempre hemos pensado en Marcy como una persona muy sana, robusta, ¿cómo es la descripción de Cressida? «Fornida y de corazón fiel, como un ñu»; pero allí estaba la pobre Marcy con aspecto de haber perdido cinco kilos y muy angustiada. «Ya sabe lo mucho que Cressida se enfadaría con nosotros si supiera que estábamos hablando de ella así… Tratando de recordar hasta la última sílaba de lo que dijo, y haciendo toda clase de suposiciones…» Y Marcy se echó a llorar y yo le cogí las manos para consolarla. E imagino que lloré también.

Nada decisivo. Y, probablemente, nada importante tampoco.

La policía retuvo durante semanas el ordenador portátil de Cressida. Es de suponer que un experto en informática lo estaba examinando.

Pero a la larga se lo devolvieron a los Mayfield con la información de que su hija no parecía haber participado en actividades que se pudieran considerar fuera de lo común ni peligrosas. Cressida había usado su portátil sobre todo para investigaciones académicas; sus trabajos universitarios estaban correctamente archivados de acuerdo con los nombres de los cursos; su correspondencia electrónica no tenía nada de extraordinario; muchos de sus correos eran impersonales, en relación con la Universidad St. Lawrence. Parecía tener pocas amistades, en su mayoría mujeres jóvenes, Marcy Meyer en primer lugar.

¡Nada de una vida secreta! Por alguna extraña razón aquello entristeció a Arlette.

Pero, en realidad, no; era un alivio.

—La vida social de su hija es limitada, a juzgar por sus mensajes electrónicos. ¿Tiene un novio, que ustedes sepan?

Arlette negó con la cabeza. Zeno frunció el ceño y no contestó.

Arlette agradeció que el detective hablara de su hija en el presente de indicativo:

Tiene, es.

—¿Y aquí, en Carthage? Quizás en el instituto…, ¿ha habido alguien?

Arlette vaciló como si tuviera que pensar. Pero la respuesta era no.

—¿A Cressida le interesaban… se relacionaba con… chicas? ¿Lo sabrían ustedes si así fuese?

Arlette vaciló de nuevo y se sonrojó.

Zeno dijo, con tono ecuánime:

—¿Habla usted de… lesbianismo? ¿Cree usted que mi hija es lesbiana?

—¿Estarían ustedes en condiciones de saberlo si lo fuera?

—¡Esa es una pregunta difícil de contestar, agente! Tal como usted la formula.

—¿Usted qué piensa, Arlette?

Lo que Arlette pensaba era

No. Mi hija no podría querer a nadie que fuese como ella.

—Creo sinceramente que no. Cressida tiene amigas, como las tienen otras chicas de su edad. En algunos aspectos, tal como hemos tratado de explicarle, era…, es… muy joven pese a tener diecinueve años. Siempre ha sido lista, con una inteligencia precoz, pero vive la mayor parte del tiempo dentro de su cabeza… Tiene más conciencia de sus pensamientos que de la gente. No es…, creo que puede decirse así, una persona muy madura.

Arlette hablaba con voz entrecortada. ¡Era terrible para una madre traicionar hasta tal punto a su hija delante de desconocidos!

Una rápida visión del rostro de Cressida —pálido, furioso— alzado hacia Arlette.

—Señora Mayfield, aparte de Kincaid y de sus amigos, una de las últimas personas que vio a su hija aquella noche es esa joven llamada Marcy Meyer. ¿Están muy unidas?

—Han sido amigas desde primaria. Pero, en realidad, al menos desde el punto de vista de Cressida, no

íntimas.

—Y eso es algo que usted sabe, señora Mayfield, pero ¿cómo? Exactamente ¿cómo puede usted saber eso?

¿Cómo sabía Arlette lo que sabía acerca de su hija? Las preguntas del detective carecían de respuesta.

—Por cosas que Cressida ha dicho. Por el hecho de que parece olvidarse de Marcy de vez en cuando. Es Marcy quien tiene que buscarla.

—Y si ahora estuvieran en contacto, solo suponiendo, por un momento, que su hija esté viva, en algún sitio —con qué franqueza hablaba el detective Silber, qué naturalidad en la utilización del

si—, ¿sería posible que Marcy Meyer mantuviera ese contacto en secreto? Si Cressida se lo pidiera, ¿no se lo diría a

ustedes?

Arlette y Zeno se miraron, confundidos.

Ni la menor idea de cómo responder.

