Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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—Hay muchas cosas que no tengo, doctor Hinton. Una licenciatura es una de ellas.

El investigador se echó a reír. Era una buena respuesta.

Según lo que la ayudante había conseguido averiguar, Cornelius Hinton contaba con varios títulos honoríficos de universidades como Harvard, Cambridge y Columbia. Había escrito numerosos libros, publicados por editoriales académicas, sobre temas oscuros en los campos de la semántica, de la psicología social, de la psicología cognitiva y de la filosofía de la mente. Su

Texto/subtexto/«significado» cifrado: una teoría existencial de la semántica (Oxford University Press, 1979) era su trabajo académico más reconocido y le había valido un premio de la Academia Nacional de Ciencias; desde entonces sus intereses parecían haber tomado otros derroteros, y si continuaba publicando, lo hacía ya con otro u otros nombres. En el Instituto era una personalidad destacada pero también una figura esquiva que estaba todo el tiempo «ausente»: llevaba años sin impartir su popular curso «Una anatomía de la civilización americana», y sus seminarios para posgraduados sobre temas oscuros («Charles Sanders Peirce: Semiótica y locura visionaria») se reservaban a un pequeño número de alumnos muy selectos. Hinton era el más codiciado de los directores de tesis, porque lo más probable era que fuese también el más ausente: Chantelle aseguraba que había alumnos cuyas tesis dirigía pero que no lo habían visto, en carne y hueso, desde hacía años. Hinton había llegado a preferir los correos electrónicos a las conversaciones personales y había decidido que le molestaban los voluminosos originales en papel que ocupaban demasiado espacio en su escritorio y en su vida. Su lugar predilecto de lectura académica profesional había pasado a ser, decía, la pantalla del ordenador.

Detrás del investigador había una estantería que iba del suelo al techo, abarrotada de libros, tanto en posición vertical como horizontal, sin orden discernible: semántica, lingüística, filosofía política, novelas de Upton Sinclair, John Dos Passos, Willa Cather y William Faulkner; libros extragrandes de dibujos, obra de Käthe Kollwitz, George Grosz, Ben Shahn e (inesperadamente) Saul Steinberg; libros de fotografías de Mathew Brady, Edward Weston, Dorothea Lange, Robert Frank y Bruce Davidson; la

Investigación sobre el entendimiento humano de David Hume y el

Leviatán de Thomas Hobbes, junto a

Conocimiento y libertad de Noam Chomsky,

Los condenados de la tierra de Frantz Fanom,

Humillados y ofendidos de Dostoievski,

Teoría de la justicia de John Rawls,

Liberación animal de Peter Singer y una antología en rústica de intenso color rojo titulada

Contraataque: activismo en defensa de los derechos de los animales en el siglo XXI. En un estante, junto con la

Política de Aristóteles y las

Meditaciones metafísicas de Descartes, había un delgado libro amarillo:

El arte de la paradoja: Zenón de Elea.

El investigador vio que la ayudante miraba fijamente por encima de su hombro, se volvió y examinó el estante.

—¿Cuál de esos libros le interesa?

¿Zenón de Elea?

—No.

—¿No? ¿No le interesa?

La ayudante negó con la cabeza, no. Pasó rápidamente de mirar la estantería a mirar al investigador, que la contemplaba con expresión socarrona.

—Nadie sabe mucho de Zenón de Elea, contemporáneo de Sócrates y muy parecido a él, esencialmente. Los dos animaban a otras personas a

pensar y eso les creaba enemigos.

La ayudante siguió mirando el escritorio del investigador.

Los párpados bajos, la mirada impasible. Los ojos se le humedecieron pero no llegaron a correrle lágrimas por las mejillas.

Miraba las manos del investigador, que eran finas y de dedos largos; unas manos de hombre y sin embargo gráciles, de uñas muy recortadas. Y la sortija de plata con forma de estrella en la mano derecha que parecía un talismán.

El investigador volvió al tema de la entrevista.

