Carthage

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Segunda parte Exilio » 9. Cámara de ejecución

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Andrew Edgar Mackie Jr. en St. Paul, Minnesota, el 1 de marzo de 1938, había estudiado en el noviciado de los jesuitas en Rockland, Minnesota, de 1958 a 1959; que luego lo había abandonado para pasar a la Universidad de Minnesota, donde, en 1963, había obtenido el título de licenciado en Psicología y Antropología. A partir de aquel momento, se sabía que nunca había abandonado el mandato de San Agustín: «Ama a Dios y haz lo que quieras».

Interpretaba a Dios como la «más exaltada» de todas las construcciones humanas, tal como lo había creído Ludwig Feuerbach, el filósofo alemán. Voluntad humana, amor humano, esperanza humana, deseo humano: una imagen gigantesca proyectada sobre una pantalla, una pantalla celestial de azul opacidad.

La ayudante, que carecía de creencias religiosas, suponía que debía de ser así.

El investigador había sido un descreído desdeñoso —«ateo militante»— después de abandonar el noviciado y la Iglesia católica; ahora, décadas más tarde, seguía despreciando las instituciones religiosas, pero se mostraba comprensivo con los individuos para quienes la fe religiosa era una necesidad vital.

El investigador había abandonado a

Andrew Edgar Mackie Jr., el originario del Medio Oeste, en algún momento durante los años sesenta.

Poco después había aparecido

Cornelius Hinton, con estudios superiores en las universidades de Harvard, Cambridge y Columbia.

Hinton era un profesor enérgico y aparentemente ambicioso. Sus especialidades eran la semántica, la psicología social, la psicología cognitiva y la filosofía de la mente (la menos accesible de las disciplinas). En los años setenta

Hinton empezó a aparecer con frecuencia en publicaciones académicas, y aunque se le ofrecieron cátedras en destacadas universidades, como Columbia, Duke, Yale y Cornell, se fue trasladando de un lugar a otro como profesor visitante. Y también trabajó como visitante en institutos de investigación. No le interesaban las categorías académicas ni la permanencia; con frecuencia se quedaba en una universidad tan solo durante un semestre. Vivía en casas alquiladas o en apartamentos de profesores que disfrutaban de un año sabático. En Ithaca había vivido casi todo el tiempo en un camping del parque estatal cerca de Lebanon, a media hora en coche del campus de la Universidad de Cornell. Llevaba el pelo largo. Había dejado de afeitarse. Alquilaba coches cuando era necesario. Incluso con mal tiempo, como el del norte del estado de Nueva York, que puede ser muy frío, tempestuoso y con mucha nieve, prefería la bicicleta.

En 1991 aceptó un puesto de investigador en la Fundación Nacional para la Ciencia de Arlington, en Virginia. Poco después de aquello, otro puesto permanente y muy bien pagado en el Instituto de Investigación Avanzada de la Universidad de Florida en Temple Park, donde donantes multimillonarios de Fort Lauderdale confiaban en crear un centro de investigación de prestigio mundial. Sin embargo, cosa extraña,

Cornelius Hinton parecía haber dejado de publicar más o menos en la época de su llegada a Temple Park.

El primer y polémico superventas del investigador, inicio de lo que se convertiría en la serie

¡QUÉ VERGÜENZA!, se publicó de hecho en 1979: se titulaba

¡QUÉ VERGÜENZA! ARCADIA HALL 1977-1978, un relato clandestino, sumamente gráfico, sobre Arcadia Hall, en Filadelfia, el centro estatal más importante para adolescentes con enfermedades mentales de Pensilvania. Se trataba de unas instalaciones psiquiátricas en las que los encargados, de manera habitual, acosaban, golpeaban y abusaban sexualmente de los enfermos a su cargo mientras el personal médico y administrativo hacía caso omiso de las quejas, hasta que se produjeron lesiones graves y una defunción. El investigador presentó

¡QUÉ VERGÜENZA! ARCADIA HALL 1977-1978 en forma de diario, aunque el autor mantenía el anonimato dentro del texto; de acuerdo con la cubierta, el libro lo había escrito «J. Swift», homenaje de