Entró en el cuarto de Cressida. Había llamado antes, pero, era evidente, con demasiada suavidad para ser oída. Lo que era una equivocación. Y allí estaba su hija, con un pijama de franela, medio tumbada, medio sentada en la cama con la espalda contra la cabecera y las rodillas torpemente separadas y levantadas; y un cuaderno —en realidad un diario que Arlette no había visto nunca, con un diseño de cubierta que imitaba el mármol— colocado de tal manera, contra sus rodillas, que podía escribir en él. Y Cressida miró indignada a Arlette y dejó caer el diario sobre la cama, escondiéndolo a medias con el edredón; en aquel instante estaba furiosa y dijo con muy malos modos: «¡Vete! ¡Aquí no pintas nada! ¡Prohibido fisgar!».

Cressida tenía once o doce años por entonces.

Arlette había retrocedido, herida.

Nunca volvió a ver aquel diario de pastas duras. Raras veces entró de nuevo en el cuarto de Cressida. Se avergonzaba tanto de aquello, así como de la acusación de fisgar y de los malos modos de su hija, de los que (estaba convencida) era ella misma la culpable, que nunca se lo había contado a nadie: ni a ninguna de sus amigas, ni a su hermana Katie, ni a su marido.

Nueve semanas y dos días después de su desaparición se supo que en la tarde del 9 de julio un fisioterapeuta de la Clínica de Rehabilitación de Carthage llamado Seth Seager, que llevaba varios meses trabajando con Brett Kincaid en la clínica y se había hecho amigo suyo, se encontró por casualidad con Cressida Mayfield en la farmacia de la calle principal de Carthage. Cressida no conocía a Seth Seager, pero él sí la conocía a ella, o sabía algo de ella, como que era

la lista de las dos hijas de Zeno Mayfield. La saludó; al principio la joven pareció mirarlo con desconfianza, pero luego, cuando se identificó como un nuevo amigo de Brett Kincaid, de la clínica de rehabilitación, su actitud cambió.

—Había algo en Cressida…, me gustaba de verdad. Me recordaba a una prima que tengo, una especie de marimacho, pero lista y con ocurrencias muy inteligentes. Un tipo de chica que me gusta. Quiero decir, un tipo de chica que es interesante. No está esperando, por ejemplo, a que le hagas cumplidos ni a que le digas cosas agradables; sabe que un tío normal y corriente no va a hacer eso. Que la mayoría no va a hacerlo. Porque no es la clase de chica por la que uno se siente atraído de esa manera. Pero Cressida me gustaba mucho y creo que yo le caía bien. Le conté los planes de Brett, que iba a ir aquella noche a Roebuck Inn con algunos amigos; a mí me había invitado, pero le dije no, gracias, ese ambiente no es para mí. (Por supuesto, le dije a Brett que no era una gran idea beber mientras estaba tomando los medicamentos que tomaba, pero Brett se encogió de hombros y se echó a reír: «¡Qué más da! No me pasará nada. Y si me pasa… ¡a quién demonios le importa!».) Y Cressida me hizo una pregunta curiosa: si se trataba de una «celebración», y le dije que no lo sabía, ¿qué era lo que Brett podría estar «celebrando»? Y Cressida dijo: «Que al final no se casa». Bueno, había oído algo de eso, pero no de labios de Brett; Brett no hablaba nunca con nadie de cosas personales en la clínica, de manera que no supe qué contestar. Y Cressida dijo, como si hubiera cambiado de idea y sintiera haber hecho aquel comentario: «No hablaba en serio, sé que Brett tiene que sentirse mal; seguro que los dos se sienten mal. Lamento haberlo dicho». Y parecía como si estuviera a punto de llorar, que no es lo que nadie esperaría de una chica como ella, del tipo de las que nunca lloran o, por lo menos, nunca cuando las estás viendo. «No crees que intente quitarse la vida, ¿verdad que no?», fue su pregunta, que me pareció una cosa muy rara, algo de lo que no hablamos nunca, al igual que, ya saben, no se habla de la gente que se suicida después de empezar a estar mejor, pero que han perdido las piernas, o tienen que hacerles un ano artificial o sufren lesiones cerebrales que les impiden decir frases inteligibles, y que cuando logran tener un poco más de control sobre sus vidas se suicidan, o son víctimas de una «sobredosis» o sufren un «accidente mortal»; así que dije «Ni hablar. El cabo Kincaid no, de ninguna de las maneras». Y Cressida respondió «Entonces, ¿crees que saldrá adelante?». No estaba siendo sarcástica, ni hablando en broma, sino mirándome como si de verdad pudiera responder a su pregunta; y le dije lo que decimos todos en rehabilitación: «¡Claro que sí! Pasito a pasito».