—He tenido varias becarias, varias «ayudantes», en el pasado. Todas trabajaron bien, una vez que llegamos a entendernos. Busco básicamente una persona digna de confianza y responsable. Yo soy más bien poco práctico: olvido cosas, las traspapelo, aunque raras veces las

pierdo de verdad, porque mi ayudante me las encuentra: ¡ese puede ser su mayor problema! No estoy buscando a una intelectual; tampoco busco, desde luego, una personalidad «original» o «creativa» para quien trabajar para otro sea una simple actividad suplementaria. Busco a alguien que, en cierto modo,

me pertenezca y no se me resista…, me refiero a los encargos que le haga. ¡Tareas que serán apasionantes! Y arriesgadas, en ocasiones. Eso significa que necesito una ayudante intrépida, pero no insensata. Una ayudante que siga escrupulosamente mis instrucciones, que prevea problemas y los resuelva sin involucrarme. Una ayudante que tenga una cabeza despejada y que se exprese bien pero hable poco, como si cada palabra le costase. (Mi primera ayudante no paraba de hablar, con intención de ser «encantadora», por lo que le advertí que le quitaría un dólar de su sueldo por cada palabra injustificada. ¡Aprendió muy deprisa!) De manera especial busco una ayudante que pase inadvertida, que pueda introducirse en lugares en los que yo sería inmediatamente detectado. No busco ser «cautivado»; ya he tenido más que suficiente de eso, créame. Los únicos ejercicios de seducción que se lleven a cabo en mi entorno serán los míos; el proceso de «seducir» a mis investigados para lograr que hablen olvidados de la prudencia, y no pensando siempre en sus intereses. Una ayudante debe estar en todo momento alerta para no caer en las arenas movedizas de la «transferencia», como en el psicoanálisis; nunca promuevo, además, ninguna clase de «confesión». La ayudante no me llamará «Cornelius» (de hecho ese nombre tan viejo y aburrido no es mi verdadero nombre ni, en el momento actual, mi

nom de guerre) sino «doctor Hinton» o «doctor», nada más. La ayudante no se enamorará de mí, ni siquiera de manera puramente teórica. Tampoco pensará que soy su padre y menos aún su abuelo. Tenemos trabajo pendiente que considero urgente y que consiste en dejar al descubierto el vientre enfermo del alma norteamericana (si se me permite un giro de lenguaje surrealista), y por ello quizá tengamos que arriesgarnos. Hemos de ser tan impersonales como misiles, y necesitamos ser eficaces.

Y, ah, la vida interior de la ayudante me tiene completamente sin cuidado.

La ayudante sonrió, insegura. ¿Le había revelado al investigador que no tenía

vida interior? Lo había hecho.

—Señorita McSwain… Sabbath. Dígame, ¿respeta usted la ley?

—No.

—¿No?

—Bueno, tendría que preguntarle de qué ley hablamos. ¿Hay una

ley única, singular?

El investigador asintió, aprobador.

—¡Bien! Me gusta su escepticismo. Me gusta incluso esa manera suya un tanto remilgada de torcer el gesto: «¿Hay una

ley única, singular?». Tengo aquí… —deprisa, casi avergonzado, aunque de todos modos de manera jactanciosa, el investigador bajó la cabeza para señalar una zona en la parte izquierda, entre cabellos blancos como la nieve— una cicatriz conmemorativa de la cachiporra de un policía en el «sitio de Chicago de 1968», como prueba de la brutalidad de la

ley. Así que tampoco yo me tomo la ley al pie de la letra, se lo aseguro.

La ayudante vio, sorprendida por un momento, una cicatriz semejante a una cremallera en el cuero cabelludo del investigador; luego los blancos cabellos flotantes, una manifestación de vanidad masculina tan refinada que casi rozaba la abnegación, ocultaron la antigua y amarga herida como una caricia.

—Se tiene la impresión de que ha vivido usted no… «fuera» de la ley sino, de alguna manera, ortogonal a ella. ¿Es eso correcto?

Ortogonal. La ayudante se arriesgó, adivinando: ¿paralela?, ¿perpendicular?, ¿próxima pero sin venir al caso?