Hinton a su gran predecesor Jonathan Swift. Con la breve nota biográfica de la sobrecubierta se llegaba a saber muy poco de «J. Swift», excepto que había nacido en el Medio Oeste «al final de la Gran Depresión» y que había «viajado extensamente y en profundidad por toda la geografía de los Estados Unidos»; la nota no iba acompañada de una fotografía. Gracias al relato del propio diarista se podía conjeturar que «el investigador» era un individuo vehemente que en otro tiempo quiso ser jesuita, pero que abandonó el noviciado para incorporarse al movimiento por los derechos civiles. Mientras se preparaba para escribir

¡QUÉ VERGÜENZA! ARCADIA HALL 1977-1978 el investigador se formó como auxiliar en la Escuela de Enfermería de la Universidad de Pensilvania; durante nueve meses trabajó doce horas diarias (cada vez más estresantes) en Arcadia Hall, anotando y fotografiando sus experiencias, hasta que se le despidió por «insubordinación», al tratar de intervenir entre sus colegas y los pacientes.

Parte de la controversia sobre

¡QUÉ VERGÜENZA! ARCADIA HALL 1977-1978 era que el autor había sido golpeado, herido y hospitalizado, y que a sus atacantes, a la larga, se los había detenido, juzgado y declarado culpables de agresión con lesiones. Al autor se le amenazó de muerte en numerosas ocasiones, pero en la época en que se publicó

¡QUÉ VERGÜENZA! ARCADIA HALL 1977-1978 y las ventas del libro se disparaban a raíz de una sensacional reseña en la primera página de la

New York Times Book Review firmada por Robert Coles, el conocido psiquiatra y profesor de Harvard, el misterioso «J. Swift» había desaparecido de Filadelfia sin intención de regresar.

Todo esto había sucedido en 1979, siete años antes de que la ayudante viniera al mundo.

Ya en el instituto, por supuesto, ella había tenido noticia de la serie

¡QUÉ VERGÜENZA!, que con el tiempo llegó a constar de nueve libros, todos ellos relatos de un diarista sin pelos en la lengua, impactantes y meticulosamente documentados por alguien que hablaba de sí mismo como «el investigador»; en las cubiertas de los libros, el autor seguía siendo «J. Swift». Con el paso de los años, la información biográfica sobre J. Swift apenas se amplió, excepto para incorporar una lista siempre en aumento de galardones: Premio Nacional del Libro, Premio del Círculo de Críticos, Premio Anisfield-Wolf, Premio Pulitzer. El investigador, por otro nombre J. Swift, parecía no tener vida privada: ni esposa, ni familia, ni lugar fijo de residencia. Tampoco fotografías.

El diligente investigador había visitado de manera encubierta espantosos establecimientos ganaderos de producción intensiva en el Midwest y hospitales para excombatientes descorazonadoramente faltos de personal en Nueva Inglaterra; se había introducido en mataderos que abastecían a cadenas de restaurantes de comida rápida (en homenaje directo a Upton Sinclair, uno de sus héroes, autor de

La jungla); había penetrado en laboratorios de investigación médica que experimentaban con chimpancés, perros y gatos (consiguiendo fotografías aterradoras, difundidas por internet, lo que había producido violentas protestas y gran indignación). Con otro nombre distinto del de «J. Swift» lo habían detenido en San Francisco como activista de los derechos de los animales (oficialmente se le acusó de «terrorista») y como «ecoterrorista», aunque la acusación terminó por retirarse debido a la falta de pruebas. (La ayudante se enteraría, mientras revisaba la situación económica del investigador, de que había hecho generosas donaciones a organizaciones para la defensa de los derechos de los animales como PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales), Frente de Liberación Animal y Milicia de los Derechos de los Animales, de la misma manera que había sido generoso en sus donativos a activistas de izquierdas como Código Rosa y grupos feministas como Mujeres Sin Fronteras.) El libro superventas más reciente del investigador era