Los detectives que escucharon aquella declaración le preguntaron por qué había tardado tanto en acudir a la policía.

Avergonzado, dijo que no lo sabía.

Y después:

—Vaya, quizás no quise «empeorar las cosas» para Brett Kincaid, que ya volvió bien jodido de Iraq.

Y añadió:

—Luego estaba siempre pensando y diciéndome: Cressida volverá. Se habrá ido a algún sitio, pero regresará. Y explicará lo que sucedió. Y a Brett no le echarán la culpa ni lo detendrán. Y tampoco yo tendré que implicarme.

Los detectives preguntaron a Seager cómo creía que Cressida había llegado a Roebuck Inn desde Freemont Street en Carthage, una distancia de quince kilómetros, más o menos. El fisioterapeuta se echó a reír:

—A poco que se parezca a mi prima Dorrie, le bastaría sacar el pulgar y hacer autostop en la carretera 33. En julio parece que todo el mundo se reúne en el lago los sábados por la noche.

*

15 de septiembre de 2005. Enganchado entre rocas y oxidados tubos de hierro bajo un puente en Sackets Harbor, unos cincuenta kilómetros al oeste de Carthage, donde el río Nautauga desemboca en el lago Erie, un chico de doce años encontró un extraño objeto momificado que arrastró hasta la orilla con un palo y que resultó ser un jersey de chica, del color del barro y tieso como una tabla. El muchacho —que sabía de la

joven desaparecida y de la recompensa de veinte mil dólares— llevó a casa el suéter momificado para enseñárselo a su madre.

Al día siguiente uno de los detectives del condado de Beechum llamó a los Mayfield y les pidió que hicieran el favor de acudir a jefatura. En Sackets Harbor, y en una orilla del río Nautauga, se había encontrado una prenda de vestir y deseaban que los Mayfield la examinaran para ver si podía haber pertenecido a Cressida Mayfield.

En el Land Rover de Zeno se dirigieron los tres al edificio de Axel Road: Zeno, Arlette, Juliet.

Zeno dijo:

—Sackets Harbor está demasiado lejos. No es nada probable.

Al ver que Arlette no respondía, Zeno insistió:

—Está demasiado lejos. Solo vamos a perder el tiempo.

En el asiento de atrás del Land Rover Juliet tiritaba, con los brazos cruzados sobre el pecho, aunque sin quejarse, bajo el impacto del aire acondicionado que Zeno había puesto en marcha.

Los Mayfield llevaban semanas sin entrar en las dependencias del sheriff del condado de Beechum. El detective Clement Lewiston los estaba esperando para acompañarlos a una habitación en la que, sobre una mesa, se había colocado el jersey momificado. Fuera cual fuese su color original, en aquel momento era barro seco. Parecía demasiado pequeño para una mujer adulta; demasiado pequeño, Arlette comprobó con alivio, para haber pertenecido a Cressida. Zeno lo examinó con el ceño fruncido: no lo había visto nunca, estaba seguro. Arlette lo tocó con un dedo, sin acabar de decidirse. No era un jersey de lana, apenas se podía decir que fuese un suéter, tan solo una prenda con mangas, un cárdigan de algún material sintético como nailon u orlón. Sin apenas costuras. A todas luces algo muy barato. Solo le quedaban dos botoncitos rotos y los ojales estaban manchados de barro. Arlette dijo, con alivio en la voz:

—No. Eso no es una prenda de Cressida.

Pero Juliet, que se había quitado las gafas de sol al entrar en aquella habitación sin ventanas, se inclinó sobre el suéter momificado durante unos segundos, mirándolo fijamente. Desde la desaparición de su hermana pequeña había perdido peso: tenía las mejillas chupadas, y habían aparecido en su rostro ojeras causadas por la tensión. Zeno hablaba en voz muy baja con el detective Lewiston y Arlette no oía sus palabras. Había empezado a sentirse mal desde que entró en la sala, y decidió que era el olor salobre del río en el suéter momificado lo que le hacía marearse.

Cuando ya era casi hora de marcharse, a Arlette le habría gustado agarrar del brazo a su marido y tirar de él hacia la puerta. Y a continuación hacer lo mismo con Juliet.

—Sí. Claro. Es el suéter de Cressida: el de las rayas blancas y negras —Juliet hablaba despacio, reflexionando—. Si lo miras más de cerca, se ven las rayas. Fue mío, pero se lo di a Cressida. O mi hermana se quedó con él. A mí me estaba pequeño. Estoy segura. Es de Cressida. No hay la menor duda, detective: es el suéter de mi hermana, el que llevaba la noche en que la perdimos.

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