—Sí, doctor.

—Es siempre conveniente preguntar «qué ley»; «ley para quién». Algunas veces, por imperativo moral, hay que quebrantar una ley así; todavía más noble trabajar para abolirla. De modo que, en cierta forma, tengo un historial delictivo; no como «Cornelius Hinton», en todo caso. ¿Y usted, señorita McSwain?

—¿Y yo? ¿Qué, exactamente?

—¿Tiene usted un historial delictivo?

—N… no…

—¿No ha sido usted activista política?, ¿como Chantelle y sus amigas? ¿Código Rosa?

—No.

—Y en todos sus viajes, sus años de ir más o menos sin rumbo por Florida, pese a toda la vaguedad con que alude usted a ellos, ¿nunca la «trincaron», como suele decirse?

—No. Nunca.

La ayudante se rio. Se preguntó si debía sentirse ofendida o halagada.

—Con frecuencia se detiene a personas en extremo inocentes e ingenuas —dijo el investigador—. Si por ejemplo una convención del Partido Republicano se celebra en la ciudad y la policía local saca a la calle sus tropas de asalto. Sobre todo personas de color, o personas de identidad sexual ambigua. De manera que mi pregunta no debería parecerle descortés.

La ayudante estaba segura,

Sabbath McSwain carecía de historial delictivo: había muerto demasiado joven.

Nunca había escrito aquel nombre en ningún ordenador. No había querido investigarlo por simple superstición, como tampoco había querido investigar su antiguo nombre, su nombre perdido, la persona que había sido en

aquel otro sitio.

No sentía curiosidad por el pasado que se relacionaba con ella. Un pasado impersonal, el pasado «histórico» —social, político, cultural—, le interesaba mucho más que el suyo, tan contaminado como un suéter de verano de algún material ligero, delicado, que se arrastrara por un charco de lodo.

El investigador estaba diciendo:

—Por tanto… ¿estaría usted dispuesta, en caso necesario, a «infringir la ley», a «entrar sin autorización», incluso a «robar»? Con esto no me refiero a ninguna clase de robo corriente de algún objeto, sino de pruebas que se hayan ocultado al público y que quizá necesitemos para dejar al descubierto tejemanejes y engaños.

—Sí, doctor.

—¿Estará dispuesta a ir, conmigo, a sitios desagradables, incluso peligrosos, cuando se lo pida? Porque si la sorprendieran, no podría ayudarla.

—Sí, doctor. Quiero decir sí. Estaría dispuesta. Lo intentaría.

Le gustaba que se le pidiera

entrar sin autorización. Le gustaba la idea de una vida al margen de la ley, en la que el engaño al servicio de la rectitud fuese la lógica imperante.

Una vida subversiva por la que recibiría una compensación económica. Una

vida.

—Y el sueldo. ¿Hemos hablado del «sueldo»?

Como sin darle importancia, el investigador mencionó una cantidad semanal varias veces superior a lo que la ayudante tenía derecho a esperar y que provocó en ella una sonrisa de inseguridad.

—Bien; ¿no le parece suficiente?

La ayudante sonrió, aún más insegura. ¿Era

la respuesta adecuada?

—¿Sabe lo que me gusta de usted, Sabbath McSwain? No malgasta el aliento. Y ocupa condenadamente poco espacio.

La entrevista parecía estar llegando a su término. Quizás, incluso, había concluido ya.

El investigador había empezado a mirar la pantalla de su ordenador, como distraído por un nuevo correo electrónico. La ayudante se preguntó si la estaría despidiendo. ¿Rechazando, quizá?

¿Tal vez no se había enterado de algo crucial?

—Debo… ¿debo marcharme ya, doctor Hinton? Es eso… ¿lo que viene ahora?

Eran palabras muy torpes. A la ayudante no se le ocurrieron otras.

Con frecuencia pasaba muchos días sin hablar con nadie. Y cuando veía a las pocas personas que conocía, lo más probable era que se escabullera, algo así como avergonzada.