¡QUÉ (DES)VERGÜENZA, SEÑORÍA!, publicado en 2009: una terrible denuncia de varios jueces de familia del condado de Nassau, Long Island, evidentemente corruptos, que desde 2005 habían aceptado más de dos millones de dólares en sobornos para enviar nada menos que a tres mil culpables de un primer delito a instalaciones penitenciarias de propiedad privada. La mayoría de los primeros delitos habían sido faltas y no delitos graves, que habrían desembocado en libertad condicional si los jueces no se hubieran quitado de en medio a los delincuentes juveniles mandándolos al sistema penitenciario; los acusados carecían de abogado, dado que algunos funcionarios de los tribunales de familia que también recibían sobornos habían convencido a sus padres para que renunciaran a sus derechos legales. En uno de los supuestos correccionales, tristemente célebre, un mísero cuartel en los Poconos, se había acosado y golpeado a los jóvenes presos, y habían sido víctimas de abusos sexuales por parte de funcionarios y de otros reclusos, dando como resultado el suicidio de una joven de diecisiete años, detenida por hurtar mercancías por un valor inferior a veinticinco dólares en una de las farmacias de la cadena Rite Aid, ¡su primer delito! El investigador, para recoger sus sórdidos materiales, se hizo pasar por «Hank Carpenter», representante de Pioneer America Corrections, un servicio penitenciario de propiedad privada, y ofreció directamente a los jueces de familia del condado de Nassau «cinco mil dólares» por cada delincuente juvenil que enviaran a sus instalaciones; también había grabado sus asombrosas conversaciones, reproducidas al pie de la letra en

¡QUÉ (DES)VERGÜENZA, SEÑORÍA!

Antes de la publicación oficial del libro, el investigador había entregado sus conclusiones al fiscal del condado de Nassau y al fiscal federal del estado de Nueva York; pasajes publicados en

The New Yorker habían provocado un verdadero aluvión de protestas y de indignación por todo el país.

A la larga, los jueces corruptos se declararon culpables del delito de aceptar sobornos, perdieron sus puestos y se los condenó a penas de cárcel de entre siete y quince años.

¡Entre siete y quince años! Con reducciones por «buen comportamiento», en cárceles de seguridad media (de dirección estatal), los exjueces cumplirían solo una parte de su condena.

Pero con los sobornos de las instalaciones penitenciarias privadas habían comprado coches de alta gama, un yate, casas nuevas; habían construido piscinas, disfrutado de cruceros de lujo por las Bahamas y enviado a sus hijos a centros docentes privados sumamente caros. (No devolvieron nada del dinero de los sobornos.)

Hasta el momento, a las instalaciones penitenciarias privadas no se las había acusado de ninguna fechoría.

En la China totalitaria, funcionarios del Gobierno como los jueces corruptos de los Estados Unidos podrían haber sido ejecutados.

Indignado con la judicatura del condado de Nassau, el investigador estaba dirigiendo su atención a la pena capital en los Estados Unidos en los últimos años, a raíz de los éxitos, con gran resonancia pública, del Proyecto Inocencia. Se interesaba, más concretamente, por los estados en los que la frecuencia de las ejecuciones no había disminuido pese a que las pruebas de ADN habían revelado casos de personas injustamente condenadas que se hallaban en el corredor de la muerte. Mientras estados como Illinois, Nueva York y Nueva Jersey se habían apresurado a suspender todas las ejecuciones a la espera de nuevas investigaciones, otros como Texas, Georgia, Alabama, Misisipi, Luisiana y Florida apenas habían reaccionado ante las revelaciones del Proyecto Inocencia.

—Es como si les trajera sin cuidado saber si un condenado es de verdad «culpable», una vez que así lo ha declarado un jurado o un juez. A la hora de decidir si el Estado acaba con su vida, no cuenta que una persona sea

inocente o no.

El investigador, que estaba indignado, rabioso, había contratado a la ayudante precisamente para aquel proyecto.

Le había advertido que podría «revolverle el estómago» y «que tal vez fuese incluso peligroso». Tratarían de que se les admitiera en el corredor de la muerte de establecimientos penitenciarios de máxima seguridad en calidad de abogados, criminólogos o profesores de universidad en facultades de Sociología o Psicología; si los funcionarios de las prisiones sabían que el investigador era el autor (especialista en sacar a la luz trapos sucios) de la conocida serie

¡QUÉ VERGÜENZA!, nunca se le permitiría la entrada. A la ayudante se la examinaría con mucho menos detenimiento, Hinton estaba seguro. «Como colaboradora mía, puede ir a cualquier lugar a donde pueda ir yo. Nadie la mirará dos veces.»

—¡McSwain! Ocúpese de esto.

Un montón de correspondencia, sobres sin abrir.

Una de las tareas de la ayudante era cobrar los talones que recibía el investigador y pagar sus facturas, porque a él le causaba un rechazo maniático lo que denominaba

finanzas.

Sobres que contenían talones por sus derechos de autor (a nombre de «J. Swift», así como de «Cornelius Hinton» y varios otros) y que le resultaba imposible abrir, o, si lo hacía, se negaba a mirar las cifras, como si enterarse de la importancia de sus ingresos fuese un acto de inmodestia. Lo mismo le sucedía con los cheques mensuales del Instituto a nombre de «Cornelius Hinton».

Aquella tarea, al igual que la de pagar facturas, se la traspasó por completo a la ayudante sorprendentemente pronto una vez que empezó a trabajar para él. (No en el Instituto, sino en su casa de la ciudad, sobre el canal Rio Vista, que une Temple Park con Fort Lauderdale y que el investigador alquilaba a un colega temporalmente ausente de la universidad. Como por casualidad, la casa tenía una sala de estar de dos pisos de altura, con paredes de cristal en su mayor parte y una vista, deslumbrante por la mañana, del Atlántico y del cielo neblinoso por encima del océano hasta unos dos kilómetros hacia el este.)

¡Así que esto es lo que significa

superventas!, silbó la ayudante, de manera apenas audible, sin separar los dientes.

¡Es rico! Dinero de sobra en sus cuentas bancarias y con el que no sabe qué hacer.

Y estaban además las traducciones con las correspondientes ventas en el extranjero, reediciones de bolsillo de títulos antiguos así como de los nuevos; adaptaciones de varios de los títulos de la serie

¡QUÉ VERGÜENZA! para la televisión, y documentales en Europa; en Suecia, incluso, la propuesta de una adaptación para llevar a escena

¡QUÉ (DES)VERGÜENZA, SEÑORÍA!, que se representaría en uno de los teatros más importantes de Estocolmo.

El investigador vestía bien, con discreta elegancia, cuando quería que el

profesor Cornelius Hinton presentara ante el público una imagen convincente; pero en conjunto, hasta donde la ayudante podía determinar, vivía sin excederse en absoluto de sus posibilidades, no era propietario de ninguna casa y solo a regañadientes había alquilado, a finales del invierno de 2012, un vehículo de gama alta, un Acura MDX de color acero, que necesitaba para sus viajes a las prisiones con corredor de la muerte.

(La ayudante no había engañado al investigador al asegurarle que tenía carné de conducir… en algún sitio. Después de que la contratara había logrado adquirir, gracias a un conocido de Fort Lauderdale con un contacto en el Departamento de Vehículos a Motor del condado de Broward, un carné de conducir plastificado con la foto correspondiente, expedido a nombre de

Sabbath McSwain, nacida el 15/08/86. Porque el investigador no conducía ningún vehículo, por ningún motivo, si podía evitarlo.) Junto con los recibos periódicos —gas, electricidad, seguros—, la ayudante pagaba mensualmente cierto número de servicios, uno de ellos ligado a un hospital de cuidados prolongados en Minneapolis llamado Mount St. Joseph. Además, un talón de mil quinientos dólares se destinaba todos los meses a

F. J. Mackie, de St. Paul; otro, por una suma ligeramente inferior, a

Denise Delaney, de Chicago; otros más, por distintas cantidades, a una docena de personas que en su mayoría vivían en el Medio Oeste. (¿Parientes, exesposas, hijos?

¿Tenía hijos el investigador? ¿Nietos?) Una de las cuentas, a la que el investigador había pagado más de treinta y cinco mil dólares entre 2005 y 2011, a nombre de

Hollis Whittaker, residente de White Plains, Nueva York, se había cerrado en 2011; con lápiz rojo, el investigador había escrito ACABADO sobre el nombre de la beneficiaria en su registro de cuentas bancarias.

En varios

colleges y universidades entre los que figuraban la Universidad de Minnesota, Wake Forest College, Ithaca College, el Loyola College de Chicago y el College of Arts and Sciences de Temple Park, Florida, el investigador había creado fondos para becas a estudiantes con donaciones que oscilaban entre los quinientos y los novecientos mil dólares. En la Universidad de Cornell, por añadidura, se había establecido en 2007 la

Beca J. Swift en Bioética y Reportajes de Investigación, con un capital de novecientos mil dólares, para alumnos graduados y posdoctorales.