—Sí, de acuerdo —dijo el investigador—. Se puede marchar ya. Pero vuelva mañana a las siete y cuarto.

—¿Mañana?

—Sí. ¿Cómo va a trabajar de ayudante, si no está aquí?

—Quiere usted decir… ¿que me contrata?

—Creo que lo que quiero decir es que me servirá usted por el momento.

La ayudante no se movió, atónita y aturdida. El investigador tampoco se movió, en una postura más lánguida, dominándola desde muy por encima. No la acompañó hasta la puerta. No tenía intención de mostrarse galante; la galantería no iba a ser un rasgo de su relación.

Era cierto que no deseaba una relación personal, entendió la ayudante.

Torpemente, de todos modos, le tendió la mano. Una mano infantil, de chico, con uñas irregulares, sucias, mordidas. Los puños de su camisa a cuadros tenían manchas, igual que las botas masculinas y de invierno que llevaba. El investigador estrechó la mano de la ayudante con una sonrisita incómoda, sin llegar al nivel de la exasperación, sin llegar a mostrarse indulgente, una sonrisa fugaz, amable, para que saliera de su despacho y del Instituto, que, situado en el límite del campus universitario que daba a una avenida con mucho movimiento, sugería su relación periférica y ortogonal con la institución docente, como también que gran parte de los fondos que se le destinaban procedían de fuentes privadas. Una vez fuera, la ayudante se alejó muy deprisa. Empezó a correr, estuvo corriendo bajo una ligera lluvia otoñal que brotaba de un cielo opaco, mientras se oía reír, una risa interior, inaudible, parpadeando rápidamente bajo la lluvia que le enfriaba el rostro encendido.

Me servirá usted por el momento, creo que es eso lo que quiero decir. ¡Usted!

La primera tarea de la ayudante bajo la tutela del investigador fue dominar el «sutil arte» de fotografiar un objeto (ignorante, ajeno) desde una distancia de muy pocos pasos.

—Observe. Imágenes de ayer.

El investigador invitó a la ayudante a mirar la pantalla —grande, plana, último modelo— de su ordenador de mesa.

Su asombro fue grande al ver allí dieciocho fotografías etiquetadas como McSwain.

¿Ella?

Se estremeció al verse de frente, inocente y confiada, con el ceño un tanto fruncido y con lo que el investigador había calificado como el remilgado gesto de su boca. Las fotos estaban levemente desenfocadas, pero, sin duda alguna, eran de

Sabbath McSwain.

La sorpresa de la ayudante fue demasiado grande para inquietarse u ofenderse. Tuvo que maravillarse.

—¿Cómo lo hizo usted, doctor Hinton? No me di cuenta…

—Por supuesto que no se dio cuenta. Esa es la virtud de la minicámara.

El investigador se echó a reír, como si la ayudante hubiera hecho un comentario muy ingenuo.

Luego procedió a explicarle: con destreza y sin llamar la atención la había fotografiado durante su conversación con una minicámara Sony oculta en su reloj, una minicámara que funcionaba con una pila diminuta que se cargaba como un teléfono móvil.

El investigador le enseñó cómo se hacía. Le recordó que había conseguido retener toda su atención mientras hablaba con ella, distrayéndola para que no se fijara en su reloj de pulsera.

El investigador sonreía con la comisura de los labios. Era evidente que le complacía su habilidad.

—La minicámara es una compra reciente. Todavía estoy experimentando. También he utilizado plumas que son cámaras y que dan igualmente buenos resultados. Ninguna consigue imágenes tan nítidas como, por ejemplo, un teléfono móvil bastante corriente. Requiere habilidad. Requiere práctica. Requiere sangre fría, desvergüenza. En su calidad de ayudante mía ha de poseer usted esas dos cualidades, aunque ha de dar la sensación de carecer de ambas —el investigador hizo una pausa. No podía haber sabido (¿o sí?) que nadie se había dirigido a ella en aquel tono, al mismo tiempo tan íntimo y tan agresivo, desde hacía muchísimo tiempo; y que el sonido mismo de su voz la impresionaba.