Lo que significaba, como la ayudante calculó enseguida, que el investigador se había desprendido de varios millones de dólares en el transcurso del último decenio, un dato que nadie más podía conocer, dado que nadie lo había tabulado y puesto por escrito; y muy probablemente el mismo investigador no habría podido enumerar, una a una, todas las becas que había otorgado.

En una habitación de la casa que alquilaba, sobre una mesa Parsons de color blanco que ocupaba toda su longitud, había archivadores de fuelle para cartas: misivas a máquina e incluso escritas a mano. Cientos de ellas con fechas que se remontaban a finales de los años sesenta. (Una nota adhesiva de una ayudante anterior afirmaba «Ordenadas y archivadas hasta 1991. Incompleto».)

Y también había archivos de correos electrónicos más recientes. En su mayoría de editores, algunos de lectores, unos cuantos de amigos y conocidos, antiguos colegas, alumnos. Los destinatarios eran

J. Swift, Cornelius Hinton, «Andy». (¿Podía ser «Andy» un diminutivo afectuoso del «Andrew Edgar Mackie Jr.» que había desaparecido décadas antes?) La ayudante echó un vistazo a aquella miscelánea, atenta a frases como «Afectuosamente», «Con mucho cariño», «Abrazos».

Mezcladas con las cartas había tarjetas. Postales artísticas que iban de lo hermoso a lo salvaje, reproducciones de cuadros de Matisse, Derain, Rousseau… Las más fastuosamente llamativas parecía haberlas enviado una persona cuyo nombre garrapateado podía ser

Isabel o

Inez.

La última de aquellas tarjetas estaba fechada el 22 de febrero de 2008 y el matasellos era de Bruselas, Bélgica.

A la ayudante se le había pedido que «ordenara las cosas», «las identificara mediante etiquetas», «se deshiciera de galeradas y de libros repetidos, etcétera» en la casa alquilada. Quedaba menos de un año para que terminara el contrato de arrendamiento y el investigador no había pensado todavía —por supuesto— dónde se instalaría a continuación. (El investigador era notoriamente descuidado en cuanto a sus planes para un futuro inmediato en su vida privada: su atención se centraba por completo en el proyecto que tenía entre manos.)

Anteriores ayudantes habían ordenado, archivado y etiquetado buena parte de los materiales del investigador. La ayudante descubrió, en cajas de cartón cuidadosamente etiquetadas por años (1970-1980; 1980-1990; etcétera), publicaciones en las que habían aparecido trabajos suyos,

The New York Review of Books, The Nation, The New Yorker, Harper’s y

The Times Literary Supplement; páginas de manuscritos editadas para su publicación y galeradas de libros de la serie

¡QUÉ VERGÜENZA!; entrevistas impresas que había concedido utilizando el nombre

J. Swift; recortes de reseñas, algunas elogiosas y otras no. En una carpeta con el rótulo VERANO 1981/ASPEN había fotografías de una boda al aire libre, de ambiente muy festivo, en la que el investigador, con poco más de cuarenta años, no parecía ser el novio sino —posiblemente— el padrino. Llevaba un traje de un material excéntrico, como tela de saco tratada por el sistema de atar y teñir; sandalias e hirsutas trenzas oscuras al estilo rastafari; la barba no estaba cuidadosamente recortada como ahora: era ancha, oscura y rizada. Más que

él mismo, el investigador parecía una rubicunda imitación norteamericana de Che Guevara.

Las fotos de la boda eran caprichosas. La cámara no estaba bien enfocada. En la ladera de un monte que quedaba en segundo término se veían plantas silvestres en magnífica floración, como en un cuadro

fauve. La ayudante sonrió al pensar:

Están todos colocados. ¡Se los ve tan felices! ¿Qué ha sido de ellos tres décadas después?

Aparecía la jovencísima novia, vestida de seda blanca con flecos, largos cabellos rubios también sedosos, descalza. Y el novio, de poco más de treinta años, rostro bronceado, el pelo recogida en una cola de caballo, completamente afeitado y también descalzo.

¡Qué apuesto quedaba el investigador en aquel verano de 1981! En una época ya lejana, cuando aún era joven. En un ambiente festivo y rodeado de un círculo de amigos con los que se sentía, saltaba a la vista, íntimamente unido.

La ayudante no había nacido aún en 1981. Sintió una punzada de celos al ver varias fotografías del investigador con una joven: no una mujer hermosa pero sí atractiva, de nariz respingona, cabellos rizados de color castaño y una larga falda de encaje que le llegaba a los tobillos. Los dos reían juntos, tranquilos. Se advertía entre ellos, también era evidente, una complicidad sexual, un resplandor físico.

La ayudante llevó aquellas fotografías hasta una ventana para examinarlas con más detenimiento. Pensó

Nunca he vivido. ¿Cómo será, tener una vida?

La ayudante no sentía amargura, solo curiosidad. Una curiosidad casi científica.

Pensó también

Pero ha renunciado a esa vida, la de las emociones. Ha seguido adelante, ha abandonado a esas personas. Los dos podemos trabajar juntos partiendo de esas premisas.

*

El título provisional del nuevo proyecto era

¡QUÉ VERGÜENZA! CONDENAS USUALES Y CRUELES: Asesinatos públicamente aprobados en los Estados Unidos.

Aunque el investigador era meticuloso en su trabajo, no quería utilizar una prosa sutil, al estilo de Henry James, en sus escritos: su propósito era sorprender, impresionar, consternar, asquear,

convencer e

involucrar emocionalmente.

El investigador había ido acumulando información sobre condenas a la pena capital desde los éxitos, muy divulgados, del Proyecto Inocencia en la primera década del nuevo siglo, en la que más de doscientos sesenta condenados, muchos de ellos en el corredor de la muerte, habían demostrado su inocencia gracias a las pruebas de ADN. Los archivos de su ordenador contenían cientos de páginas de documentos entre los que figuraban extensos artículos de publicaciones jurídicas firmados por especialistas como Barry Scheck, Austin Sarat y Leigh Buchanan Bienen. Era aleccionador —más que aleccionador, terrible— calcular cuántas personas, en un alto porcentaje de raza negra, habían sido condenadas a muerte aunque de hecho no eran culpables de los delitos por los que se las había condenado; así como intentar adivinar cuántas personas en esa situación estaban presas en las celdas del corredor de la muerte en el momento actual; personas que podrían quedar en libertad si el Proyecto Inocencia tuviera acceso a sus expedientes.

El investigador se definía como «escéptico» —«cínico, desde los veinte años, en la tradición de Swift y Voltaire»—, aunque le asombraba e indignaba que en un desalentador número de estados no se hubiera hecho prácticamente nada para reducir los juicios con pena de muerte, pese a la posibilidad de revocar la sentencia gracias al ADN. El investigador se quejaba enfurecido cuando hablaba con la ayudante:

—¡Ni siquiera al Tribunal Supremo de los Estados Unidos parece preocuparle que se ejecute a un inocente una vez que se le ha declarado «culpable»!

Detestaba de manera especial el «conservadurismo» de los presidentes del Tribunal. Sus «bestias negras» eran Scalia y Thomas. Le habría gustado mucho poner al descubierto en un volumen de

¡QUÉ VERGÜENZA! la vida (secreta, oculta) de los magistrados del Supremo, pero estos ciudadanos estaban tan lejos de tener que rendir cuentas de sus actos que era prácticamente imposible para «J. Swift» pensar en desenmascararlos.

—¡Dios bendito! Si pudiera vivir para siempre. Si nunca aminorase la marcha. ¡Si pudiera retroceder en el tiempo, estudiar en una Facultad de Derecho, arreglármelas para que me nombraran pasante en el despacho de Scalia o de Thomas! Es increíble la cantidad de maldad contemporánea que nace del Tribunal Supremo, al igual que de la Casa Blanca y del Pentágono, y que gotea sobre todos como un techo manchado de mierda…

A la ayudante le halagaba que el investigador le hablara con tanta franqueza. Era evidente que no albergaba el temor de que sus enemigos la hubieran contratado para espiarlo

a él.

Con frecuencia le oía conversar por teléfono con viejos amigos, colegas y compañeros en las organizaciones de activistas de las que era miembro; oía su voz ofendida, sus risas ásperas.

Sentía entonces un estremecimiento de orgullo. Era la

ayudante del investigador.

Aunque nadie la conociera en aquel momento, a excepción de su jefe, quizás en el futuro, una vez que acabaran el nuevo proyecto de

¡QUÉ VERGÜENZA!, el nombre de «Sabbath McSwain» quedaría unido al suyo.

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