No dijo nada, por supuesto. Sabía tanto de sangre fría como de desvergüenza: por lecturas, no por experiencia. Pero no dijo nada. El investigador continuó:

—En el mundo de la vigilancia y del espionaje con alta tecnología, por ejemplo, no son unos instrumentos muy sofisticados, pero la gente de la que me ocupo no parece que se haya puesto aún al día. Y, por supuesto, el profesor Cornelius Hinton es una persona

modesta.

El investigador se echó a reír, orgulloso de su sagacidad.

A la ayudante le maravillaron el reloj y la cámara diminuta que llevaba dentro. Le pareció imposible llegar a dominar una operación tan delicada bajo la mirada de los fotografiados.

—Tengo unos dedos demasiado torpes, doctor Hinton. No podría hacerlo nunca…, hacer lo mismo que usted. Me pillarían, no…

—No la «pillarán». Hará minifotos tan bien como yo, mejores con el tiempo. Tiene que empezar. Ahora mismo.

El investigador le dio a la ayudante su primera minicámara Sony, una versión femenina de su reloj digital de esfera grande, para que se lo deslizara en la muñeca.

A la ayudante se le llenaron los ojos de lágrimas. Era muy hermoso.

*

Habían transcurrido ocho meses. Desde entonces la ayudante había llegado a conocer al investigador íntimamente.

No

interiormente, pero sí íntimamente.

Había llegado a saber, por ejemplo, que cuando trabajaba en su ordenador, pasando a limpio anotaciones garrapateadas en su diminuta libreta, algo que hacía, de manera obsesiva, hora tras hora, día tras día, escuchaba a Mozart.

Las sonatas para piano sobre todo.

La sencillez de una sonata temprana: la número 15, en fa mayor.

La sonata en do mayor, Köchel 330, más poderosa, tocada por Horowitz.

Las notas brotaban del ordenador en una cascada fluida. Claridad total. Perfección.

Mientras la ayudante trabajaba cerca, en el mismo despacho del investigador, inmersa en tareas secretariales más mundanas, se descubría escuchando extasiada. La prosa del investigador era a menudo cruda, de textura áspera por la indignación —la

indignación salvaje de Jonathan Swift, era como él la describía—, pero su ideal era la claridad clásica.

—Nada importa de verdad excepto la justicia social —decía el investigador—. Incluso sabiendo que podemos avanzar muy poco contra la injusticia, de todos modos… —le temblaba la voz, porque el reto le resultaba emocionante.

La ayudante se preguntaba si el investigador había fracasado en su «vida personal»: si lo habían herido, si era una persona con traumas, o había herido a otros, les había causado traumas o los había decepcionado, al no poder acomodar su vida (personal) a otra (impersonal) de servicio. La ayudante sentía curiosidad pero nunca se lo hubiera preguntado.

Mucho tiempo atrás también la ayudante había tocado a Mozart. Las primeras piezas para piano, compuestas por un Mozart niño. Sonrió al recordar; pero no, no quería recordarlo.

Aquel pequeño placer en el corazón; ¡la emoción de la memoria! No.

Todo lo que había en

aquel otro sitio estaba cerrado para ella. La habían despedido con vergüenza y escarnio. Era

la fea, a quien nadie quería.

Casi podía recordar su cuerpo (semidesnudo) cubierto de porquería, de excrementos. El pelo, los ojos. Se habían reído ridiculizándola.

Fea fea fea. Ahí está la fea.

Había avergonzado a su familia. Su apellido, envilecido. No soportaba pensar en ello y no lo hacía; no lo había hecho y no lo haría

nunca.

Excepto que al oír las notas del piano de Mozart brotando del ordenador de Hinton, se vio forzada a recordar.

A escuchar extasiada, la mirada fija en la nuca del investigador —etéreos cabellos blancos, ligeramente crecidos por encima del cuello de la camisa—, la postura inteligente de la cabeza, como ladeada, para oír con más precisión lo que otro, de oídos más bastos, no podría percibir.

En ocasiones así sentía que su alma se había evaporado. Que se la habían absorbido. Las notas cristalinas del piano, la claridad y la belleza, y la soltura que nunca se precipitaba ni insistía y que era en cierta medida anónima, como si Mozart, el compositor, no fuese un individuo, un simple ser humano, mortal, desaparecido siglos atrás, sino la voz de la humanidad misma, libre de todo lo que es ordinario, grosero, viciado y feo.

—¡McSwain! —el investigador la estaba llamando. (A menudo omitía ya el respetuoso «señorita», porque

McSwain era mucho más eficaz y se adaptaba mucho mejor a la ocasión.)

—¿Sí, doctor?

—No está ocupada, ¿verdad?

—N… no.

La ayudante, por supuesto, estaba ocupada. El investigador le encomendaba mucho más trabajo de lo que era humanamente posible hacer en un solo día.

En el interregno entre sucesivas ayudantes, el investigador, al parecer, se «había quedado atrasado».

Recibos ordinarios de la casa y del despacho que era necesario pagar: gas, electricidad, impuestos. Talones por derechos de autor para enviar a los bancos en los que tenía sus cuentas. Extractos bancarios que registrar, documentos de Hacienda que rellenar y que enviar al contable del investigador en Fort Lauderdale. Lo que era más misterioso es que había cheques —algunos mensuales— destinados a numerosos individuos y entidades. Más importante aún, había archivos —carpetas marrones llenas de notas, de documentos, de artículos de periódico, de correos electrónicos impresos— que se le habían asignado a la ayudante.

—¿Hará el favor de traerme un poco de té? Té verde. Una taza grande. Y un poco de miel. Y para usted si lo desea. Hágame el favor.

La manera habitual de comunicarse del investigador era dar órdenes a otros, con toda naturalidad, apenas autoritario. Había sido «investigador principal» en laboratorios de psicología experimental en el Instituto y antes de eso en universidades donde su papel había sido el de dar órdenes a ayudantes más jóvenes y a alumnos posdoctorales, a posgraduados y a simples universitarios.

Pero estaba el

por favor como suavizante.

—Sí, doctor.

Pronto la ayudante supo de su jefe más de lo que el investigador podía haber imaginado que llegaría a conocer.

Conocía su(s) nombre(s). El nombre que le habían puesto al venir al mundo, su primer nombre profesional, el (los) nombre(s) de «investigador» que utilizaba para publicar. Y el (los) nombre(s) de las cuentas bancarias.

No solo podía falsificar su(s) firma(s), sino que una de sus tareas era, tal como el investigador le pedía, falsificar esas firmas cuando estaba demasiado ocupado para dedicarse a tareas tan mundanas.

—Lo único que no podemos «falsificar» es un documento legal. Para eso necesitamos testigos y un notario.

La sorpresa fue que, si bien el investigador tenía fama de reservado y solitario, «imposible de entrevistar» (tal como se describía al autor de la serie

¡QUÉ VERGÜENZA! en internet, por ejemplo), y se comunicaba incluso con sus distinguidos editores de la ciudad de Nueva York y de Londres por medio de una laberíntica cantidad de ficticias identidades electrónicas, empezó a mostrarse sorprendentemente descuidado con la ayudante una vez que hubo establecido que se podía fiar de ella.

Al parecer había comprendido —por un algo en el rostro imperturbable de Sabbath McSwain, en el que los ojos se presentaban como grandes, inhóspitos y sagaces y sin embargo inseguros— que tenía tan poca malicia como aparentaba y que no podía tener motivos para traicionarle. Y quizás dio por sentado que, como otras jóvenes ayudantes que habían trabajado anteriormente para él, también lo adoraba.

La ayudante no era una persona que

adorase. No desde hacía muchísimo tiempo.

Ninguno de los dos habría sacado consecuencias prácticas de aquella adoración. Tan solo estaba

allí, como un talismán que colgara del cuello de la ayudante y que se podía elegir ver o no ver.

A la ayudante le sorprendió averiguar que el investigador, nacido

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